21

El descolorido cartel que había al lado del camino decía: PISOS DE LUJO TULEY-BELLE; LA VIDA DEL FUTURO ESTÁ AQUÍ. El proyecto había sido ambicioso, con mucha propaganda para despertar la fiebre compradora. Un rótulo de papel pegado en diagonal en una esquina del cartel pregonaba ÚLTIMAS DOS PARCELAS. Si era cierto, las demandas estarían aún en los juzgados. Reduje la marcha y salí de la autopista siguiendo la deteriorada carretera de cuatro carriles y un andén central de hormigón tan pelado como el desierto. Es probable que los constructores tuvieran intención de poner una entrada suntuosa, con setas y palmeras flanqueando el camino, pero la urbanización se había abandonado mucho antes de que se plantara nada. La vegetación era mínima. El terreno llano llegaba hasta las estribaciones de los montes Palo Verde. Las distancias eran engañosas, ya que el aire seco y despejado era como un catalejo. La urbanización, que parecía estar a medio kilómetro de distancia, resultó que se encontraba a más de dos kilómetros.

Cuando llegué a la sucia zona de aparcamiento y apagué el motor, el silencio envolvió el coche como un caparazón invisible. A la cruda luz de la tarde, los edificios a medio construir parecían tan desolados como una choza junto a un precipicio. El viento había arrastrado la basura contra las casas. El terreno era llano y sin accidentes. Dolan me había contado que, a pesar de las lluvias torrenciales del desierto, las precipitaciones duran tan poco que apenas empapan el terreno. Incluso desde el coche distinguía profundas zanjas abiertas por la escorrentía en el suelo poroso y que bajo el sol se habían endurecido tanto como el cemento.

Bajé y cerré el coche de un portazo. Fue un ruido ahogado, como absorbido por el aire mismo. El complejo urbanístico se había construido al tuntún. Unas partes estaban terminadas; otras se habían comenzado y abandonado a continuación. Al fondo se veían cimientos bordeados de paredes de hormigón, pero nada más. El suelo estaba cubierto de huellas de neumáticos y me imaginé un tráfico constante de adolescentes deslizándose en la oscuridad, refugiándose de la crudeza de la noche en la relativa calidez de las paredes aisladas. El viento era constante, fuerte y silbante, me echaba el pelo sobre los ojos y arrastraba la arena por el camino.

A unos cincuenta metros vi un perro gris y flaco, estirado sobre la panza arrancando perezosamente la carne de una presa reciente. Tardé un rato en darme cuenta de que era un coyote. El animal me miró indiferente, pero se puso de pie y se alejó al trote con la presa colgando de las fauces. Tenía el pelaje de un color tan parecido a los apagados tonos del desierto que se desvaneció como un fantasma.

Retrocedí hasta el edificio más cercano y entré. Las ventanas habían desaparecido y habían quitado las puertas de las bisagras. Los «okupas» no habían llegado muy lejos. Había colchones pegados a las paredes de lo que debería de haber sido el vestíbulo, y parecía una sala de hospital. Algunos tenían encima una manta raída, pero sobre la mayoría no había nada. También se veían cajas de cartón que hacían de mesilla de noche para una colección de ceniceros, restos de droga y latas de cerveza vacías. Me acerqué a observar la botica. Aquellos críos consumían hierba, hachís y cocaína, pero la adicción principal seguía siendo la nicotina, porque había cuatro veces más colillas de cigarrillos que de porros. Un condón usado, encasquetado en la punta de una bota de baloncesto, lo decía todo. Traté de imaginarme a las pobres adolescentes que se iniciaban en la vida sexual en tan lamentables circunstancias. Quizás estaban demasiado borrachas o demasiado colocadas para preocuparse por lo que hacían o les hacían.

Oí un rumor fuera, como una bandada de pájaros que emprendiera el vuelo. Escuché atentamente para identificar el ruido. Era como si restallara una bandera, como si se hubiera desprendido una cortina de plástico y el viento se la llevara arrastrando. El ruido era inquietante, como si alguien sacudiera una bolsa de basura antes de meterla en el cubo. Me dirigí a la puerta más cercana y me aventuré por el pasillo, mirando en todas direcciones. No había el menor rastro del plástico errante, sólo habitaciones intercomunicadas, llenas de inclemente luz solar. Me detuve y agucé los sentidos cuanto pude. Entonces se me ocurrió algo que tendría que haber pensado antes: Tuley-Belle era el lugar ideal para un asesinato. Los gritos de la víctima no se oirían a más de cien metros. Si el asesinato se cometía en la calle, la sangre podía ocultarse con tierra. Y si tenía lugar dentro, podían fregar el suelo y luego enterrar los trapos para abonar el suelo.

Tuley-Belle me recordaba las ruinas ciclópeas de la antigüedad, como si por allí hubiera pasado misteriosamente una civilización salvaje. Incluso a la luz del día se olía a derrota. Sabía que estaba sola. Debido a lo aislado que se encontraba de todo lo demás, cualquier coche que llegara podía divisarse a kilómetros de distancia. En cuanto a los vagabundos, podían hallarse en cualquier parte del complejo. Había multitud de lugares donde esconderse y múltiples formas de ocultarse si se presentaba el caso. Volví sobre mis pasos, tratando de no correr y conteniendo la respiración hasta que estuve dentro del coche. Stacey tenía que ver aquello.

Cuando volví al motel, vi a Stacey paseándose delante de mi puerta. Supuse que estaría deseoso de inyectarse otra dosis de comida rápida, porque no imaginaba qué otra cosa podía producirle tanta agitación. En cuanto me vio se acercó corriendo al coche. Bajé la ventanilla. Se apoyó en ella mientras sonreía y se señalaba la cara.

—¡Me alegro de verte! Creía que no ibas a llegar nunca. ¿Sabes qué es esto? Soy yo, más alegre que unas castañuelas.

—¿Qué pasa?

Dio un paso atrás y me abrió la portezuela.

—Ha llamado Joe Mandel. Los peritos en huellas están haciendo horas extras. ¿Te dije que me daba la sensación de que habían limpiado el Mustang a conciencia? Bueno, resulta que no se limpió tan a conciencia, porque han encontrado dos series de huellas: una en el freno de mano, la válvula de escape, la llanta de la rueda de recambio y el frontal de la guantera. Como si el conductor hubiera querido sacar algo y luego la hubiera cerrado. La segunda serie estaba en un mapa de carreteras de California metido bajo el asiento delantero.

—¿Han conseguido huellas completas después de tantos años?

Stacey hizo un ademán en el aire para restarle importancia al detalle.

—Esos muchachos pueden hacer cualquier cosa. Por lo visto, que el coche hubiera estado fuera de circulación y encerrado en aquel cobertizo ha facilitado las cosas muchísimo.

—¿De quién son las huellas?

Stacey puso cara de aflicción.

—No me presiones y deja que te lo cuente a mi manera. Han comparado las dos series de huellas con las de Charisse, pero por ese lado no ha habido suerte. Mi teoría es que por entonces ya estaba muerta y en el maletero. Sacaron la rueda de recambio de allí y lo más probable es que la dejaran en el asiento trasero para hacer sitio al cadáver. Quien limpió el coche nos hizo un favor. Eliminó todas las huellas accidentales y las que se dejó eran tan claras como un matasellos. Mandel detectó las primeras en cuestión de minutos. ¿Sabes de quién son? No lo adivinarías. Es fabuloso.

—De Frankie Miracle.

—Eso es lo que yo dije, pero me equivoqué. Di otro.

—Stacey, si no lo suelta ya, lo voy a moler a palos.

—Mofletes.

Parpadeé varias veces.

—¿Cree que Mofletes tuvo algo que ver?

Stacey se echó a reír.

—Todavía no lo sé, pero cabe esa posibilidad. Cuando me lo dijo Mandel, casi se me cayó la dentadura. Aunque si lo piensas, tiene sentido. Cuando hablaste con Mofletes en la cárcel, seguro que le comenzaron los tembleques. Probablemente suponía que todo estaba olvidado y, dieciocho años después, va y sale otra vez a la superficie. No podía saber de cuánta información disponíamos ni si habíamos llegado a relacionarlo con el caso. Sopesaría sus opciones y llegaría a la conclusión de que era mejor echarle la culpa a otro. Por eso sabía con qué pequeños detalles debía salpicar su patraña. Esto no quiere decir que la matara él, pero creo que sabe quién fue.

—Además, fue muy sutil —añadí yo—. Me acuerdo de cuando comentó que habían envuelto el cadáver; lo contó con tanta naturalidad que pensé que no era más que un detalle decorativo de las fanfarronadas carcelarias de Frankie. Y pensé lo mismo cuando dijo que la habían apuñalado.

—¿Tú no se lo habías dicho?

—Claro que no. Él trataba de sonsacarme información, pero yo no le conté nada. No me extraña que tuviera tanto miedo de que Frankie supiera que había hablado conmigo. Frankie se habría puesto hecho una furia si hubiera sabido que Mofletes lo estaba señalando con el dedo. Doy por sentado que la segunda serie de huellas no era de Frankie.

—No, qué va, menudo desgraciado. Me ha sentado muy mal.

—A mí también. Acabo de hablar con el pintor que lo contrató, un tipo llamado Lennie Root. Dice que Frankie y Mofletes trabajaron para él a principios de 1969. Frankie se fue al cabo de seis meses, a mediados de junio más o menos. Parece que después trabajó tres semanas en Blythe. Allí fue donde conoció a Iona Mathis y se casó con ella.

—¿Y Mofletes? ¿Dónde estaba?

—No lo sé, pero puedo preguntárselo. Yo me estaba concentrando en Frankie.

—¿Entonces Root lo sitúa en Quorum por la misma época en que se encontraba allí Charisse?

—En Quorum no, en Blythe, que queda muy cerca —respondí—. A finales de julio, cuando desapareció Charisse, Frankie se trasladó a Venice, a cinco horas en coche. Y heme aquí ahora, a punto de aceptar su teoría, pensando que Frankie era nuestro hombre, y resulta que reaparece Mofletes. Ya me dirá usted.

—No necesariamente. Pudieron haberlo hecho juntos. Mofletes te dijo que no se conocían, pero está claro que era una mentira cochina.

—Cierto. Mofletes conocía a Iona, ¿por qué no iba a conocer a Frankie? Puede que los presentara ella —dije—. O quizá sucedió al revés y fue Mofletes quien presentó a Iona y a Frank.

—Bueno, no tiene tanta importancia, ya que la segunda serie de huellas no es suya.

Personalmente, me resulta insoportable que no tenga nada que ver en esto.

—Bueno, alguien iba en el Mustang con Mofletes. ¿Iona?

Stacey frunció el entrecejo y se rascó la barbilla.

—A ver, a ver, espera un momento. Espera. Es un salto que no podemos dar. Estamos situando a Mofletes en el Mustang cuando mataron a la chica, pero cabe la posibilidad de que las huellas sean posteriores y no contemporáneas. ¿Conocía Mofletes a los McPhee?

—Si robó el coche, poco importa si los conocía o no.

—Pero si Mofletes conocía a Cornell o a cualquiera de la familia, pudo acceder al vehículo sin que resultara raro. El coche estaba hecho una ruina cuando se recuperó. Ruel pudo haberle encargado que lo llevara al cobertizo o lo lavara. También es posible que Cornell y él se hubieran escondido en el cobertizo para fumar. Hay miles de razones que explicarían por qué están allí sus huellas.

—En el caso de que se conociesen —dije.

—Exacto.

Medité un momento.

—Mofletes se crio en Creosote, que está a unos veinticinco kilómetros al sur. Creo que un poco más abajo de Hazelwood Springs.

—Es lo que yo digo.

—Pero aunque se conocieran, Mofletes podría ser el autor del robo. Cuando lo detuvieron en Lompoc, estaba haciendo autoestop. Pudo haber robado el coche, haber ido con él hasta Lompoc, tirado el cadáver y empujado el coche por aquel terraplén.

—¿Por qué no se lo preguntamos? Dijiste que se fue con su hermana cuando salió de la cárcel. ¿Tienes la dirección?

—No, pero será fácil encontrarla.

Conseguimos la dirección de Mofletes por el administrador de la cárcel del condado de Santa Teresa. Decidimos ir en el coche de alquiler, ya que el de Dolan olía a tabaco. Mientras bajábamos hacia el sur por la autopista 78, le enseñé Tuley-Belle y le conté lo que había visto. Tal como me había imaginado, quiso echarle un vistazo a la urbanización y decidimos acercamos en cuanto tuviéramos un momento libre.

Creosote no era tan grande como Quorum, pero sí diez veces mayor que Hazelwood Springs, por la que habíamos pasado de camino. El rótulo municipal decía: POBLACIÓN, 3.435, pero la Cámara de Comercio debía de haber inflado la cifra. Dada la proximidad de Arizona, el pueblo había optado por un estilo del Salvaje Oeste y parecía un decorado de película barata en la que en cualquier momento podía caer del tejado del bar un vaquero acribillado a balazos. Los comercios de la estrecha calle principal eran de madera, construcciones adosadas de dos y tres plantas, con frontones que prolongaban la fachada, escaleras exteriores muy empinadas, y entarimado entre los edificios, en vez de las habituales aceras. O realmente había sido un importante centro minero o todo era un montaje para que pareciese un lugar con más historia de la que tenía.

Stacey se había puesto el gorro de punto rojo, alegando que tenía frío en la cabeza. Sospeché que atravesaba un raro periodo de vanidad, aunque es posible que me equivocara. La casa de la hermana de Mofletes estaba en la calle A, cerca del cruce con la Tercera, y era una pequeña estructura cúbica levantada en un cuadrado de césped. Tres escalones de hormigón conducían al pequeño porche. Dentro se oía el gemido de una aspiradora. Stacey llamó educadamente con los nudillos sin que surtiera ningún efecto. Volvió a llamar y esta vez oímos que apagaban la aspiradora. Felicia Clifton abrió la puerta, descalza, con vaqueros y una camiseta, y un trapo del polvo colgándole de la cintura. Era una pelirroja alta y de huesos grandes, con un pañuelo azul en la cabeza al estilo de la Cenicienta. Se había pintado los ojos dándoles un sentido efectista. Tenía ambos párpados embadurnados con kohl. Las pestañas postizas realzaban el azul de sus ojos.

—¿Sí?

—Estamos buscando a Felicia Clifton. ¿Es usted?

—Sí.

—Soy Stacey Oliphant, de la oficina del sheriff de Santa Teresa, y esta es Kinsey Millhone…

Felicia cerró los ojos.

—Si han venido por Cedric, yo misma lo mataré. Juro por Dios que lo mataré.

—No se ha metido en líos, señorita Clifton, al menos que yo sepa, pero nos gustaría intercambiar unas palabras con él si está por aquí.

—Pues no está. Se fue anoche muy tarde, o ya de madrugada. No sabría decirle. Ni siquiera ha dejado una nota diciendo adónde iba ni cuándo volverá.

—¿Podríamos entrar en la casa?

Felicia titubeó mirando la calle como si los vecinos estuvieran espiándonos tras las cortinas.

—No voy a dejarlos de pie en el jardín.

Pasamos directamente a un salón de unos tres metros por tres. Desde donde estábamos se veía la cocina y supuse que el resto de la casa consistiría en un par de dormitorios con un cuarto de baño en medio. El aire olía a productos de limpieza. Se notaba que había pasado una fregona por el suelo de la cocina y había dejado residuos de Pine-Sol. Capté un tufillo a cera de muebles Pledge, a Comet, a limpialavabos Lysol y, quizás, a un poco de lejía casera.

—Siéntense —dijo.

Stacey se acomodó en el sofá y yo elegí una silla amarilla de plástico que había a su izquierda. Felicia no podía estarse quieta y me pregunté si no limpiaría para calmar la ansiedad, como a veces hago yo. Se había esforzado para que el lugar resultara atractivo, aunque los muebles parecían proceder de tiendas de segunda mano, de subastas benéficas y de ofertas.

—¿A qué se dedica usted? —preguntó Stacey, tratando de insuflar cordialidad en la voz.

—Tengo un establecimiento de limpieza en seco. Toda mi vida gira alrededor de lo mismo, limpiar la suciedad de otros.

—Supongo que Cedric le habrá causado no pocos problemas —dijo Stacey.

—Venga, vamos, llámelo Mofletes. Todo el mundo lo llama así. No sé por qué me empeño en llamado Cedric. Con la clase de persona que es, queda ridículo.

Se sentó en una silla de plástico idéntica a la mía. Estiró la mano y ordenó un mantoncito de revistas; luego, como quien no quiere la cosa, empuñó el trapo y lo pasó por encima de la mesa, recogiendo partículas invisibles de polvo.

Stacey carraspeó para aclararse la garganta.

—¿Sólo viven aquí ustedes dos?

—Sólo nosotros. Mi hermano ha sido una fuente de problemas desde que puedo acordarme. Nuestros padres se separaron cuando él sólo tenía año y medio. Mamá se fugó con un tipo que vendía tuberías galvanizadas y papá se mató a fuerza de borracheras un par de años más tarde. Yo tenía ocho años cuando nació mi hermano. Por entonces papá era un inútil y no me quedó más remedio que criarlo yo. Ya puede figurarse cómo fue.

—Un trabajo duro a esa edad.

—Y que lo diga. Seguramente lo hice mal, porque Cedric Se ha metido en líos desde los nueve años. Ya sé que no debería acudir a rescatarlo ni pagarle fianzas para que vuelva al buen camino. No sirve para nada. Su única cualidad es que sabe escaquearse a la hora de trabajar; y de vez en cuando roba algún coche.

—¿Qué ha hecho desde que salió de la cárcel? —pregunté.

—Lo de siempre. Beber, fumar, pedirme dinero y quedarse con el culo pegado a las sillas. De vez en cuando me echa una mano, pero sólo si le grito. Alguna vez lava los platos o hace la compra. Supongo que no pierdo la esperanza de que cambien las cosas.

—¿Ha buscado trabajo?

—Dice que sí, pero en este pueblo no hay mucho que hacer. Hay un puesto vacante en Lácteas Queen, pero le parece poco para él. Vaya usted a saber de dónde sacará eso. Ha caído tan bajo que no creo que haya nada por debajo de él. Se irá en cualquier momento. No sé por qué, pero cuando un tipo la caga siempre hay alguna mujer que se compadece de él. En este caso soy yo.

—Conozco a otra así —dije, pensando en lona.

—Es la culpa —comentó Stacey.

—¿Es por eso? Bueno, supongo que sí. Siempre parece inocente. Cada vez que lo miro, lo recuerdo con nueve años. Lo pillaron robando dos portarretratos de plata a una vecina que vivía enfrente. ¿Para qué mierda quería dos portarretratos de plata? Luego lloró como un niño de pecho y juró y perjuró que no volvería a hacerlo.

—¿Y cuánto le duró?

—Cosa de un mes. He olvidado lo que robó después, algo igual de inútil. Ya podía echarle sermones, gritar y chillarle. Sabía exactamente qué decir para liarme otra vez. No tiene un pelo de tonto, pero es un holgazán a la hora de continuar algo. Hace lo que sea al momento, sin pensar en las consecuencias. Lo siento, no sé por qué he comenzado a contar todo esto. ¿Quieren que le diga que los llame cuando vuelva?

—Eso nos vendría muy bien —dijo Stacey, y sacó un bolígrafo—. ¿Tiene un papel? Le daré el número.

—Póngalo en la cubierta del Cosmopolitan. Los guardo todos.

Stacey anotó en la revista el nombre del motel, el teléfono y el número de nuestras habitaciones.

—Escriban también sus nombres, así no los olvidaré —dijo, lo que significaba que ya los había olvidado.

Stacey garabateó los nombres y se guardó el bolígrafo.

—Cuando sale, ¿sabe adónde va? Nos gustaría dar una vuelta, a ver si lo encontramos.

—Hay un bar en Vine, una especie de agujero en la pared. Pueden asomarse por allí. No se me ocurre ningún otro sitio, a menos que haya ido a Blythe.

—¿Con quién sale?

—Con nadie que yo conozca. Ha estado en la cárcel tantas veces que ya no le quedan muchos amigos. Recibió un par de llamadas el jueves por la noche. De la primera no sé nada. Respondió él. La segunda vez contesté yo y era una mujer con la que salió hace años…

—No sería Iona Mathis —dije.

—Pues sí. ¿La conoce?

—La conocí hace unos días.

—Es buena chica. Me gusta. Es una pena que no acabara con ella. Creo que se casó con otro.

—¿Por qué lo llamó?

—No lo sé, pero debía de estar hecha una furia, porque lo oí disculparse y jurar a gritos que no había hecho lo que al parecer a ella tanto la enfadaba. Luego se puso un hombre al teléfono y se reanudó el griterío.

—¿Frankie Miracle?

—Podría ser. Creo que sí. Tampoco prestaba tanta atención. El teléfono está en la cocina y sonó mientras ponían en la tele mi programa favorito, así que, en cuanto empezó a gritar, me levanté y cerré la puerta.

—Después de la llamada, ¿no dijo nada de irse anoche?

—No, pero tampoco me dice la mitad de las cosas que hace.

—¿Cree que pudo haber ido a reunirse con Iona?

—Por Dios, no. Espero que no. ¿Con lo enfadada que estaba? Lo más inteligente en su caso sería mantenerse alejado.

—No me gusta el cariz que toma el asunto —dije cuando Stacey y yo estuvimos otra vez en el coche—. ¿Por qué no buscamos una gasolinera con teléfono público?

—¿A quién vas a llamar?

—A Annette. La madre de Iona.

Había dos gasolineras en la calle principal; una de Chevron en el cruce de la Primera con Vine y otra de Arco en el cruce de Vine con Hollywood. A pesar de todo, en aquel pueblo tenían sentido del humor. Stacey entró en la de Arco. Nos vaciamos los bolsillos en busca de calderilla. Stacey esperó en el coche mientras yo marcaba el número de Información y conseguía el teléfono del café Moonlight de Peaches. Al poco rato, Annette estaba al otro lado de la línea.

—Hola, Annette. No sé si me recuerda, soy Kinsey Millhone. El teniente Dolan y yo…

—Te recuerdo —dijo—. ¿Cómo se encuentra el teniente? He olvidado su nombre…

—Conrad. La gente lo llama Con. Tuvo un infarto ayer e ingresó en el hospital de Quorum.

—Vaya, no somos nadie. Pobre hombre. ¿Qué tal está ahora?

—Bien, se encuentra en manos de buenos médicos y creen que se recuperará.

—Gracias a Dios. Dile que lo tendré presente en todas mis oraciones.

—Descuide. Pero ahora quisiera hacerle una pregunta a Iona. ¿Está trabajando?

—Ay, reina, ojalá. Se marchó de Peaches poco después de tu visita y fue directamente a Santa Teresa. Llamó más tarde, aquel mismo día, para decir que estaba en casa de Frank. No puedo creer que una hija mía tenga tan poca mollera. Le rogué que se apartara de él, pero ¿me ha hecho caso? Claro que no.

—¿Y cómo es eso? Lo último que supe es que él ni siquiera sabía dónde encontrarla.

—Reina, eso sólo me lo imaginaba yo. Ahora he descubierto que estuvo en contacto con él durante todo el tiempo que permaneció entre rejas. Hablaban por teléfono casi todos los días.

—¿Qué provocó que saliera corriendo en su busca?

—No sabes lo hiperprotectora que se vuelve cuando se trata de él. Es peor que mamá osa. Está convencida de que no tiene nada que ver con la muerte de esa pobre chica, ya sabes, aquella por la que preguntaste. Si lo hizo, ella sería la primera en proporcionarle voluntariamente una coartada.

—¿Llegaría a hacer una cosa así?

—¿El qué?

—Proporcionarle una coartada para los dos días posteriores a la muerte de Cathy Lee. Fue poco concreta en ese punto.

—Iona está convencida de que hay una explicación, aunque hasta ahora no he oído ni una palabra. Creo que se ha marchado para averiguar dónde estuvo Frankie aquellos dos días. Sé que le inquietaba algo relacionado con la cantera donde tiraron a la chica.

Me despegué el auricular del oído y me lo quedé mirando.

—¿Y por qué la pone nerviosa una cantera?

—Oh, conoce bien el lugar. Jugaba por allí cuando era pequeña. Tiene un par de primos, los hijos de mi hermana, y en verano siempre pasaba dos semanas con ellos. Iban en bicicleta a la cantera y jugaban a tirarse piedras.

—¿En Lompoc?

—¿Qué te estoy diciendo?

—¿Por qué no se lo contó al teniente Dolan?

—No lo recordé entonces, de lo contrario se lo habría dicho enseguida.

—¿Está segura de que es la misma cantera? Tiene que haber otras por la zona.

—Creo que es eso lo que Iona quiere averiguar.

—¿En algún momento ha mencionado a Mofletes?

—¿En relación con qué?

—Puede que le contara a Frankie algo sobre él.

—Bueno, puede que sí. Ya sabes que Mofletes y Frankie estuvieron juntos en la cárcel por aquella época. Si lo ha acusado alguien, ha tenido que ser él. Ella cree que Mofletes puso sobre la mesa el nombre de Frankie con la esperanza de conseguir un trato de favor.

—Mierda, eso no es verdad —me quejé—. No hubo ningún trato. Mire, haga una cosa, ¿quiere? Si sabe algo de ella, ¿le puede decir que me llame? Estoy en Quorum, en el motel Vista Marina, habitación ciento veinticinco.

—No creo que me llame, pero, si lo hace, se lo diré con mucho gusto. Aunque la verdad es que tú estás más cerca de ella que yo.

—¿Perdón?

—Verás, reina, Iona está en Creosote. Ya te lo he contado antes. Cuando se marchó de Santa Teresa, fue a buscar a Mofletes para ver si podía arreglar las cosas.

—¿Ha ido Frankie con ella?

—Dios mío, no lo sé. Espero que no. Nunca me cuenta nada.

No llegué a gruñir, aunque tendría que haberlo hecho.

—No nos preocupemos por eso ahora. Gracias, Annette. Ha sido de gran ayuda.

—Reina, dele de mi parte al teniente Dolan un besazo de los de antes, con lengua.

—De acuerdo. Y por favor, dígale a Iona que me llame en cuanto averigüe algo de ella. Supongo que no sabrá dónde se aloja, ¿verdad?

—Claro que no. Si lo supiera, te lo habría dicho.

—Estupendo. Pensaba que valía la pena comprobarlo, por si se me había escapado ese detalle.