Crucé la puerta principal del hospital de Quorum y pregunté en recepción cómo se llegaba a la UCC, la unidad de cirugía cardíaca. El edificio no era muy grande, pero parecía muy moderno, al menos a juzgar por lo que había visto al llegar. Cuando llegué a la planta que buscaba me enteré de que habían llevado a Dolan al quirófano. El cardiólogo de Palm Springs había llegado hacía una hora y había movilizado a todo el mundo para operar cuanto antes. La enfermera de guardia me hizo un resumen de la situación, para lo que consultó en el ordenador. Me aseguró que todo iba bien, aunque Dolan tardaría un rato en salir del quirófano. Sugirió que la llamara a las siete, una hora a la que seguro que ya había vuelto.
Al salir del hospital me desapareció la euforia. Eran las cuatro y media. No podía ver a Dolan y no había forma de saber a qué hora llegaría Stacey Oliphant. Tampoco sabría nada de Justine hasta el día siguiente, si es que se decidía a llamar, lo que significaba que no quedaba nadie con quien hablar ni nada por hacer. Volví al Vista Marina. Dejé el coche en el aparcamiento del motel y saqué de la máquina expendedora una lata de Pepsi light. Entré en la habitación de Dolan utilizando su llave y recogí la Smith-Corona. Una vez instalada en mi cuarto, organicé un minidespacho con la mesa del motel. Pasé las notas a máquina, proceso en el que invertí casi hora y media.
A las seis y cuarto abrí el listín telefónico y consulté las páginas amarillas en busca de la pizzería más cercana. Llamé y pedí que me llevaran una pizza mediana de salchichas con jalapeños y ración doble de queso. Dadas las limitaciones de la dieta de Dolan, no había habido manera de comer algo así delante de él. Decidí permitirme el capricho, por tener un detalle. Mientras esperaba, volví a la máquina de los refrescos y saqué otra P. light. Cené sentada en la cama con la espalda apoyada en las almohadas, viendo las noticias y sintiéndome totalmente decadente.
Llamé al hospital poco después de las siete y hablé con la enfermera de guardia de la UCC. Dijo que Dolan estaba en su habitación, por si quería visitado, y eso hice, naturalmente.
Ya había oscurecido completamente y la temperatura había caído en picado cuando salí de la habitación y me dirigí al hospital. A pesar del luminoso casco de contaminación que cubría el pueblo, las estrellas se veían tan claras como si fueran alfilerazos en un papel negro que tuviese una luz detrás. La luna todavía no había salido, pero se veía por dónde se aclararía la noche y, cuando se elevara en el cielo, el desierto brillaría como una bandeja de plata. Dejé el coche en el aparcamiento del hospital y crucé las puertas de entrada por segunda vez aquel día.
Todas las luces estaban encendidas, cosa que daba al lugar un aire cálido y acogedor. El vestíbulo estaba lleno de visitantes vespertinos. Dejé atrás la tienda de regalos y la cafetería y subí al primer piso en el ascensor. Me asomé a las habitaciones compartidas, en todas vi las cortinas corridas y los televisores que había en los rincones transmitían reposiciones. Debían de haber servido la cena a eso de las cinco y media, porque los carritos con las bandejas seguían en el pasillo. Vi platos de comida a medio consumir: judías verdes de bote con filete Salisbury (que es una forma elegante de decir carne a secas) e incontables paquetes sin abrir de barritas saladas de trigo. Había tazas de plástico con una gelatina roja, compacta y sin que la hubieran probado, y sospeché que la dietista del hospital debía de estar desesperada. Aquellas comidas, al igual que las de las escuelas primarias, tenían mejor aspecto sobre el papel que sobre el plato de los desdichados comensales. La mitad de la comida acababa en la basura.
La unidad de cirugía cardíaca estaba tranquila y habían bajado la intensidad de las luces. Dolan se encontraba en una habitación individual, unido por tubos y cables a una fila de monitores. Los signos vitales destellaban en un recuadro, como la hora y la temperatura en los relojes y termómetros digitales de la fachada de los bancos. La decoración estaba pensada para reducir al máximo la sensación de estrés. El azul era relajante y el verde claro y suave. Había una fila de ventanas y un reloj de pared, pero no había televisor ni periódicos que pregonaran la ración diaria de desastres económicos, asesinatos, catástrofes y accidentes mortales.
Le habían quitado las sondas y vi la moradura que el catéter le había dejado en el brazo. No se había afeitado en veinticuatro horas y su cara parecía ya un cepillo de dientes después de limpiar con él las baldosas del cuarto de baño. Le salían dos cánulas de plástico transparente de la nariz. Por lo demás, estaba despierto, tenía buen color de cara y había recuperado parte de su viveza. Parecía cansado, pero no agotado. En cualquier momento se pondría a refunfuñar por no tener nada para beber ni para fumar.
—Buenas, teniente, tiene un aspecto estupendo. ¿Cómo se encuentra?
—Mejor. Casi humano.
Oí un murmullo detrás de mí, me di la vuelta y vi a una enfermera en la puerta, cuarentona, de ojos oscuros y pelo castaño brillante con mechas doradas. Vestía de calle, pero las suelas de sus zapatos eran de crepé y llevaba en la pechera una cédula que decía CHRIS KOVACH, ENFERMERA.
—Disculpen si molesto —dijo—, pero hay un señor en el puesto de enfermeras que asegura que es pariente del caballero. He consultado su ficha, pero no figura como contacto de urgencia ni como familiar.
Dolan se quedó impávido.
—Debe de ser su hermano Stacey —expliqué batiendo palmas—. Cuando lo llamé para contarle lo de su infarto me dijo que se pondría en camino inmediatamente. —Me volví a la Señorita Kovach—. Ya sé que el teniente no puede recibir más de una visita al mismo tiempo, pero su hermano acaba de terminar la quimioterapia por un linfoma y sería maravilloso estar todos juntos después de todos estos meses.
Había creído que los detalles médicos despertarían simpatías, pero me miró como quien está acostumbrado a oír cuentos así tres veces al día por término medio.
—¿Su hermano? Yo no le veo ningún parecido físico.
—Es porque está calvo. Con pelo se parecen tanto que los toman por gemelos.
—Y usted es hija suya —dijo, señalando a Dolan con la cabeza.
—Ajá.
—Entonces el del pasillo es su tío Stacey, ¿me equivoco?
—Por parte de madre.
Levantó un dedo de advertencia.
—Por esta vez pase, pero no se entretengan mucho. No apartaré el ojo del reloj. Nada de trampas con el horario.
—Gracias, enfermera —dijo Dolan con vocecita humilde. Fue aquella humildad lo que finalmente hizo aflorar en los labios de la enfermera la sonrisa que había tratado de contener.
Stacey apareció en la puerta al poco rato. Me alegró ver que llegaba sin el gorro de punto, luciendo su atractivo mosaico de zonas peladas y matas de pelusa. Así sabría la enfermera que al menos en aquello no le había mentido.
—¿Cómo has venido? —preguntó Dolan—. Creía que habías vendido el coche.
—He alquilado uno, un Ford pequeñito y fantástico con el que he llegado volando. Me extraña que no me hayan puesto una multa. ¿Qué tal estás?
—Y eso que no tienes permiso de conducir.
Stacey acercó una silla y me la ofreció.
—¿No quieres sentarte?
—Siéntese usted. Yo quiero crecer.
Como la visita estaba cronometrada, interrumpimos los cumplidos de rigor para concentramos en Juana Nadie.
—Creo que he encontrado una pista —dije. Les conté lo del edredón con retales de margaritas estampadas que me había conducido hasta Medora Sanders—. Según Medora, el nombre de la chica es Charisse Quinn. Al parecer estaba amparada por el tribunal tutelar de menores, que la dio a una familia de acogida a través de los Servicios Sociales del condado de Riverside. Tanto Medora como su hija dicen que era un grano en el culo: embustera, promiscua y malhablada. Según Medora, vivió con ellos unos cinco meses y se marchó sin despedirse. Fue en el verano del 69. También he de decir que Wilbur Sanders, el marido de Medora, desapareció por entonces. Le pregunté si las dos desapariciones podían estar relacionadas, pero no le gustó la idea. Esperemos que el doctor Spears pueda confirmar la identidad cuando encuentre su ficha.
—¿Sabes en qué fecha se fue esa muchacha?
—Todavía no lo sé con exactitud. La época coincide, o eso parece. Espero volver a hablar con Justine para que concrete algo más sobre la fecha. Por cierto, está casada con Cornell, el hijo de Ruel; puede que esto tenga algún significado.
—¿El tipo del taller de tapicería de coches? —intervino Stacey.
—El mismo —dijo Dolan—. El Mustang estaba criando polvo en su cobertizo.
Stacey arrugó la frente.
—Y esa fuga. ¿Estás segura de que se llamaba Charisse Quinn?
—Totalmente —contesté—. ¿Por qué?
—Porque ese nombre figura en un antiguo informe. Puedes comprobarlo tú misma. Su madre llamó a la oficina del sheriff aproximadamente a la semana de iniciarse la investigación. Había oído que habían dado a su hija por desaparecida y quería que supiéramos que estaba viva y coleando.
—Ahora lo recuerdo. Tiene razón. Sabía que había visto el nombre, pero no recordaba dónde.
—Bueno —repuso Dolan—. No podría ser Juana Nadie a menos que resucitara de entre los muertos. Has dicho que la madre llamó una semana después del descubrimiento del cadáver.
—La mujer que llamó dijo que era la madre de Quinn. Pero pudo haber sido cualquiera —recordó Stacey.
—No creo que los antiguos informes de llamadas existan todavía —dije.
—No, no es probable —remachó Dolan—. Ha pasado demasiado tiempo. Lo más que podemos esperar es que el ayudante del sheriff anotara el número cuando recibió la llamada.
—A ver qué aporta el dentista —dijo Stacey—. Si la ficha coincide, sabremos que la víctima es Quinn y la llamada un engaño.
—¿Sabemos algo del Mustang? —preguntó Dolan.
Stacey sonrió y levantó tres dedos.
—Tres cabellos rubios en la bisagra del maletero, de características parecidas a las del pelo de Juana Nadie. No son concluyentes, desde luego, pero refuerza la teoría de que la metieron en el Mustang para transportarla. Alguien se esforzó mucho por limpiar el coche, pero los técnicos han encontrado huellas dactilares y una huella parcial de una mano en el gato. El tipo debió de apartarlo para hacer sitio en el maletero.
—¿Y las manchas? —pregunté—. ¿Eran de sangre?
—Enviamos la alfombrilla al laboratorio de Colgate, pero pasarán semanas hasta que tengamos los resultados. Estamos de suerte; ahora tenemos una tecnología de la que carecíamos en aquella época. Puede que la sangre sea toda suya o que esté mezclada con sangre del asesino.
—Parece que la siguiente pregunta es si las manchas del maletero coinciden con las de la lona. Para que hubiera un apuñalamiento tan encarnizado, la chica tuvo que ofrecer resistencia —dije.
El tono de Stacey era de duda.
—Quizá, pero no olvides que le ataron las manos y el informe del forense no habla de heridas defensivas.
—Aun así, es posible que el tipo se hiciera algún corte —dijo Dolan.
—Ojalá. El problema es que no tenemos ningún sospechoso para hacer comparaciones.
—Rectifica. No tenemos ningún sospechoso todavía.
Levanté la mano.
—¿Podría alguno de los dos preguntar a Ruel por la lona? Quiero saber si era suya.
Dolan dio un bufido.
—¿Y por qué uno de nosotros? ¿Por qué no tú?
—Vamos. Usted sabe que me recibirá a gritos. Pero a ustedes no.
—Gallina.
—Cobardica.
Sonreí.
—Creía que los tipos duros estaban para eso. Para hacer el trabajo sucio.
—Yo hablaré con él —dijo Stacey—. No se atreverá a meterse con un enfermo.
—Un momento, Stacey —le interrumpió Dolan—. No te pases. Dijiste que te encontrabas bien. El enfermo soy yo. Y si no, mira dónde estoy.
—Pues ve tú a verlo. ¿Qué más da? El caso es averiguar de dónde procedía la lona.
—¿Y cómo lo vas a saber? Ese maldito trapo ni siquiera tiene una etiqueta con el nombre del fabricante. Aparte de eso, tampoco me parece tan importante.
—Puede que el asesino fuera un camionero. A veces utilizan lonas para asegurar la carga. —Me interrumpí—. Ay, por favor.
—¿Qué?
—He tenido un flash.
—¿Sobre qué?
—Si la víctima es Charisse y el cadáver se transportó en el Mustang, vuestra teoría sobre Miracle se va por el desagüe.
—¿Por qué supones eso? —dijo Dolan arrugando la frente.
—Sabemos que Frankie robó el Chevy de Cathy Lee. ¿Cómo pudo conducir dos coches, uno desde Quorum y el otro desde Venice, de modo que los dos llegaran a Lompoc a la vez?
Dolan hizo cálculos mentales.
—Pudo hacer dos viajes.
—Venga ya. Según eso, mató a Charisse, fue con el Mustang a Lompoc, tiró el cuerpo, abandonó el coche y fue a Venice en autoestop para apuñalar a otra persona.
—Tendría un cómplice —dijo Dolan.
—¿Para hacer qué? No hay ninguna conexión entre los dos asesinatos, a menos que me haya perdido algo.
—A Dolan no le gusta la idea de que Frankie pueda ser inocente —dijo Stacey.
—No es que no me guste la idea, es Frankie el que no me gusta —replicó Dolan irritado—. Pero lo que dices tiene sentido. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—No lo sé. Me recuerda a aquellos problemas de matemáticas del instituto. En el momento en que leía lo de los dos trenes, uno que sale de Chicago a noventa por hora, y el otro etcétera, etcétera, la mente se me quedaba en blanco. Dejé las matemáticas en cuanto me lo permitieron.
—¿No te lo creías cuando te insistían que las matemáticas te serían útiles en la vida?
—Yo no me creía nada.
Chris Kovach carraspeó en la puerta y señaló su reloj.
—Ya nos vamos —dijo Stacey, y se levantó de la silla.
—Pueden volver mañana, pero de uno en uno.
Stacey me siguió hasta el motel en su coche y aparcamos juntos. Lo acompañé a la habitación de Dolan y le di la llave. Abrió la puerta y dejó su petate en una silla. Habían limpiado la habitación y los muebles estaban en su sitio. Eran las nueve y media y yo ya estaba lista para irme a dormir. Daba por hecho que también Stacey estaría cansado y querría meterse en el sobre.
—Si quiere, podemos desayunar juntos. ¿A qué hora se levanta usted?
—Un momento. Me he pasado horas en la carretera y no he soltado el volante hasta llegar al hospital. Todavía no he cenado. ¿No es un Arby eso que hay en la calle principal?
—Sí, pero el Quorum Inn todavía está abierto. ¿No preferiría comer sentado como Dios manda?
—En Arby hay mesas. Nunca he probado las Arby-Q. Se llaman así, ¿verdad? Ahora que me has iniciado en la comida rápida, tengo que ponerme al día.
Me senté con Stacey mientras engullía una Arby-Q, dos raciones de patatas fritas y un bocadillo de ternera asada que chorreaba una salsa amarilla que se rumoreaba que era queso. Parecía haber engordado unos kilos desde la última vez que lo vi.
—¿Come de esto a menudo?
—Un par de veces al día. Descubrí una compañía de taxis que reparte comida rápida a domicilio, algo así como Comida con Ruedas. Hmmm, qué bueno está. Me siento un hombre nuevo. No me habría enterado nunca si tú no me hubieras descubierto la existencia de esta porquería.
—Encantada de servir al prójimo. Personalmente, nunca he pensado en la comida basura como en una declaración de principios, pero ahí está.
Stacey se limpió la boca con la servilleta.
—Ni se te ocurra chivarte a Con. Me llamó el funcionario de la condicional de Frankie. Dench dice que quizás haya cometido una infracción. Al parecer abandonó el condado sin permiso.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—Me deja usted boquiabierto. Oyendo hablar a Frank cualquiera diría que conoce todas las normas y reglas y que no tenía intención de saltárselas. ¿Por qué habrá cambiado de idea?
—Tal vez por vuestra visita. Con dijo que parecía tranquilo, pero nunca se sabe. ¿Qué planes hay para mañana?
—Hablaremos con Ruel. Tengo la excusa perfecta. Todavía no le he devuelto el edredón a Edna. Podemos preguntarle por la lona cuando vaya.
Stacey adelantó la cabeza.
—Kinsey, somos policías. No necesitamos excusas. Son ellos quienes nos las tienen que dar.
—Ah —admití avergonzada—. Pues es verdad.
Cuando regresamos al motel eran las diez y cuarto. Arreciaba el viento y crucé los brazos para protegerme del frío.
—Espera un momento —dijo Stacey—. Llevo tu cazadora en el maletero.
Me quedé al lado de su coche mientras él lo abría y sacaba la cazadora de aviador junto con un abultado paquete postal para mí.
—¿Qué es esto?
—Me lo dio Henry. Dijo que lo había encontrado en la puerta de tu casa y que supuso que no querrías esperar. ¿Qué es?
Llevé el paquete a la luz.
—Ni idea. El matasellos es de Lompoc, lo que quiere decir que podría ser de la tía Susanna.
—No sabía que tuvieras familia.
—No tengo. Bueno, más o menos. El jurado está deliberando todavía.
—Entendido —dijo—. Te dejo sola para que lo abras. Buenas noches.
—Buenas noches —me despedí.
Ya en la intimidad de la habitación, encendí la luz y dejé la cazadora. Puse el bolso en una silla y me senté en la cama con el paquete en los muslos. Le di la vuelta y vi una lengüeta que abría una ranura en el borde. Rasgué la tira y miré dentro. Saqué un álbum de piel. Recordé que me había hablado de las fotos de familia, pero no imaginé que fuera a enviármelas. Pasé las páginas de cartulina negra, con las fotos en blanco y negro pegadas y sujetas por las puntas con trabillas de papel. Algunas fotos se habían soltado y estaban remetidas en el lomo del álbum. Debajo de cada una habían escrito con tinta blanca el nombre de la persona, la fecha y las circunstancias.
Allí estaban. Todos. Mi madre. Tíos y tías. La boda de mi abuelo Kinsey con mi abuela Cornelia Straith LeGrand. Niños vestidos de bautizo con faldones que les llegaban hasta el suelo. Fotos de grupo en las que aparecían primos, criados y perros de la familia. En muchas, las caras eran solemnes y las posturas tan rígidas como muñecas recortables pegadas en la página. Una Navidad en la hacienda con todo el mundo reunido alrededor de un abeto cargado de adornos, guirnaldas y luces. Una merienda estival al lado de la casa, con mesas de madera sobre la hierba. Vestidos largos, delantales, pamelas de paja con las alas llenas de flores artificiales; las mujeres eran pechugonas y de espaldas amplias, con los pechos levantados por corsés que exageraban la anchura de sus caderas. Había dos hombres con uniforme militar de la primera guerra mundial. Uno aparecía en reuniones familiares posteriores y al otro no se le volvía a ver. Los hombres iban unas veces en mangas de camisa, con chaleco oscuro y bombín negro; otras llevaban chaqueta estival de rayas y sombrero panamá. Se notaba el paso de los años en que las faldas eran cada vez más cortas y en que las mujeres mostraban cada vez más brazo. De repente, el día de Acción de Gracias de 1932 todas las niñas aparecían acicaladas como Shirley Temple. La Gran Depresión, por lo visto, no afectó a la casa ni a sus habitantes, pero el tiempo iba pasando.
Muchas de aquellas personas habían muerto ya. Los adultos serían ancianos. Los niños se habrían casado y tendrían hijos propios. Allí estaba mi madre, otra vez con aquel vestido blanco hasta los pies en la fiesta de su puesta de largo, el 5 de julio de 1935. Había más fotos de la ocasión. En una habría jurado que el fotógrafo había pillado a mi padre al fondo, con los ojos fijos en ella. Aunque nunca había visto una foto de mi padre, me pareció reconocerlo. Las páginas siguientes estaban vacías, un tercio del álbum estaba vacío. Era realmente extraño. Pensé en aquello y me pregunté por qué la historia familiar, tan cuidadosamente registrada hasta aquella fecha, se había interrumpido de repente.
Virgen santa, ¿sería verdad?
Mis padres se habían fugado. Había visto una copia de su licencia de matrimonio, fechada el 18 de noviembre de 1935. Mi abuela había puesto el grito en el cielo. Estaba empeñada en que Rita Cynthia se casara con alguien a quien ella considerase digno de su hija mayor. Pero mi madre se había enamorado de un vulgar cartero, que por si fuera poco había sido camarero el día de su puesta de largo. Aquel año, por lo visto, no se celebró el día de Acción de Gracias. Y muy pocas cosas se celebraron desde entonces.