22

Patrullamos por Vine, la calle principal de Creosote, que comprende diez manzanas a lo largo. Sólo había un bar y estaba decorado con el omnipresente estilo del Salvaje Oeste. Dejamos el coche, entramos y nos detuvimos un momento para mirar a nuestro alrededor: techos bajos con vigas gruesas, suelo de madera lleno de serrín, y paredes de troncos mal desbastados y rociados con yeso o algo parecido. Había una larga y pulida barra de caoba con el consabido barrote de metal para los pies, ocho mesas con sillas de brazos y un futbolín. El local estaba vacío, así que no tardamos en comprobar que Mofletes no se encontraba allí. En un extremo de la barra había una vieja máquina Orange Julius, y un continuo chorro de zumo de naranja caía en el depósito de cristal de esta. Tras la barra había un asador con espetones cargados de perritos calientes pasados de moda que giraban alrededor de una fuente de calor y despedían un irresistible olor a barato.

Stacey y yo nos encaminamos en línea recta al camarero y le pedimos y nos comimos dos perritos calientes por cabeza, decorados con un chorrito de mostaza y mucha guarnición a base de variantes dulces que daban asco y cebollas cortadas tan finas que nos lagrimeaban los ojos. No dijimos una palabra hasta que masticamos y tragamos el último bocado. Me satisfizo mucho oír que Stacey daba los mismos gemidos que suelo dar yo cuando como.

Regó la comida con una Coca-Cola, y se limpió la boca y las manos con una servilleta de papel.

—Voy a pasarme el día eructando —dijo—, pero merece la pena. No sé de dónde he sacado tanto apetito.

—Bueno, no hemos comido desde el mediodía y son más de las tres.

—¿Desean algo más? —El camarero era un hombre casi sesentón, con cara ovalada, calvicie y dientes embusteros.

—Buscamos a Mofletes Clifton —respondió Stacey—. Su hermana Felicia creía que podía estar aquí.

—No lo he visto hoy. Suele aparecer a las once, cuando abrimos. Vendrá más tarde. Seguro que durante la Happy Hour. Nunca pierde la oportunidad de tomarse dos por el precio de una.

—Cuando llegue, ¿podría decirle que nos llame? Estamos dando un paseo, pero más tarde nos encontrará en el motel Vista Marina de Quorum.

Stacey lo anotó todo en una servilleta de papel y el camarero la dejó en la estantería de botellas que tenía detrás. Esperé mientras Stacey pagaba la comida (la segunda mía, la tercera suya) y volvimos al coche.

Mientras volvíamos al norte por la autopista 78 señalé a la izquierda el confuso y lejano perfil de Tuley-Belle.

—¿Quieres que vayamos ahora o que pasemos en otro momento?

—No hay mejor tiempo que el presente.

Stacey giró por la calzada de cuatro carriles y advirtió, como yo cuando tomé esa misma carretera, su deterioro. Recorrimos los dos kilómetros, el desierto iba perdiéndose en la lejanía por ambos lados. Cuando llegamos a la urbanización, aparcó y bajamos del vehículo. No había comenzado aún el ocaso y el sol era como un reflector implacable que ponía al descubierto cada grieta y cada defecto del abandonado lugar. Sin saber por qué, lo había adecentado un poco en la memoria, pues me había olvidado de la basura y la arena, las ventanas y baches gigantescos de la zona que rodeaba el sucio aparcamiento. Percibí un movimiento y volví los ojos. Apoyé una mano en el brazo de Stacey. Nos quedamos inmóviles. Dos coyotes llegaron trotando. Ambos eran de color gris claro, esqueléticos, de piernas huesudas, más altos que el pastor alemán común, pero con las mismas orejas de punta. El primer coyote se detuvo y nos miró con serena arrogancia. Eran coyotes del desierto, más pequeños que los que veíamos en Santa Teresa. Allí, cuando los años de sequía acaban con los pequeños roedores y demás animales menores, las manadas de coyotes bajan de las montañas y se dirigen a los barrios periféricos. Los había oído llamarse con chillidos agudos y escalofriantes cuando tenían a la presa acorralada y estaban a punto de matarla. En incontables ocasiones había visto carteles escritos a mano en los postes telefónicos, normalmente con fotografías y números de teléfono, ofreciendo penosas recompensas a cambio de la devolución de gatos y perritos «extraviados». Yo sabía dónde estaban. Durante mis paseos por la ciudad había visto al amanecer algún que otro coyote solitario cruzando la calle con un bulto en la boca. Allí en el desierto, donde el calor era extremo y apenas llovía, los coyotes comen cualquier cosa: lagartos, insectos, carroña, serpientes.

El otro coyote había seguido trotando, pero entonces trazó un círculo para reunirse con el primero. Debía de ser la hembra de la pareja; a juzgar por la redondez del vientre tenía que estar preñada. Los dos animales nos miraron con misteriosa inteligencia. Vi sus ojos fríos y amarillos, sus insondables pupilas negras. No parecía que les diéramos miedo. Era su territorio, vacío y agreste, donde sus probabilidades de supervivencia siempre eran mayores que las nuestras. Stacey dio un par de palmadas y los dos animales prosiguieron su camino con la tranquilidad de antes. Stacey los siguió con la mirada, lo mismo que yo, hasta que desaparecieron.

Se levantó el viento. A pesar del sol y de mi cazadora de aviador, me encogí para protegerme del frío.

—Entremos antes de que me muera congelada.

Vagamos por los pasillos vacíos. Con Stacey al lado, me entraron ganas de aventurarme más lejos. Primero exploramos los dos juntos y después por separado. Mientras él inspeccionaba un edificio prácticamente terminado, yo fui a una escalera de madera sin acabar y subí al primer piso. Me acerqué a una ancha ventana sin marco y miré el paisaje, la llanura kilométrica salpicada de matojos. Y de nuevo el restallar del plástico. Me asomé y miré a la derecha. A ras de suelo vi una confusa punta del plástico bailando bajo un montón de piedras. Las historias de fantasmas proceden de fenómenos así. Me extrañaba que los lugareños no hubieran inventado leyendas sobre aquellas ruinas.

Stacey salió del edificio contiguo. Me divisó y agitó la mano. Le devolví el saludo y vi que doblaba la esquina y desaparecía de nuevo. Me aparté de la ventana y me reuní con él abajo.

Eran cerca de las cuatro cuando llegamos al motel. Pensaba que ya habíamos trabajado bastante aquel día y voté por hacer un alto. Stacey dijo que él se iba al hospital a pasar un rato con Dolan. Cuando me dejó en mi habitación, me puse la ropa de deporte y las Saucony y fui a correr. La última vez que había salido a correr había sido el miércoles, antes de que Dolan y yo emprendiéramos el viaje. Era sábado y me dije que ya tocaba que hiciera algo por mí. Por una vez me gustó el aire frío del desierto. La humedad era escasa y recorrí los cinco kilómetros sin sudar apenas.

Cuando volví al motel, la luz del contestador parpadeaba. Marqué el seis y la operadora me informó de que tenía un mensaje de Betty Puckett. Escribí el nombre y el teléfono, aunque tardé un rato en recordarla: era la consejera de orientación y profesora de mecanografía del instituto alternativo Lockaby. Quería meterme en la ducha, pero decidí llamar antes de asearme.

Cuando respondió, ya estaba enfadada conmigo.

—Siento ponerme desagradable, pero la he llamado tres veces y esperaba contestación.

—Señora Puckett, acepte mis disculpas, pero yo no he recibido más que un mensaje de usted. ¿Cuándo llamó?

—Ayer por la tarde dos veces y luego esta mañana a primera hora.

—Debe ser cosa de la recepcionista. Es un desastre con los mensajes y con casi todo lo demás. Créame, si lo hubiera sabido, la habría llamado enseguida.

—Bueno, supongo que a veces ocurren estas cosas —dijo, ya más calmada—. Patsy Marcum me llamó ayer poco después de que usted se fuera de la oficina. No creo que pueda serle útil, pero Patsy pensó que debía llamarla.

—La verdad es que hemos hecho algunos progresos desde que hablé con ella. En estos momentos hay muchas probabilidades de que la víctima que buscamos sea una joven que se llamaba Charisse Quinn. ¿La recuerda?

—El nombre no me dice nada. ¿Cuándo estuvo en Lockaby?

—Tuvo que ser en abril o mayo de 1969. Ingresó en el instituto normal de Quorum en marzo, pero, por lo que he oído, la expulsaron enseguida. Debieron de transferirla a Lockaby a final de curso.

—Temía que dijera eso. Durante aquel periodo estuve de baja. Lo sé seguro porque he revisado mi expediente para comprobar el calendario de aquel año. De lo contrario, habría tenido que entrevistarse conmigo para formalizar la admisión.

—Entonces no la conoció.

—No. Siento no poder serle de utilidad.

—Más lo siento yo. Hemos oído muchas cosas de ella, pero casi todas malas. Esperaba que usted aportase un punto de vista más objetivo.

—Lamento decepcionarla. ¿Era de aquí su familia?

—Que yo sepa no. —Le hablé de Medora Sanders y de la tutela de Charisse.

—Conozco a los Sanders, o al menos los conocía. No estoy al tanto de las actuales circunstancias de Medora, pero en aquella época tenía un serio problema con la bebida.

—¿Qué sabe de Wilbur?

—Bueno, lo conocía. Íbamos a la misma iglesia, al menos cuando Medora estaba lo bastante sobria para asistir.

—Ella dice que Wilbur la abandonó a mediados de junio y que desde entonces no ha sabido nada de él. Así que nos preguntamos si habría alguna relación entre la desaparición de Charisse y la de Wilbur.

—Oh, yo creo que no. Wilbur se largó acompañado, pero no por ella. Se fue con una compañera de trabajo de Sears.

—¿Cómo lo sabe?

—Los rumores vuelan. Todo el mundo hablaba del asunto.

—No puedo creer que Justine y Medora no se enterasen —dije.

—Supongo que nadie estaba dispuesto a ser portador de malas noticias. He olvidado quién me lo contó, pero hace poco me enteré de que Wilbur se casó con esa mujer y está viviendo en Sacramento con nombre falso. Sandy Wilburson o algo parecido.

—¿En serio? Qué interesante, porque Medora piensa que está muerto.

—A todos los efectos lo está.

—Otra cosa, ahora que la tengo al teléfono. No lo creo probable, pero me pregunto si no recordará usted a un muchacho llamado Cedric Clifton. Es de Creosote, pero ha tenido problemas desde los nueve años y cabe la posibilidad de que fuera a Lockaby.

—Sí, conozco a Cedric, aunque es extraño que me pregunte por él. Era alumno nuestro en 1968, un año antes del periodo del que usted habla.

—¿Y por qué es extraño?

—Bueno, usted ha mencionado a los Sanders. Él salía con su hija. Era mayor que ella; debía de tener diecinueve años cuando ella tenía dieciséis.

—¿Justine y Mofletes Clifton? No me lo creo. ¿No salía ella con Cornell McPhee?

—Sí, pero antes salió con Cedric. Rompieron antes de que ella empezara a salir con Cornell y lo «pescara», como suele decirse. Los dos iban a la clase de mi hija, en Quorum.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. ¿Qué pasa aquí? Todo el mundo conoce a todo el mundo.

Betty Puckett se echó a reír.

—Bienvenida a la aldea. ¿Qué más quiere saber sobre Cedric?

—¿Lo detuvieron alguna vez por robar coches?

—Sí, desde luego. Entre otras cosas —contestó.

—¿Cuáles?

—Robo con engaño, falsificación, cheques sin fondo.

—¿Ningún delito violento?

—Mientras estuvo en Lockaby no. Pero no sé lo que habrá hecho desde entonces.

—Gracias. Ha sido usted de gran ayuda. Siento que le costara tanto dar conmigo —dije.

Me duché y me lavé la cabeza, deseando aclararme las ideas con la misma facilidad con que el agua se iba por el desagüe. Todos los detalles, todas las conexiones subterráneas. Era como dibujar con tiralíneas la Vía Láctea. Me vestí y me senté ante el escritorio; saqué un fajo de fichas y me puse a tomar notas. Cuando hube anotado todo lo que me parecía relevante, puse las fichas por orden cronológico, instalé la Smith-Corona en la mesa y redacté un informe. Tanto Stacey como Dolan podían hacerla, y lo habrían hecho llegado el caso, pero yo me moría por ver cómo se organizaban los acontecimientos por sí solos. Vi formarse y deshacerse conexiones, con sentido o sin él: Mofletes trabajando con Frankie; Frankie casado con Iona; Mofletes saliendo con Justine antes de que esta se casara con Cornell; Iona había crecido en el mismo pueblo que Mofletes y había salido con él en su juventud. La hermana de Cornell, Adrianne, había sido amiga de la chica muerta, suponiendo, como es lógico, que Charisse y Juana Nadie fueran la misma persona. Luego estaban las huellas de Mofletes en el coche robado. Era un punto interesante. Me senté y miré las fichas, pensando en los actores del drama.

Entonces se me ocurrió que en 1969 yo sólo tenía dos años más que todos aquellos «críos». Había pasado por el instituto sin conseguir ni un solo sobresaliente. Nunca fui delegada de clase, ni practiqué ningún deporte, ni participé en actividades extraescolares. No estuve en el grupo de música, ni entre las animadoras del equipo de fútbol, ni en el coro. La mayor parte del tiempo iba de aquí para allá, cabizbaja y sintiéndome desterrada del mundo. Mis notas eran comunes y corrientes, cuando no mediocres, fumaba droga y salía con otros chicos tan mediocres y anónimos como yo. Si hubiera ido al instituto de Quorum habría simpatizado antes con Mofletes que con Justine o con Cornell. Aunque Cornell ya no fuera un as de los deportes, era un hombre decente y trabajador, con esposa y unas criaturas que mantener. Justine era esposa y madre a jornada completa; Adrianne era auxiliar administrativa en el mismo instituto en que había estudiado. Y Mofletes seguía buscando la manera de ir a la cárcel. En cuanto a mí, era (más o menos) respetable, una ciudadana que cumplía con las leyes, rechazaba las drogas y se negaba a ponerse entre los labios cualquier objeto que ardiese por un extremo. Me preguntaba cómo había entrado Charisse en el cuadro general. Los demás por lo menos habíamos tenido después más oportunidades que de adolescentes. Todas sus oportunidades se habían acabado en 1969, y una de las decisiones que tomó fue la última.

Cuando terminé de redactar el informe, me puse a barajar las fichas, jugando a lo que juego siempre. Las coloqué al azar, como si estuviera haciendo un solitario, mirando cómo quedaban los acontecimientos cuando se alteraba el orden cronológico. La verdad no siempre se percibe al instante, sobre todo cuando se trata de un asesinato. Lo que parece una serie de episodios con lógica puede llegar a parecer todo lo contrario cuando se revisa del revés. La policía siempre retrocede al periodo anterior al homicidio, a los sucesos que han conducido al instante mortal. Salvo en los homicidios al azar, que cada vez son más normales hoy en día, suele haber una razón. Hay un móvil, siempre hay un móvil. En nueve de cada diez casos, si sabes el porqué, también sabes quién.

Volví a ordenar las fichas para ver si me había dejado algo. Claro, había olvidado volver a visitar a Medora para preguntarle por qué había esperado una semana para denunciar la desaparición de Charisse. Coloqué aquella ficha encima del fajo, al revés, para acordarme antes de ponerles la goma. El detalle no era importante y seguro que tenía una buena explicación, pero seguía siendo una pregunta que necesitaba respuesta.

A las cinco guardé en el cajón el paquete de fichas, encima del expediente del asesinato, luego metí el informe en una carpeta y fui a la copistería del pueblo para que me hicieran dos copias. Cuando volvía al motel por Main Street vi a Adrianne dirigiéndose al supermercado. Acababa de dejar el coche e iba por el aparcamiento lateral camino de la puerta. Pisé el freno y miré por el retrovisor, temiendo que el coche que venía detrás se me montara en el tubo de escape. Giré hacia la izquierda, para fastidio de los demás conductores, uno de los cuales agitó el puño y me dijo una grosería. Hice una mueca de vergüenza y le envié un beso con la mano.

Aparqué y entré en el supermercado. Realicé un rápido reconocimiento, pasillo por pasillo. La vi en la sección de verduras, con la lista en los dientes mientras tocaba indecisa unos melones. En el carrito llevaba una cesta de plástico con tomates pequeños, dos manojos de cebolletas y una coliflor que parecía un cerebro envuelto en celofán.

—Hola —saludé—. Quería hablar con usted, pero no sabía dónde localizarla. ¿Cómo se llama su marido?

—Peter. Estamos divorciados. Vive en Reno.

—¿Le importa que la acompañe?

—Bueno —dijo. Iba con tejanos, zapatillas de tenis y un conjunto de cachemir azul grisáceo. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, recogido con un pasador. Escogió un melón, lo olisqueó y lo metió en el carrito. Avanzó un poco y se detuvo en el expositor de los lácteos para mirar la fecha de caducidad de un cartón de leche desnatada, que también metió en el carrito—. ¿Quería algo concreto?

—Es simple curiosidad. Cuando estuve en la oficina del instituto, ¿no se le pasó por la cabeza que yo podía estar hablando de Charisse?

—En absoluto. ¿Por qué? Hace años que se fue.

—He oído que eran ustedes buenas amigas.

—No tan buenas. Salíamos de vez en cuando.

—¿Le contó que quería marcharse del pueblo?

—Ni siquiera me enteré de que se había ido. Tampoco es que nos viéramos todos los días.

—Pero cuando lo supo, ¿no se preocupó por ella?

—No especialmente. Supuse que sabría cuidar de sí misma.

—¿Volvió a tener noticias suyas?

—No, pero tampoco lo esperaba. No es lo que usted piensa. Yo era un par de años más joven y no teníamos mucho en común. He perdido el contacto con muchos compañeros de clase con los que guardaba más amistad que con ella. Así es la vida.

—No parece afectada por el asesinato. ¿No le preocupa?

—Mire, le seré sincera. Siento lo que pasó, pero no me entristece. ¿Por qué iba a entristecerme? La conocí durante cuatro meses a lo sumo.

—Hábleme de esa amistad o lo que fuese.

—No sé qué decir. Pensaba que era divertida. No le preocupaba lo que decía el resto de la gente ni, por supuesto, lo que pensaba. Yo tenía ganas de rebelarme. Ella hacía cosas que yo no me atrevía a hacer. Yo era buena chica. Ella mala. Supongo que los extremos se atraen.

Doblamos a la izquierda y recorrimos un pasillo lleno de latas de verdura, pasta, arroz integral y blanco, y legumbres secas. Seleccionó un paquete de lentejas.

—¿Conoce a Mofletes Clifton? —pregunté.

—Claro. Salía con Justine.

—¿Cuánto tiempo salieron juntos?

—Un año, quizá menos. Yo, personalmente, pensaba que era un vago, pero a ella le gustaba. Después de romper siguieron siendo amigos.

—Eligió a un tipo curioso, ¿no cree?

—Tendría que haber visto al chico con el que salía yo. Ese sí que era un inadaptado.

—¿Conocía Mofletes a Cornell?

—Nos conocíamos todos.

—¿También a Frankie Miracle y a Iona Mathis?

—Me suenan los nombres, pero no, no conozco a ninguno de ellos.

—¿Pasaba Mofletes mucho tiempo en casa de usted?

Pareció algo desconcertada.

—Bastante. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Cree que robó el Mustang del establecimiento de su padre?

Reflexionó un momento.

—Es posible. Ya había robado coches antes.

Se acercó a los expositores y eligió un bote de salsa de tomate y dos latas de cerdo con judías.

—¿Sospechó usted de él en aquel momento?

—Puede que se me pasara por la cabeza.

—¿Se lo comentó alguna vez a su padre?

—No. Yo no lo vi robar nada, así que no iba a causarle problemas sin saberlo con seguridad. Supuse que quería impresionar a Justine.

—¿Todavía no habían roto?

—Bueno, sí, pero él esperaba volver con ella.

—¿Sabía ella que se había llevado el coche?

—Eso no lo sé ni siquiera yo. Ha sido sólo una suposición. No sé adónde quiere ir a parar.

—Es que creo que no sólo robó el coche, sino que además fue a Lompoc con Charisse. —No añadí «muerta en el maletero».

—¿Y?

—¿Nunca le preguntó si sabía qué había sido de Charisse?

—Estoy segura de que si hubiera sabido algo, lo habría dicho.

—¿No hubo nadie que se preocupara?

—La verdad es que no. Medora denunció la desaparición y supusimos que la policía se encargaría del asunto. Si parece una mezquindad, lo siento.

Habíamos entrado en un pasillo flanqueado por congeladores. Pasteles helados, pizzas y bolsas de verduras. Adrianne abrió una puerta de cristal y sacó una bolsa de guisantes.

La miré ceñuda.

—¿Por qué me da la sensación de que sabe algo que no me cuenta?

—Estoy segura de que sé muchas cosas que no le he contado.

—Sobre Charisse.

—No quiero crear problemas. Ya se lo he dicho.

—¿A quién le crearía problemas?

—Estoy hablando en general, de nadie en concreto.

—Esperemos que sea verdad. Gracias por la charla.

Adrianne siguió por el pasillo y yo me quedé donde estaba, observando la eficiencia con que se desenvolvía.

Pasé por el motel. El coche de Stacey no estaba. No había dejado ninguna nota para mí, así que imaginé que lo vería más tarde. Fui al hospital de Quorum y encontré a Dolan durmiendo, con la bandeja de la cena a un lado. Me acerqué de puntillas a la cama y, bajo el borde de la manta doblada a sus pies, metí una copia del informe guardada en un sobre cerrado. Pasé por el puesto de enfermeras y tuve una breve charla con la señorita Kovach, que me informó de que iban a trasladar a Dolan de la unidad de cirugía cardíaca a una planta médica normal. Le pedí que le comunicara que había estado allí y que le había dejado un informe actualizado a los pies de la cama.

—Se lo transmitiré —dijo.

Salía del aparcamiento cuando llegó Stacey. Bajamos las ventanillas respectivas y hablamos de coche a coche. Le di otra copia de las notas que había tomado y que consistían en un rápido resumen de mi conversación con Adrianne, además de lo que había oído de labios de Betty Puckett sobre la escapada de Wilbur Sanders y su posterior bigamia.

—Lamento oír que Mofletes pasara tanto tiempo en casa de los McPhee —dijo Stacey—. Me jode hacer campaña en contra, pero creo que tendremos que cambiar de dirección.

—¿Y qué si los conocía? Pudo haber robado igualmente el coche, ¿no cree?

—¿Y cómo vamos a probarlo? Pensaba que las huellas serían concluyentes —comentó—. En fin. Diré a los muchachos que investiguen a Wilbur. No resultará difícil localizarlo. Además, podríamos darle una lección, ya que estamos en ello.

—Sí, Medora lleva tiempo enferma. No estaría mal que Wilbur asumiera parte de la responsabilidad. Por cierto, ¿dónde se había metido? Pasé por el motel, pero se había ido.

—Fui a la oficina del sheriff y hablé con un par de agentes. Dijeron que les tomarían las huellas a los McPhee si pueden convencerlos.

—¿Cree que accederán?

—No veo por qué no. A propósito, quiero que vengas a la iglesia baptista conmigo. Mañana es domingo de Pascua y Edna me dijo que todos los McPhee estarán allí. Habrá dos servicios religiosos, pero creo que el que nos conviene es el de las nueve. Después volverán a casa de Edna para darse un atracón. Es domingo de Pascua, apuesto a que comen jamón.

—¿Por qué dice eso?

—Es igual que mi madre. Siempre comíamos jamón el domingo de Pascua, con ñame y judías verdes. Los seguiremos y hablaremos con ellos cuando se hayan reunido todos en torno a la casa.

—No sé, Stacey. Quizá debería ir usted solo. Yo lo único que conseguiré será irritar a Ruel.

—Quiero que vengas conmigo. Prometo que será breve.

Un coche se detuvo detrás de mí y el conductor dio un rápido y educado bocinazo.

—Nos veremos luego en el motel —me despedí.

—Dame quince minutos.

Cenamos en la habitación de Dolan, que Stacey había hecho también suya. Los dos nos sentamos en la cama y compartimos una caja de pollo frito, puré de patatas, salsa de carne y mazorcas de maíz. Cuando terminamos, recogí los huesos, los envases vacíos y los cubiertos de plástico y los tiré a la basura. Stacey quería que me quedara a ver una película, pero yo tenía ganas de descansar. No estoy acostumbrada a pasar mucho tiempo en compañía.

—Si me necesita, estaré en mi habitación. Si no, nos veremos por la mañana.

—De acuerdo. Llamaré a tu puerta a las ocho. Así tendrás tiempo para ducharte y vestirte.

—Ay, mierda. Acabo de recordar que no he traído más ropa que los vaqueros.

—No es problema. No tenemos por qué entrar en la iglesia.

Podemos esperar en el aparcamiento y seguirlos hasta la casa.

—¿Y por qué no vamos allí directamente?

—¿Y si deciden cambiar de idea y se van a comer a otro sitio? Puede que sea la única oportunidad que tengamos de hablar con todos a la vez.

—¿Cree que Edna renunciaría a la oportunidad de preparar el banquete de Pascua?

—Seguramente no, pero quiero ver a la congregación vestida de punta en blanco —dijo—. Como cuando yo era pequeño.

No va a dejar que me escaquee, ¿verdad?

Sonrió con benevolencia.

—Disfruta de la noche.