Cyrill caminaba alrededor de la mesa redonda de caoba, atrapado en los apenas treinta metros cuadrados de aquella estancia sobria pero elegantemente decorada. Las jornadas pasaban sin que nada ni nadie se acercara a Edouard, y eso que día tras día iban dejando pequeñas pistas, que pasaban inadvertidas al común de los mortales, pero evidentes para los cazadores de libros y para las alimañas del diablo que ansiaban el volumen. Cyrill temía estar poniendo en peligro la vida de Edouard a cambio de nada, y eso también quebraba sus nervios. Encerrado con Denis en el piso de la Avenida Kléber, mataban las horas haciendo el seguimiento de los pasos de Edouard o inventando señuelos que transmitir a varios contactos y que hacer circular en grupos restringidos y en pequeñas librerías de viejo dedicadas a los códices alquímicos, incunables oscurantistas y Grimorios varios.
«Pronto podremos descansar, y nuestra labor será recompensada con la gloria eterna», se consolaba, tratando de hacer resurgir una fe que iba palideciendo poco a poco.
Para animarse, recordó la conversación que había tenido el día anterior con Lorenzo. Al fin habían encontrado una pista fiable de alguno de aquellos poseídos. Curiosamente se encontraban en Japón, algo que le había sorprendido mucho, pues parecía que la influencia del Necronomicon se había limitado a los espacios en los que se profesaba el Cristianismo de forma mayoritaria. Aunque no tenía porqué, ya que la sola lectura del libro maléfico tenía consecuencias desastrosas para el que lo hiciera, independientemente de sus creencias. Lorenzo había contratados a una serie de secuaces, no pertenecientes a la Hermandad, que hacían el trabajo sucio de localizar a los endemoniados, donde quiera que estos estuviesen. Habían estimado que no más de veinte personas en el todo el planeta estaban poseídas por culpa de aquel libro execrable, por lo que en menos de un año de duro trabajo podían limpiar la faz de la Tierra y eliminar una amenaza que iba más allá de lo que ellos mismos podían imaginar. «Este libro, en manos de cualquiera de los endemoniados, concede un poder extraordinario, casi supremo, aunque por fortuna sólo para una determinada serie de aspectos. Pero son tantos, tan diversos y tan delicados que debemos ser capaces de entregar nuestras vidas con tal de evitarlo. En nuestro poder sólo sirve para hacer el bien y para destruir a esos seres sempiternos. Aún así, una vez concluida nuestra tarea, deberemos destruirlo», le había recordado una vez más Lorenzo, con ese uso sabio que tenía de la autoridad.
«Bien sabe Lorenzo que yo conozco el poder infernal de ese volumen escrito por el mismísimo Diablo», se dijo con tristeza.
Aunque ni Denis ni Edouard tenían conocimiento del hecho, él había asistido personalmente al daño que podían llegar a desplegar aquellos seres abominables que Lucifer había acogido en su seno. Fue cuando la Hermandad transitaba por su época de mayor esplendor, y por fin habían sido capaces de localizar en Estados Unidos a uno de esos demonios, que además tenían la intuición estaba en posesión del original. Lorenzo les encargó a él y al hermano Stan, perteneciente a una diócesis católica de Florida, que fueran a por él. Vivía en un amplio apartamento en pleno centro de Manhattan. Era un hombre acaudalado, culto y que apenas tenía relación con nadie. Pero la casualidad, o la buena mano de Dios, habían querido que justo a su lado viviera una devota feligresa de Nueva York, asidua de la magnífica catedral de San Patricio, cuyas torres en tiempos habían dominado la ciudad, hoy sableada por un sinfín de rascacielos. Una mujer puesta al día en exorcismos y posesiones, y que había reconocido el extraño lenguaje con el que algunas noches su vecino vociferaba con rudeza palabras de apego hacia el Maligno, profesándole fidelidad eterna a cambio de una vida sin fin. Aquella lengua muerta era el arameo, idioma en el que se expresó el mismísimo Jesús, pero también considerado por muchos el habla a través del cual se sigue manifestando Satán. Su utilización por parte de un poseído es todavía una de las pruebas más concluyentes para la Iglesia Católica a la hora de aprobar un exorcismo. Esa buena mujer acudió al arzobispo de Nueva York, que a su vez contactó con el Vaticano para saber de qué manera tenía que proceder. La Santa Sede envió primero a un cura para que, de manera discreta, investigara el asunto. Pero aquel hombre al cabo de unas semanas dejó de dar señales de vida. Fue entonces cuando se decidió encargar la materia a la Hermandad. Lorenzo escogió al hermano Stan porque tenía una vasta experiencia en exorcismos, y se había enfrentado a casos de lo más inverosímil, y además era norteamericano. A Cyrill lo había seleccionado porque tenía una corazonada y deseaba que un hombre preparado y formado pudiera enfrentarse a una amenaza de consecuencias imprevisibles. «Cyrill, sabes que llevamos tiempo detrás del Necronomicon. Sabes también que ese libro es un arma poderosísima en manos de uno de esos demonios a los que queremos esquilmar. Llevamos tiempo buscando el libro, porque sólo con él podremos alcanzar nuestro objetivo, y desde hace algunos meses tenemos sólidas pistas de que se encuentra en Nueva York, en manos de un millonario. Algo me dice que ese hombre que buscamos es el mismo al que os vais a enfrentar Stan y tú. Quiero que adoptes todas las precauciones posibles, y recuerdes las enseñanzas que has recibido para vencer al Maligno», le había dicho en aquel mismo salón, igual que un padre que se dirigiera a un hijo antes de partir al frente. Y entonces Lorenzo se quitó una sencilla cadena con una medalla de oro y se la colocó a él en el cuello. Cyrill la reconoció al instante, era la medalla de San Benito, fundador de la orden Benedictina y patrono de Europa. A aquella medalla se le atribuían poderes varios, entre ellos frente al Diablo, aunque él nunca había confiado demasiado en objetos sacramentales, y se había bastado con la palabra de Dios y con la fe para oficiar exorcismos. La cara de la medalla era la imagen de San Benito, mientras que en el reverso había grabada una cruz y una serie de letras en vertical, horizontal y alrededor de la misma, iniciales en latín de un exorcismo muy temido por Belcebú. «Deseo que regreses con el libro, pero si las cosas se complicasen esta medalla te protegerá. Está acuñada en el siglo XII, y no me preguntes cómo pero a lo largo de novecientos años ha defendido a quien la llevara de cualquier intento de posesión por parte de Satán. Te la presto para esta misión. Estaré esperándote con la seguridad de que volverás para entregármela», había concluido Lorenzo, dándole un abrazo. Dos días después Stan y él se hallaban en el lujoso apartamento de la feligresa neoyorquina, estudiando los movimientos de aquel hombre que parecía haber sido poseído por el Maligno. Efectivamente pudieron escuchar sus oraciones blasfemas en arameo, pero también en otro extraño lenguaje que ni él ni su colega americano consiguieron identificar. Tras varias semanas se decidieron a allanar su casa, mientras él se encontraba ausente. Su único objetivo era encontrar el libro, pero después de revolverlo todo no pudieron hallarlo. Fue entonces cuando aquel hombre irrumpió de repente, y los sorprendió en su casa. Cyrill observó que portaba un volumen antiguo bajo el brazo, y enseguida se convenció de que era el Necronomicon. Aquel hombre les preguntó que qué hacían en su apartamento, y que avisaría a la policía. Se mostraba tranquilo, a pesar de lo embarazoso de la situación. «Sabemos lo que eres. Sólo queremos ayudarte a expulsar los demonios que te dominan y mortifican. Sólo deseamos que nos entregues ese libro», le dijo Cyrill ingenuamente, confiando todavía en que un poso de raciocinio quedara en el interior de aquel ser en apariencia amable. «No deseo haceros daño. Me voy a marchar, voy a dejar Nueva York. No soy lo que pensáis. Quizá otros, pero no yo. Y no os voy a entregar este libro, porque es mi salvaguardia, y lo sabéis. No quiero hacer daño a nadie. Dejadme marchar en paz, y no tendréis jamás noticias mías», manifestó con calma y conciliador el engendro. Pero ni Stan ni él habían llegado hasta allí para rendirse. Fue el hermano Stan el que se acercó a él, Biblia en mano, y comenzó los ritos exorcistas que tan bien conocía. Y entonces aquel ser abominable profirió unas palabras horrendas, aferrándose al Necronomicon con fuerza, y a los pocos segundos el hermano Stan ardía, como víctima de una combustión espontánea. En un instante su cuerpo se había convertido en un puñado de cenizas. Cyrill, horrorizado, miró a los ojos de aquella bestia, pérfida como ninguna otra a la que se hubiera confrontado. Sus ojos se habían transformado en dos destellos rojizos y su cabeza había adoptado la forma de un animal, de algo parecido a un perro negro. Pensó que tenía ante sí a Lucifer mismo en persona. Y aquella cosa le gritó con una voz gutural: «¡No te acerques! ¡Déjame marchar en paz! ¡No quiero provocar más desgracias!». Pero a Cyrill no sólo le había invadido el miedo, sino que algo cercano al odio impulsaba también sus actos, y sin atenerse a las consecuencias se abalanzó sobre aquel ser traído de los infiernos. La bestia retrocedió y volvió a pronunciar algún hechizo en aquella lengua desconocida y terrible. Cyrill sintió que el cuerpo le ardía, con un calor que le nacía desde dentro, y sus músculos se quedaron paralizados. Sólo pudo ver a la alimaña huir cobardemente, antes de perder por completo el sentido. Despertó a los tres días en la cama de un hospital, con Lorenzo a su lado, sonriéndole de la misma forma en la que lo haría un ángel.
—Edouard acaba de llamar. Ha quedado con alguien que desea examinar el libro. Se verán en la Biblioteca Nacional, en la sala oval de la sede Richelieu —dijo Denis, con cierto nerviosismo.
Cyrill regresó de sus ensoñaciones y se tocó el cuello. No había nada colgado del mismo. La medalla volvía a proteger a Lorenzo, y a él le debía seguir con vida, haber podido subsistir al Maligno. Pero la imagen del hermano Stan ardiendo y quedando en segundos reducido a ceniza se había quedado impresa para siempre en sus pupilas, y ya nada ni nadie podrían llegar a arrancársela. Tampoco nadie podría arrebatar de su memoria el nombre de aquella bestia: Thomas Brown.
—Está bien. En el fondo era lo que estábamos esperando.
—Edouard está un poco inquieto.
—Bueno, ha hecho bien quedando en un lugar público. Llámale e intenta calmarlo. No creo que se trate de un engendro infernal, sino de alguno de sus enviados o de un sencillo cazador de Grimorios.
En el fondo Cyrill no tenía nada claro qué o quién había quedado con Edouard, pero le tranquilizaba que lo hubieran hecho en la Biblioteca Nacional. En aquel lugar había pasado meses, buscando en sus fondos y colecciones un ejemplar del Necronomicon, pues según la leyenda que el propio Lovecraft había extendido un ejemplar del mismo, impreso en el siglo XVII, estaba allí, en París. Pero la búsqueda resultó baldía, y no encontró ni rastro del libro ni de su supuesto autor.
—Será mejor que uno de nosotros lo siga de cerca —apuntó Denis, realmente preocupado.
Cyrill reflexionó sobre aquella posibilidad. Sabía bien que las instrucciones de Lorenzo no contemplaban esa opción, pero también percibía que el nerviosismo de Denis iba en aumento, y que quizá estar cerca de Edouard lo apaciguaría.
—No está así previsto, Denis, pero a lo mejor no es tan mala idea. Eso sí, tendrás que estar a una distancia prudencial. Yo te avisaré si entiendo que las circunstancias requieren tu puesta en escena.
Denis asintió satisfecho, contento por saber que al menos se encontraría cerca de su hermano, caso de que Edouard lo necesitara.
—Por cierto —dijo Cyrill—, ¿sabemos algo de ese hombre con el que se ha citado Edouard?
—Sí. Es un periodista español, que representa a un bibliófilo.
—¿Español?
—Sí. No hay mucho de él en la Red, creo que es freelance, y por lo visto con no mucha fortuna…
—¿Cuál es su nombre?
—Sebastián. Sebastián Madrigal.