Steve colgó el teléfono móvil y sintió que las mejillas le ardían como brasas. Aunque le habían preparado para recibir algún día aquella llamada ahora no sabía qué hacer, cómo enfrentarse a la realidad. Sin pararse a pensar, echó a correr por la sala de consulta (algo absolutamente inusual y tremendamente desconsiderado en aquel lugar) y suplicó para que el señor Foster estuviera en la planta de arriba. Al llegar a la misma le recibió la medida y cuidadosa penumbra que el cubo exterior filtraba sobre el cubo interior, en el que se acomodaban casi doscientos mil extraordinarios libros. Afortunadamente el señor Foster estaba en uno de los cuatro pasillos, junto a una urna de resistente cristal que contenía un ejemplar único y maravilloso, de los apenas cincuenta que quedaban en todo el mundo: la Biblia Gutenberg, el primer ejemplar impreso con tipos móviles de la historia.
—Señor Foster… —jadeó Steve.
—Tranquilo, ¿qué sucede para que vengas tan alterado?
Steve tuvo la extraña impresión de que el señor Foster le estaba esperando, que no se encontraba allí por casualidad. Y también lo notó especialmente tranquilo, pese a la urgencia que su irrupción abrupta y precipitada hubiera tenido que producirle.
—¡Dicen que lo han encontrado!
David Foster hizo una ligera mueca, como si fuera a sonreír. Luego pasó su manó lentamente por el cristal superior de la urna que contenía la Biblia Gutenberg. Sus desmesuradas pupilas, acostumbradas a un hábitat en constante penumbra, parecieron encogerse ligeramente.
—¿Sabías que este libro nació gracias a una apuesta?
—Claro, señor Foster —respondió absolutamente desconcertado Steve.
—El pobre de Gutenberg murió completamente arruinado, pero al menos su nombre ha quedado grabado para siempre en los anales de la historia.
—Señor…
David Foster echó a andar sin esperar a que Steve terminara la frase. Como máximo responsable de una sociedad cuya misión más importante era recuperar aquel libro, recibir la noticia de que lo habían vuelto a localizar tenía que ser tomada con suma prudencia. Estaba demasiado en juego. También pudiera tratarse de un engaño, podría ser una burda falsificación o un señuelo, no sería la primera vez. Demostrar que el libro era auténtico suponía correr riesgos de muchísimo calado, por eso era mejor que Steve y otros como él hicieran el trabajo sucio.
—Debemos mantener la calma, Steve. ¿Qué te han dicho exactamente?
—Que ha aparecido en París. Que existe una certeza de que es el original, y que aunque está bastante protegido podemos intentar hacernos con él.
—Bien. Ya conoces el protocolo de actuación. Ahora lo mejor es que vuelvas abajo, realices con discreción el par de llamadas que exige, y sigas con tu trabajo como si nada.
—Perfecto, señor —replicó Steve, tranquilo al fin, tras comprobar que el señor Foster tomaba conciencia de la situación.
David Foster quedó de nuevo a solas, paseando entre la penumbra de aquel edificio que adoraba. Bajo sus pies medio millón de volúmenes esperaban a ser estudiados, clasificados o consultados. Libros maravillosos, únicos, excepcionales. Pero ninguno tan importante para él como del que acababa de hablarle Steve. Desde su cargo de director del departamento de restauración de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Antiguos había tenido acceso a volúmenes y manuscritos increíbles, con información única. Y gracias a ellos, o por su culpa, había llegado a ser como hoy era. Y así un día, casi por casualidad, acabó en sus manos aquel libro mágico y casi ficticio, aquel libro que muchos (la mayoría) pensaban que se trataba de una quimera.
Decidió salir a la calle para que le diera un poco el fresco del aire otoñal que el Atlántico empujaba sobre New Haven. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la radiante luz que se desplegaba sobre el campus de la Universidad de Yale, una de las más reputadas y prestigiosas del mundo. Desde fuera pudo contemplar el maravilloso edificio en el que trabajaba: un rectángulo con cuatro hermosas fachadas sin ventanas, conformadas por una cuadrícula de hormigón, a modo de colmena, que servía para tensar finas láminas de granito y mármol. Era ese material el que permitía que sólo un ápice de la luz de fuera penetrara en el interior, ayudando a la conservación de los libros y creando un ambiente mágico para el estudio y la consulta. Además de estudiantes, miles de eruditos e investigadores acudían cada año a Yale sólo con la intención de visitar la Biblioteca, y él, en cierto modo, se enorgullecía por ello.
David Foster nunca se había arrepentido de haber abandonado San Francisco, al otro lado del país, son su clima cálido y su ambiente liberal, para acabar con sus huesos en la menos hospitalaria costa este. Su fascinación por los libros venía de muy lejos, desde que su abuelo le regalara un pergamino original del siglo III engastado en madera y le dijera: «Así eran los libros en la antigüedad. El formato que ahora conoces es, relativamente, reciente». Era un ejemplar convencional en latín que abordaba temas religiosos, pero él aún lo conservaba en su apartamento como el mayor tesoro que jamás hubiera pasado por sus manos.
Entonces recordó que él, al igual que Steve, también debía realizar un par de llamadas con urgencia. Antes de tomar su terminal móvil eligió cuidadosamente a quién llamar en primer lugar y qué era exactamente lo que iba a decirle. Finalmente optó por ser lo más directo y concreto posible. Calculó qué hora sería en Tokio, y comprobó que muy tarde, o muy temprano: la madrugada del día siguiente al que él disfrutaba. Y marcó una larga serie de números.
—¿Eiko?
—¿David? —preguntó una somnolienta voz femenina.
—Sí, soy yo.
—¿Cómo me llamas a estas horas? Estaba completamente dormida.
—Lo siento. He pensado que deberías saberlo. Parece ser que han encontrado el libro, o al menos que existe una pista sólida.
—¿Qué libro exactamente?
—El más importante, el más peligroso para nosotros.
—Al Azif… —musitó ella, casi en un suspiro.
—Sí.