Sebastián Madrigal bajó del taxi ufano como nunca, casi exultante. Aquella radiante mañana de noviembre parecía que todo se conjugaba para hacerle feliz.
Pero quizá su dicha había arrancado unos días atrás, tres concretamente después de recibir aquella enigmática llamada, por la que le habían encargado buscar un libro, el tiempo que habían tardado en ingresarle más de setenta mil euros en su cuenta. Apenas sí había gastado nada: un traje de marca para acudir a la cita de aquella mañana, liquidar alguna pequeña deuda y darse un homenaje con un amigo en un buen restaurante. Lo mejor era que volvía a dormir por las noches, lo mejor era haber perdido aquel agobio constante de saberse en la cuerda floja por culpa de su calamitosa situación financiera.
La maravillosa fachada principal del Hotel Ritz de Madrid, ubicado junto a la Plaza de Neptuno y muy cerca del Museo del Prado, una de las mejores pinacotecas del planeta, parecía estar aguardándole. Era la primera vez que iba a entrar en aquel maravilloso edificio, construido a principios del siglo XX, bajo el reinado de Alfonso XIII, y que había sido el primer hotel de gran lujo de la capital española, siguiendo las corrientes de París o Londres.
Las instrucciones que le habían dado eran muy concretas, y tenía que estar al mediodía en una de las suites de lujo del hotel para mantener un almuerzo privado con el señor Newman. Sebastián estaba deseando conocer al hombre que le había pagado mejor que nunca nadie lo había hecho en su vida, y por tan poca cosa, sólo responder sí. Aunque desde luego no había sido a cambio de nada: debía mantener la boca cerrada, salvo que quisiera arruinarse para los restos.
Llegó frente a la puerta de la suite de lujo que ocupaba el señor Newman, donde le recibieron dos guardaespaldas enormes.
—¿What are you looking for, sir? —le inquirió uno de aquellos gorilas.
—I am… I have an appointment with mister Newman. I am Sebastián Madrigal —respondió Sebastián, con un más que precario inglés.
Uno de los hombres entró en la suite y regresó a los pocos segundos, con una marcada sonrisa dibujada en su rostro. Por un momento Sebastián pensó que se lo iban a llevar de los brazos de allí y le iban a dar una buena paliza.
—OK, mister Madrigal, come in —le dijo aquel hombre, invitándole a pasar al interior con un breve ademán.
La suite era enorme, y estaba impecablemente decorada. Tras un pequeño recibidor se llegaba a un espacioso salón en el que había sitio de sobra para tres sofás de época, una generosa mesa de centro, otras dos mesas a modo de escritorio con sus respectivas sillas y un amplio aparador. Frente a él se habría un balcón que daba a los preciosos jardines interiores del Ritz, en los que en primavera y verano se montaban animadas terrazas para disfrutar de un té o una cena al aire libre. Sebastián recordó que por apenas dos mil euros la noche uno podía disfrutar de aquella habitación de ensueño.
—Mister Madrigal… —le dijo un hombre de mediana edad, fornido y con el pelo teñido de rubio rapado al uno.
—OH… yes, yes… Pleased to meet you, mister Newman —replicó Sebastián, precipitada y torpemente.
—No, no —negó aquel hombre, sonriendo—. Yo soy su nuevo compañero, la persona con la que ha estado hablando por teléfono desde hace una semana. Mi nombre es Nick —dijo, tendiéndole afablemente la mano.
A Sebastián le pareció su interlocutor mucho más joven y agradable que por teléfono, y también más inseguro, pese a su corpulencia. Se notaba que su sonrisa era calculada, y que se trataba de una de esas personas que no deja nada, ni tan siquiera un pequeño gesto, al azar.
—Encantado… Nick —dijo Sebastián, aceptando aquella mano fuerte que se le tendía.
—Siéntese, por favor. El señor Newman está terminando de atender una llamada. Enseguida estará con usted.
Nick chasqueó los dedos y al instante aparecieron dos camareros con sendas bandejas repletas de bebidas, bocadillos fríos y canapés. Aquel hombre parecía tener una doble personalidad, siendo capaz de pasar de ser el tipo más amable sobre la faz de la tierra al más peligroso y violento.
—¿Preparado para su misión? —inquirió el anglosajón.
—Sí… claro —mintió Sebastián, que de momento no había movido un dedo para buscar aquel libro, salvo repasar el artículo que casi por casualidad había redactado unos meses antes.
En aquel momento un hombre maduro, de aspecto amable, ojos profundamente azules y pelo canoso, entró en el salón de la suite con una amplia sonrisa. Era una de esas personas que rezuman clase por doquier, y que son capaces de mostrarse elegantes incluso vestidas con tan solo un bañador y unas chanclas. Revelaba una exquisita sencillez en cada uno de sus movimientos.
—Señor Madrigal, le presento al señor Newman —se adelantó Nick con agilidad.
Sebastián se levantó, y a punto estuvo de hacer hasta una leve reverencia, aunque supo contenerse a tiempo. Newman estrechó su mano con ligereza y decisión a la vez, y tomó asiento en el sofá perpendicular al suyo.
—Muchas gracias por haber venido, señor Madrigal.
—No, por favor. Estoy encantado. Además, este hotel, esta habitación…
Nick se levantó e hizo un gesto que enseguida los camareros entendieron, abandonando la estancia al momento.
—Bueno, señores, les dejo a solas. Señor Newman, estaré en el pasillo por si necesita cualquier cosa.
—Muchas gracias, Nick.
Nick abandonó la suite con rapidez, igual que lo haría un agente del cuerpo del servicio de espionaje. Tras sus modales y afabilidad no podía ocultar una mentalidad rígida y militar, además de una calculada sumisión.
—¿Qué le parece Nick, señor Madrigal?
—Esto… es una persona muy… peculiar… pero agradable, sin lugar a dudas.
—Coincido con usted plenamente. Pero le aseguro que daría su vida por mí, y eso es algo que hay que valorar. Usted ya me entiende. Y mi español, ¿es apropiado?
—Sí, sí. Tiene usted una pronunciación muy buena.
—Gracias. He pasado largas temporadas en España, en Andalucía y en Cataluña. Pero por favor, coma algo. Desearía que esto fuera un almuerzo entre amigos. Y, si no le molesta, me gustaría que nos tuteásemos.
—Ningún problema, Henry —dijo Sebastián, tomando de una bandeja un espectacular canapé de caviar, mantequilla y cebollino.
—Perfecto. Quisiera disculparas la manera de contactar contigo. No quisiera resultar un engreído, pero soy un hombre muy ocupado y necesito que otras personas hagan muchas tareas por mí. Además, me gusta ir al grano, no perder el tiempo.
Sebastián no supo muy bien cómo encajar aquel comentario, en apariencia inocente. Lamentó profundamente su insensatez, al no haber preparado adecuadamente aquella reunión, salvo por la compra del carísimo traje, que además le hacía sentir incómodo y ridículo.
—Te entiendo.
—Hemos preparado un contrato en toda regla, que permita que la relación que vamos a mantener sea lo más profesional posible. De este modo ambos estaremos protegidos.
Pese a que Newman era un sujeto fascinante y sumamente educado, sus palabras traslucían una meticulosidad y determinación asombrosas. Se notaba que tenía muy claro qué era lo que quería en cada momento y qué esperaba de cada persona.
—Me parece bien —dijo Sebastián, sin saber realmente si se lo parecía o no.
—He querido quedar contigo para conocerte personalmente. Espero que Nick te haya explicado perfectamente el objeto del trabajo que deseo que desempeñes. En realidad es muy sencillo, y muy complicado a la vez. Se trata de que me traigas un ejemplar del Necronomicon, acerca del cual escribiste hace poco un interesantísimo artículo.
Sebastián tragó saliva disimuladamente. Ese artículo lo había escrito en un par de días, leyendo algunas cosas por Internet y acudiendo a una sola fuente especializada. Apenas tenía nada por lo que empezar, aunque no deseaba ser sincero.
—Henry, hay una cosa que quiero que sepas, antes de nada. Ese libro, como ya indicaba en mi artículo, puede ser falso, puede tratarse de una invención de Lovecraft y ya está. La mayoría de las copias que existen o que circulan en formato digital por la red son burdas falsificaciones.
Newman le lanzó una mirada complaciente, y le dio un par de golpecitos con su mano en el hombro antes de decirle:
—Creo que eres el hombre que andaba buscando. No me digas por qué, pues no sabría decírtelo con exactitud, y además tampoco me preocupa. A lo largo de mi vida me he ido enriqueciendo poco a poco basándome en las dos únicas virtudes que modestamente poseo: perseverancia e intuición. No digo que no me hayan fallado alguna de las dos o ambas a la vez en ocasiones, pero en muy pocas, te lo puedo garantizar. Voy a poner a tu disposición recursos humanos y económicos. Nick te será de gran ayuda en este trabajo, y contarás con una tarjeta platinum a tu nombre con la que podrás pagar todos los gastos que generes o sacar dinero cada vez que lo necesites. Pero antes debes confirmarme que te vas a entregar en cuerpo y alma a esta tarea, que lo vas a intentar de verdad, que lucharás con todas tus fuerzas para entregarme un ejemplar del Necronomicon. Si no deseas afrontar este reto nos damos la mano, nos despedimos, no le cuentas nunca nada a nadie de lo sucedido estos días y te quedas con el dinero que te hemos ingresado. Ahora tienes que responderme antes de continuar, ¿lo vas a hacer?
Newman se le quedó mirando muy fijamente, con aquellos ojos azules y afables, que generaban una gran confianza. Sebastián volvió a sentirse al borde de un precipicio, y otra vez pensó que la única opción era lanzarse y esperar que le salieran alas, que alguien lo cogiera en el aire o que abajo le estuviera esperando un gran y enorme colchón salvador.
—Sí, Henry, lo voy a hacer. Creo que merece la pena intentarlo.
—Entonces no hay tiempo que perder. He malgastado ya un año buscando ese libro, y no deseo esperar más. No digo que ese tiempo haya sido invertido en balde, pero de momento no hay resultados palpables.
—Perdona Henry, pero la curiosidad me pica. ¿Por qué quieres tener ese libro? ¿Eres coleccionista? ¿Te encanta Lovecraft?
El inglés se puso en pie y se dirigió al balcón. Sebastián le siguió. Newman estaba un poco más serio, ligeramente taciturno. Su mirada se perdía en el fondo de los jardines del Ritz.
—Entiendo tu pregunta, pero todavía no es momento de responderla. El día que me traigas el libro te la contestaré. Pero puedo adelantarte que ni soy coleccionista ni me encanta Lovecraft.
—Entiendo. En realidad eso no es importante a la hora de localizar un ejemplar de ese libro. Sólo quería saber por qué tantos esfuerzos, por qué tanto dinero…
—Sebastián, ese libro es muy importante para mí. Puedo llegar a comprender que la mayoría no compartan que un hombre como yo pierda el tiempo e invierta su fortuna en este cometido, pero ahora mismo es lo único y verdaderamente importante en mi vida.
Sebastián volvió a sentir que un ataque de ética y sentido común le invadía, y no pudo evitar regresar al asunto que más le preocupaba de aquel suculento trabajo que le ofrecían.
—Perdona que insista, Henry. Pero ¿y si el libro de verdad no existe? ¿Y si todo lo que hay son fraudulentas obras basadas en un mito surgido de la imaginación de un escritor ingenioso o chalado?
Newman le tomó de los brazos, como lo hubiera hecho su propio padre antes de anunciarle una gran verdad, y le miró otra vez con intensidad a los ojos.
—Sebastián, el Necronomicon existe. Créeme. Te lo juro.