El sábado por la mañana, después de desayunar, fuimos a casa de los McPhee. El día era claro y soleado. El viento había cesado y el desierto parecía una sábana de niebla beis y malva. Los cactos, mezquites y larreas mexicanas crecían a intervalos, como si los hubiera plantado un horticultor. Más allá, sin que los viéramos, los linces, las zorras, los búhos, los halcones y los coyotes se estarían alimentando con los vertebrados más pequeños. Había leído que las liebres representaban el cincuenta por ciento de la dieta de los coyotes, así que cuando el mal tiempo reduce la población de liebres, también se reduce la de coyotes, por lo que se mantiene el equilibrio en la despensa de la Naturaleza.
Nos detuvimos brevemente en la calle y le señalé el cobertizo donde habíamos encontrado el Mustang.
—Me pregunto por qué se enfadaría tanto cuando le embargaron el coche —dijo Stacey.
—Supongo que porque invadimos su terreno. Usted habría hecho lo mismo en su lugar.
—No estoy tan seguro. Parece que sabe más de lo que da a entender.
—Quizá sea sólo otro viejo cascarrabias acostumbrado a hacer lo que le viene en gana.
—No veo nada malo en eso.
—Stace, no estaba hablando de usted.
Llamé al timbre y nos quedamos en el porche esperando a que abrieran. En el patio trasero se oían el rumor de niños jugando y alborotando y los ladridos de un perro.
Edna abrió la puerta por fin y puso cara de desconcierto.
—Ah. No esperaba volver a verla —dijo, y apartó educadamente la mirada de la rala cabeza de Stacey.
—Hola, Edna. ¿Qué tal está? Le presento al agente Oliphant de la oficina del sheriff de Santa Teresa. ¿Venimos en mal momento?
—Tengo aquí reunido al Comité Auxiliar de la Iglesia baptista, y estamos ocupadas.
Le alargué el edredón.
—No tardaremos mucho. Sólo quería devolverle esto.
Edna tomó el edredón, murmuró «gracias», y fue a cerrar la puerta.
Puse la mano en el marco para impedírselo.
—Esperábamos ver a Ruel. ¿Está aquí?
—Está en el garaje.
—¿Le importa si hablamos con él?
Cedió con un tic de irritación.
—También pueden cruzar la casa y salir por detrás. Es más rápido que dar toda la vuelta.
Entramos mientras cerraba la puerta. La seguimos por todo el pasillo.
—¿Ha hablado con Medora? —preguntó.
—Sí. Estuvo fantástica. Muchas gracias.
En la cocina había cinco mujeres sentadas alrededor de la mesa, sobre la que se veían múltiples hojas parroquiales y grandes sobres blancos. Las cinco nos miraron y sonrieron con expectación mientras nos dirigíamos hacia la puerta trasera. Edna se detuvo un momento a dejar el edredón al pie de la ventana. Reparé en que no nos presentaba, probablemente porque no tenía ganas de explicar qué hacían allí un agente de un sheriff de otra población y una investigadora privada.
En la encimera había un termo grande lleno de café, una bandeja con dulces y servilletas de papel. La única silla vacía era indiscutiblemente la suya. Dos mujeres doblaban las hojas parroquiales mientras otras dos las metían en sobres. La restante lamía la goma de los sobres y pegaba los sellos. La reconocí: cabello castaño claro, ojos castaños, y pecas en la nariz. La había visto en el instituto Quorum, donde trabajaba como secretaria del señor Eichenberger.
—Hola, ¿cómo está? —saludé y me detuve.
—Bien.
—Soy Kinsey Millhone. Disculpe, lo siento, pero he olvidado su nombre.
—Adrianne Richards.
Edna vaciló y dijo:
—Es mi hija.
—Ah. Bueno, encantada de volver a verla. Aquí el agente Oliphant —dije y le obligué a efectuar una ronda de presentaciones.
La verdad es que no me gusta forzar a nadie, pero ¿qué otra cosa puede hacer una pobre chica como yo?
Una mujer se levantó y empezó:
—Soy Mavis Brant. Les presento a Chalice Lyons, Harriet Keres y Adele Opdyke.
Stacey hizo como que se quitaba un sombrero imaginario y el detalle pareció complacer a las mujeres.
Les sonreí brevemente y me volví hacia Adrianne.
—¿Es usted hermana de Cornell? No me había dado cuenta. Qué pequeño es el mundo.
—¿Verdad? —Me sonrió por encima antes de volverse a la mujer sentada al final de la mesa—. Por favor, Harriet, pásame más sobres.
Harriet entregó un fajo de sobres a Adele, y esta se lo entregó a su vez a Adrianne, que hacía como que estaba ocupada en otra cosa. Debía de estar casada, porque, si en la placa de su mesa hubiera puesto «McPhee», le habría preguntado si estaba emparentada con la familia. Me miró un instante de reojo y se puso a hablar con la mujer que tenía al lado.
—Bueno, no queremos entretenerlos —dijo Edna para echarnos de allí.
Stacey y yo cruzamos la puerta trasera y bajamos los escalones del porche, camino del garaje. La nieta de Edna, Cissy, y sus dos rubias hermanas mayores correteaban por el patio medio histéricas, con un perrito saltando detrás de ellas y mordisqueándoles los talones. En aquel momento el perro enganchó el calcetín de Cissy con los dientes. Sin dejar de gruñir, estiraba e intentaba clavar las patas en el suelo, mientras la niña lo arrastraba por la hierba. Fantaseé con mordiscos de perro, sangre e inyecciones antitetánicas a última hora de la tarde. No vi ni rastro de Justine, así que supuse que había endosado las niñas a los abuelos mientras ella se iba a otra parte.
Me llegó el olor del tabaco de Ruel antes de verlo. Estaba en la misma silla de madera, con el mismo sombrero de paja echado hacia la nuca. Parecía pequeño e inofensivo y advertí que Stacey se quedaba perplejo ante la idea de que aquel canijo me hubiera asustado. Tenía aproximadamente la edad de Stacey, setenta y tantos años. Estaba viendo otro programa de televisión con la concentración de un niño. Esta vez eran unos dibujos animados tan subnormales que hasta las niñas preferían que las persiguieran y mordieran los perros.
—¿Otra vez por aquí? —preguntó Ruel, sin mover la cabeza—. ¿Quién es su amigo?
Stacey dio un paso adelante con la mano extendida.
—Stacey Oliphant, señor McPhee. Soy investigador de homicidios de la oficina del sheriff de Santa Teresa. Mucho gusto en conocerlo.
Ruel le estrechó la mano sin ganas.
—Supongo que han venido a confiscarme más cosas. Es una vergüenza que puedan entrar aquí y llevarse lo que quieran.
—Entiendo su punto de vista. Pero la ley es la ley. Nosotros no la hemos hecho, nosotros nos limitamos a aplicarla —sentenció Stacey.
—Ya se nota —dijo Ruel—. Ahora ya no puedo hacer nada. Pero procuren que el coche vuelva sin un rasguño.
—Alto ahí —intervine—. ¿Cree que eso es posible? El coche ya estaba abollado.
Ruel alzó los ojos al techo con fastidio.
—Ni un rasguño más de los que tiene.
Stacey nos interrumpió.
—Señor McPhee, llegué anoche, así que soy nuevo en el lugar. Si no es mucha molestia, me gustaría que me pusiera al corriente de lo que ocurre.
—Pregúnteselo a ella, ya que es tan lista. Yo tengo cosas mejores que hacer.
—Ella dice que hizo usted un buen negocio con ese coche.
Como si fuera una grabación, Ruel recitó los detalles de su buena suerte.
—Conseguí el Mustang gratis en 1969. Un tipo lo dejó en la tienda para que le tapizaran los asientos. Robaron el coche y, cuando lo recuperaron, no quiso saber nada de él.
—¿En serio? Qué chollo —exclamó Stacey, como si estuviera impresionado—. ¿Y por qué ha tenido encerrado el coche todos estos años?
—Mi hijo y yo queríamos restaurarlo, pero ahora van y me dicen que lo utilizaron para una especie de plan criminal. Un homicidio, ¿no?
—Sí, señor. Como comprenderá, nos interesa mirarlo de cerca.
—Pues deberían hablar con el propietario anterior. Un tipo llamado Gant. Podría haber robado el coche él. ¿No se les ha ocurrido?
—Creo que no. ¿Por qué iba a robar su propio coche y luego regalárselo a usted?
—¿Por qué hace la gente lo que hace? Puede que estuviera loco.
—Siempre cabe esa posibilidad. Pero da la casualidad de que está muerto.
—Lástima. Habrían podido fastidiarlo a él y no a mí —replicó Ruel. Encendió un cigarrillo con una cerilla de madera que tiró en el frasco que tenía al lado—. El caso es que no sé nada de ningún asesinato, ni mi hijo tampoco. Cornell no tardará en venir por sus hijas y por ese asqueroso perro. Hablen con él. Aunque si quiere mi opinión, será una pérdida de tiempo.
—Podría ser. Forma parte del trabajo policíaco, seguimos un sinfín de pistas que no llevan a ninguna parte. Por ejemplo, sentimos curiosidad por una lona que se arrojó con el cadáver de la chica. ¿Sabe algo de eso?
—¿Qué clase de lona?
—Una lona fina, tipo lienzo. Como las que se emplean para tapar coches y muebles. La señorita Millhone vio un par de lonas en la tienda y se preguntaba si en aquella época echaron en falta alguna.
—No. No sabría decirles. Da la casualidad de que tengo muchas lonas, pero nunca se han llevado ninguna ni me importaría que lo hicieran. Las lonas son baratas. Dense una vuelta por el Kmart del pueblo si dudan de mi palabra.
—¿Y una funda de coche? ¿Recuerda si el Mustang tenía puesta una cuando se lo llevaron?
—Ya he contestado a eso. Todas mis lonas y fundas de coche están en su sitio.
—¿Las compra en el pueblo?
—¿Cree que las cambio por cupones? Ustedes parecen perros persiguiéndose el rabo. Intenten otra cosa. Estoy harto de lonas.
Stacey y yo cambiamos una mirada mientras Ruel volvía a concentrarse en la pantalla del televisor. Stacey se apoyó en la otra pierna.
—¿Recuerda por casualidad a una joven del pueblo que se llamaba Charisse Quinn? Tenía la misma edad que sus hijos, así que puede que la conociera a través de ellos.
—No me suena. ¿Es la que mataron?
—Sí, señor.
—No recuerdo nada de eso.
Toqué a Stacey en el brazo y me acerqué para murmurarle una pregunta. Stacey asintió y dijo:
—¿Qué pasó con el padre de Justine? Medora nos contó ayer que la abandonó.
—Un triste ejemplar de hombre, si quiere saber la verdad.
—Nos han dicho que era mujeriego.
—Todo el mundo lo sabía menos su mujer. No quisiera hablar mal de ella, pero desde hace años tiene un serio problema con la bebida. Edna y yo nunca tomamos alcohol ni licores de ninguna clase. Es algo que Justine siempre ha sabido valorar.
—Hablaba usted de las andanzas del padre. ¿Qué sabe al respecto?
—Solía ir a los clubes de señoritas de Palm Springs. Le decía a Medora que trabajaba hasta tarde y se iba de putas.
—¿Lo sabe con certeza o eran simples rumores?
—Me lo contó él mismo. A Wilbur le gustaba beber tanto como a Medora, y cuando estaba borracho se ponía a fanfarronear. Era más feo que un mono, pero debía de tener gancho. Contaba que entraba en un bar y que las mujeres se le echaban encima. Casadas o solteras, eso no le importaba. Pedía una copa e invitaba a la chica que tuviera sentada al lado. Si la chica aceptaba, sacaba la cartera y decía que no tenía suelto, sólo un billete de cien dólares. Al final pagaba ella, convencida de que él aflojaría el dinero cuando terminase la velada. Antes de que la chica se diera cuenta, ya lo tenía dentro de las bragas, y ella seguía tragando. Nunca imaginé que hubiera mujeres tan idiotas, pero eso decía él.
—La joven que he mencionado, Quinn, estaba a cargo del tribunal tutelar de menores. Una asistente social la alojó en casa de los Sanders.
Ruel se volvió para mirar a Stacey.
—¿Se refería a aquella muchacha? Acabáramos. No pensaba en ella desde hacía una eternidad. Quinn. Claro. Debería haberlo dicho al principio.
—Hasta ayer no sabíamos cómo se llamaba. ¿La conocía bien?
—La conocía de oídas, pero nada más. Según Cornell, tonteaba con todos los chicos que conocía. «Liberal con sus favores», decía él. Se los llevaba a Tuley-Belle para hacer manitas.
—¿Tuley-Belle?
—Es una urbanización de las afueras. Un complejo que empezaron a construir dos tipos en 1968. Lean Tuley y Maurice P. Belle. Lo tenían a medio construir cuando se arruinaron, así que el lugar se quedó como estaba. A los chicos les gusta porque hay partes que tienen techo y paredes. Las cañerías y la instalación eléctrica están destrozadas, pero, para lo que van allí, me parece que no las necesitan.
—¿Le habló alguna vez Wilbur Sanders de la chica?
—No lo conocía bien, sólo como padre de Justine. Cornell ya salía con ella y de vez en cuando nos reuníamos las familias. Medora casi siempre estaba borracha. Justine me daba pena. Se quedaba sentada tratando de ocultar la vergüenza y la turbación. Y Wilbur murmuraba una disculpa, venía aquí y me regalaba el oído con sus hazañas sexuales. Yo creo que tendría que haber prestado más atención a su mujer.
—¿Y Charisse?
—No sé nada en concreto. Wilbur era demasiado caballeroso para mencionar nombres. En cuanto llegaban, él se excusaba y se venía aquí. Siempre llevaba encima una petaca de ron moreno y fumábamos unos cigarrillos. Cuando se ponía a hablar era difícil cerrarle la boca. Por lo que sé, seguía haciendo escapadas a Palm Springs y Medora ni se enteraba.
—¿Y cree que le habría importado con lo que bebía? —pregunté.
—¡Pues claro! A las señoras no les sienta bien la infidelidad. Son capaces de sacarte los ojos.
Oí que entraba un coche por el camino de acceso y al volverme vi a Cornell aparcando su furgoneta blanca de caja descubierta. Cuando apareció en la puerta trasera de la casa, sus tres hijas corrieron hacia él y se subieron a sus piernas, y el perro se puso a dar brincos alrededor como una pelota de baloncesto. Hubo gritos y abrazos, subrayados por los agudos ladridos del perro. Cornell se deshizo de ellas y vino hacia nosotros peinándose con los dedos y metiéndose un faldón de la camisa que le habían sacado las niñas.
—Hola, papá —dijo con vehemencia. A mí, en cambio, me saludó con menos burbujas que un vaso de Coca-Cola de hacía dos días.
Le presenté a Stacey y se dieron la mano.
—Estábamos hablando de Charisse —informó Stacey.
A Cornell pareció afectarle el tema.
—Ya me lo ha contado Justine. Lamento saberlo.
—¿Era amiga suya?
—Bueno, no, pero la veía en el instituto; antes de que la expulsaran y la enviaran a Lockaby.
—¿Tenía novio?
—Nunca se lio en serio con nadie que yo conociera. Salía con muchos chicos, algunos eran compañeros míos.
—¿Se le ocurre algún nombre, así de repente?
Cornell meditó un momento.
—Creo que Toby Hecht y George Baum. Podrían empezar por ellos.
Stacey anotó los nombres mientras Cornell miraba por encima de su hombro.
—Es Baum, no Baun —señaló.
—Entendido. ¿Y cómo podría localizar a estos dos? ¿Viven todavía por aquí?
—George es el mejor candidato. Vende coches nuevos y usados en Blythe. De Toby no sé nada. Hace años que no hablo con él.
Ruel había estado atento a la conversación y se puso de pie.
—Me van a tener que disculpar, pero he de ver a un individuo a propósito de un perro. Encantado de haber hablado con ustedes.
—Igualmente —dijo Stacey, tocándose la cabeza como si llevara sombrero.
Ruel echó a andar hacia la casa.
Stacey le preguntó a Cornell:
—¿Y Wilbur Sanders? ¿La vio con él?
Cornell se apoyó en la otra pierna. Buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un paquete de tabaco. Lo agitó para que saliera un cigarrillo y lo encendió, mirando hacia atrás para comprobar que ni Edna ni Ruel estaban mirando.
—Lo siento, pero no estoy dispuesto a hablar mal del padre de mi mujer.
—No le pedimos que nos cuente habladurías —dijo Stacey—. Estoy convencido de que es un buen hombre.
Cornell no parecía preparado para llegar tan lejos.
—Lo único que sé es que mi mujer no quiere pensar mal de él, aunque se fuera de casa.
—Buena razón. ¿Qué es lo que su mujer rehuye pensar? ¿Qué Wilbur engañaba a su madre?
—Yo no he dicho eso. Él tenía que soportar muchas cosas.
—¿Se refiere al alcoholismo de Medora? Desde luego, es algo capaz de desunir a una familia. Pero como nos han contado que Charisse iba detrás de todos los hombres, es lógico que nos preguntemos si también fue detrás de él.
—Creo que ya le hablado bastante. Por favor, no se lo mencionen a Justine. Es muy susceptible con este tema.
Cornell apagó el cigarrillo y dejó de responder a nuestros sondeos. Stacey abordó el particular desde distintos ángulos, pero fue inútil.
Más tarde, mientras Stacey conducía el coche que había alquilado, dije:
—¿Por qué se pondría así? Me refiero a su laconismo. Stacey cabeceó.
—No sé si estaba mintiendo en algún aspecto, y mintiendo muy mal, o esforzándose por no chismorrear, y haciéndolo peor todavía.
—¿En qué podía mentir? Si no decía nada.
—Deberías hablar con Justine, ya sabes, de mujer a mujer.
Alcé los ojos al cielo.
—Ah, sí, claro. Seguro que se derrumba y me lo cuenta todo.
—Bueno, quizá lo haga. Y ahora vamos al hospital a ver a Con. Es el primer día sin fumar. Seguro que está subiéndose por las paredes.
—¿Y usted? No le he visto encender la pipa desde que llegó.
—Lo he dejado; es parte del trato que hice para seguir vivo.
La enfermera de la UCC con la que habíamos tratado la noche anterior no estaba de servicio y no llegaría a la planta hasta las tres. A pesar de nuestro encanto no hubo manera de persuadir a la enfermera de guardia, Meredith Snow, de que nos dejara saltarnos las normas. Me senté en la sala de espera, con la mesita vacía y cuatro sillas, mientras Stacey entraba en la habitación de Dolan los diez minutos de rigor. Como no había revistas, me entretuve sacando del fondo del bolso la borra, los pelos sueltos y los pañuelos arrugados. Mientras me afanaba en ello vi el listín telefónico de Quorum, que llevaba varios días allí. Me acordé de la lona y me pregunté dónde adquiriría Ruel las suyas. El listín, entre páginas blancas y amarillas, tenía el grosor de un libro de bolsillo mediano e intenté lo más evidente, mirar el epígrafe «Lonas». Había dos apartados: «Alquiler» y «Venta». No me convencía que un asesino alquilara una lona para envolver el cadáver, pero cosas más raras ocurren. La teoría de Dolan sobre el asesino suponía prisas e improvisación, así que era probable que lo más a mano que tuviese fueran lonas de alquiler. Ruel no alquilaba las suyas, pero otra persona sí podía.
«Lonas-Alquiler» me remitió a «Alquiler de servicios» y a «Patios y jardines». De las siete compañías que figuraban, cuatro anunciaban equipo pesado: ascensores, montacargas, excavadoras, herramientas manuales, pulverizadores de pintura, andamios, generadores, compresores y objetos afines. Las otras tres empresas se dedicaban a objetos para fiestas, como toldos y tiendas de campaña. Doblé la página por abajo para mirar más tarde.
Bajo «Lonas-Venta» había una sola compañía, Lonas Por Encargo El Diamante. El anuncio era un poco largo, ya que detallaba con la letra más pequeña que pueda imaginarse todos los productos de la casa, a saber: asfalto, madera, polipropileno, mallas, polietileno, lonas de camión, poliéster con vinilo, vinilo en láminas, toldos, cortinas de soldador, pantallas, mantas, persianas y fundas de muebles. La empresa estaba en Roberts, a una manzana de la calle principal. Seguía mirando el anuncio cuando apareció Stacey.
Metí el dedo en el listín para no perder la página.
—Vaya, ¿ya han pasado los diez minutos? Se me ha hecho muy corto.
—Entró una mujer para sacarle sangre y aproveché para salir a toda pastilla. —Vio el listín—. Buena lectura.
—Pues la verdad es que sí —dije—. ¿Va a entrar otra vez?
—No. Se queja de todo. Ya sabía que estaría insoportable sin su dosis. Creo que voy a acercarme a Blythe para ver si encuentro a ese tal Baum. No está muy lejos, a dieciocho kilómetros. ¿Quieres venir?
—No, yo lo voy a intentar por otro lado. ¿Por qué no me acerca al motel para recoger el coche de Dolan? Si ha terminado a eso de mediodía, podemos ir al Burger King del pueblo y atiborrarnos de Whoppers.
—Me parece un buen plan.
Lonas El Diamante se encontraba en una manzana de edificios de dos plantas de ladrillo rojo entre las calles 23 y 24. Había mayoristas, una casa de muebles abandonada y una tienda de ropa barata. Algunos comercios estaban cerrados con candado y los pocos que seguían abiertos parecían atravesar una mala época. Lonas El Diamante era la única excepción. Aunque el lugar no era el más indicado para la venta directa, los dos teléfonos estaban ocupados. Me quedé al final del mostrador, escuchando por encima a una empleada enfrascada en una larga conversación sobre el descuento que se podía hacer en un envío de lonas de polipropileno y asfalto. La otra empleada terminó de hablar, se levantó y desapareció por una puerta lateral. Mientras esperaba a que me atendieran, eché un vistazo al lugar.
Era una sala vasta y sombría, dos veces más larga que ancha. El techo de zinc estaba a dos plantas de altura, con largas filas de fluorescentes colgando. A la izquierda, una escalera de madera tallada, pintada de un extraño matiz turquesa, subía curvándose al primer piso. En la pared del fondo había una franja horizontal de baldosas de vidrio que dejaba pasar una luz mate. Vi regueros de manchas de agua en la pared; un escape antiguo o una gotera. Me puse a mirar un folleto que detallaba el número de partes, tamaño, código de barras y peso de una variedad de lonas caqui de doce onzas. Las de seis metros por diez pesaban treinta y cinco kilos, demasiado para llevarlas de un lado para otro. Las lonas oscuras de diez onzas parecían más ligeras, pero temía que no fueran tan resistentes.
La empleada número dos salió de la trastienda. Levantó los ojos, me vio y se acercó al mostrador.
—¿Desea algo?
Parecía cincuentona y tenía los ojos muy maquillados; el pelo teñido de negro, lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza. Vestía tejanos, una camiseta y botas negras de tacón de aguja. Sus uñas eran óvalos perfectos de color rojo oscuro con una rayita blanca cruzada. Me recordó a Iona y me pregunté si sería una experta en el arte de pintar las uñas.
—Sé que es una petición extraña —empecé—, pero espero que me entienda. —Le hablé de Juana Nadie y de la lona encontrada al descubrir el cuerpo. Le hice un rápido resumen de nuestras razones para creer que la víctima era del pueblo y de nuestras sospechas de que el asesinato y/o secuestro se había producido allí—. No dejo de pensar que la lona en cuestión podría proporcionamos una pista del asesino.
—¿A qué se dedicaba, por ejemplo?
—Algo así. Si pintaba paredes o ponía cañizos…
—Cañizos no —dijo—. Para eso se suele utilizar un rollo grande de papel. Sería útil saber de qué material era la lona. De alpaca, de algodón, de material sintético, de mezcla…
—Bueno, la verdad es que no lo sé, ese es el problema. Al mirar este folleto he visto que hacen cientos de lonas, así que probablemente la pregunta sea absurda.
—No crea. Muchos de nuestros productos entran en otras categorías, por ejemplo en protección de cargamentos, y aquí tenemos lonas para maderas, lonas para camiones… No hay que confundirlas con los lienzos con que los pintores cubren los muebles. Son demasiado grandes. Es una lástima que no la haya traído. Al menos podría decirle si es de las nuestras.
—Lo siento. Está guardada bajo llave en un almacén del norte.
—En ese caso, pensemos en otro método. Casi todos los lienzos son iguales, aunque tenemos de dos clases, natural de ocho onzas y de diez onzas. Si se los enseño, ¿cree que advertirá la diferencia?
—Podría intentarlo.
—Me llamo Elfreida.
—Y yo Kinsey. Gracias por su amabilidad.
La seguí mientras salía de detrás del mostrador y se dirigía taconeando por el suelo de hormigón a una gran mesa sobre la que había dos montones de lonas dobladas. Apartó dos lonas, una de cada montón, y las desdobló sobre la mesa sacudiéndolas como si fueran sábanas.
—¿Le suena?
—Creo que es esa —respondí, y señalé la más ligera.
—Aquí está el truco —dijo. Levantó un borde y me enseñó la costura cosida en rojo con un pequeño cuadrado rojo en la punta—. No es la marca de fábrica, pero lo utilizamos para todo.
—Alto, alto, alto. Ese cuadradito rojo está en nuestra lona.
—No es un cuadrado. Es un rombo. Un diamante.
—El nombre de la empresa —deduje.
—Claro que eso no nos indica dónde se compró —dijo sonriendo—. Pudo ser aquí en Quorum o en cualquier otra parte. El problema es que las distribuimos a casas de pintura y maquinaria de todo el condado, y además a centros como Target y Kmart. Es imposible seguir la pista a los productos que salen. No les ponemos códigos a estos artículos.
—¿Quién los compra?
—Sobre todo pintores de brocha gorda profesionales. Quien se pone a pintar su casa compra un plástico que pueda tirar cuando haya terminado. Simplifica el trabajo. Se tira a la basura y ya está. El pintor profesional necesita algo que pueda utilizar más de una vez. Estas lonas son resistentes. Duran años. —Siguió hablando, pero yo me había perdido pensando en los pintores de casas. ¿De qué me sonaba? Estaba segura de haber visto algo en un informe de la oficina del sheriff—. Me parece que está usted en otra parte.
—Perdón. No me ocurre nada. Sólo trataba de recordar dónde había visto que se mencionaba a un pintor de casas. Debo comprobarlo. Muchas gracias. Me ha prestado más ayuda de lo que se imagina.