III

LA CIUDAD

Era dorada y espléndida

Aquella ciudad de la luz;

Una visión suspendida

En los abismos de la noche;

Una región de prodigios y gloria, cuyos templos

Eran de mármol blanco.

Recuerdo la época

En que apareció ante mis ojos;

Eran los tiempos salvajes e irracionales,

Los días de las mentes embrutecidas

En los que el Invierno, con su mortaja blanca y lívida,

Avanzaba lentamente torturando y destruyendo.

Más hermosa que Zión

Resplandecía en el cielo

Cuando los rayos de Orión

Nublaron mis ojos,

Y me sumieron en un sueño lleno de oscuros recuerdos

De vivencias olvidadas y remotas.

Sus mansiones eran majestuosas,

Decoradas con bellas esculturas

Que se erguían con nobleza

En magníficas terrazas,

Y los jardines eran fragantes y soleados,

Y en ellos florecían extrañas maravillas.

Me fascinaban sus avenidas

Con sus perspectivas sublimes;

Las elevadas arcadas me confirmaban

Que una vez, en otro tiempo,

Había vagado en éxtasis bajo su sombra,

En el benigno clima de Halcyón.

En la plaza central se alineaba

Una hilera de estatuas;

Hombres solemnes de largas barbas

Que habían sido poderosos en su día…

Pero una estaba rota y mutilada,

Y su rostro barbado había sido destrozado.

En aquella ciudad esplendorosa

No vi a ningún mortal,

Pero mi imaginación, indulgente

Con las leyes de la memoria,

Se demoró largo tiempo contemplando aquellas figuras

De la plaza, cuyos pétreos rostros observó con temor.

Avivé el débil rescoldo

Que aún permanecía encendido en mi espíritu,

Y me esforcé por recordar

Los eones de pasado;

Por atravesar libremente el infinito,

Y poder visitar el insondable pasado.

Entonces la horrible advertencia

Cayó sobre mi alma

Como el ominoso amanecer

Que asciende en su roja aureola,

Y huí, lleno de pánico, antes de que los terrores

Ya olvidados y desaparecidos me fueran revelados.