Había amenazado lluvia a lo largo de todo el día, y el cielo ya de por sí denso y aplastante de Madrid se había tornado más plomizo, un poquito más irrespirable. Y el dolor de cabeza de Sebastián Madrigal iba en aumento.
«Ojalá rompa a llover de una vez», pensó, mientras apuraba un tazón de leche antes de tomarse otra aspirina, la tercera del día.
Pero quizá aquella cefalea no era provocada por la presión atmosférica, sino por los números de sus cuentas bancarias, que había estado chequeando aquella misma mañana a través de la oficina virtual que su caja de ahorros tenía en Internet. Había calculado que tenía para tres meses de alquiler, cuatro a lo sumo si conseguía meter algún artículo o la redacción de otro anodino catálogo publicitario.
Se asomó al gran ventanal de su salón y pensó que sería una lástima dejar aquel lugar y tener que mudarse a vivir con algún amigo misericordioso o, peor aún, regresar a casa de sus padres. A sus cerca de cuarenta años no sería un trago de buen gusto, después de haberse marchado con cierto aire de orgullo con apenas veinte.
Abajo, en el patio interior de aquel bloque de apartamentos de alquiler de uno de los mejores barrios residenciales de la capital, un puñado de niños jugaban y animaban a los negros nubarrones con cánticos que le retrotraían a su propia infancia: que llueva, que llueva, la virgen de la cueva…
Entonces sonó el teléfono y salió bruscamente de la ensoñación en la que se había sumergido. Febril acudió a descolgarlo, con la vaga esperanza de que alguna revista le fuera a hacer un encargo de cierta envergadura. Pero al otro lado sonó una voz extraña, precisa, con acento anglosajón:
—¿Hablo con el señor Madrigal?
Creyó que a lo mejor podía tratarse de algún agente internacional en busca de un tema concreto que él hubiera abordado en el pasado, ya que eran tantos y tan variopintos que las posibilidades se multiplicaban casi hasta el infinito.
—Sí, soy yo. ¿Con quién tengo el placer? —respondió, con cierta solemnidad.
—Eso ahora mismo es lo de menos. Lo importante es a quién represento y lo que él pretende de usted.
Aquella respuesta tajante, y hasta un poco engreída, le dejó un poso molesto. Sin lugar a dudas, o el que le llamaba era un fanfarrón o se trataba de un asunto de verdadera relevancia.
—Bueno… Pues, ¿a quién representa y qué pretende de mí? —inquirió Sebastián, con sarcasmo.
Se hizo un profundo y largo silencio al otro lado de la línea, como si la persona con la que hablaba tuviera que meditar muy concienzudamente sus siguientes palabras.
—Deseamos hacerle un encargo. Un encargo importante. Para seguir hablando necesito que me dé su autorización para grabar esta conversación…
Sebastián no entendió nada de aquello. Pese a todo, su ansiedad iba en aumento, y del dolor de cabeza que le acuciaba no quedaba ya el menor rastro. No era la primera vez que le pedían permiso para grabar una conversación, pero en las anteriores ocasiones se había tratado de su banco o de su compañía de teléfono. Ahora todo era distinto, y no tenía la menor idea de qué razones había para tomar tantas precauciones. Aunque, bien mirado, podía en verdad ser un trabajo como el que estaba esperando. Por eso no se atrevió a dar por zanjada la conversación y, tras unos instantes de vacilación, animó a seguir a su interlocutor.
—Está bien, reconozco que ha despertado mi curiosidad…
—Perfecto. ¿Se llama usted Sebastián Madrigal?
—Correcto.
—Limítese a contestar sí o no, por favor. ¿Se llama usted Sebastián Madrigal? —le interrogó nuevamente el desconocido.
Aquel hombre frío y metódico, casi como un robot, estaba empezando a molestar en demasía a Sebastián.
—Sí —respondió, lacónico.
—¿Es usted periodista freelance de profesión?
Aquello de freelance quedaba muy bien, aunque en su caso significaba que debido a su mal carácter y alto individualismo había perdido todos los trabajos con nómina de los que había dispuesto, ya fuera como jefe de local en un pequeño diario de provincias o como jefe de redacción de una prestigiosa y muy bien vendida revista nacional de ciencia.
—Sí.
—¿Admite que sea grabada esta conversación y que sus respuestas sean registradas y almacenadas, dándoles carácter de contrato entre ambas partes?
Si era un medio de prensa quien se estaba dirigiendo a él, desde luego era uno muy, pero que muy rarito. Por su imaginación comenzó a circular la idea de que se tratara de la CIA o del MI6, aunque prefirió descartar tal posibilidad. Quería un trabajo, pero nunca de espía.
—Sí.
—Toda la información que reciba en adelante será absolutamente confidencial. Caso de quedar demostrado que usted la haya transmitido a terceros asumirá una indemnización por daños y perjuicios de seis millones de libras esterlinas. Como compensación, le serán ingresados en la cuenta que nos indique a fondo perdido cincuenta mil libras esterlinas. Para dirimir cualquier litigio las partes se acogerán a los juzgados de Londres y a la ley inglesa. ¿Está de acuerdo con todo lo anteriormente dicho?
Aquel hombre acababa de darle mucha información, aunque a Sebastián se le habían quedado grabadas especialmente dos cifras: seis millones y cincuenta mil. Una le llevaría a la ruina cuando no a la cárcel, la otra le permitiría vivir un año sin agobios. Un año entero sólo por contestar sí. No podía llegar a imaginarse qué narices le iban a proponer, pero ya estaba convencido de que no era algo normal, de que iba a ser algo realmente excepcional. Por un instante fugaz se imaginó en el sofá de su casa con cincuenta mil libras esterlinas sobre la mesa. Y sonrió.
—Sí.
—Perfecto.
A Sebastián ese perfecto le sonó muy extraño, como una mezcla de todo ha salido bien con un poco de ya lo tenemos pillado.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó, realmente intrigado.
—Ahora ya somos compañeros, señor Madrigal. Ahora ya trabajamos para la misma persona —respondió aquel hombre con medida satisfacción.
Y al escuchar aquellas palabras Sebastián tuvo la impresión de haber dado un paso definitivo en su vida, tuvo la certeza de que todo iba a cambiar de una manera drástica.
—Y entonces ya puede decirme lo importante: a quién representa y qué es lo que él pretende de mí… —dijo, con cierto cinismo.
—Sí. Trabajo para Henry Newman, un multimillonario afincado a las afueras de Londres. Él cree que puede ayudarle en una complicada misión para la que hace falta una persona muy especial, una persona sin prejuicios de ningún tipo.
—¿Y de qué trata esa misión? —inquirió Sebastián, ansioso.
—Tiene que ver con un reciente artículo suyo.
—Bueno… Recientemente supone mucho trabajo —mintió petulante—. Podría tratarse de cualquier cosa: traficantes de uranio en Asia, Premios Nobel y sus aficiones ocultas…
—Es algo mucho menos… convencional.
—No le entiendo.
—Señor Madrigal, lo que desea el señor Newman de usted es que encuentre un libro que para él es de suma importancia. Un libro acerca de cual usted ha estado investigando no hace mucho.
—¿Un libro? —inquirió, aún a riesgo de defraudar a su interlocutor, realmente despistado.
—La misión que tiene para usted es que localice y le entregue el famoso Necronomicon, El Libro de los Nombres Muertos.