XVIII

Basilio se despertó y dio un brinco. Fernando Díaz y Pacheco, el viejo ciego que lo había acogido nada más llegar a Toledo, estaba a su lado, azuzándole con la delicadeza con la que se mecería a un recién nacido.

—Disculpe, maestro Fernando, estaba soñando y me he asustado.

—Te he despertado porque sudabas y te movías como si un enjambre de abejas rabiosas te persiguiera.

—He tenido un mal sueño, sólo es eso.

Basilio soñaba con el Abad de su monasterio, que se llegaba hasta Toledo para apresarlo y conseguir su condena por ladrón y asesino. En aquellas pesadillas atroces volvía a ver al bueno del hermano Clemente, aplastado por una pesada estantería.

—No pasa nada, ya ves que no tienes nada que temer.

El viejo sabía que el chico no le contaba toda la verdad, pero tampoco deseaba hurgar sin motivo. Él sabría qué pasado arrastraba y qué raras alimañas perturbaban su descanso, no era de su incumbencia. Además, Basilio era bueno, trabajador, y le había devuelto en unas semanas la ilusión y la confianza en el futuro. Ya no tenía que mendigar por las calles, o atosigar a los conocidos en busca de un pedazo de pan, un poco de vino o algunas monedas. El chico cumplía con su parte del trato con creces, y le daba sin rechistar más del tercio de los ingresos convenidos.

—Ya estoy mejor.

—Venga, arriba, que el maestro Alvar Martínez ya te estará esperando.

Basilio estaba contento, el trabajo en la catedral era duro pero al mismo tiempo lo pasaba bien, departiendo con el resto de artesanos y obreros, que se sentían orgullosos de participar en la construcción de aquel monumento insigne. Finalmente no había sido asignado a las obras de la torre sino a una tarea más gratificante, y estaba al servicio de un maestro escultor que remataba la denominada Puerta del Perdón, en la fachada principal.

El novicio había trabado amistad con otros jóvenes aprendices que le enseñaban el oficio y le hacían bromas, a costa de su buena dicción y de sus modales reposados y bien cuidados. Al mediodía se juntaban para comer algo de pan, aceitunas y leche fresca, y charlaban acerca de la ciudad, de sus aspiraciones y del devenir del Reino de Castilla. Así aprendió mucho acerca de la vida en la Corte castellana, del rey Juan II, y de las intrigas varias entre nobles y aspirantes al trono, que todo el mundo intuía conduciría indefectiblemente a una guerra entre los reinos de Castilla y Aragón.

Basilio, ya de natural inquieto y espabilado, se distraía en ocasiones de sus labores tallando la piedra y gustaba de alargar las conversaciones en torno a los nobles y sus cuitas. En Toledo descubrió que un hombre sencillo, si se lo proponía, podía llegar a tener un gran poder e influencia, si sabía utilizar con inteligencia los dones con los que el Señor le hubiera dotado.

—Maestro Fernando, ¿cómo avanzan sus negociaciones con el gremio de traductores? —inquirió con prudencia el novicio, mientras se lavaba y vestía.

—Te cansas del duro trabajo de aprendiz, ¿eh? Bien es cierto que ni tus manos están hechas para trabajar la piedra, ni tu buena cabeza merece el sacrificio de tenerla sin sacarle partido. Tarde o temprano te conseguiré un puesto de traductor, bien pagado y que te permitirá tener acceso a las obras más insignes de los hombres más lúcidos.

En Toledo, desde el siglo XII, se habían impulsado una serie de escuelas de traductores, que vertían manuscritos redactados en hebreo o árabe al romance castellano o al latín. Estas escuelas habían vivido su apogeo durante el reinado de Alfonso X, el rey sabio. En la actualidad las escuelas estaban casi disueltas, pero habían devenido en un potente gremio de traductores, que servían a los intereses del que pagara por sus servicios, ya fuera la iglesia, la nobleza o la incipiente burguesía. Basilio aspiraba a dejar su duro trabajo en la catedral para aprovechar los conocimientos que el hermano Clemente le había transmitido, y de paso mejorar su estatus económico. El bueno de Fernando Díaz y Pacheco intercedía en su favor, y cerca estaba de alcanzar su objetivo.

—Muchas gracias. No crea que no valoro el digno trabajo que me consiguió nada más llegar a Toledo, pero es que el tiempo va pasando y…

—Nada tienes que explicarme, porque bien sé yo que no eres hombre conformista, y que tienes honestas aspiraciones por las que estás dispuesto a luchar. Concédeme algo de tiempo, y pronto verás saciadas tus ansias de acceder a tareas de mayor enjundia.

El viejo vivía los momentos más felices de su vida. Quería al joven como al hijo que jamás había tenido, y ansiaba su felicidad más si cabía que la suya propia. Sabía que no le quedaban ya muchos años de existencia, y deseaba dedicarlos con gusto a tratar de contribuir al ascenso de su protegido. Nunca jamás había dedicado su tiempo a tan noble empresa, y tampoco nunca había crecido en su pecho un cariño tan limpio y verdadero, acostumbrado como estaba a rapiñar con tal de seguir subsistiendo en un mundo demasiado cruel con los inválidos.

—Le agradezco muchísimo todas las molestias que se toma en mi favor, maestro Fernando.

—No te preocupes. Yo ya me siento recompensado con tu compañía. Este viejo necesita pasar sus últimos años al lado de alguien bueno como tú, y a cambio te ofreceré todo aquello que la maldita ceguera me usurpó hará ya más de tres lustros. Esta misma mañana volveré a hablar de ti con don Pedro Mendoza, maestro del gremio que bien podría darte el espaldarazo final para tu ingreso.

Basilio comió algo de pan con aceite, sintiéndose muy animado por aquella entrevista que Fernando Díaz y Pacheco tendría aquella misma mañana y que quizá cambiara su destino. Como cada día, cogió el libro, que mantenía envuelto en sucias telas, para llevarlo consigo allá donde quiera que fuese.

—Me marcho maestro, regresaré con la caída de la tarde.

—Basilio, hijo, perdona que te pregunte, pero ¿qué llevas siempre oculto con harapos, como si de un tesoro se tratase? —inquirió el viejo, con sana curiosidad.

El novicio quedó mudo durante algunos segundos. No sabía bien qué contestar, y tampoco se había preparado para el día en que alguien le formulara aquella pregunta.

—Maestro, es un viejo manuscrito al que tengo mucho aprecio.

—Pues cuídalo bien, no lo vayas a perder allí en las obras de la catedral.

—No se preocupe usted. Ningún aprendiz le hace caso, entre ellos un libro es más causa de temor o de sorna que de envidia.

Basilio dejó la posada, situada bien a las afueras de Toledo, y marchó hacia las obras de la catedral, en las que pasaba todo el día, con la esperanza de que a su regreso su maestro le tuviera reservadas buenas noticias acerca de su futuro.

Pese a la hora temprana, la ciudad ya era un trajín constante de gentes que iban y venían. Algunos comerciantes llegados de Córdoba o Sevilla traían especias y salazones, muy apreciadas por los árabes, pero también cada vez más por mesoneros y burgueses de toda índole. No era raro que el aroma a clavo, galanga o nuez moscada recorriera las calles de la ciudad, conservando el pasado musulmán en el ambiente de una urbe mestiza, orgullosa de una convivencia ejemplar entre culturas bien distintas pero unidas por un hábitat y un tronco comunes.

Basilio siempre llegaba hasta la catedral por el mismo camino por el que el viejo lo había guiado la primera vez. La sobrecogedora sensación de doblar la última esquina y encontrarse con la torre casi de repente, casi como si aquella mole hubiera surgido de la nada en el instante mismo en que uno alzaba los ojos para admirarla, le proporcionaba una enorme paz interior, como si Dios en verdad estuviera dejándose algo de sí mismo en aquella construcción majestuosa y grandiosa.

—¡Basilio, han venido unos hombres de don Álvaro de Luna que querían apresarte! —le espetó ansioso nada más llegar uno de los jóvenes aprendices con los que más amistad había trabado.

Don Álvaro de Luna era, tras Juan II, la persona más importante de todo el reino de Castilla. Hijo de nobles, había entrado a servir como paje en la Corte, introducido por su tío, Pedro de Luna, por entonces arzobispo de Toledo. Desde su puesto de sirviente, había sabido, gracias a su natural habilidad y perspicacia, ganarse la confianza del joven Rey, asediado por intrigas varias que conspiraban en su contra, hasta convertirse en su favorito. Nombrado recientemente Condestable de Castilla y Conde de Santiesteban, su creciente poder e influencias se atribuían a que dominaba las artes oscuras, habiendo realizado un conjuro diabólico para dominar a Juan II. Don Álvaro era un hombre letrado, poeta y excelente prosista, pero que también se manejaba con destreza en las artes de la guerra. Tenía una gran afición por los libros en general, y desde luego era la capital del reino un sitio idóneo para dar rienda suelta a su pasión por adquirir conocimientos. Pero el tremendo poder que iba acumulando le estaba convirtiendo lentamente en una persona corrompida por la desmedida ambición.

—Pero ¿cómo puede ser que el favorito del rey quiera detenerme a mí, un pobre aprendiz que nada malo ha hecho? —peguntó el novicio, terriblemente asustado.

—Dicen que el Abad de un monasterio ha hecho correr la voz de que un tal Basilio mató a uno de sus monjes, huyendo con un importantísimo manuscrito —dijo el aprendiz, observando casi de manera instintiva el bulto que Basilio llevaba bajo el brazo— de valor incalculable. La descripción y el nombre, según parece, coinciden contigo. Por algún motivo que se desconoce, don Álvaro de Luna se encarga personalmente de tu captura.

Un miedo atroz invadió a Basilio. Se lamentó por haber sido tan torpe de no haber inventado un nombre nuevo para sí mismo al llegar a la ciudad, aunque aquello ya no tenía remedio. Sin saber muy bien por qué, apretó el libro contra su costado, como si tuviera la capacidad de darle protección en aquel momento terrible.

—Tengo que volver con mi maestro, él sabrá qué debo hacer.

—No lo hagas. De manera inocente, el maestro arquitecto Alvar Martínez les ha dado la dirección de la posada, y ahora se están dirigiendo a la misma.

El novicio sintió una honda preocupación por el viejo, al que quizá llevaran preso por haberle ayudado y dado cobijo, siendo como era completamente desconocedor de todo lo acaecido.

—Entonces, ¿qué puedo hacer, buen amigo?

—Si no te importa, puedes pasar unos días oculto en la habitación de una fonda de la ciudad que compartimos yo y otros dos aprendices. Tendrás que permanecer encerrado hasta que haya pasado lo peor, y todo esté más calmado. Pronto encontrarán al verdadero culpable del crimen, y ya no tendrá sentido perseguirte, ¿verdad? —inquirió el aprendiz, con más esperanza que confianza.

Basilio se sintió tentado de contarle toda la verdad a su amigo, pero no encontró la manera de explicar su huida del monasterio, y mucho menos la razón por la que se había llevado el extraño volumen.

—Claro, pronto lo encontrarán. Seguro que en unos días todo quedará aclarado…

—Pues entonces vamos, nadie tiene que verte por los alrededores de la catedral. Han hablado con los obreros y les han ofrecido una recompensa.

—¿Por qué me ayudas? ¿Por qué arriesgas tu suerte para protegerme?

—Basilio, eres una buena persona. ¿No harías lo mismo tú por mí en idéntica situación?

El novicio se enclaustró en la fonda. No salía a ninguna hora del día, y apenas hablaba algunas palabras por la noche con el bueno de su amigo, que para entretenerlo le comentaba lo acontecido a lo largo de la jornada y algún que otro divertido chascarrillo. Al cabo de tres días supo que habían apresado a Fernando Díaz y Pacheco.

—¿Por qué lo han detenido a él? Es a mí al que buscan.

—Precisamente. No hay pistas acerca de tu paradero, y creen que el único que sabe el lugar en el que te escondes es el ciego.

—Entonces tendré que entregarme.

—No es posible. Corren rumores ciertos de que si lo haces te acusarán de asesinato, robo y herejía, por lo que tu suerte estará echada de antemano, mucho más sabiendo que el favorito del rey está detrás de toda esta persecución.

Basilio lamentó una vez más su mala suerte, que cada vez que parecía le iba a situar en el lugar apropiado se volvía en su contra con la mayor de las crueldades. Además, arrastraba consigo, si cabía con peor fortuna, a sus maestros: primero al hermano Clemente y ahora a Fernando Díaz y Pacheco.

Aburrido como estaba, y no teniendo nada mejor con lo que entretener las largas horas de espera encerrado en la habitación de la fonda, Basilio incumplió la promesa que se había hecho a sí mismo y abrió el manuscrito por su primera página.

«Aviso a quien comience a leer que este libro contiene el saber que me transmitieron en el desierto bestias horribles, nacidas del mismo infierno. Será responsabilidad de cada uno someterse a unas consecuencias que desconozco, pero que intuyo pueden ser terribles.

Abdul Al-Hazred»