No era ni la primera ni la segunda vez que Sebastián estaba en París, pero el paseo en taxi hasta el centro de la ciudad desde el aeropuerto siempre le dejaba maravillado, como si nunca sus ojos hubieran contemplado ciudad tan hermosa.
El sonido monótono y aburrido de su móvil le devolvió a la realidad y lo apartó, momentáneamente, del sencillo placer de admirar las cuidadas fachadas de los edificios.
—¿Estás ya en París? —inquirió la estridente voz de Carlos Alcalá.
—Aterricé hace una hora, estoy a punto de llegar al hotel.
—Bien, perfecto. Cuando te hayas acomodado llamas a Claudia, al teléfono que te di. Ella ya se encuentra desde hace un rato paseando por los Campos Elíseos.
—He llegado con un poco de retraso…
—No pasa nada. Recuerda mantenerme al corriente de todo. ¡Y no te pases ni pelo con ella!
Sebastián colgó el teléfono, haciendo caso omiso de aquel último comentario. Su taxi subía los Campos Elíseos precisamente, en dirección al Arco del Triunfo. Antes de llegar al conocido monumento que mandara construir Napoleón en conmemoración de su victoria en Austerlitz, y que bien podía haber terminado siendo un elefante en lugar de aquel majestuoso arco, doblaron a la derecha, en la calle Washington, donde se encontraba un pequeño y encantador hotel, en el que solía alojarse cuando visitaba la capital francesa. Nick, al que había informado puntualmente del viaje y de sus intenciones, trató de convencerle para que se hospedara en uno de los muchos hoteles de cinco estrellas que había en la zona, pero él finalmente se había decantado por ese lugar acogedor y bien conocido.
«No sé ni qué demonios hago en esta ciudad. He venido hasta aquí guiado por un pirado, en busca de un libro que no existe», pensó, brevemente. El recuerdo de sus agobios económicos recientes, que ya eran cuestión del pasado, le hizo recuperar la ilusión por aquel encargo inaudito.
Ordenó el escaso equipaje que llevaba y se tumbó unos minutos a descansar. Luego llamó a Claudia Reiss, que estaría harta de dar vueltas por las prohibitivas tiendas del centro.
—¿Oui? —inquirió una suave voz femenina.
—Disculpa, Claudia, soy Sebastián Madrigal, el amigo de Carlos Alcántara, acabo de coger la habitación del hotel… —dijo, con torpeza.
—Ah, sí. Estaba esperándote. ¿Has llegado bien?
—Bueno, con un poco de retraso, espero que sepas perdonarme. Menuda presentación.
—No, no pasa nada. Hacía tiempo que no estaba en París, y he aprovechado para pasear un rato. ¿Comemos?
La manera de hablar desenfadada y directa de Claudia desconcertaron un tanto a Sebastián, que se imaginaba a una persona mucho más tímida y extravagante.
—Bien, está bien.
—¿Conoces el Pizza Pino?
—Claro, cómo no…
—Pues si te va bien, nos vemos allí en quince minutos.
—Perfecto, allí estaré.
—Te esperaré en la puerta, llevo un vestido rojo y una chaqueta larga de ante.
Madrigal estaba sorprendido. Pese a todo lo que se había imaginado, Claudia parecía una chica simpática y normal. Le resultaba casi imposible pensar que fuera amiga de Carlos. Miró su reloj y descubrió que eran poco más de las doce del mediodía, y que apenas tenía hambre. Otra vez tendría que habituarse al horario europeo, tan poco respetado en España. Se echó un poco de colonia encima y bajó a la calle, buscando de nuevo la avenida de los Campos Elíseos, pero esta vez en dirección al Jardín de las Tullerías. Apretó el paso y en cinco minutos llegó a la puerta del Pizza Pino, cuyas mesas exteriores estaban atiborradas de turistas. Una mujer morena, muy joven y bonita, se le acercó tímidamente:
—¿Sebastián?
—¿Claudia? Sí, soy yo —respondió Madrigal, señalándose a si mismo, un poco aturdido.
—Encantada de conocerte. Un amigo de Carlos es un amigo mío. Tenemos mesa en la planta superior. He conseguido engañar a un camarero, que nos ha puesto junto a una ventana —dijo Claudia, guiñándole un ojo y tirándole de la chaqueta hacia el interior del restaurante.
Sebastián se dejó arrastrar por aquella joven simpática y un tanto atrevida que se manejaba en castellano como si fuera su lengua de toda la vida. Para su desgracia él apenas dominaba el inglés, y chapurreaba algo de francés y de italiano, lo suficiente para defenderse en pequeñas escapadas, ya fueran debidas a motivos profesionales o vacacionales.
Se sentaron en un lugar ideal, que les permitía admirar aquella hermosa avenida que en esa cálida mañana otoñal tenía un aspecto magnífico.
Claudia pidió, en un excelente francés, unos entrantes y una gran pizza para compartir.
—De modo que estás preparando un ensayo acerca del Necronomicon, ¿no?
—Sí, bueno. Estoy arrancando, pero todavía necesito recabar mucha información. Gracias a Carlos he podido darme cuenta de que no tengo la menor idea, a pesar de que una editorial haya confiado en mí para hacer este trabajo.
—Vaya. Me encantan los libros, sobre todo si están cargados de misterio. El Necronomicon es mi favorito. Tengo hasta un blog con su nombre.
Sebastián se lamentó por no haberle echado ni tan siquiera un vistazo. Se sentía un poco azorado, frente a aquella joven segura y de una belleza extraordinaria. Pese a su origen germánico, habría podido pasar por una italiana cualquiera. Era morena, delgada, con una mirada profunda y penetrante, reforzada por dos ojos de un intenso color negro. Sin embargo, su tez clara dejaba testimonio de haberse criado en unas latitudes en las que el sol ni abundaba ni permitía un bronceado constante.
—Carlos me habló de tres teorías acerca del libro. Me explicó dos: la que niega su existencia, y la otra, la que suscribe al cien por cien todo lo dicho por Lovecraft. Me dijo que la tercera es obra tuya —terminó casi susurrando Sebastián, como si estuviera abordando un asunto de alto secreto.
—Bueno, quizá eso sea una exageración. Yo tengo una idea, personal, de qué ha sucedido con ese libro a lo largo de la historia, y de por qué hay tanta gente dispuesta a todo con tal de hacerse con la única copia que existe del original. Nada más.
—Y nada menos. Seguro que es interesante, y que puede ayudarme a… ampliar mis miras, de cara al ensayo que voy a escribir.
—Antes tengo que pedirte una cosa. Me encanta ayudarte, pero te ruego que mi nombre, y mucho más mi apellido, Reiss, no aparezcan en ningún momento mencionados en tu libro —manifestó Claudia, con seriedad.
—Está bien, se hará como desees. No te preocupes, que Carlos ya se encarga de intentar acaparar toda la gloria para si mismo.
Claudia sonrió vagamente. Por un instante a Sebastián le pareció que había dejado de estar allí, y que la mente de la joven viajaba a algún otro lugar, enterrado quizá en las sombras del pasado.
—No conozco a Carlos personalmente, sólo a través del Chat y del mail, pero tengo una muy buena impresión de él.
—Bueno, Carlos es un tipo… bastante peculiar. Pero sí, en el fondo es una de la mejores personas que conozco —mintió Sebastián, evitando entrar en más detalles acerca de su habitual confidente y escavador de alcantarillas.
—Me hubiera gustado verlo.
—Es complicado hacerlo salir de su… bunker. Perdona, regresando al Necronomicon —dijo Sebastián, que no quería que Alcalá se convirtiera en el asunto del debate—, ¿has dicho antes la única copia que existe del original?
—Sí, eso he dicho exactamente —contestó Claudia, sonriendo.
—Pero según Lovecraft hay seis o siete copias circulando por el mundo. A menos que desde principios del siglo pasado se hayan ido perdiendo… —apuntó Madrigal.
—Bueno, según la idea que yo tengo no es así, ni nunca lo ha sido. Desde que fue escrito sólo ha habido un Necronomicon verdadero en el mundo, un solo manuscrito, nunca han coincidido dos copias a la vez. El libro ha ido siendo copiado y traducido, e incluso ha sido impreso, pero nunca han coexistido dos ejemplares al mismo tiempo.
Sebastián no supo bien qué decir frente a esa teoría, en principio descabellada, acerca de un libro ya de por sí absurdo. Claudia Reiss hablaba absolutamente convencida de lo que decía, y no perdía una mueca de amable alegría en su rostro.
—Será mejor que me expliques tu hipótesis acerca del libro, antes de seguir divagando y que yo me sienta perdido constantemente.
—Lovecraft dice que el libro fue escrito por un poeta loco del Yemen, Abdul Al-Hazred, a principios del siglo VIII. Yo creo que eso es cierto, aunque desde luego el nombre del autor es normal que levante ciertas suspicacias.
—Disculpa, pero no te entiendo…
—En primer lugar, Abdul Al-Hazred no cumple como nombre con las normas árabes, siendo lo correcto Abdul Hazred.
—Vaya, qué curioso.
—Además, se dice que ese era un apodo que el mismo Lovecraft había utilizado en su infancia, influenciado por la lectura de Las mil y una noches. Como supongo que sabes Howard era un ávido lector, y la etimología de Al-Hazred podríamos encontrarla en el inglés: all has read, o dicho en español, el que todo lo ha leído —dijo Claudia, lanzando nuevamente una cómplice sonrisa a su interlocutor.
Madrigal quedó perplejo ante aquella última revelación. Cada vez que parecía que iba a dar un paso adelante hacia la creencia en la existencia del libro, resultaba que la realidad le hacía retroceder dos.
—Sorprendente, y muy lógico. Entonces, Claudia, ¿cómo es que tú crees que el libro realmente existe?
—Yo atribuyo esos dos indicios uno a un error en las sucesivas traducciones que la obra ha ido sufriendo a lo largo de los siglos, y el otro a una mera casualidad, como las hay a cientos en la vida. Considero que Abdul escribió aquel libro, recogiendo en él todo el saber mágico que unos seres ancestrales, emparentados con dioses demoníacos, le transmitieron en el desierto, en una región que actualmente se encontraría en Arabia Saudita. Esos seres creo que descienden de algún modo de los dioses egipcios que controlaban el mal y las tinieblas: Seth y Anubis. Ambos eran representados con una cabeza de perro o chacal, ya que el segundo era hijo del primero. Anubis era considerado por los egipcios el dios de los muertos, el señor de la necrópolis.
—De ahí lo de Necronomicon, el libro de los nombres muertos —apuntó con meridiana satisfacción Sebastián.
—Bueno, no exactamente. De alguna manera Al-Azif, que fue escrito en Damasco, tras la horrible muerte de Abdul devorado por unos seres invisibles, viaja hasta Constantinopla, donde es traducido al griego por Teodoro Philetas, después de haber circulado secretamente entre los sabios de la época. Teodoro le cambia el título, pero es debido a la gran cantidad de palabras desconocidas e impronunciables que encuentra en el texto, por eso lo de libro de los nombres muertos. Y ahí es cuando el anterior, la versión árabe, se extingue a si misma, carbonizándose al instante.
—Pero ¿y eso por qué?
—Para proteger los conocimientos que contiene. Abdul es asesinado por haber incumplido una regla: transmitir aquello que le había sido enseñado en el desierto. Las deidades infernales creo que extendieron su maldición a todo aquel que leyera, copiara o intentara distribuir aquel libro que contenía un saber secreto y muy poderoso, con la capacidad de realizar hechizos tales como mutilar, matar o resucitar, entre muchos otros.
—Sabía que quién lo lea puede perder el juicio.
—En fin, en realidad no es tan malo. Aquel que lea el Necronomicon no se volverá loco, sino que se hará inmortal. Sólo un hechizo podrá matarlo, pero para que cualquier sortilegio del libro tenga efecto hace falta tener la copia original entre las manos.
—¿Y qué le sucede al que lo copia?
—Ese, desafortunadamente, corre la misma suerte que el pobre Abdul, y es devorado vivo por seres invisibles e infernales.
La historia era realmente fascinante, y mucho más siendo relatada con tanta pasión como le ponía Claudia Reiss. Sebastián sintió que el gusanillo investigador, que casi se había extinguido, del periodista que llevaba dentro empezaba a despertarse con fuerza.
—Pues entonces hay que tener valor para hacer una copia.
—Bueno, es que muchas veces quien copiaba no tenía ni idea de qué le deparaba el futuro. Pero creo que el original que circula ahora no ha sido vuelto a reproducir desde el siglo XVII, por lo que ya desde entonces se tomaron muy en serio la amenaza que entrañaba hacerlo.
—Desde el siglo XVII, la edición española del libro. Esa fue la base de mi artículo —dijo con orgullo Sebastián.
—En efecto, lo recibí ayer por mail. Muy interesante, aunque desde luego, y perdona que te lo diga, muy poco fundamentado.
—Bueno, era un entretenimiento, un artículo para un dominical, sin más pretensiones. El ensayo quiero que sea mucho más serio —replicó Madrigal, un poco herido por el comentario de Claudia.
—Volviendo a la idea que tengo, desde que se imprimiera en España en el XVII el libro ha ido viajando de un lado a otro, y quizá Lovecraft tenía razón al señalar esos lugares, nada más que en lugar de estar en todos a la vez el Necronomicon había estado alguna vez en cada uno de ellos.
—Y entonces, ¿es creíble que se encuentre ahora mismo aquí, en París?
—Puede ser, o no —dijo Claudia, haciendo un ademán dubitativo con la cabeza—. Como te he comentado antes, el libro posee grandes poderes, y por eso es codiciado por mucha gente: millonarios, bibliófilos como yo, la iglesia católica y también, lógicamente, por todo aquel que lo haya leído, y que no se sentirá seguro hasta volver a tenerlo entre sus manos.
—¿La iglesia católica? —inquirió Sebastián, un tanto estupefacto.
—Sí. Oficialmente para el Vaticano este libro no existe, pero según la teoría de Lovecraft fue prohibido y mandado destruir por el Papa Gregorio IX, y algún legajo existe que corrobora dicha afirmación. También hay quien sostiene que fue incluido con un falso nombre en el famoso Index Librorum Prohibitorum, o Índice de los Libros Prohibidos, creado en 1559 por la Santa Inquisición, y que hasta 1966 fue actualizándose en sucesivas ediciones. Estaría junto a otros Libros Negros, relacionados con el demonio, la brujería o la alquimia.
—Realmente todo esto es fascinante —dijo Madrigal, absorto también en la contemplación de los oscuros ojos de Claudia.
—¡Qué me vas a contar! Llevo años detrás de ese original, aunque desde luego que soy una entre, al menos, un centenar.
—¡Un centenar!
Sebastián pensó dos cosas en aquel momento: primero, que tenía mucha competencia, quizá demasiada, a la hora de abordar su empeño; la segunda, que desde luego era una empresa harto complicada, cuando no seguramente imposible, habida cuenta de la cantidad de gente que lo intentaba sin éxito.
—Parece que no te has enterado de nada. El libro es muy poderoso, seguramente el más poderoso que exista sobre la faz del planeta. Existen organizaciones que lo ansían. Hay por ejemplo una hermandad secreta, la Hermandad para el Triunfo de la Luz, disuelta por orden del Papa recientemente, cuyo único objetivo es conseguirlo para destruirlo de forma definitiva.
—Pero ¿cómo estás al tanto de todo eso?
—Porque son muchos años investigando, tratando de localizarlo. Y porque los libros son mi pasión —dijo Claudia, un tanto abatida.
—Y por eso sabes que el libro puede estar aquí, en París.
—En realidad no lo sé, pero hay que explorar todas las posibilidades. Hay decenas de falsificaciones circulando por el mundo, sin contar las que uno puede descargarse desde Internet. Algunas son verdaderas obras de arte, aunque fraudulentas. Ya sólo sigo las pistas que me facilitan personas de mi estricta confianza, gente por lo general muy fiable, y que me ha enseñado mucho acerca del mundo de los libros.
—La verdad, ojalá sea una copia del verdadero original. Sería algo extraordinario para el ensayo…
—De cualquier forma nos haremos con la copia. No estará de más que tengas una buena falsificación.
Aquello tenía todo el sentido, pero lo que Claudia no sabía era que a Sebastián una copia cualquiera, una burda imitación, no le servía absolutamente para nada.
—Sí, incluso le haremos fotos para ilustrar algunos capítulos —dijo, con la intención de seguirle la corriente.
—Cuando vayas a negociar lo harás en mi nombre, y dispondrás de unos topes de dinero. Quiero explicarte bien cómo debes actuar —dijo Claudia, aguzando la mirada y hablando con determinación.
—Un momento, ¿cuando vaya a negociar?
—Sí, me fío de ti, y yo no puedo ir.
—¿Cómo que no puedes ir? Además, a mí me pueden timar con la misma facilidad con la que se engañaría a un chiquillo de tres años.
—Ya te he dicho que estoy aquí porque deseo que el libro sea el verdadero, pero que aún así me interesa la falsificación. Heredé un importante negocio anticuario de mi padre, Bernard Reiss, y sé qué debo hacer con esas cosas. Pero no puedo ir, confía en mí, me es absolutamente imposible relacionarme con determinadas personas.
Sebastián no supo cómo encajar aquello. Resultaba muy extraño, como si Claudia no le estuviera contando toda la verdad. Por su imaginación pasó la idea de que pese a su fortuna y al sólido negocio heredado de su padre había podido sustraer algún códice de valor o timado a uno de esos bibliófilos con los que tenía relación.
—Claudia, ¿por qué quieres conseguir el libro?
Claudia miró a través de la ventana, como buscando las palabras adecuadas entre los coches que subían o bajaban por la amplia avenida parisina.
—Por mi padre. Es todo lo que puedo decirte de momento. ¿Me vas a ayudar o no?
Madrigal entendió aquella última pregunta como un desafío: o estaba con ella o no lo estaba. Y él no deseaba perder el vínculo con una mujer tan bien documentada y relacionada, y que sin duda le sería de gran utilidad para localizar la copia original. Además, tenía que reconocer que le fascinaba Claudia Reiss. Al final, el pillastre de Carlos Alcántara tenía toda la razón.
—Está bien, acepto el encargo. Pero ahora tendrás que enseñarme algunas pautas para negociar, tampoco quiero hacer el ridículo. A cambio, tú leerás en primer lugar el libro —dijo Sebastián, guiñando un ojo, y tratando de bromear con la maldición que pesaba sobre el manuscrito.
Claudia lo observó, divertida. Un halo de complicidad pareció surgir entre ambos. Luego cambió el gesto de su rostro, y se puso bastante seria.
—No hará falta. Yo te diré si es el verdadero o no sin necesidad de leer ni una coma.