I

El monje estaba totalmente inclinado sobre la mesa. La tenue luz de una vela apenas le permitía leer el grueso manuscrito que tenía que traducir. Las instrucciones habían sido claras: «ha de estar listo antes de que octubre llegue a su fin». Por lo tanto, sólo le quedaban las horas de aquella noche otoñal para terminarlo.

Más allá de los gruesos muros de piedra del monasterio una lluvia suave y pertinaz humedecía la tierra, que desprendía un agradable aroma. El sonido rítmico del agua al caer le hacía más amena su labor. Pese a todo, estaba aterrorizado con el contenido de aquel libro. Nunca antes había leído algo así. Normalmente traducía casi sin prestar atención, de una forma mecánica, y sólo en algunos momentos se entretenía en algún pasaje curioso. Pero en esta ocasión le había resultado imposible. De hecho, temía le criticaran porque la letra en más de una ocasión no había tenido el pulso firme y decidido que en él era costumbre.

De súbito, un relámpago le sobresaltó. Aunque estaba solo en el Scriptorium, tenía la extraña sensación de que alguien le acompañaba. Mejor dicho, tenía la seguridad de que algo le observaba. Varias veces se había girado con rapidez, pero a su espalda sólo había, separada apenas por unos metros, una alta estantería de madera atiborrada de libros.

Volvió a mojar su pluma en el tintero y regresó a su ardua tarea. No sabía cómo un libro de aquellas características podía llegar a un monasterio y recibir el encargo de ser traducido. El manuscrito tenía unas tapas de cuero cuidadosamente trabajadas, con pedrería y piezas de oro incrustadas en el lomo. Uno sentía un sencillo placer al cogerlo, como si el artesano que las hubiera elaborado lo hubiera hecho con el fin de proporcionar el mayor de los regocijos al sentido del tacto.

«Es un ejemplar único, tienes que tratarlo con sumo cuidado», le habían repetido hasta la saciedad. No era en absoluto habitual que le reiterasen las cosas, ya que él siempre había sido en extremo cuidadoso, y por eso desde el principio no se había sentido cómodo con aquel encargo.

Aunque se notaba agotado, y ya el peso de los párpados se le hacía insostenible, apretó los dientes para en un último esfuerzo terminar de traducir aquellas pocas páginas que le restaban.

Quizá arrastrado por el abotargamiento y por el cansancio, empezó a escuchar un leve sonido, suave e incómodo a la vez. Conforme se iba aproximando al final del libro el sonido iba cobrando fuerza y nitidez. Era como el zumbido de los insectos: como una mezcla de grillos, chicharras y langostas. E iba en aumento.

La pluma comenzó a deslizarse con dificultad, y el monje notó que el aire le faltaba. Curiosamente, al mismo tiempo su mente estaba clara, incluso iluminada, abierta como nunca a toda clase de experiencia y conocimiento. Cuando llegó a la última línea sus manos se retorcieron sobre sí mismas con brusquedad, y aquel zumbido que se colaba por las rendijas entre las piedras se hizo insoportable.

Ante sus ojos, el hermoso libro que acababa de traducir empezó a arder, y en apenas unos segundos se convirtió en fina ceniza que se dispersó por la mesa y el suelo, sin que sus torpes y atrofiadas manos pudieran hacer nada por evitarlo.

El monje, aterrorizado, de repente comprendió. La claridad de ideas fue entonces descomunal, y entendió que mientras conservara el poco juicio que le restaba tenía que afrontar una dura decisión. Se giró sobre sí mismo y encaró la alta estantería de madera repleta de libros que le había dado cobijo durante años, y en un arrebato de fuerza y locura se la tiró encima.