No hacía ni diez minutos que había vuelto de la lavandería cuando oí que llamaban a la puerta. Eché un vistazo por la mirilla y vi a Felicia Clifton al otro lado, mirando hacia el aparcamiento. Abrí. El rostro que me miró estaba pálido, desdibujada y sin maquillar. Sus ojos, sin lápiz ni pestañas postizas, eran en realidad más bonitos, aunque no tan grandes ni tan vivos. Llevaba tejanos, camiseta y zapatillas de deporte sin calcetines, como si se hubiera vestido con prisa. Llevaba el cabello rojo recogido en una despeinada cola de caballo.
—Qué sorpresa tan agradable. Pasa.
Entró y alargó una mano para mantener el equilibrio. Al principio pensé que estaba borracha, pero a los pocos segundos me di cuenta de que temblaba y parecía muy afectada.
—Felicia, ¿qué ocurre? ¿Es Mofletes?
Asintió con la cabeza. La empujé levemente a un lado y cerré la puerta mientras le decía:
—Oye, estás a salvo. No te ocurre nada. Tómate el tiempo que necesites.
Se desplomó en la silla del escritorio y apoyó la cabeza en las rodillas como si estuviera a punto de desmayarse.
No acababa de gustarme aquella modalidad de conversación. Entré en el cuarto de baño y busqué una toalla. La empapé en agua fría y volví junto a Felicia. Me quitó la toalla y se la apretó contra la cara dejando escapar un sonido entre el gemido y el suspiro.
Me senté a los pies de la cama, casi tocándole las rodillas con las mías.
—¿Mofletes está bien? —Por cómo se comportaba sospechaba que el susodicho había muerto, pero no quería formular la posibilidad en voz alta hasta que lo hiciera ella.
—Han llamado a las siete. Creen que es él. Necesitan a alguien que lo identifique, pero yo no puedo.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Me han dicho que vaya.
—¿Adónde? ¿A la oficina del sheriff?
Asintió con la cabeza.
—No puede ser bueno —contestó—. Ha estado fuera varios días. Si estuviera herido, el sheriff no me pediría que fuese, ¿verdad? Me dirían dónde está.
—No lo sabes con seguridad. ¿Te han llamado al trabajo?
—Me encontraba todavía en casa. No empiezo hasta las ocho. Me estaba tomando un café, todavía en bata, y sonó el teléfono. Ni siquiera sé cómo he podido llegar aquí. Recuerdo haber subido al coche, pero no recuerdo el camino.
—Vamos. Deja el coche donde está. Iremos en el mío. Voy por mis cosas. Mientras tanto, respira.
Inspiré y espiré para recordarle cómo se hacía. Se la notaba tan angustiada que probablemente estaría conteniendo la respiración. Mientras aguantaba la cazadora y el bolso con una mano, la saqué de la habitación empujándola y cerré la puerta. No llevaba bolso y las manos le temblaban tanto que las llaves del coche tintineaban como una cadenita. Alargué la mano para que dejaran de hacer ruido. Me miró con cara de sorpresa, luego se fijó en las llaves como si no las hubiera visto nunca y se las guardó en los tejanos. Le abrí la puertezuela y rodeé el coche para ponerme al volante. Cuando arranqué, puse la calefacción al máximo. No hacía mal día, pero con la tensión que tenía era inevitable que sintiera escalofríos. Se quedó con los hombros caídos, con las manos entre las rodillas, tiritando como un perro al que llevan al veterinario.
La comisaría de policía y la oficina del sheriff se encontraban en el mismo edificio de dos plantas, el cual, como todos los de Quorum, se hallaba a menos de ocho manzanas de allí. Encontré sitio para aparcar y di la vuelta al coche para ayudarla. Cuando se vio de pie recuperó parte de la compostura. Todavía tiritaba un poco, pero el hecho de ponerse en movimiento la ayudó a dominarse. Hasta el momento no había oído ninguna mala noticia. Era la espera lo que la estaba matando.
Entramos en la comisaría. Hice que Felicia se sentase en un banco de madera del pasillo mientras yo me metía en las oficinas. La decoración era de lo más discreto: mostrador, suelo de baldosas beis, mesas grises de metal, sillas giratorias y archivadores grises modelo administración pública. De la parte trasera de los ordenadores y de debajo de los escritorios salían nudos y redes de cables. El tablón de anuncios se veía sembrado de notas, noticias y comunicados oficiales que no alcanzaba a leer desde donde estaba. También había fotografías enmarcadas del sheriff del condado de Riverside, del gobernador de California y del presidente de Estados Unidos.
Dije al agente uniformado que había tras el escritorio quién era Felicia y por qué estábamos allí. Me remitió al agente Lassiter, que salió del despacho interior para hablar conmigo. Andaba por los cuarenta años, bien afeitado, delgado y con canas prematuras. Iba vestido de calle y debajo de la chaqueta gris oscuro se veían la pistola y la funda. Habló en voz baja para transmitirme todos los detalles que le habían dado.
—Recibimos una llamada de una mujer que vive en la autopista 78, a seis kilómetros de Hazelwood Springs. ¿Conoce la zona?
—Conozco la parte de la carretera a la que se refiere.
—Cerca de la finca de esta mujer, en las colinas, hay coyotes, así que deja el perro dentro de la casa, salvo cuando está en el patio y puede vigilarlo. Ayer, los basureros olvidaron la puerta abierta y el perro se escapó. El animal estuvo toda la noche fuera y, cuando volvió por la mañana, iba arrastrando un hueso. Un brazo, en realidad. El ayudante recordó el aviso de Felicia a propósito de Cedric. Casi todos lo conocemos, pero queremos que le eche un vistazo alguien más.
—Yo sólo lo he visto una vez y dudo que pueda reconocerlo por el brazo. A menos que sea el de los tatuajes —añadí.
Por la cabeza me pasó rápidamente la imagen del brazo izquierdo de Mofletes, que había visto por primera y única vez en la cárcel del condado de Santa Teresa. Un tatuaje de una mujer de grandes pechos y una larga melena negra. Además tenía una telaraña, una calavera con sombrero mexicano y un coito que le habría quedado mejor en el culo.
—Guardábamos una orden de busca y captura por delito de tráfico desde 1981. Además de la foto de archivo también disponemos de una descripción de sus tatuajes que parece coincidir.
—¿No puede utilizar la mano para tomarle las huellas?
—Casi todos los dedos están masticados, pero lo intentaremos en cuanto el forense termine su trabajo.
—¿Dónde está el resto?
—Esa es la cuestión. No lo sabemos.
Lo miré parpadeando, aturdida por la idea que, de un brinco, acababa de colárseme en la cabeza.
—Puede que yo lo sepa.
Qué extraña es la intuición. Cuando por instinto pegamos un salto en el tiempo, a veces podemos dar marcha atrás y reconstruir la trayectoria de ese pensamiento, observación o idea que ha estado incordiando en el fondo del cerebro para dar forma a eso que de repente se revela ante nuestros ojos. Otras veces es sólo eso, una chispa de información que nos llega sin que seamos conscientes de ningún razonamiento. Lo que yo recordaba era el restallar de un plástico ondeando al viento y un coyote mordisqueando tranquilamente un trozo de carne.
—Creo que está en Tuley-Belle. Hace días que se lo están comiendo los animales carroñeros.
Felicia y yo permanecimos una hora sentadas en el coche, delante de la urbanización, en una parte resguardada del viento. El olor a carne descompuesta era ya inconfundible, tan fácil de identificar como el olor de una mofeta. Esperamos mientras el forense examinaba los restos. Los coyotes debían de haber acudido al olor de la sangre y la cara de Mofletes apenas se reconocía porque había sido en gran parte devorada. Me dio la sensación de que este aspecto de su muerte afectaba a todos los funcionarios presentes, incluso a los más curtidos. Los conflictos de Mofletes con la ley habían sido tan frecuentes que había llegado a estrechar lazos con muchos agentes. Lo admito, era un cabroncete, pero nunca había sido cruel ni un degenerado. Sólo era uno de esos hombres para quienes delinquir resulta más sencillo que trabajar honradamente.
Al final, el agente Lassiter se acercó al coche y preguntó a Felicia si deseaba ver el cadáver.
—No está en buen estado, pero tiene derecho a verlo. No quiero que se vaya con el menor asomo de duda.
—Ve tú —me pidió mirándome—. No quiero verlo si tan mal está.
Lo estaba.
Lo habían cubierto con una sábana de plástico opaco lastrada con piedras, y lo habían dejado en una pequeña zanja, enfrente del edificio que yo había estado inspeccionando. Mientras me acercaba al sitio acompañada de Lassiter oí otra vez restallar el plástico a instancias del viento.
—¿De dónde ha salido el plástico? —pregunté.
—Hacía de cortina de una puerta de la parte trasera de este sector. En el dintel se ve aún el trozo que ha quedado.
La ojeada que eché al cadáver fue suficiente para confirmar que era Mofletes. Ninguna sorpresa por este lado. La causa de la muerte había sido una serie de golpes con un objeto contundente: le habían fracturado el cráneo y el cerebro se veía por la hendidura.
—¿Y el arma del crimen?
—Estamos buscándola.
De momento no se podía estimar la hora de la muerte. Tendría que esperar a que el forense hiciera la autopsia. Felicia lo había visto por última vez el viernes, entre las nueve y media y las diez, hora en que apagó la tele y se fue a dormir. Podían haber matado a Mofletes aquella misma noche, aunque no estaba claro cómo había llegado a Tuley-Belle. Cabía la posibilidad de que lo hubiera recogido alguien en Creosote y lo hubiera llevado allí en coche, probablemente alguien en quien confiaba, de lo contrario no habría accedido a ir. Me preguntaba cuánto tiempo habían tardado en llegar los coyotes, con el cuchillo y el tenedor listos y la servilleta colgando bajo el peludo hocico. Los halcones, los cuervos, las zorras y los linces habrían guardado turno. La naturaleza es generosa. Muerto, Mofletes era un plato abundante.
Se precintó la zona. No se permitía entrar a nadie que no estuviera directamente relacionado, para que no alterase el escenario del crimen. La furgoneta del forense estaba aparcada cerca. El agente Lassiter había organizado a sus ayudantes y todos empezaron un exhaustivo registro en busca de más huesos y partes del cadáver, así como del arma del crimen y de cualquier indicio que pudiera haber dejado el asesino. El ayudante Chilton, al que había conocido en casa de los McPhee, era uno de los hombres que rastreaban los alrededores. Yo regresé junto a Felicia y me quedé con ella en el coche de Dolan. Técnicamente no era necesario que la hermana de Mofletes estuviera allí y sospechaba que el agente habría preferido que la llevara a su casa. Antes, mientras esperábamos en la comisaría, habían enviado una patrulla a Tuley-Belle para investigar mis suposiciones. El agente había visto el cadáver y había llamado para comunicarlo. A Felicia le habían hecho un breve resumen, suficiente para saber que era su hermano y en qué condiciones estaba. Pero ella había repetido que quería ir. A su hermano ya no lo salvaba ni Dios, pero Felicia no quiso ceder.
Yo observaba la actividad del escenario del crimen como si fuera una película que ya hubiese visto. Los detalles variaban a veces, pero el argumento siempre era el mismo. Tenía la náusea en el alma. Evitaba pensar en los coyotes y en los ruidos que había oído las dos ocasiones en que había estado en Tuley-Belle. No me cabía la menor duda de que por entonces yacía hacía rato muerto. Aunque no habría podido salvarlo, habría podido impedir la carnicería posterior. El hecho de que hubieran asesinado a Mofletes allí fortalecía mis sospechas de que también habían matado a Charisse en aquel lugar.
A las dos, el agente Lassiter vino hacia nosotras por el aparcamiento sin asfaltar. Bajé del coche y me reuní con él a mitad de trayecto.
—Se están preparando para transportar el cadáver. Dígale a Felicia que llame al depósito de cadáveres de Quorum. Cuando la autopsia termine, llevaremos allí el cadáver, a menos que Felicia disponga otra cosa. Pregúntele si quiere que avisemos a algún sacerdote concreto.
—Claro. Veré qué dice.
—¿Está usted aquí con Stacey Oliphant?
—Sí. El teniente Dolan y él van camino de Santa Teresa. Yo iba a seguirles, pero, dadas las circunstancias, me quedaré.
—Trabajaremos sobre la base de que los dos asesinatos están relacionados, a menos que descubramos algo que lo desmienta. Imagino que Santa Teresa querrá enviar a un par de hombres.
—Lo más seguro —dije.
Le hice un resumen de lo que nos había llevado a Quorum y lo que habíamos descubierto. Como Stacey ya le había dado parte de la información, se lo conté por encima, pasando a los detalles sólo cuando se trataba de algo que él no sabía, Frankie Miracle en primer lugar.
—El teniente Dolan y yo fuimos a Peaches a ver a su exmujer cuando veníamos para acá —dije—. Se llama Iona Mathis.
—La conocemos —comentó—. Ella y mi sobrina pertenecen a la misma congregación, o al menos pertenecían.
—Sí, bueno, su madre declara que se fue a Santa Teresa para ver a Frankie en cuanto nos marchamos nosotros. Creo que Frankie vino con ella, pero no puedo asegurarlo. Iona afirma que el viernes por la noche Frankie estaba trabajando en Santa Teresa.
—Es bastante fácil de comprobar. ¿Sabe en qué empresa?
—No, pero no me cabe duda de que Stacey o Dolan lo sabrán. Puede que también quiera hablar con Iona. Llamó a Mofletes el jueves por la noche y, por lo que dijo Felicia, estaba muy enfadada. —En nota a pie de página le conté las especulaciones de Iona sobre que Mofletes había entregado a Frankie—. Felicia no sabe si Mofletes salió de casa el viernes por la noche o el sábado de madrugada. Me contó que había recibido una llamada antes de la de Iona, pero que no sabe quién era porque contestó él.
—Hablaré con Iona en cuanto pueda…, quizá más tarde. ¿Dónde estará usted?
Le indiqué dónde me alojaba.
—Llamaré a los muchachos en cuanto llegue al motel —añadí—. El asesinato de Mofletes les va a sentar como una patada en el estómago. Seguro que Stacey le contó que habían encontrado sus huellas en el Mustang. Todos dábamos por sentado que la había matado él o, en su defecto, que sabía quién había sido. Ahora parece que lo han matado para cerrarle la boca.
—Desventajas de ser cómplice —dijo Lassiter—. En fin, si sucede algo, avísenos.
Llevé a Felicia al motel. Estaba tranquila, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento y los ojos entornados. Llevaba un pañuelo en una mano y de vez en cuando se lo acercaba a los ojos. Tenía los párpados hinchados y la cara enrojecida. El cabello rojo le colgaba mustio, como abatido de dolor. Lloraba en silencio. Ahora que sabía que lo peor había sucedido, había algo pasivo en su reacción, una resignación que había albergado durante años mientras esperaba el golpe.
—Por si te sirve de consuelo, la gente se preocupaba por él —dije finalmente.
Se volvió con una sonrisa frágil.
—¿Tú crees? Espero que tengas razón. Llevó una vida lamentable; pasó más tiempo en la cárcel que fuera. Es para preguntarse si tiene sentido.
—Yo ya he desistido de hacer cábalas. No te culpes.
—En cierto modo soy culpable. Siempre pensaré que podía haberlo hecho mejor. El problema es que no sé si fui demasiado dura con él o demasiado blanda.
—La elección la hizo Mofletes. No es responsabilidad tuya.
—¿Sabes una cosa? No me importa lo que hiciera. Conmigo era honrado. Podía haber vivido a mi costa, pero nunca me robó nada, ¿sabes? Era mi hermano menor y lo quería.
—Lo sé. ¿Perteneces a alguna iglesia? Con mucho gusto haría algunas llamadas.
—En un pueblo como este ya se habrá enterado todo el mundo. Seguro que, cuando llegue a casa, ya estará allí el ministro. Lo único que espero es no desmoronarme. Ya tengo bastante con esto.
Una vez en el motel, aparqué al lado de su coche y bajamos las dos. La abracé, ella se dejó abrazar brevemente y luego se apartó con los ojos llenos de lágrimas y se limpió la nariz con el pañuelo.
—No seas demasiado buena. Es peor —dijo.
—¿Podrás conducir?
—Sí, tranquila.
—Te llamaré mañana.
—Gracias. Te lo agradezco.
Entré en mi habitación. La doncella ya había pasado por allí, así que las toallas estaban limpias y la cama hecha. Me acerqué el teléfono que había en la mesita junto a la novela. El número de Stacey parecía desconectado. Tuve que sonreír. Como se había obstinado en que se iba a morir, no se había preocupado por pagar a la compañía. Marqué el número de Dolan y dejé un mensaje diciendo que me llamara cualquiera de los dos en cuanto lo escucharan. Ya eran las tres y, aunque se hubieran detenido a comer, llegarían a Santa Teresa antes de una hora. No me atrevía a salir de la habitación para no perderme su llamada. Traté de leer algo, pero cuando me di cuenta estaba pensando en la muerte de Mofletes. Recordé la conversación con Iona Mathis y me pregunté de dónde habría sacado aquella disparatada idea de que había hecho un trato con Mofletes para sacarlo de la cárcel. Esperaba que aquel malentendido no hubiese contribuido a su muerte, porque si era así, yo era hasta cierto punto responsable de lo que le había pasado. La idea me puso enferma.
Me descalcé, me metí en la cama y me eché la colcha por encima. Volví a abrir la novela y leí un rato con la esperanza de distraerme. Me sentía cómoda. La habitación estaba en silencio. Empecé a dar cabezadas y, cuando sonó el teléfono, di un bote y descolgué con el corazón en un puño. El chorro de adrenalina me subió al máximo y descendió. Era Dolan.
Me incorporé y saqué los pies de la cama, frotándome la cara mientras ahogaba un bostezo.
—¿Qué tal el viaje? Parece cansado.
—Estoy mejor que nunca —respondió—. Stacey me ha dejado hace media hora y se ha ido corriendo a la oficina del sheriff, a hablar con Mandel. Luego quiere pasar por su casa a recoger sus cosas. Creo que después pensaremos en la cena.
—¿Se va a quedar con usted?
—Temporalmente. Ya sabes que el contrato de alquiler de su casa ha vencido y tiene que dejarla a fin de mes. Estaba convencido de que por entonces descansaría dos metros bajo tierra, pero me temo que los dioses le han tomado el pelo. Le dije que se quedara aquí hasta que encuentre otro sitio. Me vendrá bien la compañía.
—Estupendo. Les beneficiará a los dos si dejan de discutir.
Dolan tuvo el detalle de reírse.
—No discutimos. Es sólo que no estamos de acuerdo —dijo—. ¿Y qué tal por ahí? Nos sentimos mal por haberte dejado allí, con la tradicional patata caliente. ¿Te entretienes al menos?
—Es curioso que diga usted eso. —Le conté lo de la muerte de Mofletes, que analizamos con todo detalle.
—Espera un momento —me interrumpió—. Stacey acaba de llegar y quiero contárselo.
Puso la mano en el micrófono para ahorrarme la repetición de los hechos mientras ponía a Stacey al corriente. Aunque amortiguados, alcancé a oír los tacos de Stacey.
Le quitó el teléfono a Dolan.
—Es la última vez que te abandono. A ver si me entero de qué coño está pasando.
—Sabe usted tanto como yo.
Tenía su propia lista de preguntas sobre Mofletes; luego hablamos de Frankie. Dijo que trataría de localizarlo para ver si podía explicar sus idas y venidas desde el viernes por la mañana.
—Buenas noticias por aquí. La ficha dental de Charisse coincide con la de Juana Nadie, así que al menos hemos descubierto algo. Los del laboratorio casi juran que los cabellos que encontramos también le pertenecen. Ahora sólo nos falta averiguar a quién pertenece la segunda serie de huellas y tendremos el toro por los cuernos. ¿Se las han tomado ya a los McPhee?
—Supongo que sí. Mañana por la mañana llamaré para averiguarlo —dije—. ¿Cuándo va a volver?
—En cuanto pueda. Me pondré en camino cuando esté todo bajo control.
Oí que Dolan farfullaba al fondo.
—Bueno, vale —dijo Stacey—. Oye, Dolan se dejó la pistola en el maletero del coche. Le gustaría saber si todavía está allí.
—Pues no he abierto el maletero, pero ya miraré. ¿Qué quiere que haga con ella?
Dolan le dijo algo a Stacey.
—Dice que se la devuelvas en cuanto vengas a casa.
—Por supuesto.
Dolan añadió algo más que no pude entender.
—Un momento —me pidió Stacey. Y a Dolan—: ¡Maldita sea! ¿Quieres callarte mientras hablo?
Más murmullos de Dolan.
—Y un carajo. Que te crees tú eso. —Stacey volvió a dirigirse a mí—. Me está volviendo loco. Dice que se las arreglará bien solo, pero su alma rebosa perfidia. En cuanto le dé la espalda, echará a correr al estanco. Deberían encerrarlo.
Oí un portazo al fondo.
—¡Eso tú, palurdo! —gritó Stacey—. Bueno, ya te llamaré cuando vaya a ponerme en marcha. Así podrás hablar con la recepcionista y reservarme una habitación.
Cuando colgamos, llamé a Henry. Se activó el contestador automático. Dejé un mensaje en el que le decía que lo echaba de menos y que volvería a llamar. Leí durante otra hora más o menos y luego pedí una pizza. No me apetecía salir a comer sola. Normalmente me gusta comer sola en un restaurante, pero sin Stacey ni Dolan la idea me resultaba extraña. El asesinato de Mofletes me había dejado anonadada. No era como investigar un asesinato sucedido dieciocho años antes. Cualquiera que hubiese sido el móvil, el paso del tiempo lo había enfriado. La vida había seguido su curso. El asesino se las había arreglado para cometer su fechoría y escapar. Pensaba que no habría ninguna razón para volver a matar, pero la muerte de Mofletes ponía de manifiesto lo equivocada que estaba. Todavía había mucho en juego. Durante todos aquellos años, el autor de los crímenes había vivido apoyado en una mentira. Habíamos aparecido nosotros y habíamos puesto en peligro su tranquilidad.
Engullí la cena y tiré la caja a la basura. Vi por la tele un par de comedias con risas desagradablemente programadas. A las nueve llegué a la conclusión de que no perdía nada trabajando. Tomar notas sistemáticamente tiene un efecto tranquilizante. Me senté al escritorio y abrí el cajón.
Los objetos no estaban donde yo los había dejado.
Me quedé pensativa y luego eché un vistazo por la habitación, preguntándome si habría entrado alguien. Bueno, no si habría entrado, sino quién había entrado y removido el cajón. La última vez que tomé notas había sido el sábado por la tarde. Stacey y yo habíamos estado en Creosote y a la vuelta nos habíamos detenido en Tuley-Belle. Una vez en el motel nos quedamos descansando un rato. Había hablado por teléfono con Betty Puckett, de Lockaby, y luego me había duchado, me había vestido y había anotado los hechos significativos de las últimas horas: sucesos, preguntas, conversaciones. Al finalizar había atado el paquete de fichas con una goma y lo había dejado en el cajón, encima del expediente del caso. Ahora estaban debajo del expediente. Era un pequeño detalle, pero lo recordaba muy bien.
Empuñé un bolígrafo y levanté con él una punta del expediente para sacar las fichas. Sujeté el fajo por los bordes para quitarle la goma. Había dejado la ficha superior al revés para acordarme de que tenía que volver a hablar con Medora Sanders. Ahora la ficha estaba bien puesta, igual que las demás.
Alguien había estado allí. Alguien había mirado el expediente y leído mis notas.
Me levanté con brusquedad, como si hubieran electrificado la silla. Inspeccioné la habitación escrutando cada centímetro cuadrado. El petate y el álbum de la familia seguían en el armario, intactos. Exceptuando lo que había en el cajón, todo lo demás estaba en el mismo sitio de antes. ¿Lo habría ordenado la doncella? Si era así, ¿por qué se había detenido a leer las fichas? La doncella con la que había cruzado unas palabras apenas hablaba inglés. Podía haber sido otra empleada. Seguro que había como mínimo dos turnos, uno para los días laborables y otro para los fines de semana. Puede que la última doncella que había limpiado la habitación hubiera sentido curiosidad y la hubiera satisfecho pensando que no me enteraría. Me costaba creerlo, pero no se me ocurría nada más.
Volví a poner la goma en las fichas y las devolví a su sitio, después cerré el cajón empujando con el bolígrafo. Era evidente que a la intrusa o intruso no se le había ocurrido que yo recordaría claramente cómo había dejado el contenido del cajón. Si no había sido la doncella, ¿cómo había conseguido entrar? La puerta de la habitación estaba cerrada con llave. Entré en el cuarto de baño y saqué un pañuelo de papel de la caja, luego fui a la puerta y lo utilicé para girar el pomo. Inspeccioné la puerta por fuera, el ojo de la llave y el escudete de la cerradura, pero no vi perforaciones ni arañazos, ningún indicio de que la hubieran forzado. Los pestillos de las ventanas estaban echados por dentro y no parecía que alguien los hubiera tocado.
Por otra parte, entrar podía haber sido muy sencillo. Mientras la doncella estaba limpiando la habitación el sábado, había dejado la puerta abierta, sujeta por el bulto de las sábanas sucias. Tenía la radio puesta en el cuarto de baño, con la música a todo volumen mientras limpiaba el lavabo y la bañera. Cualquiera podía haberse colado y registrado el escritorio, que estaba al lado mismo de la puerta. No habría tenido tiempo de leer el expediente, pero las fichas eran mucho más importantes. Aquellas notas reflejaban todo lo que yo sabía del caso y todo lo que consideraba relevante. Leyéndolas podía saberse dónde había estado, con quién había hablado y qué pensaba hacer. Adelantarse a mis movimientos entrañaba una gran ventaja. Alguien podía intervenir antes de que tuviera la oportunidad de conseguir la información que necesitaba.
Cerré la puerta y volví al escritorio. Miré el fajo de fichas con el nombre de Medora encima. No creía que esta mujer supiera nada que no me hubiera contado ya, pero podía ser interesante comprobado. Durante un momento pensé en llamar al agente Lassiter o a algún otro de la oficina del sheriff, pero ¿qué iba a decirles? ¿Que habían movido el fajo de fichas? ¡Hala! No creía que llegaran corriendo con el polvillo de detectar huellas. A lo sumo pensarían lo mismo que yo, que la doncella había abierto y cerrado el cajón al hacer la limpieza. Vaya plan. Aparte del toqueteo de mis pertenencias (para lo que había que fiarse de mi palabra), no había el menor indicio de que hubiera entrado nadie. La habitación no estaba patas arriba ni habían robado nada, así que, desde el punto de vista de la policía, no se había cometido ningún delito.
Recogí el bolso y la cazadora. Estaba ya en la puerta cuando se me ocurrió una idea. Tomé el álbum de familia del armario, fui al cajón del escritorio y saqué el expediente del caso y el paquete de fichas. Salí y me aseguré de que dejaba la puerta bien cerrada. Guardé el tesoro en el maletero del coche de Dolan y fui a casa de Medora. Me estimuló ver la Smith & Wesson de Dolan en el maletero.