III

Sujetó la mano alicaída de su mujer y la notó aún más fría que de costumbre, más pesada, más ausente. Sharon parecía dormir con una sonrisa en los labios mientras él le sostenía aquella mano delgada y suave, aquella mano cuyo tacto hubiera reconocido con los ojos cerrados entre un millón de manos.

Oyó unos pasos a su espalda y no quiso girarse. Hacía un par de minutos que aquella máquina infernal había comenzado a emitir un pitido agudo y constante. Un pitido infinito. Pero él no deseaba escucharlo, al igual que no deseaba darse la vuelta.

Sintió una mano, otra distinta, aséptica y vacía, sobre su hombro. Sabía que tenía que enfrentarse a los ojos de aquel cirujano experimentado en aquellos trámites, de aquel hombre que a cambio de importantes sumas de dinero había intentado lo que era casi un imposible. Aunque para él la palabra imposible había sido desterrada del diccionario desde su infancia. Huérfano a los cinco años, tuvo que soportar de sus tías y demás familia una lástima piadosa y una rendición preventiva contra las que se reveló con todas sus fuerzas. Hasta conseguir tres carreras, hasta montar su propia empresa, hasta fundar otras tantas, hasta construir un imperio y haberse convertido en uno de los hombres más ricos del Reino Unido y, por ende, del planeta.

Finalmente se dio la vuelta y se encontró con unos ojos azules y amables, casi como los suyos; de un hombre maduro con abundante pelo canoso, casi como él. Se giró sin soltar la mano de Sharon, que poco a poco se iba congelando en el tiempo…

—Lo lamento, hemos hecho todo lo posible —dijo realmente afectado el cirujano.

—Lo sé. Te aseguro que lo sé.

—Ahora es mejor que te vayas a casa a descansar. Es mucho mejor que estar aquí.

Y él sabía que eso era lo que tenía que hacer. Sabía que tenía que soltar aquella mano ya inerte y marcharse a casa. Sabía que tenía que comenzar otra vez de cero, como ya le había sucedido en otras ocasiones. Pero al mismo tiempo pensaba que si soltaba aquella mano sería como abandonar a Sharon, como dejarla morir sin que todavía hubiera muerto de verdad. Pensaba que aún quedaban posibilidades por explorar y que dejar de sujetar la mano de su esposa era aniquilarlas todas de un plumazo. Sin más. Pensaba que aquello era rendirse, y él nunca se rendía, nunca jamás.

—Vamos… —insistió el cirujano, tirándole ligeramente de un brazo, en un ademán familiar y no exento de gran cariño.

Y él soltó finalmente la mano de Sharon, que se escurrió entre sus dedos como una flor recién marchitada. Y sitió que su misma vida se le iba con ella. Y se dejó arrastrar por el cirujano, casi como una marioneta movida por torpes y pesados hilos. Y ya casi estaba cruzando la puerta de la habitación cuando en un arrebato regresó corriendo sobre sus pasos, con los ojos cubiertos de lágrimas, dolor y rabia. Y se tiró de rodillas a los pies de la cama mientras el cirujano contenía a las asustadas enfermeras. Y volvió a coger la mano de su esposa, que yacía sin vida en una confortable cama de uno de los hospitales más lujosos y modernos de Nueva York. Y entonces se dijo, apretando los dientes: «Te juro Sharon que no te abandonaré. Te juro que voy a luchar con todas mis fuerzas. Te juro que esto no va a terminar así. Te juro que Henry Newman no se va a rendir».