XI

Le había costado varios días de caminata, y estaba exhausto, pero al fin Basilio se encontraba en Toledo. La ciudad era extraordinaria, de una belleza que dejó embelesado desde el primer instante al novicio. La magnífica muralla mora que rodeaba la ciudad, a la que se accedía principalmente por la Puerta de la Bisagra, advertía al que se acercara que la capital del Reino de Castilla vendería cara su derrota. En el interior de sus calles convivían como si tal cosa judíos, cristianos y árabes, y muestras del arte de cada uno de ellos se erigían en hermosísimas edificaciones, la mayoría templos, como la Mezquita de Bab al Mardum o la Sinagoga de Santa María la Blanca.

Basilio había creído entrar en otro mundo, y estaba maravillado de los comercios, de los ropajes de los nobles, de los hermosos caballos y de la cantidad ingente de personas que transitaban de un lado a otro, como si numerosas ocupaciones les obligaran a aprovechar las horas del día al máximo. Todo era absolutamente distinto a la vida en el monasterio o en el campo. Toledo parecía un lugar apropiado para cualquiera que tuviera ambiciones y estuviera dispuesto a aprovechar una oportunidad.

—Eres un recién llegado, ¿verdad?

El novicio dio un respingo, hasta que se cercioró de que un anciano tiraba de sus ropas con insistencia. El viejo tenía corvada la espalda y le miraba con unas pupilas tan blancas como la nieve. Pese a que su sonrisa era amable, tenía un aspecto temible bajo una amplia camisola de lana.

—¿Quién es usted? ¿Qué desea de mí? —inquirió Basilio asustado.

—Sólo deseo ayudarte, muchacho.

Había aprendido de su padre y de su maestro a desconfiar de cualquier persona, mucho más si eran extraños. Por unos instantes se arrepintió de haber entrado en la ciudad, y pensó que acabaría en un calabozo, cuando no ardiendo en una hoguera.

—Sí, acabo de llegar del campo —mintió.

—¿Del campo? Sé que eres un buen chico, y que tienes ambiciones. Pero me mientes. Aunque estos ojos hace años que perdieron la capacidad de ver puedo mirar a través del resto de mis sentidos, que conservo tan prestos y lozanos como los de un lince. Se nota por tu hablar que tienes cultura, seguro que sabes leer y escribir. Se diría que has estado al cuidado de algún noble señor generoso, o bajo el auspicio del prior de algún monasterio.

El viejo sonreía, mostrando una boca casi desdentada y una lengua seca como el esparto. Los movimientos de sus brazos y cabeza eran torpes y desmedidos, mientras que las extremidades inferiores conservaban aún cierta destreza, y se diría que todavía podía salir corriendo como un chaval.

—Por favor, cállese. ¿Qué quiere de mí?

—Nada, nada. Sólo ayudarte. Soy viejo y ciego, nadie quiere a un ciego para trabajar. Pero tengo una habitación amplia en una posada a las afueras en la que puedes descansar, y buenos amigos que pueden ayudarte para conseguir un trabajo y ganarte unos dineros. Sólo te pido que le des un tercio a este pobre anciano de lo que saques y así poder subsistir.

Basilio creyó al viejo, que parecía sincero detrás de aquella máscara rugosa, coronada por dos perlas relucientes, que tenía por cara. En el fondo quizá hubiera sido una suerte haberse topado con él, en lugar de con cualquier otro menos necesitado. Además, en su alma de novicio todavía anidaba el rayo caliente de la bondad.

—Está bien, anciano. Nada tengo que perder porque nada tengo.

—Por favor, mi nombre es Fernando Díaz y Pacheco, y me puedes llamar Fernando o maestro, que para el caso es lo mismo. ¿Cómo he de llamarte yo a ti?

—Basilio.

—Bien, Basilio, no haré más preguntas ni disquisiciones. Tu pasado es tuyo, y ahora lo que importa es que estás en Toledo, la ciudad más hermosa y moderna de cuantas existen, bajo el amparo del bueno de Fernando. Como muestra de mi buena voluntad ten un poco de este vino y de este queso para reponer fuerzas, que noto en tus jadeos que estás agotado.

El viejo sacó de debajo de la amplia camisola un pellejo de vino y un buen trozo de queso del que dio un pedazo al novicio, que lo devoró en cuestión de segundos.

—Muchas gracias.

—Está bien, está bien. Ahora tenemos que ir a buscarte un trabajo. Quisiera ofrecerte algo mejor, pero necesito hablar con algunas personas. Se nota que atesoras buena cultura en esa testa que mantienes sobre los hombros, pero no contaba con encontrar a un mancebo con tan buena formación. Mientras tanto, si no eres muy melindroso, te buscaré algún oficio con el bueno del maestro arquitecto Alvar Martínez, que seguro necesita de alguna mano responsable para rematar la insigne obra que está concluyendo.

Mientras hablaban, el viejo lo arrastraba por las callejuelas de Toledo, dirigiéndose con presteza hacia algún punto concreto. Basilio se sentía maravillado al comprobar con qué pericia se manejaba el anciano por la ciudad, sin chocar apenas con nadie ni rozar paredes ni animales que se iban interponiendo en el camino.

—¿Y qué obra es esa? —preguntó el novicio, ingenuamente.

—¡Alma de Dios! El sueño de nuestro insigne arzobispo Martínez de Contreras, el orgullo de toda la ciudad y de los que la habitamos, el símbolo máximo de que la cristiandad por fin se erige en Toledo como verdadero referente religioso del pueblo —respondió altisonante el viejo.

—No sé de qué me habla, maestro Fernando.

El anciano sonrió orgulloso de que Basilio lo hubiera llamado maestro. Hacía muchos años que nadie lo hacía, y quizá se daba por satisfecho con aquella deferencia por el vino y el queso que le había regalado. Doblaron una esquina y le señaló, como si sus ojos hubieran recobrado por un instante la vista, una enorme y maravillosa construcción que dejó al novicio con la boca abierta.

—¡La catedral de Toledo! Y tú vas a ayudar a terminar esa torre que se eleva, en busca de la luz divina de nuestro Señor.