Hacía una noche fría y ventosa, pero el trayecto fue tan corto que a la calefacción del coche de Dolan no le dio tiempo de caldear el ambiente. En Quorum apenas había edificios con más de dos plantas, por lo que el pueblo estaba desprotegido y a merced de las ráfagas de aire frío que soplaban del desierto. El cielo se veía provisionalmente negro y la presencia de estrellas no resultaba tan reconfortante como habría cabido esperar. La naturaleza tiene sus pequeños métodos para recordamos lo pequeños y frágiles que somos. Nuestra existencia es transitoria, mientras que la suya proseguirá mucho después de que nuestra pobre carne se haya convertido en polvo.
Aparqué en el camino de entrada. Casi toda la casa permanecía a oscuras y sólo había luz en la sala de estar. Mientras avanzaba por el pequeño tramo de hierba advertí que la entrada delantera estaba abierta. Veía la franja vertical de luz ensancharse y encogerse con el vaivén de la puerta empujada por el viento. Vacilé antes de llamar con los nudillos en el marco de la puerta de tela metálica.
—¿Medora? —Silencio en el interior. Abrí el cancel y metí la cabeza por la abertura—. ¿Medora?
No me gustaba la idea de entrar sin permiso, pero era muy extraño, y más con lo que comenzaba a sospechar tras saber que habían registrado mi habitación. Si alguien había leído mis notas y había visto su nombre, era muy probable que a continuación hubiera ido a la casa. Abrí la puerta del todo y entré. La única luz encendida era una pequeña lámpara de mesa. Medora estaba en el sofá, de espaldas y con las manos cruzadas en el pecho. Me acerqué. Roncaba y toda ella despedía un inconfundible tufo a alcohol metabolizándose. Si se despertaba y me veía allí se llevaría un susto, pero no quería irme sin cerciorarme de que se encontraba bien. En el borde del cenicero había un cigarrillo que se había apagado solo, con unos centímetros de ceniza en la punta. No quedaba hielo en el vaso, lo que significaba que había tenido tiempo de derretirse. Los frascos de pastillas parecían llenos y estaban cerrados. Al menos no se había tomado una sobredosis, aunque sabía que su costumbre de mezclar whisky con analgésicos era peligrosa.
En la casa hacía frío, incluso sentí correr una brisa ligera. Fui a la cocina y encendí la luz. La puerta trasera estaba abierta y por ella se había colado una corriente que había enfriado todas las habitaciones. Levanté la cabeza y agucé el oído, atenta al menor ruido. Sin dar un paso más recorrí el lugar con los ojos. La puerta trasera estaba intacta: no habían astillado la madera, no habían movido ningún marco ni había cristales rotos. Las ventanas estaban cerradas y todos los pestillos echados. Vi las encimeras de la cocina atestadas de latas de comida, cajas de cereales y galletas, paquetes de servilletas, pañuelos de papel, rollos de papel de cocina y productos de limpieza. Medora no había fregado los platos desde hacía una semana, aunque lo único que al parecer comía era cereales y sopa. El cubo de la basura estaba a rebosar, pero, exceptuando el desorden, no parecía que se hubiera tocado nada.
Miré a Medora y sentí un escalofrío al pensar en lo indefensa que estaba. Cualquiera podía entrar, robarle, agredirla o matarla mientras dormía. Si se hubiera incendiado la casa, dudo que se hubiera dado cuenta. Cerré la puerta trasera y eché el cerrojo. Di una vuelta por toda la casa, que se reducía a un pequeño cuarto de baño sucio y dos dormitorios pequeños. Sus peculiares costumbres domésticas impedían saber si había entrado alguien a registrar la casa.
Volví a la sala de estar y me incliné sobre ella.
—Medora, soy Kinsey. ¿Se encuentra bien? —No se movió. Le puse la mano en el brazo e insistí—: Eh.
Nada. La moví con suavidad, pero siguió sin enterarse. Estaba sumergida en las sombrías profundidades del alcohol, adonde no llegaban ni el sonido ni la luz. Volví a zarandearla. Soltó un gruñido, pero siguió dormida. No me parecía conveniente dejarla en aquel estado. Busqué un teléfono y encontré uno de pared en la cocina, al lado de la puerta. Miré en varios cajones hasta que di con el listín telefónico. Localicé el número de Justine y la llamé. Respondió a los cuatro timbrazos.
—¿Justine? Soy Kinsey. Lamento mucho molestarte, pero he pasado por casa de tu madre y he encontrado las dos puertas abiertas. Parece desvanecida. Creo que está bien, pero me cuesta despertarla. ¿Podrías venir? No considero prudente dejarla sola hasta que la veas tú misma.
—Ay, joder, qué cruz. Iré en cuanto pueda.
Colgó bruscamente. No me gustaba fastidiarla, pero así es la vida. Volví al sofá y me senté en la mesa baja del café. Alcancé la mano de Medora y le di unos golpecitos.
—Medora, despierte. ¿Puede despertarse?
Abrió los ojos medio aturdida. Al principio no consiguió enfocar la mirada, pero al final coordinó los dos ojos y miró a su alrededor con aire desorientado.
—Soy yo, Kinsey. ¿Me oye?
Murmuró algo que no pude entender.
—Medora, ¿ha tomado pastillas? Levántese, ¿quiere? —Le pasé un brazo por detrás de la cabeza para sentarla—. Voy a incorporarla, pero necesito su ayuda.
Pareció entenderlo y se apoyó en el codo, lo que me permitió ponerla derecha. Sus ojos se posaron en los míos con aire de confusión.
—¿Qué pasa?
—No lo sé, Medora. Dígamelo usted. Vamos a levantamos y daremos un paseo. ¿Puede?
—¿Para qué? Estoy bien. No me apetece andar.
—Bueno, entonces quédese sentada y hablemos. No quiero que vuelva a dormirse. ¿Qué ha tomado?
—Un descanso.
—Ya sé que se ha tomado un descanso, pero las puertas estaban abiertas y temí por usted. ¿Ha tomado pastillas?
—Antes.
—¿Cuántas? Enséñeme lo que tomó, ¿fueron estas?
—Y las otras.
Miré las etiquetas de los frascos: Valium, Tylenol con codeína, Percocet, Xanax.
—No ha sido buena idea. No debe tomarlas al mismo tiempo, y menos con alcohol. Es peligroso. ¿Se encuentra bien?
—Me las dio el doctor Belker.
—Pero no debería tomarlas cuando bebe. ¿No se lo explicó?
—Entonces no podría tomarlas nunca. Me paso el día bebiendo. —Aclarado aquel punto, sonrió al ver qué cara ponía yo.
Seguimos así un rato, yo preguntando y ella respondiendo con breves frases explicativas. No era una conversación brillante, pero cumplía su objetivo, que era mantenerla en contacto con la realidad. Cuando llegó Justine, un cuarto de hora después, Medora estaba más despierta y había recuperado el dominio de sus actos.
Justine se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de una silla.
—Siento haber tardado tanto, pero estaba esperando a Cornell. Al final llamé a la vecina y se ha quedado en casa con las niñas.
Medora miraba fijamente a Justine, con una mezcla de humildad y vergüenza.
—Yo no le dije que te llamara. Yo no lo habría hecho.
Justine se sentó al lado de su madre y le acarició la mano.
—¿Cuántas veces hemos pasado por esto, madre? No puedes seguir así. Tengo mi propia vida.
—Sólo tomé un trago y un calmante.
—Estoy segura. ¿Cuántas?
—Lo normal.
—No importa. Olvídalo. No debería malgastar palabras. ¿Te encuentras bien?
—Sí. No tendrías que haber dejado a las niñas.
—Kinsey me dijo que las puertas estaban abiertas. ¿A qué viene eso?
—Yo las cerré. De verdad. Me acordé de lo que dijiste.
—Vamos a meterte en la cama. Ya hablaremos después, cuando estés mejor.
—Estoy mejor —replicó medio aturdida mientras Justine la ayudaba a ponerse en pie.
Medora se movió con torpeza.
—¿Necesitas ayuda?
Justine negó con la cabeza, concentrada en conseguir que su madre rodeara la mesita sin chocar con las salientes esquinas, cruzara la habitación y el corto pasillo que llevaba a su dormitorio. Las oí murmurar, Medora disculpándose mientras Justine la metía en la cama. Cinco minutos más tarde volvió Justine frotándose las manos con actitud pensativa.
—Va a peor. No sé qué hacer con ella. ¡Por Dios!, aquí te congelas.
—Ahora hace más calor que antes.
Se acercó al termostato.
—Está apagado. ¿Por qué lo hará? ¿Para ahorrar gas? No me extraña que se ponga enferma. Hace dos meses tuvo una pulmonía.
—Ajustó la temperatura y un segundo después oí el rumor de la caldera al encenderse.
Justine se sentó en el sofá suspirando de irritación.
—No sé cuántas veces habré hablado con ella de esto. Sale a dejar la basura o a recoger el periódico, se le cierra la puerta y ya no puede entrar, y otras veces entra y se olvida de cerrar. Con este viento, las puertas van dando golpes y al final se abren. Ella ni siquiera se entera.
—No creo que sea eso lo que ha ocurrido, pero me ha puesto los pelos de punta. ¿Puedes echar un vistazo para cerciorarte de que no ha desaparecido nada? Imagina que haya entrado alguien.
—¿Quién iba a molestarse? Aquí no hay nada que robar.
—Lo entiendo, pero hay algo en todo esto que no me gusta.
¿Podrías dar una pequeña vuelta por la casa?
—Muy bien. Pero acompáñame. No tardaremos, ya lo verás. —Se inclinó para recoger la botella de whisky que había en la mesa—. Toma.
Me quedé con la botella en las manos y esperé a que recogiera el vaso y los frascos de píldoras.
—Su médico está loco. He discutido con él cientos de veces. Son viejos amigos, así que ella entra detrás de mí y vuelve a convencerlo.
Echó una rápida mirada a la cocina mientras tiraba el whisky por el desagüe. Vació todos los frascos en la basura y las pastillas cayeron rebotando como un puñado de perdigones. Luego tiró la botella.
—Ya me ocuparé de eso más tarde —dijo y señaló el cubo de basura lleno y los platos amontonados en el fregadero—. Aquí parece que todo está normal. Es una pocilga, pero es lo habitual.
La seguí por el cuarto de baño y el otro dormitorio, que debía de haber sido el suyo cuando vivía allí, el mismo que se había visto obligada a compartir con Charisse. Las camas gemelas todavía estaban en su sitio, pero todo alrededor rebosaba de ropa, cajas y objetos en general. Estuve a punto de confesarle mis sospechas sobre la intrusión en mi cuarto del motel, pero lo pensé mejor. No tenía pruebas y no quería parecer una paranoica total. Además, sólo conseguiría que acabara haciéndome preguntas que no quería contestar.
Cuando volvíamos a la sala de estar, dijo:
—He oído lo de Mofletes. Es horrible.
—Las noticias vuelan.
—A estas horas lo sabe todo el mundo.
—¿Quién te lo dijo?
—Me llamó Todd Chilton. Es ayudante…
—Lo conozco. ¿Por qué te llamó?
—Ah, bueno. Se acordaba de que salí con Mofletes y pensó que debía saberlo. Por lo que me contó, fue una barbaridad. Al menos es la impresión que leí entre líneas. Dijo que lo habías deducido tú.
—Otros se habrían dado cuenta tarde o temprano —comenté, pensando en el olor.
La puse al corriente por encima eludiendo lo realmente importante. Era evidente que el agente Lassiter filtraba la información que llegaba al público.
—¿Por qué has venido?
—Quería preguntarle algo a tu madre, nada importante, un detalle secundario, pero sentía curiosidad. La primera vez que hablé con ella comentó que había ido a la policía el mismo día que desapareció Charisse. Pero según la denuncia, tardó una semana. Esperaba que pudiera explicarme esa discrepancia.
—¿No te habló de la nota?
—¿De Charisse? Que yo recuerde, no.
—Lo más probable es que se olvidara. Tiene el cerebro embotado, con toda la porquería que toma. La nota decía que había ido a ver a su madre y que volvería al cabo de tres días. Pensábamos que aparecería, pero pasó una semana y mamá empezó a preocuparse. Entonces fue cuando avisó a la policía.
—¿Tú viste la nota?
—Sí. La dejó en la cama.
—¿Y la letra era la suya?
—Que yo sepa, sí.
—¿La guardó tu madre?
—Lo dudo. ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Puedes preguntárselo, por favor?
—¿Ahora mismo?
—Te lo agradecería.
Salió de la estancia y pasó al dormitorio de su madre. Oí sus insistentes preguntas y la respuesta ahogada de Medora. También, cómo abrían y cerraban cajones. Al poco rato volvió Justine.
—No me lo puedo creer. Dice que guardó la nota porque no quería que los Servicios Sociales le echaran la culpa de la fuga de Charisse. Pensó que, si alguna vez preguntaban, enseñaría la nota para demostrar que Charisse se había ido por voluntad propia.
—Asombroso. Pues es genial. Me gustaría verla.
—Bueno, pues ese es el problema. No recuerda dónde la puso. Creía que estaba en el tocador, pero allí no la he encontrado. Conociéndola, podría estar en cualquier parte. Todo le da igual.
—Podríamos buscarla cuando se levante.
Me miró de soslayo.
—Sí, claro. Mira, tengo que volver con las niñas. Puede que Cornell haya llegado ya, pero por si acaso. Apago las luces y te acompaño al coche. Fuera está muy oscuro.
Esperé mientras ella daba otra vuelta por la casa y comprobaba que la puerta trasera estaba cerrada con llave. Apagó todas las luces menos la del pasillo. Se aseguró de que el pestillo de la puerta principal estaba echado, salió y cerró tras de sí. Sacó las llaves del bolsillo del chaquetón y echó a andar hacia su Ford, que estaba en el camino de entrada, detrás del coche de Dolan.
—¿Os habéis pasado por la oficina del sheriff a que os tomaran las huellas?
—Edna fue el lunes, pero yo no he tenido tiempo. Iré mañana, cuando salga a hacer unos recados.
—¿Y los demás?
—Adrianne dijo que iría a lo largo de la semana.
—¿Y Ruel y Cornell?
—A mí no me mires. No pienso azuzarlos. No es mi trabajo.
—Tienes razón. Gracias de todas formas. Los azuzaré yo.
Regresé al motel con un ojo puesto en el espejo retrovisor. En las anchas calles no había un alma. Los comercios estaban cerrados y la mayoría de las casas a oscuras. Una vez en mi cuarto, me dediqué un rato a comprobar que todo estaba tal y como lo había dejado. La novela seguía boca abajo en la cama, donde la había puesto, y la colcha arrugada por donde la había apartado. La lámpara de la mesilla estaba encendida y daba a la habitación un ambiente acogedor. Los pestillos de las ventanas seguían echados, y aproveché para correr las cortinas. No quería que el hombre del saco me espiara. Después me desnudé y me puse la enorme camiseta que uso para dormir. Me lavé la cara, me cepillé los dientes y me metí en la cama. Pensaba que la paranoia me mantendría despierta, pero como no soy una persona que se deje impresionar fácilmente, me quedé dormida enseguida.
A las dos de la madrugada sonó el teléfono. Busqué el auricular automáticamente y miré la hora mientras me lo acercaba al oído.
—Diga.
—¿Kinsey?
—Qué.
—Soy Iona.
—Bien.
—Frankie quiere hablar contigo.
—¿De qué?
—Mofletes.
—Que se ponga.
—Cara a cara.
Me erguí y encendí la lámpara de la mesilla, que me obligó a cerrar los ojos con fuerza y seguramente me dejó arrugas en la cara para siempre.
—¿Por qué llamas a estas horas de la madrugada? Estoy durmiendo.
—Habría llamado antes, pero acaba de llegar.
—¿De llegar adónde?
—A Quorum. Quiere que te reúnas con nosotros en el restaurante que está abierto toda la noche. ¿Sabes cuál digo? En Main Street. Se llama Chow Hound.
Cerré los ojos.
—No te ofendas, pero no vaya salir a estas horas para hablar con Frankie Miracle, así que olvídalo.
—¿Y si va él adonde estás tú? Llamamos desde una cabina. No nos queda lejos.
—¿Dónde estáis?
—En la esquina.
—¿Por qué llamas tú y no él?
—Tiene miedo de que le digas que no.
Me eché a reír.
—¿Le preocupo yo? Iona, ese tipo es un asesino. Le dio catorce puñaladas a una mujer.
—Pero ya ha pagado su deuda. Ha ido a la cárcel y ahora está fuera.
—Qué disparate. ¿Por qué discuto contigo? Si vais a venir, abriré la ventana y hablaré con él a través de la tela metálica. Es lo más que puedo ofrecer.
—De acuerdo.
Colgué y fui al cuarto de baño a cepillarme los dientes. Aquel motel no era de los que tenían albornoces (joder, por suerte al menos sí había papel higiénico), así que me puse una camiseta de manga larga. Lo pensé un momento y eché mano también de los vaqueros. Cuando terminé de vestirme, vi la luz de unos faros a través de las cortinas. Apagué la lámpara y fui a la ventana; vi la furgoneta blanca de Frankie aparcar a dos puertas de mi habitación. Conducía Iona. Esperó dentro con el motor en marcha, probablemente para mantener el calor, mientras Frankie bajaba por la puerta del copiloto y cerraba dando un portazo. «Bien» me dije. «Despierta a todo el mundo. Así me sentiré más segura».
Observé cómo miraba los números de las puertas hasta dar con la mía. Cuando estuvo cerca, entreabrí la ventana.
—Hola, Frankie.
—Hola. ¿Puedo entrar?
—No.
—Vamos. No puedo quedarme aquí. Hace un frío que pela.
—No necesito un parte meteorológico. Ya sé que hace frío. Si quieres hablar, te escucho, pero empieza ya.
—Está bien —replicó irritado. Guardó silencio mientras se encendía un cigarrillo. A pesar de la débil luz exterior lo veía con claridad: el pelo castaño ondulado, la cara tersa de niño… Volvió la cabeza para mirar a sus espaldas. Parecía incómodo—. Ya me he enterado de lo de Mofletes. Sólo quería que supieras que no he tenido nada que ver.
—Lo celebro.
—¿No te interesa el resto?
—Claro.
—La policía ya ha estado mosconeando a mi alrededor; el teniente Dolan y un amigo suyo. Pensé que mi casero hablaba de ti, pero dijo que era un viejo.
—Stacey Oliphant.
—Ése.
—Son buenos chicos. Y justos. Deberías hablar con ellos.
—No aguanto a los polis. Son unos cerdos. Prefiero hablar contigo.
—¿Por qué? Voy a hacerte exactamente las mismas preguntas que te haría el teniente Dolan.
—Quieres saber dónde estuve el viernes por la noche, ¿no? Pues en Santa Teresa, haciendo mi turno habitual de trabajo. De once a siete. Es la verdad.
—Pensaba que estabas por aquí con Iona.
—¿De dónde sacas eso?
—¿No estabas con ella el jueves por la noche, cuando llamó a Mofletes y habló con él?
—Sí, pero me fui a Santa Teresa el viernes por la mañana en coche.
—¿Te vio alguien del trabajo?
—A las dos y media de la madrugada estoy fregando suelos, no entreteniendo a la tropa. La razón por la que me gusta ese trabajo es que es tranquilo y no hay nadie dándome el coñazo.
—Estabas completamente solo.
—¿A esa hora? Pues claro. ¿Quién iba a rondar por allí? El lugar permanece cerrado.
—No sé. Algún trabajador de la limpieza. Un abogado que se quedara trabajando. Un edificio de ese tamaño es difícil que se quede vacío.
—Para empezar, no hay nadie más encargado de la limpieza. Sólo yo. Y, en segundo lugar, aunque hubiera habido alguien en el edificio, ¿cómo iba a saberlo? Seis plantas son muchas. Mucho suelo que fregar. Si un abogado se queda a trabajar, no hace un alto y se pone a charlar del tiempo con un tipo como yo. En fin. Nadie me vio. Tendrás que aceptar mi palabra de que estuve allí toda la noche.
—¿Y has venido en coche a Quorum para contarme eso?
—Oye, podía haber hecho que Iona me proporcionara una coartada, y ella habría obedecido sin rechistar, pero quería jugar limpio.
—Buen chico. ¿Y qué?
—Iona pensó que a lo mejor podías interceder por mí.
—Vamos, Frankie. No te pases de listo. A nadie le importa una mierda lo que yo piense. Mi opinión no tiene ningún peso. Es como cuando Iona dijo que yo tenía autoridad para hacer un trato con Mofletes. Es ridículo.
—A esos polis les caes bien.
—Seguro que sí, ¿y qué? Mira, ardo en deseos de contar tu historia, pero, créeme, sin una coartada, mi sello de garantía no te servirá.
—¿Pero me crees?
—Digámoslo así: que no mientas es lo que más feliz me haría en el mundo. Y estoy segura de que a la policía también le entusiasmará.
Tiró el cigarrillo y pisó la colilla con el tacón de la bota.
—Lo intentarás, ¿no?
—Llamaré al teniente Dolan mañana. Mientras tanto, si yo estuviera en tu lugar, volvería a Santa Teresa antes de que tu agente de la condicional se entere de lo que está pasando.
—Lo haré. Y gracias.
—De nada.
Cerré la ventana y eché el pestillo antes de que Frankie llegara a la furgoneta. Oí el portazo e Iona dio marcha atrás. Las luces de los faros escribieron una «Z» en las cortinas cuando salió. Cabeceé. Qué infantil era aquel Frankie. ¿Dónde estaba el tío chulo que vi la primera vez? En cuanto a su historia, no sabía si creerla o no. Era un sujeto capaz de mentir a cualquiera con tal de salirse con la suya.
Por la mañana me cambié de habitación. Había demasiadas personas que sabían dónde me alojaba y no me sentía a salvo. Elegí un inofensivo cuarto del primer piso, en mitad de un pasillo lleno de habitaciones. No había máquinas de cubitos de hielo ni máquinas de refrescos. Ni razón alguna para estar allí salvo que te hospedaras en el hotel. En la planta baja podía ser presa fácil de mirones y aficionados a las llaves maestras. Allí arriba, aunque la doncella tuviera mi puerta abierta durante horas, se necesitaría valor para subir las escaleras y fingir que te has perdido. Desde el primer piso veía mucho mejor el aparcamiento. Había dejado el coche de Dolan a un lado, entre otros vehículos, así que no había forma de que me localizaran por él.
A las nueve y cuarto llamé a casa de Dolan. Respondió Stacey. Le expliqué mis sospechas de que habían entrado en mi habitación y leído mis notas. Me aconsejó que me cambiara y le dije que ya lo había hecho. También me contó que Dolan había ido a ver al cardiólogo. Le expliqué lo de la casa de Medora, la nota y la visita de Frankie de madrugada. Me dijo que me anduviera con pies de plomo y le aseguré que lo haría. Entonces preguntó:
—¿Hemos sacado algo en claro con las huellas de los McPhee?
—Nada todavía. Lo último que he sabido es que Edna ha ido, pero los otros cuatro no.
—¿Qué pasa con esa gente? No permitiré que crean que pueden tomarnos tan a la ligera. Vuelve a su casa y amenázalos. Diles que parece muy sospechoso, como si tuvieran algo que ocultar.
—¿Y qué tal está Dolan?
—Bien. Yo diría que bien. Mejor de lo que pensaba.
—¿Cree que funcionará la convivencia?
—El jurado aún está deliberando. Podría ser peor…, aunque, francamente, Con es como un grano en el culo, y gordo como una calabaza. Claro que él opina lo mismo de mí.
—Son ustedes la pareja perfecta —dije—. Mejor que muchos matrimonios que conozco.
—Amén. ¿Qué más se cuenta por ahí?
—No me he enterado de nada nuevo desde que estuve anoche en Tuley-Belle, pero puedo pasar por la oficina del sheriff y hablar con Lassiter.
—Hazlo y me llamas después. He intentado ponerme en contacto con él, pero hasta el momento no he tenido suerte. Mientras tanto, veremos qué podemos averiguar sobre el paradero de Frankie el viernes por la noche.
—Estupendo. Salude a Dolan de mi parte. Los echo mucho de menos.
—Igualmente —dijo Stacey—. Y cuídate mucho.
Subí al coche de Dolan y recorrí las pocas manzanas que me separaban de la oficina del sheriff. Todd Chilton y una auxiliar eran las únicas personas que había por allí. Todd estaba hablando con una de las señoras de la parroquia que había visto en casa de Edna. La mujer andaba por los sesenta años y llevaba un vestido holgado de color verde claro. Acababa de salir de la peluquería y le habían cardado el pelo de una forma tan artística que parecía un diente de león. Puso una multa de aparcamiento sobre el mostrador y esperé educadamente mientras firmaba un cheque y lo arrancaba del talonario. Eché un vistazo al nombre impreso en el cheque: Adele Opdyke.
—¿Qué tal, Adele? Nos conocimos en casa de Edna el sábado. Encantada de volver a verla.
—Yo también. —Me pareció que se ponía nerviosa al darse cuenta de que yo podía ver lo que estaba haciendo—. No vaya a pensar que esta multa es mía. Es de mi marido. Aparcó en doble fila el viernes por la noche cuando fuimos al cine. Siempre hace lo mismo. Le da igual lo que yo le diga.
El ayudante Chilton intervino:
—¿Y por qué las paga usted? Así nunca escarmentará.
—Tienes razón, tienes razón. Soy demasiado buena. Debería dejar que se encargara él. Le haría un favor. —Me miró—. Sé que eres la investigadora privada, pero he olvidado tu nombre. Edna nos contó lo de la tela del edredón.
—Kinsey Millhone —dije—. ¿Terminaron con aquellas cartas?
—A estas horas ya habrán llegado. —Se volvió a Chilton—. ¿Cómo va la investigación? El pobre Cedric tuvo una vida lamentable, ¡y qué final tan terrible!
—Trabajamos a toda máquina haciendo todo lo que podemos. El departamento de policía de Quorum nos ayuda, así que ya ve, en eso estamos.
—Perfecto. —Guardó el talonario en el bolso—. Bueno, he salido a hacer unos recados. Quería liquidar este antes de que se me olvidara. Hasta otra.
En cuanto se fue, dije:
—Estaba buscando al agente Lassiter, pero sospecho que no se encuentra aquí.
—Está en Tuley-Belle. El forense cree que a Mofletes lo mataron con una palanca desmontadora de neumáticos, pero todavía no la hemos encontrado. El agente Lassiter piensa que es posible que aún esté por allí, tirada o enterrada. El agente Oliphant le ha dejado un par de mensajes, pero deberá esperar. Ya sé que le preocupa el asunto de las huellas de los McPhee, pero todo el personal se encuentra en el escenario del crimen, así que aunque la familia viniera no se las podríamos tomar.
—Bueno. Lo primero es lo primero. Le diré a Stacey que ya lo llamaréis más tarde. Le gustará que lo pongáis al día.