Sebastián Madrigal llamó a la puerta del bunker de Alcalá, preguntándose cómo diablos había hecho para que su máxima fuente de información fuera aquel tipo rechoncho y singular, que apenas salía de su apartamento. Aquella misma mañana había estado conversando con Nick, el que entendía era la mano derecha del Señor Newman, al menos para asuntos poco convencionales. Sebastián le había dicho que estaba avanzando, y que esperaba en breve tener pistas sólidas acerca del lugar en el que pudiera encontrarse el original. A Sebastián le costaba mentir, pero cuando no tenía más remedio recurría a la falacia temporal y piadosa. «Le ruego me mantenga informado en todo momento de qué descubre y dónde se encuentra. Y recuerde que si necesita cualquier cosa el Señor Newman me ha encargado que mi prioridad sea ayudarle», le había manifestado el inglés, con verdadero ánimo de cooperación. Cuando Carlos le abrió la puerta Madrigal sintió que toda aquella trama que le había hecho un hombre afortunado, en todos los sentidos, dependía de ese chalado que vivía pegado a una pantalla plana de veinte pulgadas.
—Vamos, entra. No te quedes ahí parado, a saber qué van a pensar los vecinos —le espetó Carlos, tirándole con fuerza del brazo hacia el interior del diminuto estudio.
—La última vez que estuve aquí esto estaba más ordenado…
—Ya… Perdona que no haya llamado a la señora de la limpieza, he estado demasiado ocupado con tu novela…
—Ensayo, es un ensayo.
El apartamento estaba completamente sumido en el caos, con ropa sucia tirada por el suelo, restos de paquetes de comida preparada que se calienta en el microondas, cables que venían o iban a ninguna parte, revistas para todos los gustos, aunque la mayoría sobre computación y hacking, discos duros portátiles…
—Bien, vale. Para el caso es lo mismo —dijo Alcalá, acomodándose en un pequeño sofá adquirido en una de esas tiendas de diseño a precio de ganga al por mayor.
—¿Has podido averiguar algo? —inquirió Sebastián, tratando de ir al grano, evitando circunloquios y la posibilidad de pasar toda una tarde encerrado entre aquellas cuatro paredes.
Carlos le miró con fijeza, y luego dibujó una amplia sonrisa en su rostro de topo avispado. Hurgó un rato tras el sofá, hasta que encontró un puñado de papeles desordenados e impresos por ordenador.
—He preparado bien esta reunión —quiso dejar claro, mientras guiñaba un ojo con complicidad.
—Ya, claro —replicó Sebastián, un tanto hastiado e impaciente.
—Por cierto… ¿Has traído pasta?
Madrigal sacó una cartera de piel de su chaqueta y la abrió levemente, lo suficiente para que los aviesos ojillos de Carlos atisbaran algunos billetes recién impresos de quinientos euros.
—Eso está mejor. Tengo una muy buena noticia, aunque prefiero reservarla para el final. Me vas a tener que besar el culo, chaval.
A Sebastián se le atravesó la comida de hacía un par de horas en la garganta, sólo de imaginarse teniendo que ejecutar al pie de la letra aquel último comentario. Pero el chiflado de Alcalá había conseguido captar realmente su atención, y quizá impacientarlo un poco más.
—Por favor, cuéntame —suplicó Madrigal.
—Antes me gustaría que repasáramos algunos temas. No puedes empezar a escribir un ensayo sin tener una base sólida. El artículo que publicaste era una patochada sin ambición. Considero que ahora tenemos que ir un poco más lejos —casi exclamó Carlos, alzando levemente los brazos.
El uso tan a la ligera que hacía del plural su interlocutor irritó un tanto a Sebastián, aunque se guardó muy bien de manifestar sus sentimientos. Sabía que sin él era hombre perdido, y en este caso eso significaba mucho. Quizá el olfato canino de Carlos ya lo hubiera percibido, y por eso se mostraba tan seguro.
—No te comprendo bien.
—En primer lugar, tenemos que revisar toda la historia que sobre el Necronomicon ideó Lovecraft. Te servirá como punto de arranque, y deberás tenerla presente en todo momento —declaró Alcalá, apuntando su dedo índice derecho hacia el techo.
—Vale, aunque ya la conozco de cuando la otra vez…
—¡No lo conoces todo! —le interrumpió con brusquedad Carlos—. Luego repasaremos alguna de las teorías más sólidas que circulan por la Red acerca del libro y de su paradero. Y para postre irá la sorpresa que te tengo guardada.
Sebastián resopló con indolencia, incapaz de enfrentarse a Carlos, pues tanto su dinámica de concatenar reflexiones como sus intereses estaban demasiado alejados de los suyos. Debía ser hábil, y mantener un cierto sosiego que le permitiera exprimir la información que Alcalá pudiera facilitarle, para luego pagarle y, al fin, olvidarse de él.
—Está bien, se hará como tú quieras.
Carlos volvió a sonreír con complacencia. Estaba jugando en su terreno, y de alguna forma sabía que tenía a Sebastián pillado, y además en un asunto que valía su peso en oro. A pesar de todo, quiso mostrarse compasivo y colaborador.
—Sebastián, yo sólo quiero ayudarte, y para eso nos tenemos que tomar esto en serio. Quisiera que te ilusionaras tanto como yo…
—Estoy muy ilusionado —declaró Madrigal, sin ninguna clase de emoción.
—Vale. Bueno, comencemos —dijo Carlos, repasando con vehemencia el puñado de folios arrugados que sostenía entre sus manos—. Esto… Sí, sí… Lovecraft fue un tipo muy extraño, con una salud quebradiza. Fue también un niño prodigio, aunque apenas estuvo tres años en la escuela. Al quedar huérfano con nueve años, su educación recayó en manos de su madre y sus tías. Su infancia la pasó leyendo como un poseso, aprovechando la vasta biblioteca de su abuelo. Esto le hizo volverse un niño huraño, que apenas se relacionaba con los otros chavales de su edad, pero también ayudó a su desbordante imaginación y a su innato talento literario. Le interesó especialmente el terror y lo misterioso, y para eso engendró un mundo poblado de seres malignos, de procedencia extraterrestre en la mayoría de los casos, emparentados con mitos y leyendas antiquísimos. Él mismo creó el suyo propio, el Mito de Cthulhu, que luego ha servido de poderosa influencia a generaciones de autores posteriores.
—Carlos, por favor —le interrumpió Sebastián, temiendo que aquella perorata se eternizase por los siglos de los siglos.
—¡Eres la leche! Cualquiera diría que el título de periodista te lo regalaron en una tómbola. Bien, iré al meollo —dijo Carlos, frunciendo el ceño con desagrado—. Lovecraft, como te he comentado, poseía una gran imaginación. Tenía la costumbre de hablar de libros desconocidos, que supuestamente él había leído, o a los que había tenido acceso. Curiosamente alguno de esos libros luego se ha demostrado que realmente existieron, por lo que es muy posible que mezclara hábilmente ficción y realidad.
»Nombró por vez primera el Necronomicon en 1922. Luego lo haría varias veces en algunos escritos y cartas. Según Lovecraft el libro fue escrito por Abdul Al-Hazred, un poeta loco del Yemen, que tras pasar diez años en el desierto y contactar con seres malignos volcó en él sus experiencias. El Necronomicon es una guía hacia el mundo de los muertos, y su sola lectura puede tener graves consecuencias, como hacer perder el juicio. Algunos dicen que es una colección de poemas, otros que un compendio de hechizos varios y sortilegios que permiten realizar cosas extraordinarias, como devolver la vida de cualquier difunto.
—Pero todo esto ya lo sabía.
—Lovecraft inventó una historia acerca de los avatares del libro a lo largo de los años —continuó Carlos, haciendo caso omiso a los comentarios de Sebastián—. Se supone que fue escrito hacia el 730 de nuestra era, y que después fue traducido primero al griego y luego al latín. El Papa Gregorio IX lo prohíbe en el siglo XIII. Las ediciones en árabe y en griego se pierden en la noche de los tiempos, y se habla de la impresión de la edición latina en dos ocasiones: en Alemania, en el siglo XV y aquí, en España, en el siglo XVII.
—Esa fue la base de mi artículo —apuntó Madrigal, con orgullo.
Carlos se revolvió en el sofá, molesto con cada interrupción. Pareciera que la mínima molestia pudiera hacerle perder el hilo imaginario que seguía en aquellos papeles que sostenía con vehemencia.
—Sí, efectivamente. Una teoría descabellada, aunque interesante.
—Pues esa teoría descabellada me ha valido un contrato para escribir un ensayo —dijo Sebastián, pensando más en Henry Newman que en su ficticia editorial.
—Bueno, regresando al asunto, que ya estamos llegando a lo interesante. Lovecraft deja un vacío de un par de siglos, en los que las copias del libro prohibido van secretamente de mano en mano, y concluye que hasta principios del siglo XX sólo han sobrevivido un máximo de seis o siete ejemplares. Y lo más extraordinario es que especifica sus emplazamientos. Habla de la biblioteca de la universidad de Buenos Aires, de la biblioteca Widener de la universidad de Harvard, de la Biblioteca Nacional de París, del Museo Británico y de una supuesta biblioteca en la imaginaria universidad de Miskatonic. El genio del terror vuelve a jugar con nosotros y a confundirnos adrede.
—¿Y las otras dos copias que faltan? —inquirió Sebastián, ahora realmente interesado.
—Bueno. Una se supone que estaba en manos de la supuesta familia Pickman, aunque habría podido desaparecer. La otra estaría en manos de un millonario norteamericano, que la mantendría secretamente oculta dentro de una enorme colección de reliquias.
Sebastián se quedó unos instantes pensando. Al fin y al cabo lo habían contratado para localizar el libro, y lo primero que podía hacer era buscarlo en aquellos lugares que el propio Lovecraft había señalado.
—Pero entonces, el libro, ¿existe realmente?
—Ya te dije que en mi opinión no, pero no falta gente en el mundo que piensa lo contrario. Lo que es seguro es que existen multitud de copias falsas del mismo, y que muchos espabilados se han llevado una buena pasta de algún incauto millonario que ha pagado fortunas por una de esas falsificaciones. En Internet puedes encontrar otro buen montón —concluyó Carlos, con el acento castizo y chulesco que le caracterizaba.
—Me hablaste de algunas teorías actuales…
—Sí, podemos agruparlas en tres. La primera, y más fiable, es que Lovecraft se inventó un libro con un nombre y poderes muy sugestivos, como mero entretenimiento. Él mismo reconoce en algunas cartas escrita a amigos que el Necronomicon es sólo un producto de su imaginación. Además, en la historia del mismo mezcla datos reales e imaginarios, como la supuesta universidad de Miskatonic. Sencillamente, se quedó con todos nosotros, utilizando resortes magistralmente combinados.
A Sebastián aquella teoría le parecía la más loable, pero sabía que tenía que investigar más. No podía ir a Londres y contarle sin más aquello a su patrocinador. Además, Newman le había aseverado con rotundidad que creía en la existencia del Necronomicon. En cualquier caso, investigaría sin descanso hasta demostrarle que estaba equivocado.
—¿Y las otras dos teorías? —preguntó Madrigal, esperando con expectación la respuesta.
—Bueno. Una acepta al cien por cien toda la historia de Lovecraft, y por tanto se supone que aún quedan algunas copias del volumen por ahí, tres de ellas en conocidísimas bibliotecas. Instituciones públicas y privadas tendrían una especie de pacto tácito para mantenerlo oculto, debido a su altísima peligrosidad.
Carlos se quedó en silencio, haciendo una pausa medidamente controlada y alargada. Una pérfida sonrisa se asomó en la comisura de sus finos labios.
—¿Y la última? —inquirió Sebastián, sabiendo que todo aquel repertorio de chabacana expectación era artificial.
—Aquí viene mi sorpresa. La tercera es un poco compleja. Y será mejor que te la explique otra persona, pues es ella uno de los principales baluartes de la misma.
—¿Otra persona? ¿Ella?
—Sí. Aunque sé que me miras como a un ser huraño y sin amigos cuento con un buen puñado de ellos. En el mundo actual no es necesario ir a bares de mala muerte a ponerse ciego de alcohol para trabar amistad con alguien. Yo me basto con esa pequeña ventana —dijo, señalando la flamante pantalla de su ordenador— que se abre al mundo, y al otro lado encuentro a gente de lo más interesante. Como Claudia Reiss.
—¿Y qué tiene que ver esa Claudia en todo este embrollo?
—Claudia, además de ser una bellísima y encantadora joven, de nacionalidad alemana, posee dos licenciaturas, un próspero negocio de antigüedades, una razonable fortuna, habla cinco idiomas, es una bibliófila de casta y mantiene uno de los blogs sobre ocultismo más interesantes de la Red, que casualmente se denomina el Necronomicon. Puedes consultarlo en www.the-necronomicon.blogspot.com por si tienes interés. No versa exclusivamente sobre el Necronomicon, sino acerca de libros malditos, raros y Grimorios varios en general. Pero ella no oculta su pasión por el Libro de los Nombres Muertos. La cuestión es que ayer me puse en contacto con ella, y resulta que, cosas del destino y el azar, estaba a punto de tomar un avión a París. Ella ya te contará, pero te adelanto que cree firmemente en la existencia del original. Y se dirige a París porque corren serios rumores entre los bibliófilos acerca de una copia verdadera del libro que estaría circulando por los bajos fondos.
Sebastián se quedó helado. Casi acababa de iniciar su búsqueda y ya estaba metido por entero en el asunto, y resultaba que hasta podía dar por zanjado el trabajo en menos de un mes. Aunque se imaginaba a aquella Claudia como una copia exacta de Carlos, en todos los sentidos, por mucho que él dijese que era una preciosidad, y seguramente estaría tan chiflada como lo estaba su «amigo».
—Está bien, todo pinta muy bonito. La verdad es que estás haciendo un buen trabajo.
—Ya puedes ir soltando el parné, porque te estoy dejando el ensayo servido en bandeja. ¡Hasta vas a tener la posibilidad de tener acceso al supuesto original! Por no hablar de conocer a Claudia en persona.
—¿Conocer a Claudia? —inquirió Sebastián, estupefacto.
—Ya le he hablado de ti, y de nuestro libro. Estará encantada de ayudarte, es un bombón. Te espera en París, allí te contará su teoría y también podrás acompañarla en su búsqueda del original. Si lo encontráis, te dejará consultarlo para documentar el ensayo. ¿No es una pasada?
—París… Carlos, me gustaría que vieneses conmigo. Me sentiría más seguro. Correría con los gastos.
—De eso nada. Suéltame la pasta del viaje, pero yo no salgo del bunker ni a tiros. Y mucho menos para ir en busca de una falsificación cochambrosa —dijo Alcalá, negando con sus manos.
—¡Pero si me estás creando expectativas! —exclamó Sebastián, desesperado con la actitud cambiante que apreciaba en su interlocutor.
—Bueno, es que considero que para nuestro ensayo es bueno que tengas acceso a ejemplares del Necronomicon, aunque sean un fraude. Estarás mejor documentado y le dará un toque interesante al libro. Y también que conozcas personalmente a Claudia, que es lo único que me molesta de esta historia. Pero Carlos Alcalá no va a dejar sus obligaciones por una señorita, por muy mona que sea —manifestó, muy dignamente.
Sebastián tenía ganas de tirarse de los pelos, cuando no de hacerlo él mismo por la ventana del estudio. Pese al ataque de nervios que le producían las reflexiones de Carlos, estaba muy ilusionado con todo lo que había conseguido en apenas cuarenta y ocho horas.
—Imaginemos que damos con el dichoso ejemplar. ¿Existe alguna manera, en tu opinión, de demostrar que el mismo fuera el verdadero?
—Sí —respondió, voluntariamente lacónico.
—¿Cuál?
—Leerlo. De cabo a rabo. Sencillamente —dijo Carlos, entornando los ojos.
—¿Sólo eso? Leerlo.
—Según Lovecraft leer el libro tiene terribles consecuencias, incluida la perdida del juicio del que lo hiciera, cuando no cosas peores. Si Claudia o tú lo hacéis y no pasa nada, pues ya sabemos que es falso. Y si pasara algo… Por cierto, ahora que lo pienso, prefiero que seas tú el primero en leerlo.
Aunque sonara a completo disparate, lo que acababa de decir Carlos no era ninguna tontería. Había encontrado una manera de probar ante Newman la posibilidad del timo. Aunque convencerlo no iba a ser tan fácil, a no ser que encontrara las seis copias que quedaban y se las leyera todas enteritas. Se preguntó para qué narices querría un hombre acaudalado como él un libro como el Necronomicon, y sospechó que ningún interés altruista podía estar detrás de aquella empresa delirante.
—En fin, es una manera de hacerlo. No lo había contemplado, pero tienes razón. Como yo considero que todo esto no es más que una patraña nada tengo que temer.
—Sí. En cualquier caso serás como aquellos sirvientes solícitos que probaban los alimentos antes que su rey lo hiciera, por si contenían algún veneno.
—Será como jugar a la ouija. Uno sabe perfectamente que aquello es una farsa, pero da un poco de vértigo probar a ver qué demonios pasa.
Sebastián en verdad sentía el cosquilleo interior que genera, por muy empirista y racionalista que uno fuera, todo lo relacionado con lo inexplicable y lo oculto. Aquel encargo que le habían hecho además de procurarle unos buenos ingresos estaba resultando de lo más entretenido. Lejos quedaba un pasado muy reciente, buscando temas aburridos con los que llenar un par de folios y haciendo matemáticas complejas para llegar a fin de mes.
—Bueno, ahora a pagar religiosamente. He calculado que por todo esto, incluyendo el billete de avión a París que te ahorras, me tienes que soltar dos mil euros.
—¡Dos mil euros! Eso es un robo. Y lo del billete a París era a cambio de que vinieras conmigo, no de que siguieras aquí rascándote el ombligo.
—No me ofendas. Yo trabajo veinticinco horas al día, estoy siempre alerta, casi ni descanso. Y ahora me voy a entregar a este asunto con todas mis ganas. Mira lo que he conseguido en un par de días. Además, cuando estés en París sólo tienes que llamarme y será como si estuviera a tu lado —dijo Carlos, simulando estar ofendido, mientras sostenía su teléfono móvil delante del rostro de Sebastián.
—De cualquier forma dos mil euros me siguen pareciendo un atraco a mano armada…
—Pero si acabo de dejar el ensayo sobre Al Azif medio terminado. Tú ahora sólo tienes que rellenar folios y más folios con tu verborrea de plumilla.
—¿Al Azif? ¿Qué significa eso? —inquirió Madrigal, descolocado otra vez por un nuevo dato que se suponía ya tenía que formar parte de su jerga.
—¡La leche! Me había olvidado que en tu artículo ni siquiera lo mencionabas, y eso que estaba bien clarito en la información que te facilité. Vas a escribir un ensayo sobre un libro del que no tienes la menor idea, ¡ni la más mínima!
—Venga, venga, no me fastidies ahora. Yo estaba centrado en el asunto de la supuesta impresión del libro en España en el siglo XVII, y con eso ya tenía más que suficiente. Además, eso de que estaba entre la documentación que me enviaste habría que verlo, porque con lo organizado que eres, pues la verdad, no sé —dijo Sebastián, señalando el puñado de papeles arrugados que Carlos había estado manejando y que ahora descansaban sobre una mesa de centro.
—Me necesitas —sentenció Alcalá, como si no hubiera oído nada—. Reconócelo, sin mí estás más perdido que una aguja en un pajar.
—Está bien, te necesito. ¿Qué es eso de Al Azif? —inquirió Madrigal, tragándose su orgullo.
—Es el título original en árabe del Necronomicon, antes de su trascripción al griego. Básicamente su traducción al castellano sería algo así como El Rumor —susurró Carlos, sosteniendo la pronunciación de la última sílaba de manera misteriosa.
—¿El Rumor? ¿El Necronomicon? Cómo se convierte un título tan sugerente como El Libro de los Nombres Muertos en algo tan anodino como El Rumor.
—En realidad fue al revés. Además, creo que no he sido preciso. Al Azif es la palabra con la que los árabes designan los sonidos nocturnos que provocan los insectos. Esos sonidos se supone que son los aullidos de los demonios, de los muertos condenados, el grito gutural que se escapa del mismísimo Infierno.