La Biblioteca Nacional de Francia tenía dos sedes principales en París: una muy actual y moderna, inaugurada a finales del siglo XX, ubicada en el denominado sitio Miterrand, en el distrito XIII, y que estaba conformada por cuatro enormes edificios, de casi ochenta metros de altura cada uno, con forma de libro abierto; la otra, más céntrica, en el distrito II, estaba en el sitio Richelieu, y era la sede histórica, desde 1720. Pese a la majestuosidad de los cuatro edificios de la nueva sede, que albergaban más de 10 millones de volúmenes, por lo que se significaba como una de las más importantes bibliotecas del planeta, la antigua era sin duda mucho más cálida y guardaba el encanto que el hormigón, el acero y el cristal eran incapaces de conseguir.
La joya de la sede del sitio Richelieu era la sala oval, obra de Pascal en 1916, de una belleza increíble. Las estanterías de madera, en cuatro alturas, estaban dispuestas en el perímetro, guarecidas por parejas de columnas rematadas por arcos sencillamente decorados. El techo era una hermosa cúpula con un enorme tragaluz, rodeado de otros de menor tamaño concéntricos al primero, y que lograban dotar a la sala de un ambiente idóneo para la consulta. En el centro de la sala se disponían mesas alargadas de lectura, que permitían acoger a casi medio millar de personas.
Sebastián Madrigal había llegado hasta la biblioteca dando un tranquilo paseo desde su hotel. Saliendo por la calle Washington había bajado por Saint-Honoré hasta llegar a la calle Richelieu, donde se encontraba la sede del mismo nombre, muy cerca del museo del Louvre. Habían quedado a las once de la mañana, y para entretenerse visitó una exposición en la galería Mazarine, ubicada en el mismo edificio.
A las once en punto se dirigió a la sala oval, al mostrador de consultas, lugar en el que le esperaría un tal Edouard, y con el que tendría que negociar la posible adquisición del manuscrito. Se había puesto en contacto con él el día anterior, y le había dicho que era un periodista español, especializado en libros antiguos, al servicio de la señorita Claudia Reiss, a la que le era imposible por sus diversas ocupaciones acudir a la cita.
—¿Señor Madrigal? —le preguntó un hombre alto, de cabello moreno y algo nervioso.
—Sí, efectivamente. Supongo que es usted Edouard…
—Me alegro de conocerle. Es una pena que la señorita Reiss no haya podido venir. Será mejor que nos sentemos en una de aquellas mesas, para poder conversar tranquilamente.
Ambos se dirigieron hacia una de las mesas más alejadas, en las que en ese momento no se encontraba nadie que pudiera molestarles. Edouard sacó un volumen encuadernado con tapas de cuero negro y que tenía impresas unas letras en dorado: «Das Necronomicon». Sebastián, como un actor que ha ensayado bien su papel, tomó el libro con sumo cuidado y simulando un desbordante interés consultó sus páginas, impresas con gruesas letras negras en caracteres germánicos.
—Parece una buena edición —dijo Sebastián, por abrir el debate.
—Es una edición alemana, probablemente del siglo XVI.
Madrigal siguió hojeando el ejemplar, acariciando sus páginas como si fuera capaz de desvelarle algo su tacto. Invirtió casi veinte minutos en pasar todas y cada una de ellas, deteniéndose de vez en cuando, como si una ilustración o algún párrafo, incomprensibles para su entendimiento, fuera de trascendental importancia. Trataba se seguir al pie de la letra los consejos que Claudia le había dado.
—Edouard, me gustaría analizarlo con calma, tener la oportunidad de hacer…
—Esta es su única oportunidad. Hay otros posibles clientes esperando con impaciencia —le interrumpió con brusquedad su interlocutor.
—Pero es una decisión difícil, y en tan poco tiempo, usted seguro que me comprende.
Edouard sentía que cada vez le resultaba más difícil controlar sus nervios. De cuando en cuando palpaba por debajo de la mesa la pistola, que había guardado en un bolsillo interior de su chaqueta. Sabía que su misión era eliminar a la persona con la que hablaba, y para ello había trazado un plan, pero antes de ejecutarlo deseaba asegurarse de que en verdad era uno de aquellos seres endemoniados o de sus acólitos. Pero sabía que eso entrañaba un alto riesgo, y que además caso de ser una de aquellas bestias endemoniadas de poco le serviría el arma. Para eso tenía el pequeño libro de sortilegios, que apenas le provocaría unas cosquillas.
—Señor Madrigal, si está dispuesto a comprar venga conmigo a un lugar discreto y cerremos el pacto. Si no es así, aquí ha terminado esta agradable conversación.
Sebastián no sabía bien cómo, pero percibía un enorme estrés en Edouard, y era algo que le extrañaba bastante. Su frente estaba perlada por un sudor frío, como si los nervios estuvieran a punto de traicionarle en cualquier instante, y además dirigía miradas furtivas hacia cualquier lugar de la sala. Intuyó que la única explicación posible era que se trataba de un fraude, y si era así, pese a lo que le había dicho Claudia, no estaba dispuesto a extenderle uno de los cheques al portador que esta le había dado, y que iban desde los treinta mil euros a los doscientos mil, límite máximo de la operación. Era increíble que una absoluta desconocida le hubiera confiado aquellas sumas, pero tras el encargo de Henry Newman ya casi nada le sorprendía.
—Creo que me está mintiendo. Considero que si no me permite hacer más pruebas al manuscrito es porque es falso —manifestó con crudeza Sebastián, haciendo algo que Claudia Reiss le había prohibido terminantemente: acusar de estafador al vendedor.
Edouard sintió que toda la sangre del cuerpo invadía de golpe su cabeza. De súbito un terror irracional se apoderó de todo su ser, y supo que nada podía hacer por controlarlo. Sus años de experiencia como exorcista de alguna forma le advertían que lo que tenía ante sí era un ser poseído por una fuerza infernal, quizá el mismísimo Belcebú. Y temió por su vida. Una sola palabra de aquella bestia podía condenarle para siempre, eternamente. Sabía también que podía estar siendo presa del pánico y la autosugestión, pero no deseaba correr riesgo alguno.
—Lo lamento, he de marcharme —dijo Edouard, levantándose precipitadamente.
—¡Un segundo! —exclamó Sebastián, cogiendo a su interlocutor de la chaqueta.
Edouard entendió el gesto de Madrigal como una amenaza, y sin dudarlo sacó el pequeño libro de sortilegios y leyó un breve párrafo, mirándolo fijamente a los ojos. Luego huyó aterrorizado, para sorpresa del resto de personas que ocupaban la sala oval de la biblioteca.
Sebastián sólo tuvo tiempo de escuchar unas palabras en latín, y luego sintió que no tenía el control de su cuerpo, que se desvanecía y que perdía el sentido. Cinco minutos más tarde una amable señorita le preguntaba en francés que si se encontraba bien.
—Sí, creo que sí. Discúlpeme. No sé qué ha podido sucederme, habrá sido una bajada de tensión —respondió, en su precario pero eficiente francés.
—Desea que le traiga alguna cosa…
—No, no, tengo que marcharme, muchísimas gracias. Estoy bien, de verdad —dijo Sebastián, incorporándose, todavía un poco mareado.
—Pero señor, no olvide su libro…
La joven desconocida le tendía el volumen de tapas de cuero negro. Sebastián no podía comprender nada de lo sucedido, y mucho menos que aquel hombre se hubiera dejado olvidado el libro con el que estaba negociando.
—Sí, gracias. Estoy un poco despistado —le dijo, cogiendo el manuscrito sin mirarla al rostro.
Madrigal abandonó la biblioteca como un furtivo. Ya en la calle buscó con la mirada a Edouard, pero no encontró rastro de él por ninguna parte, como si se hubiera evaporado. Un tanto desconcertado, llamó al móvil de Claudia Reiss.
—Claudia, tengo el manuscrito. Ya te contaré, pero nos ha salido gratis.
—¿Gratis? Bueno, ahora me explicas. ¿Nos vemos en tu hotel en una hora?
—Como quieras. Estoy deseando que lo examines y contarte todo, pues ha sido un poco kafkiano.
Sebastián regresó al hotel paseando, deshaciendo el camino que había recorrido a primera hora del día. El aire fresco del otoño parisino contribuyó a devolverle la calma y la serenidad. Las calles estaban bulliciosas, y los pequeños bistros del centro comenzaban a llenarse de comensales. Sebastián tenía la sensación de estar viviendo entre dos mundos: uno el real, el de siempre, al que estaba acostumbrado; el otro era surrealista, poblado de seres extraños, de libros inventados y de conspiraciones secretas y atávicas que sobrevivían al paso del tiempo.
Una vez en la habitación trató de relajarse tomando una ducha fría y viendo algo la televisión en español a través del canal internacional. En seguida llegó Claudia Reiss, impaciente.
—Cuéntamelo todo, pues no he comprendido bien.
Sebastián le explicó todo lo acontecido a lo largo de la mañana, sin olvidar detalle. Le preocupaban especialmente aquellas palabras que Edouard había pronunciado en latín, y que él vinculaba con el desmayo posterior que había sufrido.
—Te he puesto en riesgo innecesariamente. He sido una egoísta, y una cobarde —dijo Claudia, cabizbaja y afectada.
—Te ruego me expliques qué está sucediendo, porque pareces saber más de lo que me cuentas.
—Lo siento, Sebastián, pero de momento no puedo explicarte demasiadas cosas. Es muy pronto. Pero ya te dije que hay varias organizaciones y personas poderosas que ansían el Necronomicon, y que están dispuestas a todo con tal de hacerse con él.
—Pero, entonces, ¿cómo ese hombre se ha dejado el libro en la biblioteca sin más? —inquirió Madrigal, tendiéndole el volumen a la joven para que pudiera estudiarlo.
Claudia tomó el libro entre sus manos y pasó sus páginas con rapidez, deteniéndose apenas en un par de ocasiones. Luego lo cerró bruscamente y lo dejó sobre la mesa de la habitación del hotel.
—Porque es falso, y porque seguramente temía por su vida…
—¿Por su vida?
—Te confundió con otra clase de persona, nada más. Y por eso te lanzó un sortilegio, para ganar tiempo y escapar de ti.
—Un sortilegio… Discúlpame, pero me cuesta creer que en pleno siglo XXI yo pueda ser víctima de alguna clase de brujería. No niego que es mucha casualidad que perdiera el conocimiento justo después de que ese hombre dijera aquellas palabras, pero es que me resulta complicado admitir que cosas así puedan suceder realmente.
—La persona con la que te has visto no era un cualquiera. Sabía lo que se hacía y tenía un objetivo muy concreto. Créeme.
Claudia se quedó absorta unos segundos, con la mirada perdida. Creyó escuchar otra vez las palabras de advertencia que un ser muy querido le había transmitido hacía unos años, y que ella en principio había tomado a la ligera. Tanto tiempo después ya sabía perfectamente al peligro al que constantemente estaba sometida.
—Sabes de quién se trataba, ¿verdad?
—No con certeza, pero intuyo que alguien perteneciente a una de las sociedades secretas que buscan el libro. Alguien que sabe también que otras personas sin escrúpulos lo desean a su vez.
Sebastián cogió el libro y lo observó con detenimiento, pero también con cierta desazón. Al final, como había imaginado, sólo se trataba de un timo. Pese a la desagradable situación vivida, estaba orgulloso de no haber avanzado en las negociaciones con aquel tipo extraño.
—Es una pena que sea falso. Por un momento me hice la ilusión… Por cierto, ¿cómo lo has sabido?
—Bueno, conozco parte del texto original, y algunos detalles de las ilustraciones. Además, nunca en la historia se hizo una traducción del libro en el pasado a ninguna lengua germánica. La última edición conocida es la española, y no creo que si alguien se atreviera a volver a copiarlo en la actualidad se tomara la molestia de hacerlo con tipos de imprenta antiguos y en papel de lino envejecido. Sin embargo, para embaucar a cualquiera y sacar un dineral sí que puede servir.
—Pero Claudia, si esto no es más que una burda copia, ¿cómo se atreven a negociar con él? Me acabas de decir que no he hablado con un timador de tres al cuarto, sino con alguien que sabe lo que se hace, que conoce bien el libro y sus poderes. Entonces, ¿cómo presentarle a otra persona que supuestamente está al tanto de todo una falsificación? —inquirió Sebastián, encogiendo los hombros.
—Le estoy dando vueltas al asunto. Y creo que hay dos respuestas posibles, o las dos al mismo tiempo. Por un lado puede tratarse de una maniobra de distracción. Quizá esa persona, o personas, tengan el original, pero deseen que se crea que está aquí, en París, porque molestias se han tomado para ello. Pero también es posible que tengan la certeza de que nadie que de verdad haya tenido un contacto con el Necronomicon se atreva, sin más, a ir en su búsqueda, por el alto riesgo que supone. Y si atraen a las hormigas, quizá consigan llegar hasta el hormiguero.
Sebastián se sintió como la hormiga en aquella suposición, pero no quiso liar el asunto y no hizo ningún comentario al respecto. Ambos decidieron pasar el resto del día analizando aquella copia falsa.
—Ya tienes algo palpable con lo que documentar tu ensayo, ¿no te parece?
—Sí, creo que es interesante.
—Este volumen, aunque falso, tiene un valor intrínseco, por lo que tampoco lo menosprecies. Seguro que te será de más ayuda de la que supones. Ahora ya es tuyo.
—No, no por favor. Haremos una cosa, me lo llevo a Madrid, lo estudio bien, escaneo algunas páginas y luego te lo remito para que hagas con él lo que quieras.
La conversación se alargó hasta la noche, y finalmente tomaron una cena fría en la habitación. Claudia hablaba sin parar de libros, de conexiones entre sociedades y hermandades a lo largo de la historia, de personajes famosos que supuestamente habían obtenido un gran poder gracias al Necronomicon. Era una apasionada, y Sebastián no se cansaba de escucharla, ni de mirarla. Deseaba saber más cosas de ella, pero no se atrevía a dirigir la charla por esos derroteros sin más ni más. Además, tenía un trabajo que realizar y de momento sabía que por un lado había avanzado pero que también había dado un paso en falso, puesto que aquella copia que había obtenido de forma tan peculiar no le era de ninguna utilidad.
Finalmente Claudia se había quedado dormida, con la ropa puesta, casi sin quererlo, sobre una de las dos camas que había en la habitación. Sebastián optó por ir en busca de una manta para echársela encima y apagar las luces para conciliar él también el sueño. Pero no pudo conseguirlo en toda la noche. Para su horror, Claudia emitía una especie de ronquidos casi guturales, y sus ojos, tras los párpados, brillaban tenuemente en la oscuridad con una luz rojiza. Aterrado, y sin saber si su imaginación le estaba jugando una mala pasada, optó por recostarse de espaldas a ella, para no tener que mirarlos.