V

Basilio entró con sigilo en la biblioteca. Estaba muy asustado. Había escuchado un gran golpe y se había levantado precipitadamente, sabiendo al instante que el ruido procedía de allí. Su estancia quedaba muy cerca, pues al ser novicio no reposaba en el mismo lugar que el resto de los monjes. Sabía que era muy temprano, pues acababa de rezar Laudes, y todavía no había podido conciliar el sueño. Seguramente el resto de monjes no se habían percatado de nada y descansaban en sus celdas.

Al final de la estancia, en el Scriptorium, descubrió que una de las enormes estanterías se había caído, algo realmente extraordinario, pues eran muy pesadas y además estaban repletas de gruesos volúmenes. Notó que un escalofrío le recorría la espalda, y tuvo la certeza de que algo malo había sucedido.

«No me gusta este lugar», pensó, mientras avanzaba muy lentamente por entre las mesas, dispuestas con pergaminos en blanco cosidos a modo de cuadernos listos para ser utilizados.

Su padre le había obligado a dejar el pueblo y lo había entregado a los benedictinos con la intención de que le dieran sustento y formación. Si bien era cierto que apenas tenían en su familia para comer algo más que pan de avena, cebollas, nabos, col y leche de cabra, él siempre había sido feliz, y nunca había padecido enfermedad alguna y conservaba todos los dientes. Ahora su dieta se había enriquecido con legumbres, verduras, sopas de carne, abundante vino y queso. También había aprendido latín correctamente, y empezaba a mejorar su griego, además, claro, de conocer historia y religión. Pero echaba de menos la vida en el campo, con los amigos, que aunque dura era divertida y permitía una gran libertad. Sentía que entre aquellos muros se iba a pudrir lentamente, aunque no fuera por falta de comida, saber y, quizá con el tiempo, algo de predicamento.

Llegó hasta la estantería y quedó horrorizado al descubrir medio cuerpo del hermano Clemente sepultado bajo su peso. Sin lugar a dudas estaba muerto, ya que el voluminoso mueble le había aplastado el pecho. Clemente era su formador, su guía dentro del monasterio, por lo que Basilio sintió que al horror del hallazgo de un cadáver se unía la tremenda desolación de perder a la única persona por la que sentía afecto en aquel lugar.

Pero ¿quién había podido desear la muerte de Clemente? Porque no podía tratarse de otra cosa que de un asesinato, ya que aquella estantería era imposible que se hubiera caído por accidente. Su maestro era un hombre bueno, de unos cerca de cincuenta años, y por lo tanto ya muy mayor para suponer peligro alguno. Manejaba y conocía a la perfección siete lenguas, y tenía fama de ser un magnífico ilustrador y amanuense, además de rápido, por lo que solía afrontar los encargos más complejos y urgentes que llegaban.

Basilio se giró y observó la mesa en la que su maestro trabajaba. Sobre ella había un libro de encuadernación sencilla, que de inmediato reconoció como en el que había estado trabajando en los últimos dos años, y que sabía debía entregar ese mismo día. Pero ¿dónde se hallaba el original, aquel hermoso libro de lujosas y muy cuidadas tapas con piedras y oro incrustados? ¿Sería aquel volumen la causa del asesinato del hermano Clemente? Recordó entonces que desde su llegada al monasterio su maestro le había manifestado, incumpliendo con la debida y obligada reserva que tenía que tener, su animadversión hacia aquel libro que el Abad le había encargado traducir del latín al castellano. A los pocos meses había tratado de oponerse al encargo, pero había sido realizado por un poderoso noble que iba a pagar generosamente, y sólo Clemente era capaz de afrontar un trabajo como aquel. Basilio sabía, aunque su maestro no se lo hubiera dicho, que se trataba de un libro prohibido, y que probablemente trataría asuntos relativos al diablo, el infierno o la alquimia. En varias ocasiones, arriesgándose a ser expulsado del monasterio, o quizás a algo peor, había estado tentado de preguntar al hermano Clemente acerca de su contenido, aunque finalmente nunca se había atrevido.

«Tengo que marcharme, tengo que huir de este lugar maldito», se dijo Basilio, con determinación, pese a la pesadumbre y el terror que atenazaban su alma.

En un arrebato de incomprensible imprudencia, cogió el volumen que había sobre la mesa de su maestro y abandonó la biblioteca con paso acelerado. Sabía que estaba haciendo una locura, pero también era descabellado quedarse. Quizá el Abad le responsabilizase a él de la muerte del hermano Clemente: había sido su maestro, y dormía cerca del Scriptorium. Pese a que no se hubiera encontrado prueba ni motivo alguno, ya sabía él que un novicio pobre y sin influencias era presa fácil de cualquiera de los estamentos que dirigían el reino de Castilla, incluido el clero.

Aceleró aún más el paso, atravesando el altar mayor primero, luego la nave, para más tarde acceder al claustro y de este al refectorio. Sabía que desde él podía pasarse primero a un patio en el que se criaban gallinas y cabras, para luego por una pequeña puerta salir del monasterio. Avanzó con pasos temblorosos, atemorizado y decidido a la vez, algo torpe debido al peso del libro que llevaba consigo y que comenzaba a cansar sus brazos débiles y poco acostumbrados a los trabajos más duros. Afuera el día comenzaba a despuntar, y el cielo cubierto de la noche anterior se había despejado, aunque la tierra todavía estaba mojada por la lluvia.

«Venderé el libro, seguro que hay muchas personas en una ciudad dispuestas a pagar una buena cantidad por un ejemplar prohibido», se dijo, mientras se alejaba del monasterio.

Tras un par de horas de caminata sin apenas descanso se dejó caer al lado del tronco de un árbol, y rompió a llorar. ¿Qué iba a ser de su mísera vida? Comprendió que al haber huido sin mediar explicación alguna, llevándose consigo aquel libro que su maestro había ilustrado y traducido, y faltando además el original, mucho más lujoso, el Abad lo culparía sin lugar a dudas de dos crímenes: asesinato y robo. También se arrepintió de no haber cogido siquiera una hogaza de pan o un buen pedazo de queso, pues ahora estaba, además de agotado, hambriento.

Basilio recordó entonces con tristeza a sus padres, a sus hermanos y a los buenos amigos que tenía. Seguramente jamás volvería a verlos, salvo por una suerte del destino. Se maldijo de su mala ventura, y durante un buen rato estuvo compadeciéndose de sí mismo.

El sol ya alumbraba en todo lo alto del cielo y pensó que era momento de reanudar la marcha y pedir algo de comida como limosna en algún caserón o a cualquiera de los campesinos que encontrara en el camino, y que quizá se apiadaran de él. A riesgo de pasar frío hizo jirones su ropa, y se hizo con un trozo rectangular que ató al extremo de un palo: eso le serviría para transportar el libro con menos esfuerzo y también para ocultarlo a las miradas incautas. Luego se manchó con barro para que su aspecto fuera más desaliñado y pareciera un mendigo.

La luz del día pareció despejar su entendimiento, porque de repente tenía muy claro a qué ciudad debía dirigirse: Toledo, capital de Castilla, y lugar en el que los libros se traducían, copiaban, vendían y compraban en abundancia. Los temores regresaron, porque jamás había pisado ciudad alguna, y mucho menos una tan importante como aquella. También sintió cierto desasosiego por si era apresado y condenado, aunque sabía que debía de correr el riesgo, pues de otro modo su existencia estaría marcada por la peregrinación y la pobreza. En ese caso extremo se haría pasar por franciscano, pese a que su conocimiento de las sagradas escrituras no era todavía muy profundo.

«Pero no hará falta, por este libro me darán unos buenos dineros en cuanto ponga un pie en Toledo», pensó, con medida animosidad.

Incitado por la curiosidad, se atrevió a abrir el libro por una página al azar, con la intención de saber qué asuntos trataba. El pergamino era excelente, pese a lo modesto de la encuadernación, y el trabajo que su maestro había realizado era digno del mejor amanuense. Basilio comenzó a leer aquella página que tenía una extrañísima ilustración en el centro. Cuando la hubo terminado se sintió horrorizado, mucho más si cabe que tras haber descubierto al hermano Clemente aplastado por la estantería. Pensó que aquello debía de haberlo escrito el mismísimo demonio, y que quizá era él en persona el que había acabado con la vida de su maestro para recuperar su original, olvidando la copia en la mesa. Aterrado, cerró el libro y se prometió no volver a leerlo nunca jamás, por mucho que el deseo de satisfacer su curiosidad volviera a asaltarle.