XV

Abdul se sentía feliz. A pesar de vivir en una modesta construcción de adobe y cal y de no poseer grandes riquezas materiales, aquella ciudad mágica y moderna le había recibido con los brazos abiertos. Era curioso que Damasco contara más de cuatro mil años y sin embargo estuviera a la vanguardia del conocimiento y del saber. Lejos quedaba su amada Saná, de la que había tenido que huir por enésima vez. Tras un decenio perdido en el desierto que se extendía al norte del Yemen, había regresado a la capital que le vio nacer henchido de orgullo y sabiduría, pero los habitantes le habían vuelto a recibir de manera hostil, renegando de su entendimiento y obcecándose en tildar de locuras lo que no eran otra cosa que experiencias insólitas que él deseaba compartir.

Damasco era posiblemente la ciudad más antigua del mundo, y en sus enrevesadas calles, perfumadas con olor a mirra, se forjaban con solidez los cimientos de la cultura musulmana. Recién liberada del yugo del Imperio Bizantino, había recuperado su esplendor y era un vergel rodeado de desiertos áridos e inhóspitos. Manantiales, ríos, bosques y jardines se concentraban en abundancia en aquel punto, situado a poco menos de cien kilómetros del mediterráneo oriental. Abdul solía contemplarla al caer la tarde desde el monte Casiún, y desde allí adivinaba la Gran Mezquita, recién construida por los Omeyas en la que era la capital del califato, lugar en el que reposaba el profeta Juan el Bautista. Haber decidido dirigir sus pasos hacia aquella urbe espléndida y en auge había sido todo un acierto.

El poeta loco del Yemen contaba ahora con dos jóvenes ayudantes, Hassan y Rachid, que le acompañaban de casa en casa, allá donde eran solicitados, portando el primero mantas, cuencos y otros artilugios, y el segundo recogiendo las monedas o los alimentos que les entregaran, en pago a sus servicios.

Abdul había pasado dos años en el desierto en compañía de aquellos seres ancestrales y diabólicos, pero que en ese tiempo le habían transmitido grandes conocimientos y la capacidad para realizar asombrosos encantamientos. No sabía porqué, pero le llamaban el elegido, y jamás le habían procurado daño alguno, más al contrario, lo habían cubierto de atenciones. Pero él sabía que algunas noches las bestias salían a la caza de incautos beduinos, y que los devoraban vivos, despedazándolos con sus propias fauces. Un día le dijeron que ya no tenían nada que enseñarle, y le pidieron que se marchara. «Humano, puedes aprovechar todos los conocimientos que te hemos dado, y hacer uso de los mismos como te plazca, pero jamás los transmitas a cualquiera de los de tu especie, o serás debidamente castigado», le advirtieron antes de regresar a Saná.

En su ciudad había intentado obrar los milagros que su nuevo discernimiento le permitía, pero nadie tuvo fe en sus palabras, e incluso amenazaron con encerrarle para siempre. Y así hubo de cruzar el desierto, hacia el norte, en busca de un lugar en el que poder asentarse. De esta manera, casi por azar, terminó con sus huesos en Damasco. Ahora iba de forma discreta obrando pequeños milagros: curando enfermos, devolviendo la vista a los ciegos o el andar a los cojos. Un par de veces habían devuelto a la vida a los muertos, aunque después de eso quedaba tan exhausto que él mismo temía por su propia supervivencia. Y así poco a poco se había forjado una fama en la ciudad, y lo tildaban como Abdul Hazred el sabio o el que todo lo cura. Ahora rara vez escribía poemas, y cuando lo hacía estaban dedicados a la hermosa ciudad o a sus habitantes.

Abdul tenía conocimiento de un gran número de encantamientos, aunque no todos ellos procuraban el bien a sus iguales. Los había horribles, que provocaban la muerte o el sufrimiento, cuando no terribles mutilaciones. También había algunos de condena eterna. Jamás los había utilizado, aunque su memoria guardaba perfectamente la correcta ejecución de cada uno de ellos.

Abdul se sentía feliz. Pero estaba preocupado. Se había decidido a desobedecer los consejos que aquellos seres misteriosos le habían dado, y estaba a punto de terminar un largo pergamino que contenía todo su saber, todos aquellos encantamientos, los buenos y los malos. Llevaba tres meses escribiendo por las noches, mientras Hassan y Rachid reposaban. Un impulso incontrolable guiaba sus manos, a pesar de sus temores. No deseaba que todo aquel conocimiento se perdiera cuando él dejara de existir, como si jamás ser humano hubiera tenido acceso al mismo.

«Debo terminarlo esta misma noche», se dijo, mientras sus manos nerviosas se desplazaban por el sobrio pergamino.

Abdul llevaba días escuchando un rumor, similar al ruido que provocan los insectos al caer el día, pero mucho más desagradable, mucho más intenso, mucho más terrible. Conocía aquel sonido, porque era el mismo que había estado escuchando cada noche durante dos largos años en el desierto, acompañado por aquellas bestias infernales. Y ahora el rumor se acercaba, siendo día tras día más nítido, y ya lo notaba muy próximo. Debía darse prisa.

Ya despuntaba el sol sobre Damasco cuando Abdul terminó de escribir el último encantamiento. Pero antes de dar por finalizada su obra decidió incluir una advertencia al principio y otra al final. Luego fue a despertar a Hassan, el más fiel y espabilado de sus dos ayudantes.

—Ten, Hassan, guarda este pergamino y huye de Damasco hoy mismo. Dirígete hacia el norte y luego hacia el oeste, y no leas nada hasta que te encuentres bien lejos. Es un regalo, y gracias a su contenido podrás obrar los mismos milagros que yo —dijo Abdul, con una sonrisa forzada en los labios, dándole también unas monedas.

Hassan no osó a contrariar a su amo, y ni tan siquiera le formuló pregunta alguna. Guardó el pergamino entre sus ropajes y llevó consigo aceitunas y dátiles para el camino, que no sabía bien a qué lugar le conduciría. Partió con la sensación de haber recibido una gran herencia, pero también de haber asumido una responsabilidad extrema.

«Te deseo suerte, hijo. Espero que ningún mal te alcance, y que sepas hacer uso del poder que te he entregado», se dijo Abdul, taciturno, desde la puerta de su casa, mientras la bulliciosa Damasco se desperezaba para afrontar un nuevo día.

—Amo, parece usted intranquilo —le dijo el bueno de Rachid, desde el interior, todavía somnoliento.

—Ya te has despertado. Eso está bien. Vístete, porque iremos al zoco a vender.

—Perdone amo, pero ¿qué vamos a vender en el zoco? No somos comerciantes.

—Todo, venderemos todo lo que tenemos.

Abdul sentía el rumor muy cercano, ya en Damasco, recorriendo sus calles como un animal hambriento y enrabietado. Notaba la respiración agitada de aquellas bestias horrendas a las que él se había atrevido a desafiar.

—Amo, estoy listo —le dijo Rachid, que portaba una manta atada por los extremos en la que había puesto cuanto había encontrado de valor en la casa.

—Entonces hemos de partir —le contestó Abdul, con determinación.

Juntos llegaron al zoco, que ya estaba atestado de gente. Allí se compraba y vendía de todo: alimentos, animales y cacharrería de toda índole. Abdul y Rachid extendieron la manta y pronto comenzaron a negociar un precio razonable por aquellas modestas pertenencias. El poeta loco del Yemen sentía cómo el miedo se iba calando en sus entrañas, a medida que el terrible rumor se aproximaba. Ya era como un latido ensordecedor y constante que sólo él podía escuchar.

—Rachid, hijo mío, junta todas la monedas que hemos reunido y huye hacia el sur. Que nada ni nadie te detenga, pues corres un gran peligro —dijo Abdul, con la voz quebrada ya por un pavor infinito e implacable.

—Pero amo, yo no…

Rachid no pudo terminar la frase. De repente su amo se había elevado un par de metros, como alzado por cuerdas invisibles. Se zarandeó como una rama frágil agitada por una tormenta, yendo de un lado a otro con una violencia descomunal. Para su horror, vio como se desmembraba, entre muecas de profundo dolor.

—¡Amo, amo! —gritó el joven con desesperación.

Abdul sentía los colmillos de los chacales hundiéndose en su frágil carne. No podía ver a las bestias, pero las olía e identificaba sus gemidos guturales y espantosos. Desde el aire, al libre albedrío de aquellos seres infernales, tuvo tiempo de ver al pobre de Rachid, que lo observaba aterrado, y en un último hálito sacó fuerzas para gritarle:

—¡Escapa, insensato!