XIV

Había pasado un año desde la muerte de Sharon. Aquel cáncer implacable se la había llevado de su lado, la había dormido para siempre. La magnífica mansión que Henry Newman poseía a las afueras de Londres se había quedado completamente vacía desde que ella falleciera. Los diez sirvientes, tres ayudantes, su secretario personal y Nick eran incapaces de animar su alma, en estado de apatía permanente.

Sharon era una mujer maravillosa. Ya se había prendado de ella viéndola en televisión, como un adolescente inmaduro que se conforma con un rostro bonito. Pero al conocerla descubrió una personalidad encantadora y fascinante, y a una mujer dotada de incontables virtudes, siendo la generosidad la mayor de ellas. A su lado Henry Newman descubrió el amor, pero también se transformó en un nuevo hombre, más atento a su entorno, más preocupado por todo aquello que le rodeaba, en lugar de seguir enclaustrado en sus asuntos y en una única obsesión: tener más dinero, acaparar más poder, demostrarse a si mismo que era capaz de llegar aún más lejos.

Ahora Sharon reposaba en estado de criogenización a muchos kilómetros de Londres, en Scottsdale, Arizona, Estados Unidos. Bajo la supervisión de los profesionales de la compañía Alcor, una de las pocas en el mundo dedicadas a la preservación del cuerpo tras la muerte clínica, yacía en espera de una cura para su cáncer y de una vía de reanimación que consiguiera mitigar los daños ineludibles, y de los que Newman estaba al corriente, provocados por la congelación.

Henry Newman se había convertido en uno de los mayores donantes de fondos a escala mundial en la lucha contra el cáncer, algo que no solamente podría beneficiar a Sharon, sino que ya lo estaba haciendo con miles de personas.

—Señor Newman, el señor Brown ya ha llegado —dijo con delicadeza Brandon, su secretario personal.

Newman salió de su ensoñación y dirigió una mirada amable a Brandon, que le devolvió una sonrisa.

—Sí, claro. Le estábamos esperando. Le atenderé en el despacho. Hazle subir en cinco minutos, por favor.

Al cabo de un rato Newman estrechaba entre sus brazos a Thomas Brown, su principal socio en Estados Unidos, que ahora vivía prácticamente retirado en una pequeña hacienda en California. Newman había conocido a Brown en Harvard, cuando ambos estudiaban dirección de empresas, y mientras el primero comenzaba a fraguar su imperio el segundo estaba a punto de heredarlo de su padre.

—Estás mejor que nunca, Thomas.

—Nunca olvides que soy más joven que tú, y sin embargo parecemos de la misma edad, lo cual significa que o yo no me cuido tan bien o tú lo haces mucho mejor que yo.

—No, en serio, te veo formidable. Y me alegra mucho que sea así. Me preocupó un poco que lo dejaras todo, casi de repente. Fue algo muy extraño, que nunca quisiste explicarme.

—Henry, ni a ti ni a nadie. Pero hoy he venido precisamente a hablarte de eso, de qué fue lo que me impulsó a retirarme en una finca rodeado de vacas y caballos.

Thomas sabía perfectamente lo de Sharon, ya que a ambos hombres por encima de los negocios les unía una sincera amistad. Brown y Newman aún eran socios, aunque ahora la fortuna familiar la dirigía un bufete desde Nueva York, por lo que los contactos entre ambos se habían ido reduciendo, mucho más desde la muerte de Sharon. Pero un par de semanas atrás Brown le había pedido a Newman volver a verse en persona, en Londres. Deseaba exponerle un tema cara a cara.

—¿Qué pasa? Te has arrepentido y quieres volver a la primera línea, como si lo viera… —apuntó Newman, sonriente como no lo había estado en los últimos meses.

—No, nada de eso. Estoy bien en mi pequeño rancho. Cuando quiero algo de movimiento me voy un fin de semana a Chicago o a Los Ángeles y me basta para unos meses. No, Henry. He venido porque deseo ayudarte, y creo que existe una manera de hacerlo, una posibilidad que deberías explorar.

Newman se quedó mirando fijamente a los ojos de su amigo, sin saber muy bien a qué atenerse. Brown no era un bromista, y si había cruzado el charco sólo para verlo era porque de verdad deseaba contarle algo interesante.

—¿Ayudarme? Te ruego que me explique en qué quieres ayudarme, Thomas.

—Es delicado. De verdad que me hubiera gustado contarte esto antes, pero comprobarás enseguida que no resulta nada sencillo, y por eso no lo había hecho.

—No estoy entendiendo nada.

—Deseo ayudarte con Sharon. Sé que estás desesperado, que tu vida ya no es lo mismo sin ella. Y por eso he venido, porque puedo tener una solución al problema.

Newman se recostó en uno de los confortables sillones de piel que tenía en su amplio despacho, ubicado en la última planta de su mansión. A través de la ventana llegaba el sonido de los cánticos de los pájaros, que disfrutaban de una hermosa mañana de primavera. Pensó en Sharon, y casi le pareció ver sus hermosos ojos y escuchar su delicada voz.

—Espero que no estés de broma, amigo.

—Jamás bromearía con un asunto así, y mucho menos sabiendo lo que todo esto supone para ti.

—¿Acaso has encontrado una fórmula para curar el cáncer de Sharon y hacer que la descongelen?

—No exactamente. Es algo menos convencional, y por eso deseaba contártelo en persona.

—Entonces te escucho con atención —dijo Newman, esperando que Brown pudiera explicar todo aquello, e intentando confiar en su buen amigo.

—¿Sabes algo del Necronomicon?

Henry Newman apretó sus manos contra los reposabrazos del sillón. No era posible que Brown hubiera comenzado su exposición de una forma tan pintoresca. Creía conocer bien a su socio, y era un hombre tremendamente serio y racional.

—Algo sé, es el libro ese que se inventó Lovecraft para entretener a las masas, ¿no? Lo que no sé es por qué comienzas por ahí…

Brown se acercó a su amigo, tratando de dotar con su proximidad a sus siguientes palabras de la mayor credibilidad posible. Apreciaba el desconcierto en la mirada de Newman.

—Henry, ese libro realmente existe, y yo lo he tenido en mi poder, y he podido leerlo.

—¡Por Dios, Thomas, no me seas crío! Tu retirada al rancho me tenía preocupado, pero no imaginaba hasta que punto has podido perder el sentido de lo normal —exclamó Newman, incorporándose y tratando de controlar su ofuscación.

—El motivo de mi retirada tiene que ver con el libro. Tuve que hacerlo porque estaba siendo acosado, porque me perseguían. También tuve que hacerlo porque… aunque en defensa propia… estaba haciendo el mal, provocando el mal.

—¿El mal? Por favor, sé más claro, antes de que avise a Brandon para que te atienda un buen psiquiatra. ¿Acosado? No crees que te puedes haber vuelto un poco esquizofrénico. Thomas, reflexiona, sólo la amistad que nos une…

Newman se pasó las manos por su abundante cabellera, en un gesto de contenida desesperación. No llegaba a comprender cómo su socio había podido llegar a aquella situación, aunque desde luego estaba dispuesto a ayudarle en lo que fuera.

—Tendré que ser mucho más explícito. Quiero que sepas que eres la primera persona a la que le voy a desvelar mi secreto —mintió Brown, muy afectado, mientras cogía un precioso abrecartas de plata de encima de la mesa de trabajo de su socio.

—Tú secreto…

—Clávame en el pecho este abrecartas —casi ordenó Brown, tendiéndole el utensilio a su amigo.

—¡Te has vuelto completamente loco! Avisaré a Brandon ahora mismo. No creas que te voy a dejar tirado, estaré a tu lado, pero no te voy seguir el juego.

—Entonces lo haré yo mismo.

Brown puso su brazo izquierdo sobre la mesa y con un violento movimiento de su mano derecha se clavó el abrecartas. Newman quedó sobrecogido y aterrado por la escena de la que estaba siendo testigo. Del brazo de su socio no manaba sangre alguna, ni él parecía estar en absoluto dolorido.

—¡Qué has hecho! —exclamó Newman, paralizado.

Brown se sacó lentamente el abrecartas, y su piel se cerró y quedó inmaculada, como minutos antes lo había estado. Sólo el amplio desgarrón de la camisa quedaba como prueba de que todo aquello que había sucedido era real.

—Deseaba explicártelo, pero he tenido que ser mucho más contundente. Sé que no es sencillo de asimilar, como no lo fue para mí mismo al principio. El Necronomicon existe y es capaz de obrar milagros como el que acabas de ver.

Newman se dejó caer pesadamente sobre un sillón. Deseaba abrir su mente, deseaba digerir con calma todo aquello. Pese a que era un hombre que había visto muchas cosas a lo largo de su vida, el hecho que acababa de contemplar superaba con creces su capacidad de discernimiento.

—Thomas, cómo es posible…

—No lo sé, para mí es tan confuso y extraordinario como para ti. Una copia del libro llegó a mis manos, la única copia que hay en el mundo. Lo leí y desde entonces me siento como nunca, es como si el tiempo se hubiera detenido y mi cuerpo no envejeciera. No enfermo, me he vuelto invulnerable. Así de sencillo, y así de increíble.

—Estoy… Estoy totalmente apabullado. Todo esto no puede ser cierto… —dijo Newman, casi sin fuerza en la voz.

—Estudié el libro, y fui descubriendo sus increíbles poderes. Posee casi un centenar de encantamientos. Algunos muy sencillos, otros que realmente inquietan. Probé unos pocos, los más benignos, y me cercioré de que aquello que parecía fantasía era cierto. Tenía en mi poder un libro mágico. Estudié todo lo que pude acerca del mismo, pero fue muy poco lo que pude extraer. El libro está escrito en un castellano antiguo, pero que se entiende casi perfectamente.

Tanto Newman como Thomas hablaban un perfecto castellano, ya que ambos mantenían estrechos lazos comerciales con empresarios de España y América del Sur.

—Te creo, Thomas. Y no sé si decirte que lo siento o que me alegro, toda esta situación es absolutamente excepcional.

—Yo tampoco lo tengo muy claro. Al cabo de un tiempo comenzaron a acosarme. Primero llegó un cura enviado directamente desde Italia por el Vaticano. Era un tipo amable, pero que quería exorcizarme, porque decía que el demonio me había poseído. Sentía que de alguna manera aquel hombre se iba convirtiendo poco a poco en una amenaza para mi vida, y recurrí al libro —musitó Brown, cabizbajo.

—Eso significa… —apuntó Newman, comprendiendo el silencio que voluntariamente forzaba su socio.

—Más tarde regresaron, pero esta vez dos hombres. Ahora no sólo querían practicarme un exorcismo, también deseaban arrebatarme el libro. Volví a defenderme con él. Luego dejé mi piso en Manhattan y me trasladé a California.

Los dos hombres callaron durante algunos minutos. Ambos necesitaban un tiempo de reflexión tras los últimos acontecimientos, y aquel silencio servía también como una especie de linimento.

—Thomas, te agradezco que me hayas hecho partícipe de tu secreto. También que hayas venido hasta aquí. Pero ¿cómo vas a poder ayudarme?

—Uno de los hechizos del libro, por aún más inverosímil que pueda parecerte, permite resucitar a los muertos. No sé de qué manera, pero al igual que a mí me ha hecho prácticamente inmune a cualquier daño, quizá sea posible que a Sharon le devuelva la vida.

Newman sintió una punzada al escuchar aquellas últimas palabras. Devolver la vida a Sharon era lo que más deseaba en el mundo. Pensó que aunque todo aquello fuera una auténtica locura tampoco perdía nada por intentarlo, más aún cuando su amigo le había dado pruebas de la eficacia del libro.

—¿Lo has hecho alguna vez anteriormente?

—¿Resucitar a alguien?

—Sí.

—No, nunca lo he intentado, me parecía descabellado y tampoco me venía nadie en concreto a la cabeza… Hasta que pensé en tu esposa.

Newman intentó mantener la fuerza que a lo largo de su vida le había permitido superar adversidades y crecerse ante cualquier revés del destino. También procuró ser racional dentro de lo paranoico de la situación.

—Lo vamos a intentar. No perdemos nada, ni Sharon ni yo mismo. Si he sido capaz de meterla en un cilindro metálico a doscientos grados bajo cero para luchar por su vida seré capaz de probar esto —dijo Newman, con absoluta determinación.

—Henry, hay un problema del que aún no te he hablado.

—¿Un problema? Estoy preparado, después de todo lo que he descubierto esta mañana ya nada puede sorprenderme.

—No tengo el libro. Y el libro es imprescindible para poder hacer los sortilegios. He intentado algunos, sencillos, que había memorizado, y no funcionan.

—No lo entiendo, Thomas. Primero me convences para luego decirme que no es posible —manifestó Newman con cierto cansancio.

—Quizá sea posible, no estoy seguro, pero para intentarlo necesitamos el libro. También quiero que sepas que mi interés por recuperar el libro no es al cien por cien altruista. Yo necesito el Necronomicon, porque la única manera de hacerme daño, de eliminarme, es usándolo. Mientras esté en mi poder nada ni nadie podrá acabar con mi vida. Desde que lo perdí viajo con una identidad falsa.

Newman, pese a sus propias palabras, volvió a sobrecogerse, por enésima vez en apenas una hora. Tenía la sensación de que todo iba muy deprisa, demasiado deprisa, y eso era algo a lo que no estaba acostumbrado.

—Está bien. Entonces tendremos que recuperar el libro. Te ayudaré, lucharé contigo para recobrarlo. ¿Cómo lo perdiste?

—Lo perdí en un hotel en Chicago. Me quedé estupefacto, no supe cómo reaccionar. Sólo pensé en huir, en ponerme a salvo. Sabía que mi vida corría serio peligro.

—Al menos sabrás quién te lo arrebató.

—Sí, alguien como yo, casi inmortal. Alguien que también necesita el libro para sentirse seguro.