Estaba en los escalones delanteros de la casa de Medora Sanders, una modesta estructura de paredes estucadas con un tejadillo que protegía el pequeño porche de hormigón. Estaba pintada de gris oscuro. La ebanistería había desprendido escamas de pintura blanca, semejante a la caspa, que habían caído sobre los arbustos de abajo. Al final del sucio camino había un garaje de una plaza con la puerta cerrada con candado. Edna me había dejado el edredón y lo llevaba doblado en un brazo. Habían dividido la tela estampada con las margaritas en siete secciones que luego se habían cosido juntas. Aunque una tela así había podido venderse en cualquier parte del país, la coincidencia era demasiado chocante para no imaginar que estaba relacionada con el caso.
No encontré timbre, de modo que abrí la puerta de tela metálica y di unos golpes en el ventanuco de la puerta principal. Al cabo de un momento apareció una mujer. Era flaca y desastrada, de ojos verdes y cabello claro y estropajoso. Una red de capilares le surcaba las mejillas y la nariz. Se atusó el pelo con una mano, de aspecto nudoso, y se remetió un mechón suelto en el desordenado moño antes de entreabrir la puerta.
—¿Sí?
—¿La señora Sanders?
Llevaba unos tejanos desgastados y un jersey rojo de nailon con una carrera en una manga. Percibí el olor a whisky que rezumaban sus poros como si fueran residuos tóxicos. Titubeó, al parecer sin ganas de confirmar o negar su identidad hasta saber por qué le preguntaba.
—No compro a los vendedores a domicilio.
Levanté el edredón.
—No vendo nada. He venido a hablar de esto.
Miró hacia otro lado, su actitud seguía indecisa, pero sus ojos quedaron ligeramente desenfocados. Tenía todo el aspecto de pasarse el día borracha.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Me lo ha dejado Edna McPhee. Se lo devolveré más tarde pero antes quiero hacerle unas preguntas.
—¿Por qué la ha enviado aquí?
—Dijo que como el edredón lo había hecho usted, usted podía saber algo que me interesa. ¿Puedo pasar?
Se lo pensó un momento, probablemente deseando que me fuera a hacer gárgaras.
—Espero que sea rápido. Tengo cosas que hacer.
Abrió la puerta y entré directamente en una sala de estar, pequeña y abarrotada de objetos, con techo de material aislante y una pequeña chimenea de ladrillo de aspecto pobretón. Sobre la repisa había un puñado de estatuillas: ángeles, ordeñadoras y niños de aire tímido y con las puntas de los zapatos juntas.
Medora cerró la puerta.
—Edna es de lo que no hay —se quejó—. No sé cómo se las arregla Justine para aguantarla.
—¿No se llevan bien ustedes dos?
—Yo no he dicho eso. Edna es buena persona y sé que quiere lo mejor, pero es una mojigata. Ya sabe cómo son las personas así: ni bebe ni fuma ni se trata con quienes lo hacen.
—Cornell fuma.
—Delante de ella no. El muchacho es puro como la nieve recién caída —replicó—. También censura los juegos de cartas. Dice que son obra del diablo. Cuando vienen mis nietas, jugamos a la canasta, a los cinquillos, al repelús y a los montones. A mí no me parece que tenga nada que ver con el diablo.
Volvió al sofá y se sentó en el centro, y al hacerla levantó los cojines de ambos lados. En un extremo había una manta de ganchillo negra y verde, tirada de cualquier manera. Encima de la mesa había un cenicero lleno de colillas, frascos de medicamentos, una botella de Early Times y un vaso de tubo medio lleno con cubitos de hielo deshaciéndose. Muchas de las superficies donde se pudiera apoyar algo parecían pringosas y una fina capa de polvo cubría todos los muebles.
—Estaba echando una siesta. Hace días que no me encuentro bien. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Debería haberme presentado. Soy Kinsey Millhone.
—Medora Sanders —dijo—, pero creo que ya lo sabe. ¿Qué relación tiene con Edna? Espero que no sea por su religión. Siempre está tratando de convertirme.
—En absoluto. ¿Le importa si me siento?
Me señaló una silla. Quité un fajo de periódicos y me senté, con el edredón en mi regazo. En la sala había varios objetos hechos a mano, muchos de punto, a juzgar por su aspecto: un tapiz y cojines bordados en el sofá. Delante de la chimenea había una alfombra de ganchillo que representaba un terrier escocés. También había cuadros con frases cursis bordadas con punto de cruz. Siguió mi mirada:
—Cosía mucho antes de que se me estropearan las articulaciones. —Levantó la mano derecha y me enseñó el pulgar torcido, tenía los dedos curvados ligeramente hacia fuera. Parecía que la hubieran torturado para sonsacarle una información que no quisiera dar—. Ya no coso. Lo digo por si quería que le hiciera uno.
Doblé una parte del edredón para que quedaran a la vista las margaritas.
—En realidad siento curiosidad por esta tela. ¿Recuerda dónde la compró?
Miró el estampado.
—Antes siempre le hacía la ropa a mi hija. —Sacó un cigarrillo de un paquete de Camel. Accionó el mechero, pero tuvo que hacerlo dos veces hasta que la llama tocó por fin la punta del cigarrillo—. Eso era un retal. Es más barato comprar así. Siempre miraba en el cajón de retales de la tienda. Ahora ya ha cerrado así que puede ahorrarse el viaje. El mismo día que compré esta tela compré seis metros de tafetán azul para el vestido de fin de estudios de Justine. Se puso como un basilisco. Gritó que se mataría antes de llevar nada hecho en casa. Insistió en comprárselo en una tienda. Y se lo hice pagar. Es lo que le dije: «El dinero no cae por la chimenea, Justine». La juventud de hoy no se da cuenta.
—Están hechos un lío —argumenté—. Quieren llevar exactamente la misma ropa que los demás jóvenes. Así expresan su individualidad.
—Supongo. Tuve que arreglármelas con muy poco después de que se largara su padre.
—¿Cuándo fue eso?
—En el verano de 1969 más o menos. ¿Quién se acuerda? Si quería irse, pues adiós muy buenas. —Sacó una pastilla blanca de un frasco de píldoras y se la puso en la lengua. Luego bebió un trago del vaso y frunció ligeramente el entrecejo al darse cuenta de lo aguado que estaba—. Es para el dolor. El whisky da fuerza a la codeína. Por cierto, ¿a qué viene todo esto?
—Estoy tratando de identificar a una joven asesinada en aquella época. Cuando descubrieron el cadáver, llevaba unos pantalones de confección doméstica con el mismo estampado de margaritas.
La risa de Medora fue como una tos, áspera y llena de flema.
—No sé nada de asesinatos, ni con margaritas ni sin ellas, pero le aseguro una cosa. Va a tener que trabajar mucho. La fábrica debió de estampar miles de metros con ese dibujo.
—Estoy segura de que sí, pero pensé que valía la pena intentado. La chica de la que hablo debía de tener entre quince y dieciocho años. La asesinaron a finales de julio o principios de agosto de 1969. Medía un metro cincuenta y ocho de estatura y pesaba cincuenta y siete kilos. Cabello castaño teñido de rubio. Tenía los dientes saltones y el colmillo izquierdo torcido. Le habían puesto muchos empastes. —Su sonrisa había empezado a desvanecerse—. ¿Le suena algo de esto?
Cruzó los brazos y entornó los ojos a causa del humo del cigarrillo, que sostenía a la altura de la mejilla.
—Hace años tuve una chica viviendo aquí con esas características. Se llamaba Charisse Quinn.
El corazón me dio dos vuelcos cuando el chorro de adrenalina me entró en las venas. Yo ya había oído aquel nombre, pero no recordaba dónde.
—¿Qué le pasó?
—Que yo sepa nada, salvo que se largó a la francesa. Entré en su habitación una mañana, vi la cama intacta y que la mitad de sus cosas habían desaparecido. También se llevó mi mejor maleta. Claro que robaba todo lo que se le ponía por delante.
—A la chica asesinada de la que hablo la encontraron en Lompoc ¿Conoce aquella parte de California?
—¿Está cerca de San Francisco?
—No tan al norte. Más cerca de Santa Teresa.
—No podría asegurado. Yo no viajo. Antes sí, pero ahora prefiero quedarme en casa.
—¿Por qué estaba viviendo en su casa?
—Fui una especie de madre adoptiva. Si se vino a vivir conmigo fue por la sencilla razón de que la vecina me preguntó si podía echarle una mano. Ella tenía toda una sarta de niños de acogida correteando por su casa. La administración quería que se quedara con Charisse, pero su marido no se encontraba bien y ella no podía con tanto trabajo a la vez. Me preguntó si quería abrir mi casa, así es como lo dijo: «abrir mi casa a otros menos afortunados que yo». Menuda broma. Wilbur apenas me daba lo suficiente para los gastos de la casa. El caso es que la vecina me dijo que los Servicios Sociales pagaban unos ciento ochenta dólares al mes, así que accedí. No es que fuera mucho dinero, pero siempre viene bien.
—¿Y cómo fue?
—No muy bien. La chica era una deslenguada y me faltaba constantemente al respeto, aunque he de reconocer que Justine era igual a su edad. Ya teníamos bastante las dos para que encima viniera Charisse con sus doscientos dólares de conflictos.
—¿Cuánto tiempo se quedó con ustedes?
—Unos cinco o seis meses. Creo recordar que vino a principios de marzo.
—¿Recuerda en qué fecha desapareció?
Hizo una mueca de asco.
—Yo no he dicho que desapareciera, sino que se largó a la francesa.
—Disculpe. A eso me refería. ¿Y cuándo sucedió?
—Yo diría que en julio. No me sorprende que acabara mal. Era una salvaje. Y más puta que las gallinas. Andaba con chicos siempre que podía. Por ahí a todas horas. Llegaba como si tal cosa a las tres de la madrugada, oliendo a crema de menta y a marihuana. Yo la reñía una y otra vez, pero no me hacía caso.
—¿Qué les pasó a sus padres?
—No lo sé. Nunca le puse la vista encima a aquel par de zarrapastrosos. Si el Estado intervino es porque serían drogadictos o algo así.
—¿Qué edad tenía Charisse?
—Diecisiete años. Los mismos que Justine. Las dos estaban en el último año de instituto. A Charisse, como es lógico, la expulsaron del normal y la enviaron a Lockaby, el colegio de los ceporros y los delincuentes.
Desconcertada, recordé la conversación con Eichenberger, el director del Instituto de Quorum, que había jurado y perjurado que recordaba a todos los alumnos que habían cruzado sus puertas. Viejo pedorro engreído. Charisse no sólo había estudiado allí, sino que había causado suficientes problemas para que la expulsaran.
—¿Tiene más hijos?
—Sólo Justine.
—¿Y siempre ha vivido aquí?
—Vivo aquí desde que Wilbur y yo nos casamos en 1951. Sólo tenemos dos dormitorios, así que las chicas tenían que compartir el otro. Imagine lo poblado que estaba esto.
—Tuvo que ser difícil.
—Ah, se pasaban el rato peleándose por todo, por vestidos, por novios, siempre enganchadas como gatas salvajes, enseñándose las uñas, bufando y discutiendo. Nunca había oído nada igual. Justine no quería que Charisse saliera con sus amistades y yo lo entendía. Siempre acababa organizando algún escándalo. Siempre tenía que salirse con la suya.
—No era precisamente un encanto, por lo que dice.
—Podía ser encantadora si se lo proponía, pero sólo cuando quería algo.
—¿Y su marido? ¿Dónde estaba?
—Bueno, en teoría vivía aquí, pero se pasaba fuera la mitad del tiempo.
—¿En qué trabajaba?
—Estaba en Sears, vendía electrodomésticos: lavaplatos, frigoríficos y cosas así. Trabajaba de noche, los fines de semana y todas las fiestas de guardar. Jamás nos trajo nada, pero así era él. Lo lógico sería que me hubiera conseguido al menos uno de esos lavaplatos pequeños. Tenía que lavarlo todo a mano. Por eso tengo seguramente las articulaciones tan mal. Y los dolores de espalda también.
—¿Así que se fue más o menos cuando Charisse?
—Supongo que sí, aunque nunca me había fijado en ese detalle. —Puso cara de pocos amigos y dio una chupada al cigarrillo—. Espero que no esté insinuando que se fue con ella.
—No lo sé, pero me parece extraño. Si andaba siempre detrás de los hombres, ¿por qué no detrás de él?
—Para empezar, tenía casi cincuenta años. Y no se me ocurre por qué iba él a interesarse por una criatura de su edad. Que yo sepa, nunca le prestó atención. Que es un canalla lo sé de fijo, pero no puedo creer que cayera tan bajo. ¿Cómo llama a eso? Estupro, ¿no?
—Cuando se fue su marido, ¿le dio alguna explicación?
Dio otra chupada al cigarrillo.
—Ninguna. Un día se marchó a trabajar y ya no volvió. Él se largó antes que ella, ahora que lo pienso. Lo recuerdo porque no fue a ver a Justine con su vestido de fin de estudios, y eso sucedió el 14 de junio.
—¿Y qué hizo usted cuando se fue?
—Nada —dijo—. ¿Te vas? Pues allá te las compongas.
—¿Y Charisse? ¿Avisó usted a la policía cuando descubrió que se había ido?
—Aquel mismo día. A la policía y al sheriff. La Administración me pagaba por tenerla y sabía que a la asistente social le daría un ataque si no lo comunicaba. El caso es que tuve que devolver el cheque del mes siguiente y, con Wilbur fuera, no me llegó para pagar los recibos. Justine me decía que la culpa no era de Charisse, pero eso era muy típico de ella. Habría hecho cualquier cosa para jorobar a los demás.
—Pero ¿denunció usted la desaparición?
—Ya se lo he contado, aquel mismo día me presenté en la comisaría, aunque el ayudante del sheriff no parecía interesado. Averiguó que ya se había escapado media docena de veces. Y es lo que él dijo, que en cuanto cumpliera los dieciocho, y le faltaba poco, iba a ser libre como un pájaro. Dijo que harían lo que pudieran, pero que no prometía nada. Como si me hubiera recomendado que me fuera a casa y me olvidara de ella.
—Que es lo que usted hizo.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? Ni siquiera sabía cómo se llamaba su madre. Me parece que la asistente social la llamó por teléfono.
—¿Cree que se fue con ella? ¿Que volvió con su madre?
—Ni lo sé ni me importa. Tras la fuga de Wilbur, tenía demasiadas cosas que hacer para salir adelante. Por si le interesa, nunca volví a saber nada de ella. Ni de él. Según tengo entendido, todavía estamos casados, a menos que esté muerto. Eso sería algo, ¿no?
—¿Tiene alguna razón para pensar que le haya podido pasar algo?
—Estoy diciendo que, si estuviera vivo, habría podido mandarnos una postal. Después de treinta y seis años de matrimonio es lo menos que podía hacer.
—¿Y la asistente social de Charisse? ¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo. Hace demasiados años. Tinker, Tailor…, algo así. Llamé y hablé con ella. ¿Sabe qué me dijo? Que nunca había creído que el acuerdo durase; Charisse era un grano en el culo. No fueron esas sus palabras, pero más o menos. Pensé: muchísimas gracias. Ahora sale con esas, después de todo lo que he pasado.
—Debió de sentirse muy mal.
Ahogó la espesa risa con el puño y rompió a toser con fuerza. Tomó un sorbo de whisky aguado y recuperó la compostura.
—Sobre todo cuando me enteré de que Wilbur había dejado en cero la cuenta corriente. Perdone, ¿ha terminado ya? Porque si no, me prepararé otro vaso, a ver si alivio esta tos. Era el remedio de mi madre, whisky con miel, aunque si quiere saberlo, no era la miel lo que le sentaba bien.
—Sólo le haré un par de preguntas más y luego la dejaré descansar. ¿Cómo viajaba Charisse? ¿Tiene alguna idea?
—En autobús no. Lo sé porque la policía lo comprobó. Supongo que la llevaría en coche alguno de los gamberros que conoció cuando iba a Lockaby.
—¿Recuerda algún nombre?
—No los diferenciaba. Eran todos iguales, críos repelentes y llenos de granos.
—¿Se enteró de que robaron un coche de la tienda de Ruel?
—Se enteró todo el mundo. Le dio tal ataque que casi le pusieron la camisa de fuerza.
—¿Hay alguna posibilidad de que se lo llevara Charisse?
—Lo dudo. No sabía conducir. No quería hacer el examen. Me ofrecí a ayudarla, pero no quiso presentarse. Miedo al fracaso, si quiere saber mi opinión. Le molestaba pasar por idiota.
—¿Y cómo es que salía tanto si no sabía conducir?
—Por el descaro con que se movía. Se subía al coche con Justine, con Cornell y con todo el mundo. Era otra de las cosas que sacaba a la gente de quicio. Era una gorrona.
—¿Trabajaba?
—¿Ella? Qué risa. Ni siquiera conseguí que se preocupara por su aspecto.
—Ya sé que se lo he preguntado antes, pero ¿no habría alguna manera de que concretara la fecha de su partida?
Negó con la cabeza.
—Me alegré de que se fuera. Me resulta extraño pensar que puede llevar muerta todos estos años. La imaginaba casada y con hijos. O eso o viviendo en la calle. Me pregunto quién pudo matarla.
—Eso es lo que tratamos de averiguar. ¿No guardará una fotografía suya por casualidad? Me gustaría saber cómo era.
—No tengo ninguna, pero puede preguntar a Justine. —Se detuvo a toser otra vez, con tal fuerza que le saltaron las lágrimas—. No lo soporto. La garganta me está matando. ¿Quiere tomar algo?
—No, gracias.
La observé mientras se servía un whisky; las manos le temblaban tanto que casi no podía llevarse el vaso a los labios. Tragó con fruición y respiró hondo dos veces.
—¡Aah! Así está mejor. El whisky lo cura casi todo.
—Bueno, me parece que ya he acabado. No sé cómo agradecerle cuánto me ha ayudado.
—¿Quiere conocer mi opinión? Le pasara lo que le pasase, se lo mereció.
Iba con el edredón bajo el brazo por el camino de entrada en busca del coche de Dolan, cuando vi un coche aparcado en la acera. Se abrió la puerta del conductor y bajó una mujer. Se guardó las llaves en el bolso y, cuando estaba a mitad de camino, me vio y se detuvo. Su mirada se posó en el edredón y luego en mí. Debía de ser Justine. Medora y ella tenían la misma figura y el mismo cabello claro y estropajoso. Aunque los rasgos de ambas eran anodinos, se notaba el parecido: la barbilla estrecha, los ojos verde claro. Al igual que Cornell, su marido, parecía tener alrededor de treinta y cinco años.
—Disculpe. ¿Es usted Justine McPhee?
—Sí.
—Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada…
Ya sé quién es. Creo que tenemos que darle las gracias por el humor de perros de mi suegro.
Se comportaba con una extraña mezcla de serenidad y nerviosismo, y su voz dejaba entrever que le roía algo por dentro.
—Lo siento mucho, pero nadie pudo impedirlo.
Miró hacia la casa.
—¿Qué hace aquí?
—Estaba hablando con su madre sobre Charisse.
Su rostro permaneció inexpresivo durante unos segundos hasta que saltó el chispazo del reconocimiento.
—¿Charisse?
—Exacto. No sé si Cornell le ha comentado algo, pero estamos investigando un asesinato…
—Es lo que me dijo, pero no se referirá a ella, ¿verdad?
—Todavía no nos han confirmado la identidad, pero hay muchas probabilidades de que sea así.
—No me lo creo. Es horrible. ¿Qué pasó?
—La apuñalaron y arrojaron el cadáver en las afueras de Lompoc. Fue en agosto de 1969. Los hombres del sheriff trabajaron en el caso durante meses sin conseguir nada. Y pensamos que era hora de intentarlo otra vez.
—¿Y qué les ha traído a Quorum? Aquí estuvo apenas unos meses.
—Fue una intuición. Y parece que hemos tenido suerte.
—¿En qué sentido? Perdone que le haga preguntas, pero es que todo esto me parece mentira.
—Sé que resulta difícil de entender —dije—. Estaba en casa de Edna, vi el edredón y me di cuenta de que la tela de margaritas azules era igual que la de los pantalones de confección casera que llevaba la víctima. Edna me dijo que el edredón lo había hecho la madre de usted, así que he venido a verla. ¿Cree usted que Charisse se escapó?
—Bueno, sí. Desde luego no se me ocurrió que la pobre estuviera muerta. Estoy segura de que Cornell y su padre habrían cooperado con ustedes si hubieran sabido quién era la víctima.
—Esperemos que sea verdad. En este momento tratamos de averiguar qué ocurrió entre el momento en que se fue y el momento en que se encontró el cadáver.
—¿Me puede repetir cuándo sucedió?
—El tres de agosto. Su madre dice que se marchó en julio, pero no recuerda la fecha exacta.
—Charisse entraba y salía sin dar explicaciones. Ni siquiera me di cuenta de que se había ido hasta que mamá se puso a gritar que dónde estaba su maleta. Los pantalones que ha mencionado deben de ser unos que me hizo mamá.
—¿Le dio usted los pantalones o se los llevó también?
—Yo no se los habría dado ni en sueños. Pero siempre hurgaba en mis cosas.
—¿Y qué más se llevó?
—No recuerdo nada en concreto. Esa chica no tenía escrúpulos. No le importaba a quién pudiera hacer daño mientras se saliera con la suya. Los chicos de Quorum no querían saber nada de ella. —Se ajustó la correa del reloj y de paso miró la hora.
—¿Tiene que irse?
—Disculpe, pero cenamos en casa de mis suegros y aún he de recoger a las niñas. He pasado a ver a mamá porque últimamente no se encuentra bien.
—¿Y mañana? Me gustaría volver a hablar con usted.
—Mejor no. Ojalá pudiera ayudara, pero Ruel ya tiene demasiados disgustos. Le daría un ataque si supiera que le he contado todo esto.
—Ha dicho que incluso él habría cooperado si hubiera sabido quién es la víctima.
—Me refería a si lo hubiera sabido desde el principio. Es difícil asegurarlo ahora que piensa que lo han engañado.
—Bueno, medítelo y dígame algo.
—Tendría que hablar con Cornell. Él también está enfadado, porque su padre le echa la culpa por lo del coche.
—Qué estupidez. Fue Ruel quien se quedó con el coche y quien lo ha tenido ahí muerto de risa todos estos años.
—Eso es verdad, pero no quiero darle un pretexto para que la tome conmigo. Ya se queja por nada. Cree que soy una mandona. Ja. Como si no supiera que el mandón es él.
—No tiene por qué enterarse. Pero usted decide. No quiero que se meta en problemas por mi culpa.
—Entiéndalo. No voy a hacerlo. Cuando estás con él debes vigilar la espalda. Parece inofensivo, pero es una serpiente.
—Bueno, pues la dejo en paz. Me alojo en el Vista Marina. Le agradecería que me llamara si habla con Cornell. Puede que él tenga algo que aportar, aunque usted no.
—Lo dudo. Él sólo conoció a Charisse a través de mí.
—Ahora que lo dice, su madre me ha contado que Charisse salía con una banda de gamberros de Lockaby. Pregúntele a Cornell si recuerda a alguno en particular. Podríamos investigar varios nombres.
—¿De verdad espera encontrar al asesino después de todos estos años?
—Nos gustaría conseguirlo —respondí—. Espero volver a hablar con usted.
—No le prometo nada, pero haré lo que pueda.
Volví al motel y llamé al doctor Spears. Le dije a la señora Gary, su secretaria, lo que me había contado Medora Sanders. Recordó a Charisse Quinn en cuanto oyó su nombre. Tomó nota y dijo que transmitiría la información al dentista. Me aseguró que, si el doctor Spears encontraba un momento, buscaría la ficha dental de la muchacha en las cajas de archivos antiguos. Y si él no podía, prometió que lo haría ella. Se lo agradecí efusivamente. Cuando colgué, me senté en el borde de la cama, sonriendo de oreja a oreja. Por fin tenía algo que celebrar. Me moría de ganas por contárselo a Dolan. Si la ficha dental coincidía, mi corazonada era cierta. Estaba convencida de que era ella, pero necesitábamos pruebas concretas.