XVII

David Foster sujetaba entre sus manos con extrema delicadeza el libro marcado con el ítem MS 408 de la biblioteca Beinecke, sin lugar a dudas el códice más extraño y misterioso de cuantos manuscritos existían sobre el planeta.

El Manuscrito Voynich, escrito seguramente en el siglo XIII, concitaba el interés de bibliófilos, historiadores y criptógrafos. Redactado en una rarísima y desconocida tipografía, se atribuía su autoría más probable a Roger Bacon, fraile franciscano adelantado a su tiempo. Hombre empirista, pero que también se dejaba seducir por todo lo relacionado con la alquimia y el ocultismo, y que había sido un gran estudioso del mundo y la cultura árabes en general, Bacon se decía que había sido acusado de brujería por sus estudios alquímicos y astrológicos, por lo que fue enviado a prisión durante varios años. Finalmente falleció y cayó en el olvido, hasta mucho tiempo después. Pero el Manuscrito Voynich se otorgaba a otros muchos autores, que iban desde Jonh Dee, matemático y astrólogo en la corte de Isabel I de Inglaterra, al propio Wildfrid Voynich, bibliófilo lituano que había descubierto el códice, razón por la que llevaba su nombre. Pero la teoría de que Voynich hubiera creado una patraña para enriquecerse (él mismo poseía un floreciente negocio como anticuario) no había hecho más que desinflarse con el tiempo. Wildfrid había adquirido en 1912 en un colegio jesuita de Villa Mondragone, Italia, un lote de 30 códices a buen precio, para luego recolocarlos entre excéntricos millonarios en su negocio, ubicado en SOHO Square, en Londres. Entre aquellos libros se encontraba el famoso e inescrutable volumen.

Según la versión oficial, la primera noticia que se tenía del manuscrito se situaba en los albores del siglo XVII, cuando Rodolfo II de Bohemia lo adquiere por seiscientos ducados de oro. Luego pasaría de mano en mano, hasta que en 1666 llega a las del sacerdote jesuita Atanasio Kircher, con la supuesta intención de que este intente descifrarlo. Desde entonces se pierde su pista, hasta que Voynich lo descubre en el lote que compra en 1912.

Wildfrid llegó a realizar copias del manuscrito, con la intención de que expertos en criptografía lograran descifrar su contenido, aunque naufragaron en el intento. A la muerte de Voynich el libro pasó a manos de su esposa, quien lo conservó en una caja fuerte hasta su muerte. Poco después fue subastado y adquirido por el librero y marchante Hans Kraus, en 1961, quien lo pone en venta por 160.000 dólares, sin encontrar comprador. Finalmente este decide donarlo a la Universidad de Yale, en 1969.

El Manuscrito Voynich, escrito sobre de 235 páginas de pergamino en octavo, es decir, un formato pequeño, estaba dividido en cinco partes más o menos diferenciadas: botánica, astronomía, biología, cosmología y farmacia. Habida cuenta de lo inescrutable del texto, habían sido la multitud de bellos dibujos los que habían permitido esta clasificación. Constituido por más de 170.000 glifos, o caracteres, que podían ser agrupados en un alfabeto de unas treinta letras, se habían utilizado en su redacción 35.000 palabras, sin evidencia alguna de signos de puntuación. Se suponía que había sido codificado, costumbre extendida en la Baja Edad Media y en el Renacimiento, para que su contenido fuera difícilmente descifrable por cualquiera, y estuviera protegido ante cualquier lego o los curiosos sin escrúpulos. Habían sido cientos los criptógrafos de todo el mundo los que habían intentado desentrañarlo, utilizando los métodos más variopintos, que iban desde el cifrado de letras, como el Cifrado de Vigenère, hasta la esteganografía, usando la rejilla de Cardano. Pero los intentos habían terminado en fracaso, un en una suerte de galimatías sin sentido ni lógica algunas. Lo raro era que el Manuscrito Voynich guardaba las proporciones estadísticas de una lengua cualquiera, y que se notaba que había sido escrito con pulso firme y sin interrupciones, como si su autor manejase perfectamente aquella lengua que muchos habían dado en llamar voynichés. Incluso a finales del siglo XX se había creado el proyecto EVMT (European Voynich Manuscript Transcription, proyecto Europeo de Traducción del Manuscrito Voynich), a cargo de Gabriel Landini y Rene Zandbergen, que habían elaborado el EVA (European Voynich Alphabet, Alfabeto Europeo del Manuscrito Voynich), mediante el cual casi cualquiera podía intentar dar un sentido al escrito.

Algunas hipótesis apuntaban hacia un texto sin sentido, redactado con aquella tipografía extraña para atraer la atención de los nobles del Renacimiento, ansiosos por acceder a oscuros conocimientos que les permitiesen incrementar su poder o riquezas, o aspirar a la vida eterna. Según esta teoría, no faltarían tampoco acaudalados burgueses dispuestos a pagar ingentes cantidades de dinero a cambio de un manuscrito tan enigmático como hermoso.

Desde su llegada a la Beinecke, David Foster se había obsesionado con aquel magnífico volumen, extraño y curioso dentro de una biblioteca ya de por sí abarrotada de cientos de códices, incunables y pergaminos sorprendentes e insólitos.

Desentrañar el contenido del libro era un reto personal y secreto al que dedicó horas y horas, como un hobby inocente, igual que finalizar un sudoku de máxima complejidad o un gran crucigrama. Se había quedado días enteros, enganchado a las páginas del manuscrito hasta bien entrada la madrugada, hojeándolo como si en verdad fuera capaz de descifrar su contenido. Por las noches aquellos glifos desconocidos se agolpaban en su mente cansada, ordenándose en múltiples juegos de azar, advirtiéndole que quizá estuviera dilapidando su tiempo libre en un entretenimiento absurdo planteado por un hábil embaucador varios cientos de años antes.

Había investigado a través de la Red, e incluso había tenido la posibilidad de asistir a congresos y seminarios de criptografía en los que se abordaba el problema de conseguir, de una vez, descodificar ese raro lenguaje que se resistía a cientos de sabios y expertos de todo el mundo. Y fue en esos ámbitos en los que se familiarizó con las diferentes herramientas que permitían descifrar códigos, como los libros de códigos o el cifrado visual. Todo ello fue de inestimable ayuda, aunque el espaldarazo hacia la conquista del contenido inteligible del libro llegó a través de algunas sencillas anotaciones que había en el mismo, y a las que casi nadie parecía prestar atención. Aquellos textos breves estaban escritos en alemán, en otro extraño alfabeto y en un idioma desconocido pero con caracteres reconocibles. Aquella particular Piedra Roseta le había permitido lograr lo que ninguna otra persona en el planeta: entender qué se escondía tras el críptico texto.

Foster se tomó al principio el manuscrito como uno más entre tantos códices que abordaban aspectos astrológicos y alquímicos, y que basándose en la observación del cielo pretendían adivinar el futuro o mezclando sabiamente plantas obrar beneficios increíbles para la salud (antecedente de la actual farmacopea). Pero el Voynich iba mucho más allá, y hablaba de seres ancestrales, de especies de vegetales desconocidas, de astronomía muy avanzada para la época y de una serie de fórmulas magistrales que bien utilizadas permitían conocer hechos por acontecer todavía. Se afanó en preparar una amplia tesis sobre el libro, que acrecentaría su prestigio mundial en los círculos bibliófilos, aunque también en los dedicados a la criptografía. No deseaba lanzarse sin más, y poner en juego su puesto y el respeto ganado a lo largo de los años por un pequeño error de cálculo. Poco a poco David Foster descubrió que el texto se refería a otros libros, de los que había tomado partes o sencillamente habían servido de fuentes para el autor. Grimorios conocidos y desconocidos eran sucesivamente nombrados, para explicar algún hallazgo, o el porqué de una fórmula alquímica. Y así un día, casi por azar, casi impulsado por una curiosidad desbocada, que formaba parte de su misma esencia desde niño, probó una de aquellas fórmulas descritas, utilizando aquello que tenía a su alcance, y verificó, para su sorpresa mayúscula, que al menos esa en concreto funcionaba perfectamente. Era un ungüento gracias al cual en apenas unos minutos cicatrizó un pequeño rasguño que se había producido media hora antes con el borde de una mesa. Lo extraordinario es que la piel quedó sana, sin rastro alguno de la herida reciente.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, Foster decidió guardar en el más absoluto de los secretos su hallazgo, iniciándose una pasión desmedida no ya por los libros antiguos, sino por los manuales de alquimia, los libros ocultos y los Grimorios en general. Poco tiempo después fundó clandestinamente la Sociedad para la Conservación de los Libros Raros y Antiguos, que se nutrió de algunos brillantes alumnos de Yale y de un par de colaboradores suyos en el departamento: Steve y William. Aprovechando los amplios contactos que tenía, se habían ido haciendo con una colección de obras extrañísimas, que iban desde códices de la Alta Edad Media hasta algún pergamino elaborado en la época de los faraones, en el Antiguo Egipto. Una vez al mes la Sociedad se reunía y trataba de establecer relaciones entre los manuscritos, descubrir sus secretos o autentificar su autoría. Durante años fue un entretenimiento casi a la altura del de cualquier adolescente un tanto rebelde y descarriado.

Tiempo después llegaría hasta sus manos el Necronomicon, y tras leerlo comprendería el verdadero poder que se escondía tras los denominados Libros Negros. Fue entonces cuando la Sociedad dio un importante giro, se vio reforzada por el ingreso de un acaudalado miembro y creó dos divisiones: la primera, que seguiría con la tarea original, aunque con más tentáculos que se extenderían por todo el planeta; y la segunda, reducida a tres componentes, unidos por un mismo destino, y cuyo objetivo último era recuperar a cualquier precio el Libro de los Nombres Muertos.

El azar volvió a actuar con asombroso y calculado acierto, y una tranquila tarde descubrió que el Rumor al que en repetidas ocasiones se refería el Manuscrito Voynich no era otro que el Necronomicon, y que el primero no hubiera podido ser concebido en su totalidad sin haber bebido en las fuentes del segundo. Además, era absolutamente creíble, pues de sobra era conocida la devoción que Roger Bacon, el supuesto autor del Manuscrito Voynich, sentía hacia la sabiduría y la cultura árabes.

David Foster sostenía entre sus manos el manuscrito marcado con el número 408 de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Antiguos. Había localizado la página deseada con rapidez, pues casi podía identificar de memoria sus más de doscientas hojas de pergamino. En un pequeño maletín llevaba algunas plantas, minerales, un frasco con agua, trozos de papel de pergamino original de la Edad Media y un cuenco. Como un alquimista ya ducho en el manejo de sus artes, fue mezclando con relativa pericia aquellos elementos en las proporciones que el texto indicaba. Agitó el contenido del cuenco con una fina varilla de cristal, lanzó sobre la mezcolanza los pedazos de pergamino y esperó, casi con más fe que confianza. Al principio el pergamino se deshizo y se hundió en el espeso líquido, pero al poco tiempo volvió a ascender, en forma de pulpa blancuzca, y en unos segundos conformó dos palabras perfectamente legibles:

SEBASTIAN MADRIGAL