Abdul avanzó con sigilo. Al mediodía en el desierto de Rub al Khali se alcanzaban fácilmente temperaturas superiores a los cincuenta grados centígrados, y quizá los años de soledad, la falta de agua y aquellos espejos que el calor formaba sobre la arena podían estar engañando a sus ojos.
Pero no, el poeta sabía que lo que sus pupilas observaban no era algo imaginario. Había invertido ocho años de su vida en aquel erial para al fin asistir a ese espectáculo atroz. Quizá por fin podría regresar a Saná, ciudad en la que había nacido, para divulgar el horror que había conocido, y dejarían de llamarle loco, el poeta loco del Yemen.
Frente a él, tres bestias infernales de más de dos metros de altura despedazaban y devoraban a un dromedario, mientras proferían alaridos guturales y parecía que se comunicaban en una extraña lengua construida con una especie de bramidos agudos que erizaban la piel.
Finalmente aquel beduino le había recompensado con creces por los poemas que él le había entregado. «No tengo monedas, ni nada material que darte, pero aprecio estos bellos poemas. Sé que eres un hombre especial, y reconozco el valor en tu mirada limpia. Te contaré el secreto que se esconde en los desiertos del sur de Arabia, y de los cuales soy testigo único», le dijo, mientras retorcía sus manos recubiertas por una especie de harapos que en otro tiempo seguro habían sido su piel. El beduino conocía la leyenda que Abdul arrastraba desde que anunciara a los cuatro vientos que había visitado las ruinas de Babilonia, los subterráneos secretos de Menfis o Irem, la Ciudad de los Pilares. Nadie en el Yemen le creía, y por eso vivía apartado y pobre, mendigando por las calles y aceptando cualquier alimento a cambio de sus hermosos poemas.
«Soy el único hombre en el mundo conocido cuyos ojos han contemplado tanta bellaza y tanto horror», se dijo el poeta loco, mientras aquellas alimañas apuraban hasta los huesos del pobre dromedario.
Abdul recordó que se había internado en el desierto precisamente para ver a esas bestias que el beduino con tan buena fortuna le había descrito. Su ansia de curiosidad, que ya lo había llevado de un lado a otro recorriendo cientos de kilómetros, superaba con creces al miedo que paralizaba y congelaba la sangre al resto de los mortales. Pero ahora, frente a aquellos engendros del diablo, su propio aliento se le quedaba atravesado en la garganta, mientras sus manos se apretaban con tanta fuerza que las uñas iban lentamente injertándose en la piel.
Fue entonces cuando uno de los seres se giró y descubrió a Abdul espiándoles tras una palmera. La bestia se acercó con rapidez hasta el poeta loco y lo observó con detenimiento. Abdul, que no era ni mucho menos un fervoroso seguidor del Islam, se encomendó a Mahoma en ese instante, que consideró postrero y definitivo. Pese a todo, se sintió dichoso por todo lo que había sido capaz de experimentar en su corta existencia.
«Moriré habiendo tenido un conocimiento que el común de los hombres tardaría diez vidas longevas en acaparar», pensó con satisfacción.
El engendro, que tenía las patas de un toro, el torso de un hombre muy corpulento y peludo, y la cabeza de un chacal negro, lo miró a los ojos con una intensidad impropia de un animal, y emitió un bramido gutural e intenso que alertó a sus dos acompañantes. Los tres rodearon a Abdul, estudiándolo con calma, como si estuvieran analizando concienzudamente cómo iban a atacarlo y acabar con su vida.
El poeta de Saná cerró los ojos y recordó las bellísimas ruinas de las Puertas de Ishtar, a través de las cuales se accedía al templo de Bel, construidas con adobe teñido de un extraordinario color azul, y con toros, leones y otros seres mitológicos superpuestos en dorado sobre ellas. Fueron mandadas levantar por Nabucodonosor II, el mismo rey babilonio que encargó la construcción de los Jardines Colgantes para su esposa Amyitis. Era sin lugar a dudas lo más hermoso que había contemplado nunca, y quizá su mente deseaba contraponerlo al horror del aquel segundo terminal en el que se encontraba.
—Abre los ojos, humano —expelió una de las bestias.
Abdul creyó estar perdiendo realmente el juicio, pero obedeció la orden que se le había dado. Esos seres infernales podían hablar, aunque fuera torpemente y con una rudeza extraordinaria. Quizá el calor del desierto y los infinitos años de soledad habían terminado por minarle el juicio.
—Qué… ¿Qué queréis de mí? —inquirió Abdul, tratando de aplazar su espantoso final en las fauces de alguno de aquellos animales.
—¿Acaso no eres Abdul Hazred, el poeta loco del Yemen?
Abdul definitivamente pensó que estaba desvariando cuando escuchó a una de las bestias pronunciar claramente su nombre. Pese a su aspecto terrible, aquellas cosas transmitían la impresión de poseer una gran cultura e inteligencia encerradas en sus testas de chacales. Durante unos instantes no supo si responder la verdad u omitirla, no teniendo en absoluto claro cuáles serían las consecuencias si hacía lo uno o lo otro.
—Sí, soy yo.
Los engendros se miraron con complacencia. Parecía como si todo aquello que para Abdul representaba enajenación y demencia para ellos fuera algo tan cotidiano como respirar y beber agua.
—Entonces, ven con nosotros. Te estábamos esperando.