David Foster miró su reloj y se sorprendió al comprobar que eran más de las tres de la madrugada. Hacía ya tiempo que el guardia de seguridad le había dicho que estaban solos en el edificio. Este no se había sorprendido, porque era habitual que el director del departamento de restauración de la Beinecke se quedara hasta mucho después de cerrar.
«Este libro es extraordinario», se dijo, mientras pasaba con mimo las hojas pulcramente impresas en un arcaico castellano del siglo XVII.
Sabía que lo que había llegado hasta sus manos no podía ser otra cosa que una burda falsificación, pero su olfato como especialista se lo negaba a cada instante. Era demasiado buena, quien la hubiera realizado había tenido que tomarse demasiadas molestias, y todo ello sin contar con el grado de erudición que había de atesorar.
No era la primera vez que recibía el encargo por parte de un particular para que tasara o se cerciorara de la autenticidad de un manuscrito, pero aquella noche lo que le mantenía atado a la sala de lectura era el propio contenido del libro, más allá de la tarea que le habían encomendado. En él se relataban con gran riqueza de detalles hechos horrendos, se describían criaturas demenciales e infernales que habitaban entre nosotros, y se especificaba con claridad innumerosos encantamientos con los que se podían hacer cosas extraordinarias: resucitar a los muertos, desintegrar seres vivos, ver a través de los ojos de otra persona, volverse invisible… A David Foster todo aquello le recordaba vaga y extrañamente a otro libro maldito y fantástico, mágico, y que era todo un misterio para los mayores expertos en libros o en criptografía del mundo. Un libro que él tenía al alcance de sus manos cada vez que lo deseaba, pero cuyas páginas desde hacía algún tiempo cualquiera podía consultar libre y gratuitamente a través de la Red, pues había sido digitalizado completamente. Un libro que atesoraba, junto a otros de la misma o mayor envergadura, aquella biblioteca maravillosa en la que él tenía el privilegio de trabajar. El Manuscrito Voynich, un fabuloso códice alquímico del siglo XIII escrito en un rarísimo lenguaje, con desconocida tipografía, y que nadie en el mundo había conseguido descifrar. Nadie, excepto él mismo.
«Tienen interesantes puntos en común, es como si el autor del Manuscrito Voynich hubiera bebido en las fuentes de este libro para documentarse», se dijo Foster, aún sabiendo que aquello era un disparate mayúsculo, pues era absolutamente imposible que un libro auténtico encontrara sustento en otro falso, escrito algunos siglos después.
David Foster leyó con vehemencia, y sólo en las últimas páginas el ritmo de sus ojos se hizo más lento. El final estaba plagado de asombrosas y terribles advertencias, de avisos que prevenían a cualquiera que hubiera leído el libro o lo poseyera de las consecuencias que eso podía traer consigo. Por vez primera se sintió algo sobresaltado, habida cuenta que el que hubiera escrito aquello lo hacía con absoluto convencimiento, y facilitando tantos detalles que parecía casi imposible que se tratara de una ficción. Un tanto azorado concluyó la lectura y cerró el ejemplar con un golpe.
«Creo que me he dejado sugestionar demasiado», pensó, mientras hundía los dedos de sus manos en el pelo e intentaba regresar al mundo cotidiano que le rodeaba.
De súbito se sintió mejor que nunca, como si una nueva fuerza lo hubiera invadido y hubiera injertado savia joven en sus músculos. Contaba poco más de cincuenta años, y se mantenía en buena forma, pero ahora se sentía como un chaval de apenas veinte, con toda la vida por delante y en pleno apogeo de sus facultades físicas.
«Debo marcharme a casa a descansar, cuando haya dormido algunas horas podré pensar con más claridad», se dijo, confundido.
Salió de la sala de lectura y se dirigió al servicio. Le gustaba cuando la Beinecke estaba a oscuras, vacía, con el más de medio millón de ejemplares que contenía pernoctando. Para él no existía en el mundo compañía mejor, por ese motivo no se había casado ni había tenido hijos. Toda una vida entregada a los libros, su única pasión.
David Foster se miró al amplio espejo de los baños y quedó horrorizado. Lo que le devolvía aquella fina capa de aluminio puesta sobre un cristal no era su rostro, o al menos su rostro como había sido hasta la fecha. La piel se había vuelto semitransparente, y podía contemplar el intrincado de venas y músculos y, en algunas zonas, hasta los huesos. Apenas podía reconocerse. Y todo su cuerpo humeaba ligeramente, como si acabara de darse una buena ducha caliente. Pero aquel humo era más brumoso, más espeso y ligeramente resplandeciente.
«Pero mis manos…», pensó, recordando que al cerrar el libro las había contemplado y eran absolutamente normales. Las volvió a observar y seguían siendo las mismas de siempre. Luego las miró reflejadas en el espejo, y la sensación de estar analizando su propio cuerpo con un escáner de contraste regresó.
Sin lugar a dudas algo le estaba sucediendo. Quizá algún estudiante desalmado había puesto alguna droga con efectos alucinógenos en su café. O, a lo peor, era cierto que el libro que acababa de terminar tenía asociados poderes increíbles. Pero era esta una posibilidad ridícula, casi tanto como lo que le estaba sucediendo.
Decidió recoger el volumen y marcharse a casa dando un largo paseo. Pero antes tenía que hacer una arriesgada prueba, para evitar mayores complicaciones al día siguiente. Fue hacia el puesto de vigilancia del guardia nocturno y se plantó delante de él para que le abriera la puerta y le pudiera observar perfectamente.
—Buenas noches, Matt.
—¿Se marcha ya, señor Foster? —inquirió con normalidad el vigilante, yendo hacia la puerta de salida.
—Sí, estoy cansado.
—Lo extraño es que mañana pueda estar aquí a las nueve como si nada, para comenzar otra dura jornada de trabajo. Algún día me tendrá que contar el secreto, ¿eh?
Aunque Matt ya le había abierto amablemente la puerta y esperaba a que saliera para volver a cerrarla y regresar a su puesto, David Foster se quedó quieto, aguardando, frente a su interlocutor.
—Este, de eso quería hablarte, Matt… No habrás, no tienes la sensación de que algo, alguna cosa…
—¿Señor? Disculpe, no le entiendo —dijo el guardia, visiblemente extrañado con aquella actitud.
Foster se sintió ridículo, y si no hubiera sido por su sentido del decoro hubiera salido corriendo al instante. Hizo un breve ademán, como negando con la cabeza.
—No importa, Matt. No me hagas caso. Como te he dicho estoy completamente agotado. Quizá mañana venga un poco más tarde que de costumbre, necesito un buen descanso.
—Tranquilo, ya le entiendo. Buenas noches, señor Foster.
David Foster pudo respirar el aire limpio y puro que flotaba en el ambiente del campus de Yale, y se sintió reconfortado. Quizá al día siguiente todo regresara a la normalidad. Estaba deseando verse cara a cara con aquel excéntrico millonario que le había encargado datar el libro que llevaba bajo el brazo y certificar su autenticidad. Fue entonces cuando recordó las enigmáticas advertencias que se vertían en las últimas páginas del mismo, y que podían estar detrás de todo lo que le estaba sucediendo aquella noche. Curiosamente, se sentía más apegado que nunca a aquel ejemplar, y el efecto rejuvenecedor que le invadía se multiplicaba con el libro pegado a su costado. También creyó que todos sus sentidos se habían agudizado hasta el extremo, casi como los de un animal, escuchando hasta el más leve de los ruidos y viendo con extraordinaria claridad pese a ser bien entrada la madrugada.
Apretó el paso, bajando por la calle York. Doblaría a la derecha hacia la calle Chapel y en menos de veinte minutos estaría en su casa. Allí podría al fin reposar y poner en orden sus ideas.