23

El teléfono sonaba cuando abrí la puerta. Solté el bolso y descolgué. Al cuarto o quinto timbrazo.

—¿Kinsey? —preguntó una mujer.

—Sí, ¿quién es?

—Iona. Mamá me ha dicho que llamaste preguntando por mí.

—¿Dónde estás? ¿En Creosote?

—En Peaches. Acabo de llegar. ¿Qué quieres?

—¿Hablaste con Mofletes Clifton el jueves por la noche?

—Puede que sí —respondió con cautela—. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Quedasteis en veros?

—¿Por qué iba a hacerlo? Es un tirado y un mierda.

—Su hermana dijo que estabas enfadada con él. ¿Por qué?

—No es asunto tuyo. Es algo entre él y yo.

—Muy bien. Probemos otra cosa. Tu madre me contó que de pequeña pasabas algunas temporadas en Lompoc. Me gustaría saber si le hablaste a Mofletes de la cantera que hay allí. —Silencio sepulcral—. ¿Recuerdas habérselo contado? —insistí—. Me refiero a la cantera en la que se encontró el cadáver de la chica.

—¿Cómo quieres que sepa dónde se encontró el cadáver?

—Vamos, Iona. No te hagas la tonta conmigo. No me importa que se lo dijeras. Sólo quiero la información.

—Puede que sí.

—¿Puede que sí, o sí?

—Bueno, vale, sí, se lo dije, pero hace muchos años. Incluso se la enseñé una vez que pasamos por allí.

—¿Conocías a Charisse Quinn?

—No.

—¿No me preguntas quién es?

—No soy idiota. Supongo que es la chica muerta que encontraron después del asesinato de Cathy Lee. Le pregunté a Frankie y me ha dicho que él no tuvo nada que ver con eso. Ni siquiera la conocía.

—Ya veo que él tampoco es idiota. Si la hubiera matado, no creo que te lo contara.

—¿Por qué estáis en contra suya? ¿No podéis darle un respiro? A ti no te ha hecho nada.

—No se trata de mí, Iona, se trata de Charisse. No estará Frankie por ahí, ¿verdad? Me gustaría hablar con él en persona.

—Se marchó el viernes por la mañana. Tenía que trabajar el viernes por la noche y tuvo que irse.

—Una visita breve, ¿eh?

—¿Y qué? —replicó con voz enfadada.

—¿Qué le contaste de Mofletes?

Otro silencio, durante el cual oí su respiración silbando en mi oído.

—¿Iona?

—Por si te interesa, le dije que Mofletes es un chivato de mierda. Frankie sabía que lo había acusado alguien. En cuanto mencionaste a Mofletes, supe que había sido él.

—¿Por eso estabas tan enfadada con él?

—No soy la única. Frankie también está cabreado. Mofletes hizo un trato con la policía y culpó a Frankie de lo que le pasó a esa chica.

Sentí un escalofrío de miedo, como si un ciempiés me caminara por la espalda.

—¿De dónde has sacado eso?

—Bueno, fue así, ¿no?

—No.

—Mientes. Frankie lo comprobó. Conoce a un tipo que está en la cárcel cumpliendo una condena de treinta días. Le dijo que Mofletes recibió una visita, una investigadora privada que hacía preguntas acerca del asesinato. Eras tú, ¿no?

—Claro que sí, pero Mofletes no hizo ningún trato.

—Sí que lo hizo. ¿Sabes cómo lo sé? Salió de la cárcel al día siguiente. Lo dijo el amigo de Frankie.

—Porque ya había cumplido la condena. Estuvo el tiempo que estuvo y lo soltaron.

—No, no. De eso nada. Mofletes volvió a la celda y empezó a fanfarronear con todo el mundo. Presumía de que ibas a hacerle un favor especial. Y al día siguiente estaba en la calle.

—Me pidió tabaco y le contesté que no. Eso fue todo. No hubo ningún trato.

—Ja, ja, ja. Cuéntame otra.

—¿Quieres escucharme? Iona, piénsalo. No tengo autoridad para hacer que lo suelten. ¿Cómo iba a conseguirlo?

—Eso no es lo que dijo el amigo de Frankie.

—Pues el amigo de Frankie se equivoca. No tengo poder para negociar con nadie. No soy policía. Soy una ciudadana normal, igual que tú.

—Ah —dijo.

—Sí, ah —repliqué—. La próxima vez que hables con Frankie, cuéntale la verdad. Y si necesita que se la cuente yo en persona, que me llame. Y de paso dejad en paz a Mofletes. No hizo nada.

Colgué el teléfono con exasperación. Sólo nos faltaba Frankie Miracle cabalgando de nuevo. Tenía que admitir que le iba buscando las cosquillas a aquel individuo. Y, desde luego, Mofletes lo había acusado, pero no para negociar. Quiso distraernos y lo consiguió, aunque sólo temporalmente. Ahora que sus huellas habían aparecido en el coche robado, se había convertido en el principal sospechoso. Su intento de implicar a Frankie sólo hacía que confirmar las sospechas, así que al final el tiro le había salido por la culata. Por desgracia, no creía que Frankie se entretuviera a analizar las sutilezas y circunstancias atenuantes de los chivatazos. Para él, un soplón era un soplón. Repasé mis notas y volví a descolgar el teléfono para marcar el número de Felicia Clifton, en Creosote. Contestó antes de que sonara el primer timbrazo.

—¿Diga?

—¿Felicia? Soy Kinsey Millhone. ¿Qué tal?

—No muy bien. Cedric no ha vuelto a casa y estoy muerta de preocupación.

—No ha pasado tanto tiempo, ¿verdad? Dijiste que se había ido esta mañana. Hace sólo unas horas.

—También pudo haberse ido anoche. Lo único que sé es que no estaba cuando me levanté. En todo caso, ya debería haber vuelto. No suele comportarse así.

—¿Has llamado al bar? Según el camarero, siempre aparece por allí en la Happy Hour.

—Jerry tampoco lo ha visto. No sé dónde puede estar.

—Quizás ha conocido a una chica y se ha ido a su casa.

—No creo. No le di dinero, así que ni siquiera llevaba para pagarse unas copas. Mi coche está aquí, así que ha tenido que irse a pie. Podía haber ido andando al bar, pero a ninguna otra parte. Ya viste lo que es este pueblo. Estamos alejados de todo y la gente regresa a casa a las seis.

—¿Has avisado a la policía?

—Podría avisar —dijo, no muy convencida—. He llamado a los dos hospitales, el de Quorum y el de Blythe, pero no está en ninguno.

—Eso son buenas noticias, ¿no?

—Supongo que sí.

—¿Crees que podría irse del pueblo sin avisarte?

—¿Quieres decir para siempre? ¿Y por qué iba a hacer una cosa así?

—Bueno. Tiene un pequeño problema con Frankie Miracle, el ex de Iona.

—Puñeta. ¿Lo sabe Mofletes?

—Estoy segura de que sí. Puede que se lo haya pensado y haya decidido desaparecer.

—Y sin dinero, ¿adónde va a ir?

—Buena pregunta. Mira, ¿por qué no llamamos a la policía? Quizá lo hayan detenido. Por lo que sabemos, podría estar en la cárcel.

—Créeme, si eso fuera cierto, ya me habría llamado para que pagara la fianza.

—Bueno, espero que aparezca pronto, pero en caso contrario avisarme. Quizá se nos ocurra alguna idea.

—¿De verdad crees que estará bien?

—Seguro que sí, aunque coincido contigo en que es preocupante —admití. Charlamos un poco más, tratando de aumentar la confianza. Cuando colgué me dije: ¿a quién quiero engañar? No creía que Frankie se arriesgara a volver a la cárcel acusado de agresión con lesiones (o algo peor), pero tampoco era precisamente famoso por dominar sus impulsos. Ahora que Iona le había calentado los cascos, ¿quién sabía lo que podía hacer?

Al día siguiente por la mañana, a las nueve menos cuarto, Stacey y yo estábamos apostados en el aparcamiento de la iglesia baptista de Quorum. Era domingo de Pascua y casi todas las mujeres y niños que pasaban iban ataviados con tonos pastel y vestidos floreados, con ramilletes de flores de verdad y sombreros que oscilaban por el peso de las flores artificiales que los adornaban. Los McPhee llegaron al aparcamiento en tres vehículos. Llevábamos media hora allí, con el coche de alquiler medio oculto tras un seto de casi un metro de altura. Yo seguía opinando que tenía más sentido ir directamente a la casa, pero Stacey prefería el dramatismo. Los primeros en llegar fueron los McPhee de la primera generación. Aparcaron, bajaron y esperaron mientras Adrianne entraba trazando una curva y aparcaba junto al coche de sus padres. Al poco rato llegaron Justine y Cornell con las tres niñas. Ataviados con sus mejores galas, los ocho parecían una familia de tebeo. Edna llevaba sombrero. Ruel se había peinado el pelo hacia atrás con gomina y el traje azul claro le quedaba un poco grande. Las tres niñas, con vestidos iguales, sombrero y guantes de algodón blanco, pasaron ante la iglesia y entraron en la Escuela Dominical, que estaba en un edificio adjunto.

Stacey y yo no nos movimos. Algunas ventanas estaban abiertas y la congregación nos regaló el oído con música de órgano y una selección de himnos. El sermón no llegó tan lejos. Stacey había comprado un ejemplar del Valley Times de Palo Verde y durante el servicio nos entretuvimos con las noticias locales.

—¿Qué has averiguado de Mofletes? —preguntó.

—Ni una palabra. Llamé anoche, pero Felicia me dijo que no había aparecido. Volveré a llamar esta tarde. Si hay suerte, habrá vuelto y podremos hablar con él. Apuesto lo que quiera a que tiene preparada una historia para explicar lo de sus huellas en el Mustang.

Yo leí la primera página y las tiras cómicas y Stacey se entretuvo leyendo en voz alta anuncios que ofrecían parcelas del desierto a precio de ganga. Levanté la vista.

—Pues anímese, Stacey. Ahora que es usted ciudadano sin techo, podría vivir aquí.

—Demasiado calor. He pensado en hablar con Dolan, a ver qué le parece que me vaya a vivir con él.

—Oiga, eso me gusta. Dolan necesita a alguien que ponga orden en su vida disoluta.

—Tendré que disimular lo de la comida basura. Es lo único que me preocupa. —Pasó la página de un manotazo y se concentró en los deportes.

—No le vendría mal dejar ese tipo de comida.

—Ahora que lo dices, ¿dónde quieres probar después? ¿Taco Bell, Long John Silver’s o Jack in the Box?

—Creía que íbamos a casa de los McPhee.

—Me refiero a después. Un hombre tiene que comer.

Cuando terminó el servicio religioso esperamos a que salieran y fuimos tras ellos. Ruel y Edna se desviaron una manzana antes de llegar a la casa.

—¿Qué ocurre? ¿Quieren despistamos? —pregunté y me volví para mirados.

—Lo hacen todos los domingos; van a visitar a un enfermo antes de comer.

—Es usted fantástico —dije—. ¿Hay algo que no sepa?

Justine nos hizo pasar. Al parecer, Adrianne y ella se encargarían de la cocina hasta que llegara Edna. La casa olía al jamón cocido que debían de haber metido en el horno antes de ir a la iglesia. Percibí también cierto olor a piña y a azúcar moreno y capté las ráfagas azucaradas que despedían las batatas que soltaban jugo en la parte inferior del horno. Las niñas de Justine se habían sentado en la sala de estar y se entretenían con un juego de mesa sin apenas hacer ruido. En el suelo, donde las habían dejado, vi que se encontraban sus cestas de Pascua. Por los fragmentos de papel de plata arrugado que había en ellas deduje que las niñas ya habían empezado a probar los huevos y conejitos de chocolate. A las tres les habían dado unos patitos de trapo de color amarillo chillón. La vajilla buena ya estaba en la mesa del comedor. El centro de mesa era un gran ramo de lirios, cuyo aroma nos llegaba hasta donde estábamos.

Justine echó a andar por el pasillo, delante de nosotros.

—Nos encontrarán en la cocina dando los últimos retoques a la comida.

—No hay problema —dijo Stacey.

En la cocina hacía calor, en parte por la olla de las judías verdes que se cocía al fuego. Yo me moría de hambre, como es lógico, y esperaba acabar pronto para iniciar con Stacey el circuito de la comida basura. Ya había llegado a la conclusión de que reformar a Stacey no era responsabilidad mía. Yo lo había puesto en aquel camino, así que al menos le haría compañía mientras se atiborraba.

Adrianne estaba ante la encimera doblando las bandejas del hielo para que los cubitos cayeran limpiamente en una jarra de cristal. Conforme vaciaba las bandejas se las daba a Cornell, que las llenaba de agua otra vez. Cornell metió la última bandeja en la nevera y se secó las manos con un paño. Mientras, Justine daba el toque final a las fuentes de ensalada poniendo una hoja de lechuga en cada una. Abrió la nevera y sacó un recipiente de plástico herméticamente cerrado, que puso brevemente bajo el chorro del agua caliente del fregadero. Volvió ligeramente la cabeza y preguntó a Stacey:

—Bueno, ¿qué quiere?

—Esperaba que vuestros padres estuvieran aquí para no tener que repetirme. No sé si el teniente Dolan lo comentó, pero necesitamos tomar las huellas dactilares de toda la familia. La agente Bancroft, de la oficina del sheriff, dice que os buscará mañana a primera hora de la mañana.

Cornell se apoyó en la encimera y cruzó los brazos. Se había quitado la chaqueta y se había aflojado la corbata.

—¿Con qué objeto?

—Es un proceso de eliminación. Puede que alguno de vosotros dejara huellas en el Mustang. De este modo, si aparecen más huellas, tendremos algo con que compararlas. Ahorra tiempo y molestias.

—¿Quiere decir que nos van a fichar como si fuéramos delincuentes? —preguntó Cornell.

—No, hombre, no. En absoluto. Es mera rutina, pero a nosotros nos resulta muy útil. El teniente Dolan se lo habría comunicado en persona, pero está en el hospital de Quorum. Supongo que os habréis enterado.

Pero a Cornell no le interesaban las tribulaciones médicas de Dolan.

—¿Y si nos negamos?

—¿Por qué? Es una práctica habitual.

—Pues para mí no lo es.

Adrianne se volvió hacia su hermano.

—Vamos, Cornell, hazlo y se acabó. No tienes por qué alborotar.

—No está alborotando —replicó Justine—. Sólo pregunta por qué tenemos que consentir esta mierda.

—Mujer, yo no llegaría al extremo de llamado «mierda» —dijo Stacey—. Si dependiera de mí, lo dejaría correr, pero Dolan cree que es buena idea. Y es el jefe. Sólo se tarda un par de minutos y el lugar no queda ni a diez manzanas de distancia. Si queréis, yo mismo os llevo y os traigo cuando terminéis.

—No es eso —replicó Cornell.

—¿Entonces qué es? —preguntó Adrianne—. ¿Por qué te comportas así?

—No hablaba contigo. Cuando quiera tu opinión, estate segura de que te la pediré.

—Le ruego que me perdone.

—Mira, voy a ir, ¿de acuerdo? Lo que pasa es que no me gusta que me digan lo que tengo que hacer.

—Os propongo una cosa —dijo Stacey—. Llevo un tampón de tinta en el coche. Los de huellas son mejores, pero entiendo vuestros motivos. Si lo preferís, lo hacemos ahora mismo.

—Olvídelo. Iré. Pero me fastidia, eso es todo.

—Gracias. Le comunicaré a la agente que acudirá toda la familia.

—Espere un momento. ¿Es que mamá y papá también tienen que ir?

—El vehículo es de tu padre, de modo que lo lógico es que sus huellas estén en él. Y con tu madre pasa lo mismo. No hay necesidad de mordemos la cola si hay una explicación obvia.

—Dios nos asista —dijo Cornell.

Dejó el paño de cocina en la encimera, salió por la puerta posterior y la cerró de un golpe. Habría apostado una fuerte cantidad de dinero a que iba a fumarse un cigarrillo para tranquilizarse.

Su hermana se quedó mirando la puerta.

—¿Qué le pasa?

—No le hagas caso. Está de mal humor —dijo Justine.

La mirada de Adrianne se cruzó con la mía durante una fracción de segundo.

Fuimos al Long John Silver’s y esta vez nos extasiamos con pescado muy frito y patatas rociadas con una vinagreta del color del té helado. Luego pasamos por el hospital a ver a Dolan. No lo había visto desde el viernes por la noche y me sorprendió lo bien que estaba. Paseaba por el pasillo con unas zapatillas de cartón y un albornoz encima de la bata. Se acababa de duchar y afeitar y todavía tenía el pelo mojado y pulcramente peinado con raya al lado.

En cuanto nos vio, dijo:

—Vamos a la sala de espera que hay al final del pasillo. Ya no soporto estar más tiempo encerrado.

—Se le ve estupendo —dije.

—Estoy haciendo méritos para que el médico me deje salir. —Andaba arrastrando los pies, pero probablemente porque era la única forma de no perder las zapatillas.

—¿Cómo se presenta la cosa?

—Me quedaré hasta mañana, posiblemente. Tengo que empezar a hacer rehabilitación cardíaca y el médico cree que es mejor que lo haga en mi territorio —dijo—. Joe Mandel me ha llamado esta mañana con buenas noticias. Han detenido al tipo que cometió el asesinato triple.

—Cojonudo —dijo Stacey—. Así nos dedicarán toda la atención.

No había nadie más en la sala de espera. En un rincón, el televisor colgado de la pared mostraba a un telepredicador, el volumen estaba al mínimo. Detrás de él se veía un coro vestido de blanco que parecía cantar con gran entusiasmo. El teniente Dolan estaba inquieto, pero pensé que sería por el tabaco. Para él, el trabajo y el fumar estaban tan conectados que le era difícil hacer una cosa sin la otra. Hablamos del caso una vez más. Ninguno se cansaba de repetir los hechos, aunque no había nada nuevo que añadir.

—En estos momentos, nuestra prioridad es Mofletes —dijo—. Ya es hora de que le echemos el guante.

—Menuda pérdida de tiempo —comentó Stacey—. Es un viejo amigo de la familia. Sus huellas tienen una explicación fácil. Puede que sea mentira, pero no se le puede probar nada.

Cambiamos de conversación y estuvimos hablando del tiempo hasta que Dolan empezó a fatigarse. Nos separamos de él al poco rato.

Stacey y yo pasamos el resto de la tarde dominical en nuestras respectivas habitaciones. No sé qué hizo él. Yo leí la novela que llevaba conmigo, dormí una siesta y me corté el pelo con las tijeras de las uñas. A las seis reanudamos el circuito de la comida basura y aterrizamos en Taco Bell. Empezaba a anhelar los brotes de alfalfa y el zumo de zanahoria, cualquier producto sin aditivos, conservantes ni colesterol. Por otra parte, Stacey volvía a tener las mejillas sonrosadas y habría jurado que había ganado casi un kilo desde su llegada.

A Dolan le dieron de alta el lunes al atardecer, en el momento en que llegaban las bandejas con la cena. Stacey y yo llegamos a la planta a las cinco y esperamos pacientemente a que el médico revisara su ficha y le soltara un largo sermón sobre la importancia de alejarse del tabaco, de seguir una dieta equilibrada y de empezar un programa de ejercicio moderado. Cuando lo vimos ya estaba con la ropa de calle y con ganas de salir pitando de allí.

Lo metimos en el asiento delantero del coche de alquiler y me senté detrás. Llevaba un sobre marrón con copias del informe de Urgencias, de los resultados del electro y del tratamiento que le habían aplicado. Mientras Stacey ponía en marcha el motor, dijo:

—Pandilla de alcornoques. Lo exageran todo para asustar. No veo qué tiene de malo fumarse un cigarrillo de vez en cuando.

—No empieces con eso y haz lo que te dicen.

—¿Y si me vuelvo tan quejica como tú? Si no recuerdo mal, hacías lo que te daba la gana y los demás a la porra.

Stacey apagó el motor y levantó las manos.

—Decidido. Nos volvemos al hospital y hablamos otra vez con el médico.

—¿Se puede saber qué te pasa? Le prometí que le obedecería…, en términos generales. Y ahora pon el coche en marcha y vámonos. No debo alterarme. Lo pone aquí —dijo golpeando el sobre.

—Ahí no pone eso. Lo he leído.

—¿Has leído mi ficha médica?

—Pues claro. Estaba en la puerta de tu habitación. Ya sabía yo que harías trampa.

Me adelanté y apoyé los brazos en el asiento, entre ambos.

—Miren, si se van a pelear, me bajo y me largo andando.

Guardaron silencio mientras meditaban.

—Bueno, está bien —dijo Dolan finalmente—. Estáis consiguiendo que me suba la tensión.

Ya en el Quorum Inn, el humor de Dolan mejoró después de cenar y la tensión se disipó. Dolan hizo un alarde de docilidad pidiendo pescado hervido con limón, verduras al vapor, ensalada verde y un vaso de vino tinto, que juró que le estaba permitido. Después de habernos pasado el día engullendo comida basura, Stacey y yo pedimos pollo a la plancha, ensalada y también verduras al vapor. Todos fingimos disfrutar de la comida. Cuando nos sirvieron los descafeinados, ya no sabíamos de qué hablar. Stacey llevaría a Dolan a Santa Teresa al día siguiente por la mañana; iría en el coche de alquiler y yo me quedaría con el de Dolan. El caso había entrado en otra etapa de estancamiento. Estábamos a la espera de papeles, resultados de análisis y comparaciones de huellas; en resumen, esperando a que apareciese una pista que a lo mejor no aparecía nunca. Lo más sensato era regresar a Santa Teresa con ellos. Y volver a reunimos al cabo de un par de días si no surgía nada antes.

—Y mientras, ¿qué hago yo? No quiero quedarme aquí contando los pajaritos que pasan —dije.

—Limítate a no meterte en líos —aconsejó Dolan.

—Ya me explicarán cómo. No ocurre nada.

Partieron el martes a las ocho de la mañana, y cuando Stacey salió del aparcamiento con el coche, agité el brazo para darles el último adiós. Volví a la habitación con una mezcla de depresión y alivio. Solía experimentar la misma sensación cuando Robert Dietz pasaba unos días conmigo y luego se iba. Es duro ser quien se queda. Si hubiera estado en mi casa habría hecho limpieza, pero confinada en el motel ni siquiera podía dedicarme a eso. Recogí la ropa sucia, busqué calderilla en el fondo del bolso y fui a la lavandería más cercana. No hay actividad más aburrida que sentarse en una lavandería a esperar que la lavadora y la secadora realicen su trabajo de principio a fin. No te puedes ir porque, en cuanto te descuidas, o te roban la ropa o te la sacan del tambor y te la dejan en cualquier parte, hecha una bola. Me quedé allí sentada, vigilando cómo se lavaba mi ropa interior. Era mejor que buscar informes, pero no mucho más.