Me quedé sentada en el coche delante de la oficina del sheriff pensando en palancas desmontadoras. Como sucede con muchas armas homicidas, la humilde palanca es una herramienta que utilizan tanto hombres como mujeres y fácil de obtener. Muchísima gente tiene palancas de este tipo. No serán tan comunes como los cuchillos de cocina, pero son baratas, están a mano, constan de una pieza y nadie se extraña de que las tengamos. No se necesita un permiso especial para comprarlas ni hay que esperar tres días para que el ferretero compruebe nuestros antecedentes.
Había visto una palanca desmontadora la semana anterior. Sabía que sólo era una entre un millón, y había pocas probabilidades de que hubiera visto la misma con que habían golpeado a Mofletes en la cabeza. Aun así, me parecía un buen ejercicio mental. ¿Dónde había visto herramientas? En la casa de tapizados para automóvil de Comen McPhee, en el garaje donde el viejo McPhee se sentaba a fumar y en el cobertizo donde Dolan había encontrado el Mustang. También en el garaje de la casa de Cornell, donde me lo encontré construyendo una casita para el perro de sus hijas. La cuestión era si valía la pena visitar de nuevo esos lugares. Podía ser una pérdida de tiempo, pero no tenía nada mejor que hacer. Mientras el agente Lassiter y los ayudantes peinaban los alrededores de Tuley-Belle, el asesino podía haber lavado los restos de sangre y sesos del arma homicida y haberla devuelto a su sitio. Así que encontrada no serviría de nada, y no encontrarla tampoco. Qué tontería, ¿verdad? Decidí probar con algo más productivo.
Puse el coche en marcha y volví al Vista Marina. Quería llamar a Felicia para saber cómo estaba. También quería saber cómo iba a organizar el entierro de Mofletes. La luz del contestador parpadeaba. Marqué el 6 y oí un mensaje que decía que el teniente Dolan había llamado a las diez. Eran sólo las diez y veinte, así que esperaba pillarlo antes de que volviera a salir de casa. Contestó al primer timbrazo.
—Hola, teniente, soy Kinsey. ¿Qué tal?
—Muy bien. Siento mucho no haber estado aquí cuando llamaste antes.
—No importa, aunque, con tanto telefonazo para aquí y para allá, yo creo que no hace falta que venga Stacey. Tengo la impresión de que hablo mucho más con ustedes ahora que antes de que se marcharan.
—No se lo digas a él. Arde en deseos de volver al trabajo.
—¿Y qué hay de nuevo?
—No mucho. Estamos cansados y aburridos. Espera. Aquí llega Stacey. Quiere decirte algo. Le pasó el auricular a Stacey y durante un rato intercambiamos saludos y preguntas, como si no hubiéramos hablado en varios días. Luego dijo:
He estado pensando en el tal Baum y no paro de torturarme al recordar la conversación que tuvimos. Me lio y me marché sin preguntarle nada. Parece lógico creer que la mató alguien a quien la muchacha conocía, así que ampliemos la búsqueda. ¿Puedes encargarte de eso?
—Claro. Deme la dirección de su establecimiento y le haré una visita.
Antes de salir hacia Blythe llamé a la hermana de Mofletes. Parecía encontrarse mejor; apagada, pero no deshecha en llanto. Tramitar el papeleo que siempre se genera cuando alguien muere le sentaría como una terapia. Se oía un murmullo de voces al fondo.
—¿Hay gente contigo?
—Amigos. Todo el mundo se ha portado muy bien. Una prima se quedó en casa anoche y otra llegará pronto de Phoenix.
—¿Habrá servicio religioso?
—El viernes. Haré que lo incineren en cuanto el forense lo permita, pero la gente se acercará por aquí esta tarde, lo digo por si quieres venir. El servicio del viernes será modesto, pero he pensado que debía hacer algo. El pastor me ha comentado que será «una exaltación de su vida», pero a mí no me parece justo con todo el tiempo que pasó en la cárcel.
—Tú decides —dije—. ¿A qué hora será?
—Entre las cinco y las ocho. Me han dejado una cafetera grande y hay toneladas de comida.
—Estaré ahí hacia las siete. ¿Quieres que lleve algo?
—No, por favor. En serio. Tengo mucho más de lo que necesito —agradeció—. Si ves a algún conocido suyo, dile que también está invitado. Creo que le habría gustado esto de que la gente se movilice por él.
—Seguro.
Coches Usados Franks era igual que todas las tiendas de coches usados que había visto en mi vida. El establecimiento estaba en un antiguo taller de reparación y el salón de muestras se había instalado en lo que antes había sido un área de servicio. En la calle había un surtido de coches deslumbrantes con frases escritas con pintura blanca en los parabrisas. Casi todos estaban inmaculados y relucían tanto que me alegré de haber dejado el coche de Dolan en la otra manzana.
George Baum era el único vendedor. Lo sorprendí sentado ante la mesa de su despacho, comiéndose un sándwich de atún y utilizando como plato el envoltorio de papel encerado. Me dolió interrumpido mientras comía (a mí me saca de quicio), pero parecía no importarle volver a los negocios. Me senté en la silla de los clientes mientras envolvía medio sándwich con el papel de cera y lo guardaba en una bolsa marrón que se había llevado de casa. Vi un bulto como de manzana y supuse que también contendría galletas o algún bollo.
En la mesa había un portarretratos de plata: George, Gansita (que todavía parecía exultante de vida), y tres varones adolescentes de estatura escalonada, con chaqueta y corbata. La foto era reciente, a juzgar por el corte de pelo y de la ropa. Aunque debía de haber cumplido ya los treinta y cinco años, George presentaba un aspecto hinchado, y llevaba un traje marrón demasiado grande para armonizar con el tamaño de la cabeza. Stacey no se había equivocado acerca de sus dientes; todos alineados, simétricos y de un blanco de nácar. Llevaba el pelo corto y su aftershave olía fresco y fuerte.
Me presenté y vi que su entusiasmo desaparecía cuando comprendió que había acudido en busca de información.
—¿El local es de su suegro? No sabía que trabajara para él.
—¿Conoce a Chester?
—No, pero me dijeron que estaba usted casado con Gansita Franks y he sumado dos y dos.
—¿Qué la trae por aquí? Ya hablé de Charisse Quinn con otra persona.
—Con mi compañero, el agente Oliphant. Es quien me ha pedido que hablara con usted otra vez.
—¿De qué?
—Necesitamos el nombre de los chicos que se relacionaron con ella. «Relacionarse» significa follársela, para que sepa de qué estoy hablando.
Sonrió con incomodidad.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué?
—¿Por qué me pregunta a mí? ¿Por qué no va al instituto y busca los nombres en el anuario? La lista sería la misma.
—Podría —contesté—, pero prefiero que me los diga usted. Y puede omitir a… ¿Cómo se llamaba? Toby Hecht. Cornell dice que nadie sabe nada de él desde hace años.
—Porque está muerto. Cayó en Vietnam.
—Lo siento. ¿A quién más mencionaría usted?
George negó con la cabeza.
—No entiendo el motivo. Puede que unos cuantos compañeros de clase tuvieran relaciones sexuales con ella. Pero ¿qué relación hay entre eso y la vida que lleven ahora y dónde estén?
—No me preocupa dónde estén. Me preocupa Charisse. La mataron. Por eso han venido a hablar con usted.
—Eso lo entiendo. Naturalmente que sí. Y si creyera que alguno era capaz de matar, se lo diría.
—Permítame decirle algo, George. La persona que la mató ha reincidido con Mofletes Clifton. ¿Quiere saber por qué? Mofletes sabía algo que no debería haber sabido. No estoy segura de qué, pero le ha costado la vida. Si sigue callado, puede que corra usted peligro, y no es una actitud inteligente, sobre todo si el único motivo es proteger a un puñado de estudiantillos calientes.
—Muchos de esos «estudiantillos» son clientes de la casa. Hablando con franqueza, no es que no quiera cooperar, es que no me gusta que me confundan con ellos.
Lo miré fascinada, porque había empezado a sudar. Nunca había visto algo así, un hombre que se ponía a sudar mientras hablaba.
—Muy bien —admití—. Probemos lo siguiente. Hablemos sólo de usted. ¿Estuvo usted con ella?
—Gansita me habría matado.
—¿Nunca se acostó con Charisse?
—Prefiero no contestar.
—Lo que significa que sí.
Sacó un pañuelo y se secó el reguero de sudor que le caía por la mejilla.
—¿George?
—Vale, sí, pero que quede entre nosotros. Si se supiera, mi matrimonio se iría a pique. Gansita cree que yo era virgen. Le dije que ella era la primera. No tragaba a Charisse. Todas las chicas la odiaban.
—Soy toda oídos.
—Yo era un poco soso. Ya sabe…, educado, serio e inexperto. Fingía ser un entendido. Los chicos hablaban de sexo y yo hacía como si supiera de qué hablaban, aunque no tenía la menor idea. Entonces apareció Charisse; fue muy amable conmigo. Lo digo con sinceridad; así que cuando se ofreció, ya sabe, pues me planteé, qué coño, no le va a hacer daño a nadie. Me sentí mejor conmigo mismo después, mucho más seguro.
—¿Cuántas veces?
—Tres. Gansita y yo salíamos desde que éramos niños. Sabía que nos casaríamos y que entonces ya no tendría la oportunidad de estar con nadie más. No quería pasarme toda la vida habiendo conocido a una sola mujer.
—¿Y después?
—No lamenté haberlo hecho, pero me daba miedo que Gansita lo descubriera. Su padre ya me había ofrecido trabajo.
—Daría usted un suspiro de alivio cuando Charisse desapareció.
—Bueno, oiga, pues sí. Eso lo admito, pero muchos otros también, incluyendo a Don Limpio.
—¿Don Limpio? —pregunté sonriendo.
—Sí. Cornell. Lo llamábamos así porque trabajaba con su padre y siempre tenía las manos sucias. Se las frotaba con lejía, pero no le servía de nada.
Mi sonrisa se desvaneció; lo interrumpí cuando me di cuenta de lo que acababa de revelar.
—¿Cornell se tiraba a Charisse?
—Claro. Justine se reservaba para la noche de bodas. Había salido de la nada. Me refiero a que su familia se fue a la mierda…
—Todo eso ya lo sé —dije.
—Para Justine, Cornell era la respuesta a sus plegarias. No quería irse a la cama con él antes de casarse.
Medité lo que había dicho.
—Alguien me ha comentado que Charisse le echaba los tejos a Cornell.
—Ya lo creo. Y tenía celos de Justine. En comparación con la vida que llevaba, la de Justine parecía mejor, así que se volvió competitiva.
—¿Y Justine lo supo?
—Qué va, qué va. Charisse no era tan tonta. Después de todo, vivía en casa de Justine. No iba a dar motivos para que la echaran a la calle.
—Lo que usted viene a decirme es que Cornell corrió el mismo riesgo que usted.
—Mucho. Incluso más. Era el héroe de todo el mundo: en clase, en los deportes, en la administración del instituto, en todas partes. Todos lo admirábamos.
—¿Quién más lo supo, aparte de usted?
—Adrianne. Se dio de bruces con ellos en Tuley-Belle. Así fue como lo averiguó.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Porque me lo contó ella.
—¿Por qué? ¿Eran muy amigos?
—No, no mucho. Estábamos en el mismo grupo de la iglesia. Fuimos a un retiro espiritual de fin de semana y vi que algo la preocupaba. Le pregunté y me lo contó. Tenía intención de hablar con el pastor, pero le aconsejé que no lo hiciera. Le dije que salvar el alma de Cornell no era misión suya. Ya era mayorcito y podía arreglárselas solo.
Llegué a casa de Felicia, en Creosote, a las siete en punto de aquel miércoles por la noche. Los coches estaban aparcados a intervalos en la oscura calle. No me veía capaz de aparcar en paralelo el tanque de Dolan, de modo que dejé el vehículo en la esquina y volví andando. La furgoneta blanca de Cornell estaba delante de la casa, detrás del Ford oscuro de Justine. La luna parecía la corteza de una rebanada de melón. El ambiente era seco y frío. Entre los árboles soplaba el viento de costumbre, agitando las hojas de las palmeras, que susurraban como ratas colándose entre la hiedra. Todas las luces de la casa estaban encendidas. A pesar de haberme dicho que no, le llevaba un pastel de chocolate en una caja rosa de pastelería.
Una vecina abrió la puerta y se presentó mientras se hacía cargo del pastel, que luego se llevó a la cocina. Me quedé un momento inspeccionando la habitación. Conté ocho ramos de flores, la mitad de lirios de Pascua que habían sobrado. Felicia había atenuado la luz y encendido velas para iluminar las habitaciones. El efecto era bonito, pero el aire se había calentado y era sofocante. Supongo que la reunión podía llamarse velatorio, aunque allí no había ningún difunto. Puede que «visita de pésame» fuera el término más apropiado.
Como al comienzo de la investigación había pensado sólo en lo más práctico, no había creído necesario meter en el petate mi famoso vestido multiuso. Es un vestido negro de manga larga que viene que ni pintado para tales ocasiones, pero ¿cómo iba a saberlo? Como a tacaña no me gana nadie, aquel mismo día me había metido en una tienda Goodwill de artículos usados y había encontrado unos pantalones anchos muy prácticos, de lana negra, y una chaquetilla negra de otro tejido. También había comprado unos zapatos planos de segunda mano y unos pantis (nuevos). Mi bolso era marrón, un descuido imperdonable si teníamos en cuenta mi indumentaria, pero no podía hacer nada al respecto. Había tenido mejor aspecto en otras épocas, pero también lo había tenido peor.
No podía saber cuánta gente había llegado y se había ido antes de que yo apareciera, pero los dolientes que vi eran vergonzosamente pocos. Y tampoco debería llamarlos «dolientes», porque en vez de dolerse se dedicaban a hablar, a fisgonear y a comer gratis. Saltaba a la vista que algunos eran parientes de Mofletes. Y saltaba a la vista porque todos parecían ligeramente sorprendidos de que no lo hubieran matado a tiros en un atraco a mano armada. Descubrí a Cornell hablando con Adrianne, pero los dos desviaron la mirada y me dio la impresión de que no tenían ganas de hablar conmigo. No vi a Justine y a los demás no los conocía, exceptuando a Felicia, que estaba en la cocina hablando con un tipo al que no había visto nunca. Esperaba encontrar a George Baum; le había dado las señas antes de salir de su establecimiento. Puede que no quisiera cruzarse con Cornell después de haberlo delatado.
Como sólo conocía a personas que no querían hablar conmigo, me acerqué a la mesa de la comida, que estaba al fondo de la habitación. Felicia no había exagerado al hablar de las copiosas cantidades de comida que había llevado la gente. Estaban todos los guisos conocidos por el ser humano, había fuentes con fiambres, galletas saladas y quesos, patatas fritas y frituras para mojar en diferentes salsas, además de un surtido de pasteles, tartas y pastas de té. Había una ponchera de gran tamaño llena de un líquido carmesí que se parecía sospechosamente al ponche hawaiano. Y una solitaria botella de vino californiano blanco. Desenrosqué el tapón, llené un vaso de plástico hasta el borde y tomé un sorbo para que no pareciera que acaparaba más de lo que me correspondía.
Me moví entre la gente con la esperanza de acorralar a Adrianne para poder charlar con ella. Vi que Cornell salía al jardín a fumar, así que no tendría que preocuparme por él. Me dirigí a la cocina. Felicia me alargó una bandeja de galletas caseras. Le di un apretón en el brazo y pregunté:
—¿Qué tal estás?
Llevaba el pelo recogido.
—Por ahora bien. Lo peor vendrá cuando todo el mundo se haya ido. Me reuniré contigo enseguida. Ahora vaya seguir con esto.
—¿Has visto a Adrianne?
—Ha salido por ahí —dijo—. Cedric te habría dado las gracias por venir.
—No quería faltar —dije, y se alejó.
Dejé el vaso de vino en la encimera y abrí el cancel de la cocina. Adrianne estaba en el porche trasero sentada en el escalón superior. Me senté a su lado y dejé el bolso en medio de las dos.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Es sólo que todo esto me deprime.
—Tengo que hacerte una pregunta.
—Por Dios, ¿quieres dejarlo de una vez? No es el momento más indicado.
—Puedes hablar conmigo o hacerla con la policía. Elige.
—Ay, mierda. ¿Qué quieres? Estoy harta de esta historia.
—Y yo también. Por desgracia, no se ha acabado.
—En lo que a mí respecta, sí. Así que pregunta y acabemos de una vez. Estoy a punto de irme a casa.
—¿Sabías que Cornell estuvo tonteando con Charisse?
Me miró con dureza y luego apartó los ojos. Se quedó callada un rato, pero decidí esperar. Finalmente dijo:
—Al principio no.
—¿Y luego?
—¿De verdad hay que hablar de esto? Sucedió hace dieciocho años.
—Me he enterado de que fuiste a Tuley-Belle y los viste allí.
—Gracias, George Baum. Si sabías la respuesta, ¿por qué lo has preguntado?
—Porque quería oírtelo decir a ti. Vamos. Cuéntame qué pasó y ya está. Como has dicho, sucedió hace muchos años, de modo que ¿qué más da?
—¡Ah, por el amor de Dios! —exclamó con cara de asco—. Muchos íbamos por allí. Jugábamos al tesoro escondido y a otras tonterías. Aquel viernes por la noche jugábamos al escondite. Cornell y Charisse estaban en una habitación del primer piso. Yo entré corriendo, buscando un sitio para esconderme, y me los encontré. Me quedé horrorizada, y él también. —Se calló. Pensé que había terminado, pero prosiguió—: Supongo que era muy ingenua, pero realmente apreciaba a Charisse. No sabía que me utilizaba para pescar a Cornell.
—¿Qué te dijo ella?
—¿Qué iba a decir? Los había pillado en pleno acto. No era de las que se disculpaban por lo que hacía. Le chillé que era una guarra, pero se encogió de hombros. No le importaba mi opinión ni la de nadie. Después de aquello le dije que se alejara de él, pero estaba como poseída. La odié por aquello. Casi destrozó la vida de mi hermano.
—¿Cómo?
Otra pausa.
—Pregúntale a él. Es asunto suyo, no mío.
—Deja que lo imagine —dije—. Le confesó que estaba embarazada. —Guardó silencio otra vez—. ¿Tengo razón?
—Sí. Estaba decidida a casarse con él. Me lo contó a mí antes de hablar con él.
—¿Por qué?
—Porque pensó que la ayudaría. Yo le dije que se lo contara ella misma, pero me amenazó con chivarse a mis padres si no se lo decía.
—¿Lo sabía alguien más?
—No. Estaba segura de que él se casaría con ella para evitar la vergüenza. Una vez casados, sería demasiado tarde para que alguien se entrometiera… Me refiero a Justine, por supuesto.
—¿Y Cornell estaba de acuerdo?
—No tenía elección. Ya sabes lo estrictos que son mis padres, sobre todo mamá. Si lo hubieran sabido, lo habrían obligado a casarse con ella.
—¿Y cuál era el plan?
—No hubo ningún plan. Ella ya lo tenía todo previsto. Se escaparían juntos. Charisse conocía un lugar donde podían conseguir una licencia de matrimonio aunque fueran menores de edad.
—Tu hermano debió de pasarlo muy mal.
—Estaba muy asustado. Le dije que cometía una estupidez. ¿Cómo podía saber con certeza que el niño era suyo? Para salir de aquel lío bastaba con convencer a cinco o seis amigos para que juraran que también ellos se la habían tirado.
—Buena jugada, Adrianne. ¿Se te ocurrió a ti sola?
—En fin, ¿y qué iba a hacer? ¡No podía dejar que destruyera la vida de mi hermano! Además, era verdad. ¿Por qué debía pagar él? Sólo hizo lo mismo que todos. ¿Por qué había de ser algo malo?
—Sí, claro, ya te entiendo. Pero hay un pequeño problema.
—¿Cuál?
—No estaba embarazada.
—Sí, lo estaba.
Negué con la cabeza.
—Leí el informe de la autopsia.
Me miró fijamente, y se llevó la mano a la boca, como si tirasen de ella con cuerdas.
—Dios mío… ¿Se lo inventó?
—Eso parece. Y cuando desapareció, ¿qué pensasteis? ¿Que se había ido voluntariamente para no manchar el buen nombre de Cornell?
—No sabía que mentía. Pensaba que a lo mejor había decidido abortar.
—Para eso tendría que haber estado embarazada. —Se hizo otro largo silencio y volví a insistir—. Cuando te enteraste de que Medora había denunciado la desaparición, ¿no temiste que la encontraran?
—Esperaba que no la encontraran, pero sí, tuve miedo. —Puede que hubiera alguna forma de despistarlos.
—¿A quiénes?
—A los policías que la buscaban.
—No sé adónde quieres llegar.
—Al telefonazo.
Me miró inexpresiva, pero no la conocía tanto como para saber si fingía.
—Alguien llamó a la oficina del sheriff y aseguró que era la madre de Charisse y que esta había vuelto a casa y estaba vivita y coleando —dije—. La oficina del sheriff de Lompoc y la de aquí estaban a punto de relacionar a las dos, a la joven desaparecida y a Juana Nadie. Entonces se produjo la llamada y se abandonó aquella pista.
—Bien, no fui yo. Lo juro. Yo no llamé a nadie.
—No es a mí a quien tienes que convencer. —Me levanté y me sacudí la culera del pantalón—. Hablaremos más tarde.
—Sinceramente, espero que no.
Entré en la cocina, nerviosa y tensa. Pisaba terreno peligroso, pero no podía evitarlo. Aquella gente había estado empollando sus secretos durante demasiado tiempo. Había llegado la hora de abrir de una patada unas cuantas puertas para ver quién se escondía detrás y qué escondía. Me pregunté dónde estaría Cornell la noche que mataron a Mofletes. Valía la pena averiguarlo.
En mi ausencia se habían bebido todo el vino que me había servido. Tiré el vaso vacío a la basura. Ya en el pasillo, me asomé a un dormitorio que sin duda había sido el de Mofletes. Una colcha lisa cubría la cama y la manta y la almohada formaban una bola a los pies. La habitación tenía el encanto de un calabozo. No había cortinas en la ventana y habían bajado la sencilla persiana blanca hasta la mitad. Ni fotos, ni objetos personales. La puerta del armario estaba abierta, y quedaba a la vista un riel vacío. Felicia debía de haber guardado todas sus pertenencias en cajas, y habría llamado a los de Goodwill. Sentí desazón. Dada mi curiosidad innata, esperaba tener una oportunidad para registrar sus cosas. Ni siquiera estaba segura de lo que encontraría, alguna idea de quién era o de por qué había muerto. No era probable que hubiera dejado una nota sobre su última cita, pero a lo mejor había algún indicio de lo que quería hacer con su vida.
—Deprimente —dijo una voz.
Me volví. Justine estaba a mi izquierda y su triste impresión sobre aquel cuarto era idéntica a la mía. Se quedó mirando mi chaqueta.
—¿Qué pasa?
—Nada. Es que tuve una chaqueta igual que esa.
—¿De verdad? Yo la tengo hace años. —Sentí algo de miedo y de mis labios brotó otra mentira—: Oye, ¿qué hacía Cornell el viernes por la noche? Me pareció verlo por el centro del pueblo a eso de las diez.
Me sonrió confusa y como diciendo que no.
—Estaba en casa con las niñas. Yo había salido, preparaba cosas para la iglesia.
—¿No había nadie más en la casa?
—En absoluto. Las niñas estaban con él. Ya te lo he dicho.
—Vaya, qué raro. ¿Seguro que no salió a buscar una película? Habría jurado que era él.
—Imposible. Me fui a eso de las nueve, después de acostar a las niñas. Lo vi recogiendo ropa sucia cuando salí, y cuando llegué, a eso de las doce, se había acostado en el sofá.
—¿La iglesia permanece abierta hasta tan tarde?
—No estuve en la iglesia, sino en casa de Adele, llenando y cerrando sobres. Por eso le tocó a él cuidar de las niñas.
—Pensaba que lo de los sobres fue el sábado, en casa de Edna.
—El sábado lo terminaron. Pero empezamos el viernes por la noche.
No le dije que a Cornell le habría bastado una hora para ir a Creosote, pasar por Tuley-Belle, asestar a Mofletes cuarenta martillazos en la cabeza y volver al pueblo. También podía haberlo hecho ella. Tres horas habrían sido más que suficientes. Traté de recordar lo que había dicho Adele cuando me la encontré pagando la multa de tráfico de su marido. Lo habían multado el viernes porque llegaba tarde al cine, pero no recordaba si Adele había mencionado que iba con su marido o no.
—¿Quieres vino? —pregunté para cambiar de conversación—. Estoy seca. Si te apetece te traigo un vaso.
—No, gracias. No bebo. Ya sé lo que es eso.
—Vuelvo enseguida.
Tropecé con alguien al entrar en la sala de estar.
—Perdón —me disculpé, y al levantar la cabeza vi que era Todd Chilton. No iba de uniforme y tardé un momento en reconocerlo—. Hola, ¿cómo estás? No sabía que hubieras venido. ¿Puedo hablar un momento contigo?
—Claro.
Fuimos a un rincón. Acababan de poner música. Al parecer, habían grabado en una cinta las canciones favoritas del difunto, y la primera era de Chubby Checker. Come on, Baby, let’s do the Twist… Nadie parecía pensar que fuera indecoroso. A mí me vino bien que el ruido ahogara mi conversación con el ayudante del sheriff. Bajó la cabeza y se llevó una mano al oído.
—¿Han encontrado ya el arma homicida? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Hemos buscado hasta las seis y luego no nos ha quedado más remedio que dejarlo. No tiene sentido andar dando vueltas en la oscuridad. El agente Lassiter dijo que llamaría al agente Oliphant mañana por la mañana. Hemos estado fuera todos y hay mucho trámite rutinario pendiente.
—Supongo que el asesinato de Mofletes tiene prioridad.
—Ya lo creo. Esta mañana hemos hecho campaña pidiendo voluntarios. Acabo de hablar con Cornell. Hay mucho desierto y un arma de esas características es fácil de esconder. Hemos rastreado toda la zona entre Tuley-Belle y la autopista y ahora seguiremos por el otro lado. Serás bienvenida si te unes a nosotros. Nos vendría bien la ayuda.
—Gracias. Puede que lo haga.
Chilton se alejó. Busqué a mi alrededor a Cornell. Adrianne reapareció, me miró con desdén y se marchó. Puede que se me hubiera ido la mano con ella. Esperaba que no le contase a su hermano lo que yo sabía, aunque era capaz.
Felicia se me acercó otra vez.
—Están a punto de cortar el pastel de chocolate, por si te interesa. Tiene muy buen aspecto.
—Ahora voy por un trozo. ¿Has visto a Cornell?
Miró a su alrededor.
—Estaba aquí hace un momento. Habrá ido a la cocina. Lo he visto hablando con Adrianne. Puede que se haya marchado a recoger a las niñas. He oído que es un encanto para esas cosas.
—No lo dudo. Gracias.
Me acerqué a la ventana y miré la calle sumida en la oscuridad. El Ford de Justine aún estaba allí, pero la furgoneta de Cornell había desaparecido. Aquello no me gustó. Se había marchado de manera muy brusca. Tal vez fuera cierto que había ido a recoger a las niñas, pero lo que inequívocamente sabía era que la búsqueda del arma estaba llegando a su punto culminante. Salí por la puerta principal; después del calor sofocante de la casa, el aire frío de la noche fue como una bofetada reanimadora. La chaqueta de segunda mano, que a lo mejor había pertenecido a Justine en otra época, era demasiado fina para protegerme del frío. Apreté el bolso y eché a correr hacia el coche de Dolan.
Abrí la portezuela y me puse al volante. Metí la llave en el contacto y la giré. El coche tosió y volvió a dormirse. Lo intenté de nuevo. Nada. Pisé dos veces el acelerador y entonces comprendí que lo único que conseguía era ahogar el motor. Esperé un rato y lo intenté de nuevo. El motor gruñó una y otra vez. Pisé el acelerador y el motor se encendió. Di marcha atrás con un chirrido de ruedas. Puse la calefacción con la esperanza de calentarme un poco. Entre las prisas y el frío, no dejaba de tiritar.
Medio minuto después estaba en la autopista 78, rumbo a Quorum. El tráfico era poco denso a aquellas horas de la noche. Me pareció ver delante la furgoneta de Cornell. Había cuatro coches entre nosotros y tenía que mirar por un lado y por encima de ellos para no perderla de vista. Al llegar a Tuley-Belle, el coche que iba delante de mí redujo la velocidad y comprendí que era por Cornell, que se había detenido. Con el intermitente parpadeando alegremente, la furgoneta dobló a la izquierda en cuanto se lo permitió el tráfico que llegaba de frente.
Reduje la velocidad al llegar a la entrada de la urbanización. Vi desaparecer las luces traseras en la oscuridad. Seguí por la autopista unos cien metros y me detuve en el arcén. Apagué los faros, puse el freno de mano y dejé el coche en punto muerto mientras me debatía conmigo misma. Seguirlo era una locura. Tuley-Belle estaba a un par de kilómetros de la autopista, no sólo aislado, sino lleno de escondrijos que él conocía mucho mejor que yo. Escruté la oscuridad y de pronto vi los faros de la furgoneta detrás de mí. No había ido a la urbanización. Por alguna razón había dado la vuelta y ahora estaba aparcado a un lado del camino, de cara a la autopista. Los faros se apagaron. Momentos después percibí una luz débil. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Enterrar el arma homicida? ¿Cambiarla de sitio? ¿Y por qué correr aquel riesgo? Muy sencillo. Sabía que los agentes del sheriff habían estado y se habían ido. También sabía que volverían a la mañana siguiente para seguir rastreando. Todd Chilton había mencionado la zona donde habían buscado los ayudantes. Suponiendo que el arma se encontrara allí, podría trasladada a una zona ya registrada o llevársela de una zona todavía sin peinar. Pero ¿por qué iba a estar allí la palanca de neumático? ¿Porque no quería tener el maldito trasto escondido cerca de su casa? ¿Porque no le había dado tiempo de deshacerse de ella? Hiciera lo que hiciese, debió de creer que era su última oportunidad.
Quité el plástico que protegía la luz de la puerta y desenrosqué la bombilla. Bajé del coche y cerré la puerta sin hacer ruido. Fui al maletero y lo abrí. No me preocupaba la luz del maletero. La mitad trasera del coche de Dolan no funcionaba, ni siquiera los pilotos. Palpé en la oscuridad hasta que rocé la Smith & Wesson dentro de la funda. Tomé el arma con la sobaquera, bajé la tapa del maletero y volví a la parte delantera del vehículo. Me puse otra vez al volante con la puerta abierta. Busqué en el bolso hasta que encontré el bolígrafo linterna. Lo encendí y lo dejé en el asiento del copiloto, procurando que el haz de luz no rebasara el salpicadero. Era la pistola oficial de Dolan; una 9 mm Parabellum con capacidad para quince cartuchos. Pulsé el botón de expulsión del cargador: estaba lleno. Lo devolví a su sitio de un golpe. Tiré del cerrojo para montar el arma y lo solté, luego comprobé si el seguro estaba echado. Sopesé la pistola, unos ochocientos gramos, grande para una mano como la mía. Pero era una buena arma.
Me quité la cazadora. La sobaquera de Dolan era una correa doble de cuero, con cierre adhesivo, que me ajusté bajo el brazo izquierdo. Volví a ponerme la cazadora, estirando por la parte delantera para disimular el bulto. Mantuve los ojos fijos en el espejo retrovisor y esperé a que por un momento se interrumpiera el tráfico. En cuanto la autopista estuvo despejada en ambos sentidos, tracé una curva abierta y crucé al arcén del otro lado. Avancé por el arcén hasta que encontré un sitio medianamente protegido. Pisé el freno. El coche estaba orientado hacia Creosote, no hacia Quorum, y me encontraba en el mismo lado de la autopista que el camino que conducía a Tuley-Belle. Cornell se hallaba un poco más adelante y a mi derecha, aunque no lo veía desde allí.
Apagué el motor, guardé las llaves del coche en el bolsillo de la cazadora y bajé. No pensaba cometer ninguna locura. No iba a enfrentarme con él ni a detenerlo. Sólo quería averiguar qué hacía; luego volvería al coche y me iría de allí. No obstante, si hubiera habido una cabina telefónica en un radio de siete kilómetros, me habría olvidado del asunto y habría llamado a la oficina del sheriff para que los agentes se entendieran con él.
El desvío hacia la urbanización estaba cerrado con conos de plástico naranja, y un caballete que declaraba toda la zona escenario de un crimen. Pero alguien había apartado los carteles de PROHIBIDO EL PASO y volcado el caballete.
La rebanada de luna favorecía mis planes. El camino estaba oscuro, pero el cielo era de un gris apagado. El paisaje, básicamente arena y gravilla, se fue aclarando conforme me acostumbraba a la oscuridad. Distinguí perfiles: amarantos que parecían balones de playa, larreas mexicanas, cactos bayoneta, yucas y las delgadas ramas de los cercidios. Delante de mí había una luz fija, posiblemente un farol o una linterna grande. Me estaba acercando, pero ya había advertido que las distancias eran engañosas.
Se oían sapos, probablemente venenosos, y ocasionales ululatos de búhos. Sin darme cuenta me puse a recordar con todo detalle la conferencia de Dolan sobre los insectos del desierto de Mojave, en particular la avispa excavadora, una especie del desierto cuya hembra se posa sobre las tarántulas, las paraliza de un aguijonazo, las arrastra hasta un agujero y pone los huevos en su abdomen. Cuando salen del cascarón, las pequeñas larvas comen cualquier cosa hasta la metamorfosis final, momento en que desgarran el abdomen de la araña, meten la cabeza y parte del tórax dentro y devoran todo lo que encuentran. A veces, la tarántula ya ha muerto por entonces. A mí aquello me daba mucho asco. Esta es la naturaleza que estimula la espiritualidad de tanta gente. Seguí andando, evitando recordar la interminable lista de insectos que Dolan había recitado, por ejemplo escorpiones y hormigas rojas. Ocurriera lo que ocurriese, no me sentaría en el suelo.
El camino trazó una ligera curva y de pronto me vi a menos de diez metros de la furgoneta blanca de Cornell; el motor todavía emitía crujidos ocasionales mientras el metal se enfriaba. Detrás de la furgoneta de Cornell estaba el Ford de Justine. Los ojos se me abrieron como platos. Por lo visto, mientras yo trataba de poner en marcha el coche de Dolan, Justine había abandonado la casa y lo había seguido con su coche. Cuando me puse en camino no se me ocurrió mirar atrás para ver si el coche seguía allí. Sin duda había alcanzado la furgoneta, la había adelantado y había dejado la autopista antes que su marido. Ella había despejado el camino de acceso al lugar. Luego había vuelto al Ford y se había adentrado por el camino, todo antes de que yo viera a Cornell salir de la autopista.
Apoyé la mano en el capó de la furgoneta, para no caerme, luego avancé hacia la izquierda utilizando el vehículo como escudo. Oí el golpeteo de una pala. Estaban cavando. ¿Qué harían, enterraban el arma o la desenterraban? Me puse de puntillas. Cornell había dejado la linterna en el suelo. Veía sus sombras deformadas cuando se movían delante del haz luminoso. Discutían, pero no alcanzaba a entender el motivo. Podían haber sido cómplices desde el principio, pero también cabía la posibilidad de que Cornell hubiera cometido el asesinato y ella lo hubiera sabido después. El corazón empezó a latirme con fuerza y una bola de miedo me quemó el pecho, como si tuviera úlcera de estómago. Procuré no desfallecer. A mi izquierda vi dos nopales y un apelotonamiento de artemisas que formaban un parapeto del tamaño de una pequeña tienda de campaña. Al otro lado del camino había un gran arbusto florido rodeado de unas polillas blancas que parecían colibríes. El rumor que producían al aletear se oía en el silencio de la noche como si fuera el zumbido de la hélice de un helicóptero.
Retrocedí al darme cuenta de súbito de que ya no se oía el golpeteo de la pala. Volví a mirar. Cornell estaba de rodillas, con la mano en el agujero. Sacó la palanca y la envolvió en una tela. Los dos se pusieron a llenar el agujero con los pies para borrar las huellas de lo que habían hecho. Justine empuñó la pala y utilizó la cara convexa para allanar la tierra. Se agachó, recogió la linterna y barrió toda la zona con la luz para asegurarse de que no olvidaban nada. Echaron a andar hacia mí.
Giré sobre mis talones, me puse en cuclillas y volví sigilosamente sobre mis pasos con la esperanza de alcanzar la curva antes de que llegaran a la furgoneta. Si se montaban en los vehículos y volvían a la autopista, sus faros revelarían mi presencia como si fuera una liebre deslumbrada. Oí dos portazos. Salí del camino y me escabullí en la oscuridad. Vi un surco en la tierra, una zanja abierta por las escorrentías. Me eché de bruces al suelo, me apoyé en los codos y repté hasta que llegué a la zanja y me metí en ella. Agaché la cabeza y esperé. Sólo se puso en marcha un motor. Esperé a ver el fogonazo de los faros al pasar, pero no vi ninguno. Levanté la cabeza con precaución y vi alejarse rumbo a Tuley-Belle las luces traseras de la furgoneta, Cornell iría en ella y tal vez también Justine. Me puse en pie y eché a correr. Si estaba equivocada y Justine se había quedado de guardia en el Ford, mis problemas se multiplicarían seriamente. Reduje la velocidad al llegar a la curva. El Ford seguía aparcado a un lado del camino, pero no vi ni rastro de Justine.
Me acerqué al vehículo y me asomé por la ventanilla del conductor. La llave colgaba del contacto. Subí y puse el coche en marcha. Quité el freno de mano, mantuve las luces apagadas, tracé una amplia curva y, al igual que ellos, puse rumbo al complejo residencial. Si escondían la palanca en Tuley-Belle, puede que nunca se encontrara.
Cuando vi que me acercaba demasiado, levanté el pie del acelerador y detuve el coche. Apagué el motor, me guardé las llaves del coche en el bolsillo y volví a desconectar la luz de la puerta antes de bajar. Desenfundé la Smith & Wesson. Me salí del camino y avancé hacia la izquierda para aproximarme a la urbanización desde otro ángulo. En terreno accidentado estaba más a cubierto. Los arbustos que arrastraba el viento proyectaban sombras móviles que cambiaban continuamente de perfil. Vi la furgoneta entre dos edificios a medio construir, silenciosos y lúgubres. Vi destellar una luz en el primer piso del edificio más alejado. Me acerqué con precaución, deseando que Cornell también se hubiera dejado las llaves en el vehículo. Si les confiscaba el transporte, les obligaría a recorrer a pie los dos kilómetros y pico que había hasta la autopista. Cuando llegaran, yo ya habría ido y vuelto de Creosote con ayuda. Y ya le explicarían a Todd Chilton qué estaban haciendo allí. No vi movimiento alguno en los alrededores de la furgoneta.
Rodeé el vehículo y vi que la ventanilla del conductor estaba bajada. Miré dentro y descubrí las llaves. Me imaginé cómo abría la portezuela y me sentaba al volante. Giraba la llave, ponía el cambio de marchas en primera, arrancaba y me iba pitando. La verdad es que canté victoria antes de tiempo. Oí un ruido detrás de mí y una vocecita canturreó en mi interior: «Ojo», pero ya era demasiado tarde. Me di la vuelta esperando ver a Cornell, pero era Justine. Con el cabello estropajoso y los ojos helados parecía una bruja surgida de las tinieblas. Cornell debía de haberla dejado de guardia, por si se presentaba un grupo de adolescentes con ganas de celebrar una orgía a mitad de semana. O a lo mejor yo no había sido tan silenciosa como creía. O, dadas las peculiaridades acústicas del desierto, había oído todos mis movimientos y se había limitado a esperar.
Llevaba la pala en la mano. La vi levantar los brazos, alzar la pala por encima de la cabeza como si fuera un hacha. Admiré su fuerza. Lo que hacía no era fácil. La pala pesaba y no me había parecido una mujer con el tórax tan musculoso. No obstante, desde su punto de vista se trataba de una emergencia, de modo que seguramente utilizaba reservas que ni siquiera sabía que tenía.
Como en muchos momentos de crisis que acontecen en la vida, la misma rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos crearon el efecto contrario, o sea, que se presentaron con la cualidad blanda y onírica de los planos a cámara lenta. Como si se tratara de fotografías tomadas con temporizador, los brazos de Justine siguieron levantándose hasta que la pala apuntó al cielo. La vi descender el primer centímetro. Me doblé hacia la izquierda y levanté el brazo derecho, con intención de apuntar y disparar antes de que la pala me alcanzase. Si hubiera empuñado la pala con el hierro de canto, me habría cortado el brazo hasta el hueso. Tal como la empuñaba, el hierro me dio de plano en el antebrazo y la pistola saltó en la oscuridad. Ni siquiera la oí caer al suelo. La pala volvió a caer. Sentí una descarga de dolor en el hombro izquierdo. Era extraño. Había recibido un golpe, pero rebosaba tanta adrenalina que dejé de notar dolor. Me incorporé como pude, con las rodillas doblándoseme, casi desmayada por el impacto.
Vi la pistola a unos metros de distancia. La pala volvió a caer, pero esta vez chocó con el lateral de la furgoneta, con tal fuerza que la herramienta se le escapó de las manos. Me lancé sobre Justine y le di un empujón. Retrocedió, pero se las arregló para no caer. Emitía ruidos guturales y probablemente trataba de reunir fuerzas para llamar a gritos a Cornell. Me apoderé de la pala y la utilicé como una guadaña para golpearle en las espinillas. Dio un grito y cayó al suelo. Cornell llegaba corriendo del edificio, y en el instante en que me descubrió, vi que Justine se ponía de pie y corría hacia la portezuela de la furgoneta. La abrió de un tirón y subió por el lado del conductor gritándole a su marido:
—¡Sube a la furgoneta! ¡Sube a la furgoneta!
Me arrojé al suelo, recuperé la pistola y quité el seguro.
Cornell corrió hacia la parte trasera de la furgoneta mientras su mujer la ponía en marcha. Justine reculó, pisó a fondo el acelerador, dio un volantazo y se alejó. Vi a Cornell apoyarse en el borde, subió de un salto a la caja y dejé de verlo. Me volví y apunté con la pistola, que empuñaba con las dos manos. El cabreo me ayudó mucho. Me dije en voz alta que no debía precipitarme. No había razón para perder la calma. El terreno era llano y aún tardarían en escaparse de mi vista. Apunté y alineé una de las luces traseras del vehículo con el punto de mira y el alza, guiñé un ojo. No me había fijado en la clase de cartuchos que utilizaba Dolan, pero, si no recordaba mal, un proyectil medio de 9 mm de calibre y 6,48 g de peso se mueve a una velocidad iniciar que oscila entre 330 y 560 metros por segundo. Puede que me equivocara, pero no creo que fuera por mucho. Disparé. El retroceso fue como un estornudo, y el cañón saltó hacia arriba y hacia atrás. No di en el blanco, rectifiqué la puntería, disparé de nuevo y oí reventarse un neumático. Cornell se había pegado al suelo de la caja de la furgoneta. Volví a rectificar, disparé otra vez y fallé. Rectifiqué de nuevo y disparé cuatro veces. Cuando me paré, vi que las dos ruedas traseras habían reventado. La furgoneta se salió del camino y se detuvo prácticamente sola. Me acerqué andando, sin prisas, consciente de que tenía cartuchos de sobra para solucionar el problema si Justine y Cornell seguían con ganas de discutir.