20

Salí de Lonas El Diamante y volví al motel. Vi el carrito de la limpieza delante de mi habitación. La doncella me estaba cambiando las sábanas y utilizaba las sucias para sujetar la puerta mientras trabajaba. Me asomé para ver cuánto le faltaba para terminar. El colchón con funda de plástico quedaba al descubierto y a los pies de la cama había un juego de sábanas limpias. La chica se encontraba en el cuarto de baño con el transistor encendido escuchando una emisora en español. En el teléfono de la mesita de noche parpadeaba una luz. Oí el agua de la cisterna y la doncella salió con mi toalla en el brazo y la bolsa de productos de limpieza.

—Ah, hola —saludé—. Siento interrumpida. ¿Tardará mucho?

Esbozó una amplia sonrisa y asintió con la cabeza.

Okey —respondió, y añadió en español—: Sí. Un momento.

—Volveré más tarde —dije.

Salí y me dirigí a la oficina. La recepcionista estaba en su taburete giratorio, masticando chicle todavía, con la falda subida y balanceando un pie mientras leía las páginas interiores del National Enquirer.

—La luz de mi contestador parpadea. ¿Puedes decirme quién ha llamado?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Descuelga y marca el 6.

—La muchacha de la limpieza está en mi habitación, por eso he venido a preguntarte.

Me miró con resignación.

—¿Qué habitación?

—La ciento veinticinco.

Con paciencia exagerada, dejó a un lado el periódico, giró el taburete para quedar delante del ordenador, tecleó en el tablero y leyó la pantalla. Masticó un rato y la cara se le iluminó.

—Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Te ha llamado un dentista, el doctor Spears. ¿Qué te pasa en los dientes?

—¿Ha dejado algún teléfono?

Hizo un globo con el chicle, se lo metió en la boca con la punta de la lengua y esperó a que explotara para cerrar la boca.

—Sí, pero no me molesté en apuntarlo. Está en la guía.

—Cuando empezaste a trabajar aquí, ¿hiciste algún cursillo? Dejó de masticar.

—¿De qué?

—Métodos administrativos, protocolo telefónico, buena educación…, cosas así.

—Qué va. ¿Sabes lo que me pagan? Salario mínimo. Tres dólares con treinta y cinco la hora. Además, no necesito buena educación. Mi tío es el dueño. Y, por si quieres quejarte en el libro de reclamaciones, me llamo Geraldine.

Lo dejé correr.

Salí por la puerta y giré a la derecha, en busca de los teléfonos públicos que había visto al lado de la máquina de cubitos de hielo. Abrí el bolso y saqué el listín de Quorum y un puñado de calderilla. Encontré el número del dentista y lo marqué, con el teléfono encajado entre el hombro y la cabeza, mientras guardaba el listín en el bolso.

Contestó la señora Gary.

—Hola, señora Gary —saludé—. Soy Kinsey Millhone. No puedo creer que se encuentre en la consulta un sábado.

—Estaba poniendo al día las reclamaciones de seguros. Es el único rato que tengo para hacerlo.

—El doctor Spears me ha dejado un mensaje. ¿Está por ahí?

—Ha ido a jugar al golf, pero puedo decirle por qué la llamó. Encontró la ficha que buscaba. La tengo en la mesa.

—Dígale que le quiero.

—Se morirá de la emoción —replicó.

Me eché a reír.

—¿Podría hacerme un favor? ¿Podría meterla en un sobre y enviarla por correo al sargento Joe Mandel, de la oficina del sheriff de Santa Teresa? Él hablará con el odontólogo forense y se ocupará del asunto desde allí. —Le dicté la dirección y le di mis más efusivas gracias para ella y para el doctor Spears. Colgué mientras elevaba al cielo mis plegarias más fervientes.

Estaba casi convencida de que el cotejo de la ficha dental con los maxilares de Juana Nadie confirmaría la identidad de Charisse Quinn. Aunque también es cierto que los resultados podían no ser concluyentes. Una ficha dental es posible que contenga errores, o puede estar incompleta por faltarle detalles de intervenciones anteriores o posteriores, omitidos por cualquier razón. Una identificación positiva podía tardar semanas, pero una vez se confirmara, los chicos podrían rastrear administrativamente el paradero de los padres naturales de Charisse por medio de los Servicios Sociales del condado de Riverside. Pero en aquel momento me sentía bien. Al parecer progresábamos, a pesar de tener tantas cosas en contra.

Cuando volví a mi habitación, la puerta estaba cerrada y el carrito de la doncella en otro punto de la galería. Entré y tiré la cazadora y el bolso encima de la cama. Saqué el petate del armario, lo puse en la mesa y metí la mano hasta el fondo, donde había dejado la copia del expediente del caso. Me senté y lo leí página por página. Sabía qué estaba buscando, pero no dónde se encontraba. Al cabo de veinte páginas llegué al informe, fechado el 1 de agosto de 1969, en el que se detallaba la detención de Frankie Miracle, que había declarado que vivía en Blythe, California. No se hablaba de Venice, el lugar donde se había cometido el asesinato. En el apartado de «profesión», Frankie se había clasificado como ayudante de pintor. Su jefe, según él, era Lennie Root, de Pinturas R & R, de Hazelwood Springs, tal calle y con tal teléfono. Doblé una punta de la hoja y proseguí. Sentía curiosidad por la llamada de la supuesta madre de Charisse que Stacey había mencionado. Cincuenta páginas más adelante di con el informe complementario, fechado el 9 de agosto de 1969 a las 14:00 aproximadamente, en el que el ayudante Joe Mandel daba cuenta de una llamada telefónica que había recibido desde la subcomisaría del sheriff del condado de Riverside que había en Quorum. Un agente llamado Orbison había llamado a la subcomisaría de Lompoc en respuesta al teletipo relacionado con la víctima sin identificar, cuya descripción coincidía con la de una menor desaparecida llamada Charisse Quinn. Se había ido de casa el 27 de julio. La oficina del sheriff del condado de Riverside tenía los siguientes datos: fecha de nac. 10 de abril de 1952, estatura 1,60, peso 57 kg. Pelo rubio, ojos azules, orejas perforadas y empastes dentales. Como madre de acogida figuraba Medora Sanders, en la misma dirección donde yo la había conocido. Según Orbison, esta se presentó la mañana del 9 de agosto para tramitar la denuncia de la desaparición.

Después de la llamada de Orbison, Mandel intentó ponerse en contacto con Medora dos veces, pero sin éxito. El 11 de agosto de 1969, hacia las siete de la tarde, la oficina del sheriff del condado de Riverside volvió a llamar por teléfono, esta vez para informar a Mandel de que habían recibido una llamada de una mujer que afirmaba tener una hija llamada Charisse Quinn, que al parecer había muerto asesinada. Quería que supieran que su hija había vuelto a casa y estaba viva y en perfecto estado. La mujer le dio un teléfono al ayudante del sheriff, que a su vez se lo pasó a Mandel. Mandel señalaba en su informe que llamó a aquel número, pero que estaba fuera de servicio. Si luego intentó localizar al abonado, eso no lo puso por escrito. Seguí pasando páginas, pero ya no encontré más referencias a Medora ni a Charisse. Tomé unas cuantas notas y me quedé sentada, jugando con las fichas y poniéndolas en filas al azar.

Era extraño ver cómo se iban perfilando y aclarando los detalles. Cuando Dolan me dio el expediente, leí aquellos mismos informes, muchos de ellos más de una vez. El dato de la chica desaparecida sólo era uno entre muchos otros que no significaban nada fuera de contexto. Ni siquiera el nombre nos pareció significativo hasta que Stacey lo recordó. Lo mismo ocurrió con la profesión de Frankie Miracle. En anteriores lecturas, el detalle parecía de poca importancia. Ahora casi saltaba de la página.

Había tres cosas que me intrigaban: primera, Medora no denunció la desaparición con tanta rapidez como me había hecho creer. Me había dado a entender que fue directamente a la policía, cuando en realidad tardó más de una semana. Ya volvería por su casa para pedirle explicaciones por demorarse tanto. Segunda, si Charisse se marchó de Quorum el 27 de julio, pudo cruzarse en el camino de Frankie Miracle después de matar este a Cathy Lee Pearse el 29 de julio. Todavía me costaba imaginar cómo había terminado el Mustang en Lompoc, a menos que lo hubiera robado la propia Charisse. A pesar de que Medora había dicho que no tenía permiso de conducir, puede que supiera conducir. En tal caso, podía haber llegado hasta Lompoc y haber abandonado allí el vehículo para proseguir el viaje en autoestop. Y por último me preguntaba quién había hecho la llamada fingiendo ser la madre de Charisse. Si Frankie tenía algo que ver con el asesinato de Charisse, Iona podía haber llamado para encubrirlo. El 11 de agosto, cuando se recibió la llamada, ya se había descubierto el cadáver de Charisse y ya había en marcha gestiones para averiguar quién era. ¿Qué mejor manera de cortar la conexión que afirmar que la chica desaparecida estaba en casa? Y era innegable que aquella llamada había suprimido el nombre de Charisse de la maquinaria de la investigación.

Guardé el expediente y las fichas en el cajón de la mesa y saqué mi fiel listín telefónico, que no sólo lo era de Quorum, sino también de Blythe, Mesa Verde, Hazelwood Springs, Palo Verde, Ripley, Creosote y ocho municipios de Arizona. Pasé a las páginas amarillas en busca de los pintores. Según un anuncio destacado en un recuadro, Lennie Root, de Pinturas R & R, era un pintor de brocha gorda especializado en casas, urbanizaciones, apartamentos y comercios. Estaba asegurado, avalado y autorizado legalmente para trabajar, prometía precios razonables, trabajo rápido y presupuestos gratis. Había un teléfono, pero ninguna dirección, lo que significaba que dirigía el negocio desde su casa con un contestador automático. Busqué el apellido Root en las páginas blancas y, por supuesto, allí estaba. Empezaba a encariñarme con aquellas poblaciones pequeñas por lo fácil que era localizar a sus habitantes. La paranoia de la megalópolis y sus teléfonos sin registrar sólo servía para ponerme el trabajo más difícil aún. Sabía la forma de conseguir la información, pero no era tan inmediata como allí. Recogí la cazadora y subí al coche.

Cuando llegué al Burger King eran las doce y cuarto y el coche de alquiler de Stacey ya estaba en el aparcamiento. Entré y me puse a mirar a los clientes hasta que lo vi en una mesa del fondo. Incluso allí había adornos de Pascua: grandes huevos y conejitos de Pascua de cartón. Stacey levantó la mano al verme.

Me senté enfrente de él.

—Siento haberlo hecho esperar —me disculpé.

—¿Quién ha dicho nada de esperar? Ya me he comido una Whopper con una ración de patatas fritas.

—Bueno, bravo por usted. Espero que no le importe mirar mientras tomo un bocado.

—Tranquila, seguiré comiendo. La Whopper estaba buena, pero no me ha saciado. He pensado que deberíamos hacer un estudio, puramente científico, sobre la Whopper y la Big Mac, y probar las dos a la vez para ver cuál preferimos. O ir en sentido ascendente: hamburguesa McDonald’s, hamburguesa con queso, súper con queso y la Big Mac. ¿Qué te parece?

—Preferiría un batido de chocolate.

Durante la comida (primera mía, segunda suya), puse a Stacey al corriente de mi visita a la casa de lonas y del repaso que había hecho del expediente y del informe en que se mencionaba a Lennie Root.

—¿Qué tal fue su entrevista con George Baum?

—Una lástima —respondió—. Es el vendedor modelo, fundas en la dentadura y falso encanto. Intentó venderme un BMW, pero rechacé la oferta. El caso es que, cuando le pregunté por Charisse, se salió por la tangente. Se creía astuto, como si yo nunca hubiera visto a alguien irse por las ramas. Sospecho que se la beneficiaba, pero ahora que sabe que ha muerto le gustaría mantener las distancias. Casi se cagó encima cuando le dije de dónde había sacado su nombre. Se puso a hacer fintas desesperadas para deshacerse de mí y acabó dándome una información que creo que vas a encontrar interesante. Me contó que Charisse y la hermana de Cornell eran uña y carne.

—Vaya, eso es nuevo.

—¿Verdad? Dijo que era normal verlas juntas por el pueblo. Aseguró que Charisse andaba loquita por Cornell y se pegaba a Adrianne para estar más cerca de él.

—Lo que nos lleva a preguntamos por qué Adrianne no contó nada de esto. Según Cornell, él apenas conocía a Charisse.

Desde luego, es lo que Justine me dio a entender.

—Valdría la pena hablar con Adrianne, o con los otros dos.

—¿Quiere hacerla usted mientras yo voy a ver al pintor?

—Prefiero que te encargues tú de las dos cosas. Mi energía se agota. Necesito una siesta. En cuanto termines, pasa por el motel. Ya me habré levantado, pero si no es así, te doy permiso para despertarme. Iremos otra vez al hospital a explicarle a Dolan cómo están las cosas.

Cuando nos separamos, me senté en el coche a decidir qué entrevista haría primero. De momento estaba más interesada por saber nuevos detalles de la amistad de Adrianne y Charisse que por hablar con Justine, con Cornell y con el pintor. Sin embargo, cuando consulté el listín telefónico, vi ocho «Richards» registrados, y Adrianne no aparecía entre los ocho. No sabía cómo se llamaba su marido. Como era sábado, sabía que no estaría en el Instituto. Quelle putade. Aquello limitaba mis alternativas al pintor y los dos McPhee. Y, como según el listín, me encontraba sólo a cuatro manzanas de la casa de Cornell y Justine, ganaron estos.

La casa era una estructura de madera pintada de amarillo brillante, con bonitas ventanas de paneles rómbicos y postigos verde oscuro. Delante de la fachada había tiestos con geranios de color rosa. Una valla blanca de dos travesaños cercaba el patio. El garaje de dos plazas estaba abierto y vi a Cissy, la niña de seis años, y a sus dos hermanas mayores cerca del banco de trabajo de Cornell.

Aparqué delante de la casa y me acerqué, sorteando las bicicletas que obstaculizaban el camino de entrada. Cornell levantó la cabeza y me saludó sin interrumpir el trabajo.

—Hola, ¿qué tal?

—De fábula. ¿Está construyendo una casita para el perro?

—Pues sí, y estará lista en cuanto acabe con el tejado. Las niñas lo tienen todo preparado para pintarla. ¿Conoce a mis hijas?

—Conocí a Cissy el jueves. Y esta mañana he visto a las tres en casa de sus abuelos.

—Ah, sí. Es verdad. Estas son Amelia y Mary Francis.

—Hola —dije. No me enteré de quién era quién, pero tampoco importaba mucho. Además, la mayoría de los niños me parecen intercambiables—. ¿Se encuentra Justine en casa?

—Haciendo la colada. Puede ir por ahí. El cuarto de la lavadora está nada más entrar. Cissy, ¿quieres enseñárselo?

Titubeé, me daban ganas de preguntarle por Charisse antes de sacar a relucir el tema con Justine presente, pero con las niñas delante no me pareció buena idea. Cissy me tiraba de la mano, así que dejé que me guiara por la parte trasera del garaje hasta el cuarto de la lavadora. Hecho lo cual volvió con su padre y a las actividades previstas para el sábado.

Encontré a Justine en calcetines y con una sudadera y pantalón a juego de color verde oliva. Estaba de espaldas a mí, metiendo en la lavadora tejanos y camisas de trabajo sucios. La secadora ya estaba funcionando y llenaba el cuarto de un calor húmedo y agradable mientras una prenda con hebillas repicaba constantemente al dar vueltas en el bombo.

—Espero que no le importe que haya llegado sin avisar —dije.

Dio un respingo y ahogó una exclamación.

—Joder, me ha dado un susto de muerte. No la he oído entrar.

—Perdón. No quería aparecer junto a usted de repente. Cornell me dijo que entrara por aquí. Supongo que imaginó que no me oiría si tocaba el timbre.

—¿Qué hace aquí?

—Lo normal. Fisgoneando. ¿Le importa si hablamos?

—Ya le he dicho todo lo que sabía.

—Deme la oportunidad, ¿vale?

Miró al suelo para dominar el fastidio, pero noté que se ablandaba, si bien es cierto que a disgusto.

—Espere a que termine con esto y hablaremos en la cocina.

Metió las prendas que quedaban, echó detergente y suavizante, cerró la puerta y puso el programa. Apretó el botón de arranque. Se lavó las manos en la pila y se las secó con una toalla que sacó del montón de la ropa sucia.

La seguí a la cocina, que estaba inmaculada, en las antípodas de la de su madre, pringosa y llena de trastos. No entiendo cómo mujeres con hijos tan inquietos se las arreglan para tener la casa en orden. Me ofreció café, probablemente para expiar su irritabilidad. Acepté pensando en que aquello prolongaría la visita. Echó café en una taza y la metió en el microondas. No era una mujer guapa. Había algo descolorido en su aspecto, como si hubiera estado anémica durante varios años y se hubiera quedado pálida y consumida. La sudadera verde añadía color a sus ojos, pero tampoco mucho. El microondas pitó y Justine sacó la taza.

Cuando me la puso delante, el café se derramó. Me dio una servilleta de papel.

—¿Quiere saber algo en particular? Todavía no hemos comido. Tengo que ir al supermercado a comprar pan.

—Seré breve —dije mientras limpiaba la mancha de café. Decidí tomar un desvío para llegar a la amistad entre Adrianne y Charisse—. ¿Ha tenido oportunidad de hablar con Cornell?

—¿Sobre qué?

—Tenía miedo de que se enfadara con usted si hablaba conmigo.

—Ya ha pasado. Me contó que la había visto en casa de mi suegro, así que supongo que todo está olvidado. Por suerte para usted —dijo. Trajo azúcar y leche semidesnatada y luego se sentó con las manos bajo los muslos.

—Fue porque el agente Oliphant estaba allí. Ruel y él parecieron congeniar. ¿Conoce a Stacey?

Negó con la cabeza.

—He oído que había otro policía en el pueblo, pero todavía no lo he visto. No paran, ¿verdad?

—Sí. Se lo toman muy en serio.

—Bueno, está bien, aunque no sé qué importancia tiene ya, después de tantos años.

—Los polis son tipos curiosos. En realidad nunca se rinden. Se limitan a esperar.

—Mire, no quiero ser grosera, pero me tengo que ir. Las niñas se van a enfadar.

—Perdón. Iré directa al grano —dije—. Esta mañana, cuando Stacey habló con Cornell, este le mencionó a un compañero de clase que había estudiado con ustedes en el instituto que se llama George Baum.

—Sí, conozco a George. ¿Por qué le habló de él?

—Al parecer, Cornell cree que estuvo liado con Charisse.

—¿Liado?

—Es una manera delicada de decir que se la follaba.

—¡Oh, por el amor de Dios! No es verdad. George tenía novia, una animadora del equipo de fútbol, se llamaba Gansita Franks. Llevaban años saliendo juntos, por lo menos desde que comenzaron el bachillerato. Se casaron un mes después de terminar los estudios.

—¿Gansita?

—Es un apodo. He olvidado su nombre verdadero.

—A lo mejor Gansita no se dejaba y George se consolaba con Charisse.

Hizo una mueca.

—Qué ocurrencia más vulgar.

—¿Por qué? Ustedes no paran de decir que era muy puta.

—Bueno, sí, pero no puedo creer que George hiciera algo parecido. ¿Lo ha admitido?

—Que yo sepa no, pero le contó a Stacey que Charisse y Adrianne eran íntimas. Me intriga por qué no nos lo había dicho nadie hasta ahora.

—Eso es mentira. ¿Por qué contaría una cosa así? Está loco.

—No lo sé, Justine —repliqué con desconfianza—. Dice también que Charisse estaba loca por Cornell y que salía con Adrianne para poder llegar a él. Lo lógico sería que Adrianne se hubiera ofrecido espontáneamente para facilitar cualquier información en cuanto se enteró de que Charisse estaba muerta.

—Usted reconoció que no estaba segura de que fuera ella.

—Bueno, la identificación no es definitiva aún, pero ahora disponemos de su ficha dental, de modo que nos estamos acercando. Tendría que haberlo comentado esta mañana, pero no me pareció apropiado delante del comité parroquial de Edna. Además, fue en ese momento cuando me di cuenta de quién era Adrianne. Ya puede imaginarse mi sorpresa. La había visto en el instituto de Quorum. Luego descubro que es la hermana de Cornell, y después me entero de que ella y Charisse eran colegas.

—No eran colegas. George no sabía lo que decía. Las llamadas colegas de Charisse eran un puñado de fracasadas de Lockaby. Le iba más su marcha.

—¿De veras? Su madre admitió que era un auténtico incordio, que siempre quería salir con usted y con su hermano.

—A veces la llevábamos con nosotros, pero nos hacía pasar vergüenza.

—¿Sabía usted que Charisse andaba loca por él?

—Oh, por favor.

—¿Por qué iba a mentirnos George?

—Yo no he dicho que mintiera. Sino que no era así. Menudo imbécil. Además, si estaba colada por Cornell, ¿qué? Había muchas chicas coladas por él. Era el chico más popular de nuestra promoción.

—Pero ¿cómo se sentía usted? ¿Eso no la molestaba?

—Yo sabía que al final acabaríamos juntos, ¿por qué iba a preocuparme por las otras?

—Me refería a Charisse en particular.

—Ella no era nada. Un engendro. No me importaba nada en absoluto.

—Caramba, es asombroso. Cuando yo iba al instituto, me sentía insegura. Usted debía de tener mucha más confianza en sí misma.

—Yo no diría eso. Fue el destino. En el momento en que vi a Cornell, supe que era para mí. Sucedió en la escuela elemental. Empezamos el bachillerato en centros diferentes, pero nos reencontramos en el instituto durante el último año.

—Amor a primera vista.

—Exacto.

—Entonces, no tenía importancia que Charisse y Adrianne fueran amigas…, desde la perspectiva del efecto que podía producir en usted.

—Charisse podía hacer lo que le diera la gana. A mí me daba igual. —Miró el reloj y me hizo una seña para indicarme que el tiempo se había acabado. Podía haber sido psiquiatra, con aquella habilidad suya para la comunicación silenciosa.

Levanté la mano.

—Sólo una cosa más y la dejo tranquila. ¿No le parece demasiada casualidad que su padre desapareciese casi al mismo tiempo que ella?

Me miró fijamente.

—No entiendo a qué se refiere.

—Vamos, Justine. Usted no es tan ingenua.

—¿Insinúa que se fugaron juntos?

—¿Nunca se le había ocurrido?

—Claro que no. Papá se fue en junio. Ella estuvo varios meses con nosotras después de aquello.

—En realidad, sólo hasta finales de julio. Unas seis semanas. ¿Y si tenían una aventura?

Se echó a reír.

—Qué ordinariez. Me ofende pensar que tuvo relaciones sexuales con mi madre, así que figúrese con alguien como ella. Es una idea asquerosa.

—Asquerosa para usted, quizá, pero en los anales de la historia humana no sería exactamente la primera vez. Le dije lo mismo a su madre. Charisse era una chica promiscua, de modo que ¿por qué no con él?

Apretó las mandíbulas, miró al suelo con inquietud y se remetió tras la oreja un mechón de cabello claro.

—Mire —dije—, yo no puedo hacer afirmaciones tajantes. Ninguno de nosotros conoce los hechos. Todo esto es especulación.

—Pues es de muy mal gusto —replicó poniéndose de pie.

—La dejo con sus cosas. Creo que voy a tener unas palabras con Cornell.

—A lo mejor a él no le interesa.

—No se opuso a que yo hablara con usted.

—Por educación.

—Una cualidad que siempre he admirado en los hombres. Pero si no puedo hablar con él ahora, no se apure. Tengo otras cosas que hacer.

Según mi mapa de California, Hazelwood Springs era un micropunto en la Autopista 78, situado a dieciséis kilómetros al sur de Quorum. Era un pueblo tan pequeño que lo atravesé sin darme cuenta. Cambié de sentido aprovechando el camino de entrada de la casa que tenía más cerca y volví sobre mis pasos. El pueblo consistía en un autoservicio, dos travesías, un puñado de casas y una gasolinera de las antiguas, con dos surtidores y un mozo que salía en persona, llenaba el depósito, limpiaba el parabrisas y decía la hora. Terminé poniendo veinte dólares de gasolina en la tanqueta de Dolan, y el mozo, a cambio, fue tan amable que me indicó cuál era la casa de Lennie Root, que estaba en la acera de enfrente.

La casa de Lennie Root era de madera pintada de blanco y se apoyaba en bloques de piedra artificial que creaban un espacio subterráneo donde estaban almacenados todos los útiles de pintura. En la puerta principal había adosada una placa de cerámica con flores que decía: FAMILIA ROOT, MYRA y LENNIE.

Fue Lennie quien respondió a mis llamadas. Andaba por los sesenta años, tenía la cara flaca y fláccida, y grandes bolsas bajo los ojos. Su cabello revuelto y gris estaba manchado de pintura roja ya seca. Encima de los pantalones y la camiseta llevaba un delantal hasta los pies, con un volante en el peto. En la mano sujetaba una camisa de vestir blanca y arrugada como si fuera un gato vagabundo y fuese a echarlo de un puntapié.

—¿El señor Root? Me llamo Kinsey Millhone. Espero que pueda responder a unas preguntas sobre un antiguo empleado. ¿Recuerda a Frankie Miracle?

—¿Por qué lo pregunta? Porque si es usted del OSHA o del seguro de invalidez, quiero que conste en acta: la herida fue un camelo.

—No estoy aquí por eso. En realidad soy investigadora privada y colaboro en un caso de homicidio cometido en agosto de 1969. Frankie, poco antes de esa fecha, declaró que trabajaba para usted.

Parpadeó.

—¿Qué tal se le da la plancha?

—¿La plancha?

—Mi mujer está fuera, ha ido a visitar a su madre. No volverá hasta el lunes y esta noche ceno en casa de mi hija. Tengo que planchar esta camisa, pero no sé cómo. Mi mujer siempre las salpica con agua y las pone en una tabla, pero nunca me he fijado en lo que hace después. Si me enseña, le contaré todo lo que quiera saber.

Me eché a reír.

—Señor Root, ha tenido suerte. Ha hecho un buen trato.

Me dio la camisa y lo seguí por una modesta sala de estar hasta la cocina del fondo. El fregadero estaba lleno de platos sucios y en la encimera había más vasos, más cubiertos y más platos grandes. En la mesa del desayuno había un barreño de plástico con el borde roto, lleno de ropa recién lavada. La puerta del cuarto de la lavadora estaba abierta y Lennie sacó de allí una tabla de planchar con funda de flores y patas metálicas. Cuando la abrió, el chirrido del metal sonó como el grito de apareamiento de un pájaro exótico. Enchufó la plancha. La puse en «Algodón» y esperé a que se calentara.

—Mi tía Gin me enseñó cuando yo tenía siete años, básicamente porque a ella no le gustaba planchar. —Me chupé el índice y toqué la plancha caliente. La plancha suspiró—. Fíjese. —Levanté la camisa humedecida por los hombros, estirando la tela con las dos manos y enderezando las costuras del canesú.

—¿Eso es lo primero?

—A menos que la camisa no tenga canesú. Entonces hay que empezar por el cuello. —Puse la camisa sobre la tabla de planchar y le expliqué la estrategia: el canesú, después el cuello, luego los puños, las dos mangas y finalmente el cuerpo de la prenda.

Observó con atención hasta que terminé, colgué la camisa de una percha metálica y le abroché los botones. Le di otra camisa del barreño para que lo intentara él. Era lento y un poco patoso, pero hizo un buen trabajo para ser la primera vez. Pareció complacido de sí mismo y fantaseé con que el buen hombre se pasaba la tarde planchando todo el barreño. Apagó la plancha, apartó el barreño y me señaló una silla.

En cuanto estuvimos sentados, dijo:

—Bien. ¿Qué puedo decirle de Frankie, aparte de que es el mayor cabrón que ha habido en el mundo?

—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando para usted?

—Seis meses. Casi siempre borracho; y cuando no, un incompetente.

—¿Lo contrató usted o su socio?

—No tengo socio.

—Como su empresa se llama Pinturas R & R, supuse que el otro R sería su hermano, su hijo o su padre.

—Qué va. Sólo estoy yo. La otra R es para tranquilizar al público. Una empresa unipersonal hace que el cliente tema que no se pueda realizar el trabajo. De esta manera, facilito un presupuesto y me firman el contrato; cuando se dan cuenta de que sólo estoy yo, bueno, pues ya no hay vuelta atrás. Soy rápido, soy concienzudo y soy meticuloso.

—¿Por qué se le ocurrió contratar a Frankie?

—Para hacer un favor a otra persona. Es el mayor error que he cometido en mi vida. Aquel tipo conocía al hermano de Frankie y me preguntó si podía darle trabajo. Acababa de salir de la cárcel y nadie estaba dispuesto a darle una oportunidad. No es que la idea me entusiasmara, pero acababan de hacerme un buen encargo y necesitaba ayuda con urgencia.

—¿En qué año fue?

—Entre las Navidades del 68 y el verano del 69. Él aseguraba que tenía experiencia, pero era mentira. Es el peor ayudante que te pueda tocar, él y aquel amigo suyo. La gente así es la que da mala fama a la cárcel.

—¿Qué amigo?

—Clifton. Gran muchacho. Tenía un nombre gracioso…

—Mofletes.

Lennie me señaló con el dedo.

—El mismo.

—No sabía que Frankie y Mofletes fueran tan amigos por aquella época.

—Lo eran cuando trabajaban para mí.

Suponía un dato inesperado. Ardía en deseos de contárselo a Stacey, aunque por el momento no supiera qué significaba, si es que significaba algo.

—Por lo que ha dicho antes, entiendo que Frankie presentó una especie de reclamación. ¿Sufrió algún accidente laboral?

—Eso argumentó. Sí, sí. Dijo que se había caído de un andamio, pero estaba trabajando solo y era un bulo. Me enteré de la reclamación y lo siguiente que supe fue que estaba en la cárcel, esa vez acusado de asesinato. ¿Es el homicidio al que se refería?

—No, me refería a otro, una chica muerta a puñaladas unos días después de la primera. Se deshicieron del cadáver en Lompoc, que es donde detuvieron a Frankie. ¿Recuerda cuándo dejó el trabajo?

—En junio. Lo sé porque el cumpleaños de Myra y nuestras bodas de plata fueron el quince de junio y por entonces ya se había marchado.

—¿Cómo fue a parar a Venice?

—Oí que tenía un empleo en Blythe, de jardinero; o sea, un adulto que cortaba el césped por el salario mínimo. Conoció a una muchacha de dieciséis años y tres semanas más tarde se casaron. Le despidieron de aquel trabajo y se largó a Venice, donde le pintó la casa a un amigo.

—Entiendo.

—¿También es sospechoso del homicidio que usted está investigando?

—Digámoslo así. La policía no lo pierde de vista. Por desgracia, a estas alturas todavía no hay pruebas de que conociera a la víctima ni de nada que lo relacione con el crimen.

—¿Y cómo ha llegado usted hasta mí?

—Había una lona en el escenario del crimen, confeccionada por la casa Lonas Por Encargo El Diamante, de Quorum. Hace un rato estaba echando un vistazo a los productos que venden y recordé que en el informe de la detención se mencionaba a un pintor. Frankie hizo que constara usted como su jefe.

—Bah, por entonces ya hacía tiempo que se había ido. Si no se hubiera largado lo habría echado yo a patadas, y estoy seguro de que lo sabía. Poco después, el trabajo que tenía entre manos se fue al garete. Fue un mal año para mí.

—Supongo que no reconocería la lona si volviera a vera.

—Debería. He utilizado las mismas durante años. Las compro en Quorum, en la ferretería de Main. ¿La lleva encima?

—Qué más quisiera. Está en un almacén de la oficina del sheriff del condado de Santa Teresa.

—Bueno, diga que busquen manchas de pintura en ella. Durante la época en que Frankie trabajó para mí, el único color para exteriores que utilizamos fue Arena del Desierto. He olvidado la marca… Porter quizás, aunque podría haber sido Glidden. Si analizaran la pintura, podrían establecer un vínculo entre la lona y él. Yo estoy dispuesto a testificar.

—Gracias. Me deja usted impresionada. Tiene una memoria excelente.

—El color Arena del Desierto me dio mala suerte. Era el mejor contrato que me había salido. Al menos hasta aquel momento. Habría ganado miles de dólares si la urbanización no se hubiera ido a la mierda.

El corazón me dio un vuelco.

—No estará hablando de Tuley-Belle, ¿verdad?

—¿Conoce ese sitio?

—Ruel McPhee lo mencionó esta mañana.

—Ah, sí. Conozco a Ruel. He trabajado muchas veces para él a lo largo de los años.

—¿Dónde está la urbanización? Me gustaría echar un vistazo.

—Ha pasado por delante al venir hacia aquí. Está en la 78, a mitad de camino entre mi casa y Quorum. En el lado oeste de la carretera. De lejos parece una cárcel. No tiene pérdida.