Sebastián Madrigal sabía que tenía que avanzar. Había adquirido un compromiso, había firmado un contrato, y pese a la poca fe que albergaba en el reto que había asumido debía entregarse a él e intentar ofrecer una respuesta concluyente, aunque no le agradase a su patrocinador.
Newman le había parecido un hombre culto, agradable, de cuidados modales e ideas claras. Por eso le sorprendía aquella obsesión suya con el libro, y más aún su absoluto convencimiento de que él mismo era real, y no una invención. Había investigado acerca de Henry a través de la Red y había podido desvelar muy poco acerca de la identidad de un hombre que poseía un imperio pero del que apenas se sabía nada. Cuatro o cinco fotografías que no le hacían justicia y una biografía simplista repetida hasta la saciedad era todo lo que había sido capaz de encontrar. Al menos ahora tenía conocimiento de que poseía una excelente formación académica y que era el máximo accionista de un holding de empresas que iban desde el comercio al por menor hasta la aeronáutica. También que era un apasionado del arte en general y de la pintura contemporánea en particular, siendo Pollock y de Kooning sus artistas predilectos. Pero de lo que más información había encontrado había sido de un hecho luctuoso: el fallecimiento hacía tres años de su mujer, con la que había estado casado casi un lustro. Un cáncer rebelde y trágico había acabado con la vida de su esposa en apenas unos meses. La prensa del corazón había dado buena cuenta de la noticia, al ser ella una conocida presentadora de la BBC británica, retirada de la vida pública tras las nupcias, y dedicada por entero al mecenazgo y proyectos humanitarios. Desde entonces Newman se había recluido aún más si cabía.
Sebastián había hecho memoria y recordaba que aquel artículo de setecientas palabras por el que le habían pagado en su momento mil quinientos euros había surgido por casualidad, repasando los libros que tenía en su más que decente biblioteca. Así había dado con varios ejemplares de Lovecraft, que había sido, junto a Poe, Agatha Christie y Conan Doyle, uno de sus escritores favoritos en la adolescencia. Y allí seguían esos libros a los que nunca más había prestado atención. Fue así como se topó con la historia del Necronomicon, que le había fascinado hacía más de veinte años, y pensó en volcarla en un artículo entretenido para leer un aburrido domingo por la tarde. Sin más pretensiones. Hurgó un poco en Internet y recurrió a una sola fuente, la misma a la que solía acudir cada vez que abordaba cualquier asunto de ocultismo, parapsicología o que tuviera algún aspecto misterioso. Por cuatro duros aquel investigador freelance que se pagaba el alquiler creando páginas Web para pequeños comercios le pasaba información suficiente como para rellenar la mitad de un reportaje. El resto lo tenía que aportar de su puño y letra, que para eso le pagaban.
Buscó el apellido Alcalá en su PDA y marcó con inusitada esperanza su teléfono móvil. Por algún sitio había que comenzar la búsqueda.
—Diseños Esenciales, dígame —le respondió una voz casi mecánica al otro lado del auricular.
—Carlos, soy yo, Sebastián.
—Eh, disculpa. Dime, ¿qué piden tus huesos?
La forma de hablar de Carlos, un tanto castiza pese a que había nacido en Barcelona y se había criado en Valencia, siempre le resultaba simpática. Era un hombre menudo, casi sin pelo pese a sus treinta años, y algo rechoncho. Tenía la mirada aguda de aquellos que creen hallar un enigma detrás de cualquier hecho casi cotidiano, y solía llevar consigo una pequeña libreta en la que anotaba todo tipo de ideas descabelladas. Apenas salía de su apartamento, un estudio con dos ordenadores de última generación y conexión de banda ancha a la velocidad de la luz.
—Oye, cuándo te vas a poner otra línea. De verdad que no es serio que un investigador de sucesos paranormales te reciba con un aburrido Diseños Esenciales.
—El día que tú pagues mis facturas me das clases de protocolo. ¿Quieres algo o sólo has llamado para tocarme las narices?
—Sabes que nunca marco tu teléfono en balde. Tengo un asunto importante de verdad.
—Espero que no se trate otra vez de algo como lo de aquella anciana que decía que su casa estaba poseída, y luego resultó que era su gato Calcetines que padecía de insomnio. Me hiciste abandonar el bunker por una patochada —dijo Alcalá, con cierto aire cínico.
El bunker era el nombre con el que Carlos denominaba a su apartamento. Dejarlo, aunque sólo fuera por unas horas, era una de las cosas que más odiaba en el mundo. Trataba de hacer todo desde casa, desde la compra hasta las gestiones bancarias más habituales, y poseía certificados digitales para poder manejarse virtualmente con todas las administraciones y estamentos.
—No, no. Este es un tema que te va a encantar. Y lo sé porque ya te gustó mucho cuando tuve que recurrir a ti para que me echaras una mano —dijo Sebastián, que ante la imposibilidad de poder contarle la verdad a Carlos había urdido una pequeña trama.
—Venga, desembucha, que ya has conseguido despertar mi curiosidad.
—¿Recuerdas cuando te llamé para que buscases información acerca del Necronomicon? —inquirió Madrigal, tanteando el terreno.
—¡Claro que lo recuerdo! Te dejé el artículo prácticamente terminado. Los Libros Negros se encuentran entre mis áreas de investigación favoritas —respondió con emoción Carlos.
Sebastián pensó que ya había picado el anzuelo. Mucho más contento se iba a poner cuando le dijera que en lugar de los cien euros habituales le iba a pagar quinientos por cada información de relevancia que le proporcionara sobre el libro, y si conseguía dar con el verdadero, algo harto improbable, le ingresaría treinta mil euros. Y es que Newman, además de asignarle una cuenta de gastos sin justificar de seis mil euros mensuales, le había prometido un millón y medio de euros por el original.
—Bueno, pues hay una editorial que me ha hecho el encargo de mi vida. Quieren que escriba no un artículo, sino un ensayo completo sobre el Necronomicon.
—Eso será mucha pasta, seguro —apuntó Alcalá, ávido de una pequeña porción de un pastel cuya magnitud desconocía.
—Bueno, claro. Estoy dispuesto a multiplicar por cinco tus emolumentos. Te pagaré quinientos por cada dato interesante que me facilites.
—¡Vaya, voy a tener que pasarte la información a cachitos!
—No te pases. Que tampoco estoy tan tonto.
—Esto, bien. Pero tengo que ponerte una condición.
Sebastián se temió lo peor de aquella rata de Internet, y cruzó los dedos para que no se torciera su relación con la única persona que de momento podía ayudarle.
—¿Qué quieres?
—Quiero aparecer en el libro.
—¿Cómo?
—Quiero salir en el libro. Debajo de tu nombre, en un costado, o donde sea, pero quiero que no te lleves tú solito toda la gloria.
—Pero, pero… Si tú nunca quieres aparecer en ninguna parte. Además, el ensayo es mío, el encargo me lo hacen a mí.
—Está bien, en ese caso búscate a otro pringao que te haga la colada.
Madrigal pensó que ya encontraría una manera de satisfacer el inesperado ego de Carlos, ya que de momento lo importante era contar con él, al menos en una primera fase. Sin su colaboración estaba completamente perdido.
—Está bien. Ya veremos cómo lo soluciono, pero aparecerás en la dichosa portada.
—¡Genial! Mira, lo mejor es que me dejes un par de días para que mueva algunos contactos y escarbe en las profundidades de la Red. Entonces te pasas por el bunker con algunos papelitos morados.
—¿Algunos? —inquirió Sebastián, que ya se estaba imaginando una sangría de billetes de quinientos euros.
—Venga, lo que te voy a dar te servirá para llenar las primeras cien páginas. Seguro que esa editorial te va a dar una buena pasta. No me seas tacaño. No todo el mundo siente pasión y tiene información acerca de un grimorio como ese.
—¿Grimorio?
—¡La leche! ¿Y tú quieres escribir un ensayo sobre el Necronomicon? Te tendría que pedir el doble de pasta y que mi nombre figurara en letras de oro. ¡No tienes la menor idea!
Sebastián comenzó a impacientarse, pero sabía que de esa forma no iba a ninguna parte, y que el trabajo de su vida, aquel extraño encargo que le había hecho Newman, dependía del ser pintoresco y algo chalado con el que hablaba por teléfono. Respiró profundamente.
—Está bien. Por favor, ¿qué es un grimorio?
—Tendría que cobrarte quinientos, pero esto va de regalo como señal de buena voluntad y porque me caes bien. Además, he de reconocer que el asunto me excita. Un grimorio es en esencia un libro de fórmulas mágicas. Así puede considerarse cualquier manuscrito de la edad media o moderna que verse sobre magia, adivinación, el infierno o incluso la alquimia. La mayoría fueron prohibidos y quemados, algunas veces junto a sus autores, por la Inquisición.
—Pero… Pero esos son los Libros Negros de los que hablé en el artículo sobre el Necronomicon.
—Efectivamente. En esencia, son una misma cosa. Grimorios famosos son por ejemplo El Lemegeton, El Poule Noir, La Clave Mayor de Salomón o El Manuscrito Voynich, aunque sobre este último existen muchas dudas, al no haber podido ser descifrado hasta la fecha.
—Y el Necronomicon, claro.
—En efecto. El Necronomicon o Libro de los Nombres Muertos es el grimorio ficticio más conocido, aunque existen otros muchos.
Carlos mostraba su erudición cuando se trataba de abordar un tema de los que le gustaban. Su voz se hacía más grave, y el ritmo normalmente precipitado de sus palabras se apaciguaba, vocalizando con más rigor y contundencia que de costumbre.
—Pero Carlos, ¿estás seguro de que el Necronomicon es un libro imaginario, que no existe? —preguntó Sebastián, intentando aferrarse a cualquier prueba o indicio que le permitiese iniciar una búsqueda del supuesto original, desterrando su propia idea de que aquello era una quimera y nada más.
—Absolutamente. El Necronomicon tan sólo es una fabulosa invención de Lovecraft.