16

Los del Servicio Médico de Urgencias tardaron una eternidad en llegar, aunque en realidad sólo transcurrieron seis minutos. Avisé a recepción y luego esperé en el aparcamiento para hacerles señas desde allí. Oí las sirenas antes de ver la ambulancia del cuerpo de bomberos. Agité los brazos, el vehículo giró hacia mí y se detuvo con un chirrido de frenos. Bajaron la conductora y otros dos miembros del Servicio Médico de Urgencias; llevaban un anorac amarillo con la palabra BOMBEROS en la espalda. Me siguieron a la habitación de Dolan con el equipo a rastras.

Me quedé a un lado mientras los dos hombres apartaban los muebles para poder trabajar. Sus movimientos eran eficaces, pero indiferentes, procurando no alarmar más a Dolan, que sin duda era consciente de la gravedad del problema. Un técnico le aflojó la camisa y le auscultó con el estetoscopio. Le tomó el pulso y anotó algo en el cuaderno que llevaba, luego le puso el manguito del tensiómetro alrededor del brazo, lo infló y comprobó el resultado con la mirada fija en el reloj. Hizo una serie de preguntas a Dolan para evaluar los síntomas y los hechos inmediatamente anteriores al episodio. Me quedé de piedra al oír que Dolan confesaba que había experimentado algo parecido la noche anterior, aunque la sensación no había sido tan pronunciada y había remitido al cabo de unos minutos. La técnica sanitaria le puso dos píldoras de nitroglicerina bajo la lengua y acercó un tubo mientras el otro técnico colocaba sobre la nariz de Dolan una mascarilla de oxígeno.

Me fui a la calle. Un minuto más tarde salió el equipo sanitario de la habitación con Dolan en una camilla. Lo llevaron hasta las puertas traseras de la ambulancia, las abrieron e introdujeron la camilla. Las pocas personas que pasaban por el aparcamiento se detenían a mirar y se iban en cuanto se daban cuenta de lo que ocurría. Agradecí su discreción. Ya resulta bastante duro estar enfermo para tener encima la sensación de que eres un espectáculo.

Un técnico subió a la parte posterior de la ambulancia y cerró de golpe las puertas. El hospital estaba a siete manzanas de allí. El técnico que iba en el asiento del copiloto me dio la dirección. La mujer se puso al volante, dio marcha atrás y se dirigió en línea recta a la calle, con las sirenas aullando y las luces destellando. Me cercioré de que la puerta de la habitación de Dolan quedaba cerrada y lo seguí en su coche.

Cuando llegué, la ambulancia ya había entrado en Urgencias. Aparqué y, cuando entré en la sala de espera, ya habían ingresado a Dolan por la parte de atrás. Me acerqué a la empleada de recepción y le expliqué quién era yo. Me hizo unas cuantas preguntas sobre Dolan y así me di cuenta de lo poco que realmente sabía de él. Le comenté que tenía el seguro de la policía de Santa Teresa y ella dijo que el resto de los datos se los preguntaría directamente a él. Se levantó y abandonó el mostrador, cuaderno en mano, después de decirme que el médico de Urgencias saldría en cuanto terminara el reconocimiento.

Me senté en la sala de espera, que era amplia y bastante agradable: moqueta verde claro, plantas artificiales y montones de revistas manoseadas. Un surtido de juguetes de niños cubría el suelo. Las sillas rodeaban el perímetro de la habitación unidas por los brazos, como preparadas para un baile. En un rincón había un televisor apagado. Alguien había dejado allí adornos de Pascua: una cesta llena de huevos de plástico que descansaban sobre una hierba de papel de un verde inverosímil. Ni siquiera sabía cuándo era Semana Santa aquel año, pero estaba a punto de llegar, a menos que quedaran esos huevos del año anterior. Entraron dos pacientes, un hombre con contusiones y rozaduras producidas por una caída de bicicleta (a juzgar por las piernas afeitadas y por el pantalón Spandex que le oprimía el trasero). Y una mujer con el tobillo derecho emparedado entre dos bolsas de cubitos de hielo. Los llevaron a los cubículos de reconocimiento del fondo, aunque seguramente los tendrían esperando hasta que los médicos terminaran de reconocer a Dolan.

Fuera brillaba el sol y la vida proseguía en Quorum como si no hubiera sucedido nada inusual. No era normal tener una urgencia médica en pleno día. Por lo que he visto en mi vida, estas crisis suelen presentarse por la noche. Sería incapaz de enumerar las veces que he esperado sentada en una sala de espera mientras las calles de Santa Teresa estaban desiertas y envueltas en el negro manto de la noche.

Llena de inquietud, abandoné el asiento y anduve por el pasillo, donde pregunté a una enfermera que pasaba por el teléfono público más cercano. Me dijo que en el vestíbulo, dos pasillos más allá. Marqué el número de la casa de Stacey y cargué el coste de la llamada a mi tarjeta de crédito. A los dos timbrazos descolgó y lo puse al corriente de todo.

—¿Qué tal se encuentra?

—No lo sé. Todavía no he hablado con el médico. Ojalá hubiera forzado la puerta la primera vez que llamé. Le aseguro, Stacey, que tenía la cara gris. Debería haber llamado él mismo al 911, pero imagino que no querría admitir lo que le pasaba. Ya lo conoce.

—Es absurdo. Tú sola no puedes con esto. Voy para allá.

—No sea tonto. Usted tampoco se encuentra bien. Quédese donde está, que yo ya tengo bastante con lo que hay aquí.

—Me encuentro estupendamente, ¿no te lo ha contado Dolan? Los médicos enseñaron mis radiografías a una supermatasanos y la señora dice que la sombra es insignificante. He olvidado cómo la llamaron, pero es una tontería. La biopsia también ha dado negativo, así que estoy como una rosa.

—¿Lo dice en serio?

—Desde luego. ¿Cómo iba a mentir en algo así? Está remitiendo. Al menos por el momento.

—Menos mal que no se saltó la tapa de los sesos la semana pasada. ¿A que ahora estaría enfadado?

—Ojalá no me hubiera deshecho de mis efectos personales.

—Eso podría habérselo advertido yo.

—Ahora que lo dices, me gustaría que me devolvieras las fotos de familia.

—Olvídelo. Busque más fotos. Esas son mías.

—Vamos, Kinsey. Haré copias.

—Déjese de zalamerías. No quiero copias, quiero esas. Además, rompió al primo Mortimer, que era mi favorito.

—Pero si ni siquiera lo conociste.

—Lo sé, pero me gustaba de cara.

—Qué dura eres.

—Un trato es un trato.

—¿Y qué te parece si compartimos la custodia? Una semana sí, otra no.

—Quizá —respondí—. No debería haberse precipitado.

—Al menos tuve la sensatez de no romper las declaraciones de la renta. Podría pasarme el resto de la vida en la cárcel, me quede mucha o poca.

—¿Y la ropa?

—Me encargué de ella la semana pasada. Supongo que tendré que investigar las oportunidades de Goodwill y volver a comprar.

—Ay, hombres de poca fe. Dolan aseguraba que estaba usted bien. Tendría que haberle hecho caso.

—¿Y él qué sabe? Ese hombre es un desastre. ¿No te dije que iba derecho a otro ataque al corazón? Eso es una bomba de relojería.

—Lo sé. Yo también se lo advertí, pero no hubo manera de detenerlo. ¿Y usted? ¿De verdad se encuentra bien?

—Fantástico. Rebosante de energía. Ya he decidido que voy para allá. No sé cómo, pero encontraré la forma.

—¿La médico le permite conducir?

—Pues claro. No es asunto suyo. Lo malo es que vendí el coche y tengo el permiso de conducir caducado.

—Oh, no.

—Bueno, no quería volver a pasar la revisión. Además, estaba seguro de que iba a morirme.

—¿Y el alquiler de la casa?

—Joder, lo había olvidado. Sano pero en la calle. Vaya cambio de circunstancias. Por cierto, ¿te ha contado Dolan lo que ha pasado aquí?

—No hemos tenido tiempo de hablar.

—Esta mañana se ha cometido un triple homicidio; han matado a tiros a una mujer, a su novio y a su hijo. El exmarido ha huido y se ha escondido en el bosque. Todos los muchachos del sheriff están buscándolo. El asesino es un experto en técnicas de supervivencia, estilo paramilitar. Ni se sabe el tiempo que tardarán en cazarlo. El forense todavía está en el escenario del crimen, lo que significa que no podrán ocuparse de nosotros hasta que hayan liquidado el asunto. Podrían pasar días.

—Entonces ¿para qué vamos a quedarnos aquí? Cuando le den el alta a Dolan, lo llevo a su casa en su coche y le ahorro a usted el viaje.

—Ni hablar. Me aburro como una ostra. Sufro una claustrofobia tan fuerte que me voy a volver loco. Además, si venís los dos a casa, tendremos que volver de todos modos.

—Suponiendo que haya una conexión entre el Mustang y Juana Nadie —dije.

—Confía en mí, la hay, y Dolan piensa lo mismo. Cuando te dedicas tanto tiempo a esto, desarrollas un sexto sentido. Ya andamos cerca.

—Estoy de acuerdo. Esta mañana he hablado con un dentista que la recordaba, por lo menos recordaba a alguien parecido.

Cree que fue una de las últimas pacientes que trató antes de jubilarse. Tiene noventa y tres años y no supo darme el nombre, pero todo lo que dijo coincidía. Hablé con el director del instituto de Quorum y me remitió al instituto alternativo para jóvenes problemáticos. Todavía no he podido ir, porque pasé por el motel para darle las noticias a Dolan y lo encontré con el ataque en puertas.

—Espera a que llegue yo. Nos reuniremos y decidiremos qué hacer. ¿Cómo te localizo?

—Estaré por aquí. Si no me encuentra en el motel, pruebe en el hospital. Ya conoce el coche de Dolan. Búsquelo. Este pueblo es tan pequeño que lo verá enseguida.

—Espera, que voy por papel y lápiz y me das la dirección. En cuanto encuentre un coche me pondré en camino.

Le dicté el nombre y la dirección del motel.

—Hazme un favor y resérvame una habitación a mi nombre —dijo.

—¿Por qué no se queda en la de Dolan? Él ya soltó los dólares que costaba.

—Buena idea. Hagámoslo así.

—Y ya que estamos, necesito que me haga usted un favor. ¿Podría pasar por mi casa y recoger mi cazadora de piel antes de ponerse en camino? Está colgada en el armario que hay debajo de la escalera. Le diré a Henry que lo deje entrar y le enseñará dónde está.

—¿Tanto frío hace ahí?

—Para mí sí. Será mejor que venga preparado. —Con el rabillo del ojo vi a una mujer con bata de quirófano que salía de la zona de tratamiento llevando un sobre marrón en la mano—. Creo que ya sale la médico. Volveré a llamarlo si hay algo que contar.

La doctora Flannery, la médico de urgencias, rondaba la cincuentena y era de baja estatura, cabello castaño pálido, frente ancha, labios delgados y arrugas profundas en la cara. Tenía la nariz de un rosa furioso, como si se la hubiera sonado varias veces antes de aplicarse el maquillaje. Llevaba un pañuelo de papel en el bolsillo y se lo pasó por la nariz antes de tenderme la mano.

—Lo siento. Alergias. Soy la doctora Flannery. ¿Es usted amiga del señor Dolan?

Nos estrechamos la mano.

—Kinsey Millhone. Es el teniente Dolan. Comprobó sus papeles.

—En efecto.

—¿Cómo se encuentra?

—Estable, pero tiene un bloqueo serio en la coronaria izquierda. Lo ingresaremos en cuanto se rellenen los papeles. He hablado con su cardiólogo de Santa Teresa y ha recomendado a un cirujano cardiovascular de Palm Springs. El doctor Bechler está en camino. En cuanto haya visto al paciente y comprobado el electro hablarán los dos. Supongo que le pondrán un stent. El teniente Dolan es quien tiene la última palabra, pero es lo que yo haría si estuviera en su lugar.

Hice una mueca.

—¿Le abrirán el pecho?

Negó con la cabeza.

—Le meterán un catéter por una pequeña incisión en la ingle izquierda y lo subirán por la vena.

—¿Cuánto tiempo estará ingresado?

—Depende de cómo progrese. En todo caso, no tanto como la gente cree. Dos días.

—¿Puedo verlo?

—Desde luego. Lo he llenado de morfina, así que no siente dolor. Produce prácticamente el mismo efecto que cuatro martinis.

—Normal en él.

—Eso he deducido. Tuvimos una pequeña charla al respecto. Le dije que debía acabar con el tabaco y el alcohol. También ha de seguir una dieta racional. Si usted come igual que él, debería hacer lo mismo. ¿Hamburguesas súper con queso?

—Será chivato… —dije.

Sonrió.

—Indíquenos cómo podemos localizarla. Ha dado el nombre de usted como familiar más cercano, lo que significa que puede visitarlo cuando quiera si la visita es breve. ¿Me acompaña?

La seguí mientras ella empujaba la puerta y echaba a andar por el pasillo. Cuando llegamos al cubículo de Dolan, apartó la cortina.

—Tiene visita.

Dolan respondió con un murmullo. La doctora Flannery levantó los cinco dedos para dar a entender que la visita iba a durar cinco minutos. Le respondí por señas que la había entendido y se retiró. Miré a Dolan.

—¿Cómo se encuentra?

Tenía los ojos cerrados y una sonrisa tonta en los labios. Se le veía mejor color de cara. Estaba estirado en la camilla, con una sábana de algodón sobre el pecho. Le habían quitado los zapatos y la punta del calcetín estaba estirada de tal manera que parecía una pequeña capucha; recordaba a un niño. Aún tenía el oxígeno puesto y estaba unido por cables a una serie de máquinas que registraban sus signos vitales. Tenía una sonda en cada brazo. Una bolsa de líquido claro colgaba de una barra vertical y conté quince gotas. Se puso a roncar. Le toqué la mano.

—¿Cómo se encuentra?

Abrió los ojos.

—Bien.

—Menudo susto me ha dado, cabezota. Tendría que haber pedido ayuda.

—Te oí llamar. No podía moverme. Me alegro de que entraras. —Hablaba despacio, como si le hubieran inyectado novocaína en los labios.

—Yo y mis pequeñas ganzúas. No hable.

Volvió a cerrar los ojos y se llevó un dedo a los labios.

—He llamado a Stacey y le he puesto al corriente de lo que pasó —le conté—. Dice que sus radiografías estaban bien y que viene para acá.

—A mí me dijo lo mismo. No vale la pena discutir.

—Si lo sabré yo. Traté de convencerlo de que no viniera, pero se mostró inflexible. Supuse que con usted aquí, podía echarnos una mano. Por ahora no podemos hacer mucho, pero algo se nos ocurrirá. Espero que los del forense descubran alguna cosa. He pensado que podría alojarse en su habitación, si me da usted la llave.

—Espera.

Se despejó lo suficiente para rebuscar en el bolsillo de su pantalón y sacar la llave. La guardé en el bolso pensando en recoger la máquina de escribir antes de que llegara Stacey.

La recepcionista apareció en la entrada del cubículo con una pulsera del hospital y un puñado de papeles bajo el brazo.

—Tengo sus joyas, teniente Dolan. Fírmeme un autógrafo Y lo dejaré en paz.

Se irguió y le indicó por señas que entrara.

—Firmo el traspaso de mi vida. —Se volvió a mí—. ¿Te apañas bien sola?

—No se preocupe por mí. Cuídese y descanse un poco. Pasaré por aquí esta noche. Pórtese bien.

—Suerte.

Antes de salir del hospital llamé a Henry. No estaba. Le dejé un mensaje en el contestador contándole lo del infarto de Dolan. También le dije que Stacey pasaría por mi casa. Le expliqué dónde encontrar mi cazadora y le dije que lo llamaría más tarde, cuando tuviera más información. Era la una y media cuando salí del hospital Y me dirigí al aparcamiento. No supe lo tensa que estaba hasta que abrí el coche y me puse al volante. Respiré hondo y giré la cabeza varias veces. Ahora que estaba sola, la ansiedad se apoderó de mí. No me había dado cuenta de hasta qué punto dependía de Dolan. Era agradable cotejar notas, agradable comer juntos, incluso era divertido pelearnos. Mi apego por él no tenía el menor asomo de romance, pero acentuaba la nostalgia de las relaciones personales profundas. Había aprendido el oficio con dos viejos, que me habían enseñado en mi juventud. Quizás era a ellos a quienes echaba de menos.

Eché un vistazo a las tarjetas de fichero. El siguiente movimiento lógico era hablar con el director del instituto alternativo. Ojalá Dolan estuviera allí, así se encargaría él. Aunque detestaba admitirlo, con él serían menos impertinentes. Una vez que enseñaba la chapa, la gente tendía a transigir. Saqué el plano y localicé Kennedy Pike, puse el Chevy en marcha y salí del aparcamiento. Al bajar por Main Street me acerqué a una gasolinera y llené el depósito. Apreté el gatillo del surtidor mientras miraba en el panel el paso de los litros y los dólares. El proceso fue tan largo que llegué a pensar que tenía agujereado el depósito. Estoy acostumbrada a mi VW, con su depósito que parece un bote de pintura. 29,46 dólares, salí de la gasolinera y doblé a la derecha.

Cuando llegué a Kennedy Pike, giré al oeste y comencé a buscar el cementerio y la estructura de madera blanca del otro lado de la calle. Aquella parte de Quorum era una sucesión de campos llanos, separados por filas de árboles que hacían de cortavientos. Cuando por fin descubrí el cementerio, me pareció tan liso como los campos que lo rodeaban. Sólo se veían unas cuantas lápidas. Casi todas se habían caído y yacían desplomadas en tierra. Vi bancos de hormigón y una desparramada variedad de flores de plástico junto a las tumbas. Una verja de hierro rodeaba el recinto, sin adornos. Cada tres metros se alzaban pilares de ladrillo rojo. Al otro lado de la verja había siete árboles grandes de especie indeterminada, aunque las ramas todavía no habían echado hojas y tenían un aspecto frágil bajo el cielo de abril.

Poco más allá de la entrada del cementerio, al otro lado de la avenida, vi el Instituto Alternativo Lockaby. Me pregunté si los alumnos harían la misma melancólica asociación de ideas que yo: de la Juventud a la Muerte en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estás en el instituto, los días duran una eternidad y la muerte es poco más que un rumor al final del camino. Dolan y yo sabíamos que la muerte estaba sólo a un latido de distancia.

Aparqué, anduve por el sendero y subí los anchos peldaños de madera del porche. El edificio debía de haber sido una granja en otros tiempos. Todavía se respiraba el ambiente de las habitaciones pequeñas y las esperanzas defraudadas. Entré en el vestíbulo, donde había ocho niños por el suelo con sendos cuadernos en la mano, haciendo dibujos a lápiz de la escalera. El profesor me miró y siguió yendo de alumno en alumno, haciendo breves sugerencias sobre perspectiva. En el primer piso se oían los murmullos de otra clase. Las risas bajaban por la escalera como regueros de agua. Yo no recuerdo nada gracioso de mi época de estudiante.

A mi derecha, lo que antaño había sido el salón de la casa servía ahora de oficina, con chimenea original y todo. El hogar era de ladrillo rojo y estaba coronada por una campana de caoba. Ningún mostrador separaba la zona de recepción de la secretaría, cuyo escritorio estaba colocado de cara a la ancha ventana saliente. La empleada dejó de escribir y se volvió para mirarme. Parecía agradable; cabello oscuro, regordeta, seguramente cuarentona, aunque no resultaba fácil concretarlo. Cuando dijo: «¿Sí, señora?», se le formaron hoyuelos en las mejillas. Sacó una silla y dio unos golpecitos en el asiento.

Me acerqué, tomé asiento y me presenté.

—Busco a la señora Bishop.

—Estará todo el día en reuniones administrativas, pero quizá pueda serle útil yo. Soy la señora Marcum. ¿Qué puedo hacer por usted?

—He ahí la cuestión —respondí, y le conté la historia. La había contado tantas veces que me salía de carrerilla; la búsqueda de la identidad de Juana Nadie en cincuenta palabras o menos. Por enésima vez, describí a Juana Nadie y la serie de entrevistas que me había conducido a Lockaby—. ¿Recuerda usted a alguna muchacha así?

—Yo no, pero sólo llevo aquí diez años. Preguntaré a los profesores. La señora Puckett, que enseña mecanografía, es además consejera de orientación. Si alguien puede reconocer a esa chica, es ella. Por desgracia hoy se encuentra fuera; todos tenemos un día de cura mental cada dos meses. Mañana por la mañana estará aquí, por si quiere usted volver.

—Si reconoce a la chica, su expediente estará por alguna parte, ¿no?

—Si es tan antiguo, no. Hubo un incendio hace ocho años. Entre el humo y los daños que causó el agua de los bomberos perdimos casi todos los archivos. Fue un milagro que el edificio no se quemara hasta los cimientos. Nos salvaron los bomberos. Llegaron a los siete minutos y lo apagaron en treinta, no le dieron tiempo de propagarse.

—¿Cómo se originó?

—El jefe de bomberos explicó que fue cosa de la instalación eléctrica. La que había entonces databa de 1945, cuando se construyó el edificio. Dijo que era asombroso que no hubiera sucedido antes. Ahora tenemos de todo, detectores de humo, detectores de calor y un sistema contra incendios… Nos salvamos de milagro. Afortunadamente no hubo fallecidos ni heridos. Papeles, sí, pero ¿a quién le importan? Por más que los archivos, siempre se acumulan.

—¿A los chicos les gusta este lugar?

—Parece que sí. La verdad es que somos un imán para los problemáticos, los expulsados de otros centros, los gamberros y los delincuentes. Los recogemos cuando ya nadie los quiere. Sólo tenemos unos cuantos profesores y procuramos que haya pocos alumnos por clase. En lo que se refiere a conocimientos, casi todos los alumnos van mal. Básicamente son buenos chicos, pero algunos son torpes. No prestan atención. Desisten con facilidad y casi todos tienen un concepto negativo de sí mismos. Con un plan de estudios normal se desaniman. Aquí nos interesa más la enseñanza práctica. Cubrimos lo principal: leer, escribir y matemáticas, pero además les enseñamos a redactar, a vestirse para una entrevista de trabajo, simple etiqueta. También impartimos arte y música para redondear la faena.

—Yo diría que es lo que toda escuela debería hacer.

—¿Verdad que sí?

Sonó el teléfono, pero no se movió.

—Responda si quiere.

—Ya llamarán otra vez. A menudo estoy fuera del despacho y ya lo saben. ¿Tiene alguna tarjeta suya?

—Sí.

—¿Por qué no me da un teléfono? Trataré de localizar a Betty Puckett y le diré que la llame.

—Eso sería estupendo. —Saqué una tarjeta y anoté en el dorso el nombre del motel, el número de teléfono y el de mi habitación—. Se lo agradezco.

—No puedo garantizarle que conociera a la chica, pero si alguna vez fue alumna de este instituto, estoy segura de que Betty trató con ella.

—Una pregunta más: el doctor Nettleton creía que la chica estaba en una casa de acogida, y no sé si yo podría averiguar algo en Servicios Sociales.

—Lo dudo. Cerraron la delegación hace años y no tengo ni idea de dónde estarán los expedientes antiguos. Es la administración del condado de Riverside, pero no sé nada más. Prepárese para pelearse. Son peores que las escuelas cuando se trata de enseñar expedientes, y más si son de menores con problemas.

—Lástima. Tenía esperanzas, pero veo que infundadas.

—Lo siento.

—Ya averiguaré la manera. Es sólo cuestión de tiempo.

Cuando salí de Lockaby no sabía más que antes, pero me sentía mejor. Ya en el coche me quedé unos momentos tamborileando con los dedos en el volante. ¿Y ahora qué? Con la confusión del momento no se me había ocurrido preguntar a Dolan qué le habían contado la policía de Quorum y la oficina del sheriff sobre las antiguas denuncias de personas desaparecidas. Ya se lo preguntaría cuando fuera a visitarlo. Repasé mentalmente lo que teníamos. Lo único que no habíamos investigado aún era la lona y si habían robado alguna al mismo tiempo que el Mustang. Encendí el motor, di marcha atrás y giré por Kennedy Pike para regresar al pueblo.

El rancho de ladrillo rojo de los McPhee parecía desierto cuando llegué; puertas cerradas, cortinas corridas y ningún coche en el camino de entrada. Pasé despacio ante la casa y en el siguiente cruce di media vuelta y volví. Aparqué al otro lado de la calle. No me gustaba la idea de encontrarme de nuevo con Ruel pero ¿a quién más podía preguntar por la lona? Aunque me había mantenido en segundo plano durante el embargo del Mustang, seguiría asociándome con su humillación.

Me quedé allí observando la casa, preguntándome si podría solucionar el asunto por teléfono. Vaya idea. Siempre que se pueda, es mejor hacer las cosas cara a cara. Estaba a punto de marcharme y posponer la visita cuando llegó un coche, redujo la velocidad y se metió por el camino de entrada. Era Edna.

Cuando apagó el motor, vi que se estiraba por encima del asiento delantero para recoger paquetes. Después de algunas maniobras salió con el bolso en el hombro, una bolsa de comestibles en una mano y en la otra dos bolsas grandes con asas, de supermercado. Cerró la portezuela de un caderazo y fue a la parte trasera del coche, dejó en el suelo las bolsas de asas, el bolso y la bolsa de comestibles, abrió el maletero y sacó más bolsas de comestibles. Vi que se debatía entre transportarlo todo a la vez y hacer dos viajes. Aproveché la oportunidad para salir del coche y acercarme a ella trotando.

—Hola, Edna. Soy Kinsey. ¿La ayudo?

Levantó la vista con sorpresa y se ruborizó ligeramente al verme.

—Ya me apaño sola.

—No tiene sentido hacer dos viajes. ¿Por qué no deja que lleve yo estas y se encarga usted de las demás? —Me incliné para recoger su bolso, la bolsa de comestibles y las dos bolsas con asas—. Parece que ha estado usted de compras toda la mañana.

—Hoy viene la familia a cenar y se me está haciendo tarde. Quiero poner un asado en el horno.

Su actitud se había dulcificado un poco, aunque todavía parecía incómoda. Al parecer, los buenos modales prevalecieron sobre el fastidio que le había causado verme otra vez en escena. Ruel me habría echado con cajas destempladas, pero a ella el embargo del Mustang no la afectaba tanto. El coche había permanecido en el garaje durante años y es probable que Edna estuviera cansada de los eternos aplazamientos del marido. Su colección de coches clásicos debía de ser una mala inversión, ya que hasta el momento no había restaurado ni uno solo.

La seguí por el camino del garaje hasta la puerta trasera y luego, como no protestó, por los escalones del porche y por la casa. Dejé su bolso en la encimera de formica y esperé a que me indicara lo que quería que hiciese con las bolsas. La decoración roja, blanca y. Azul era un canto a la historia americana. Me entretuve mirando detenidamente cada detalle.

—¿A qué hora volverá Ruel?

Edna había dejado las bolsas encima de la mesa.

—Supongo que pronto. Cornell, su mujer, las niñas y mi hija quedaron en venir a las seis. Puede dejarlas allí —dijo, señalando la ventana.

Puse la bolsa sin asas en la mesa y me acerqué al asiento de la ventana para dejar las bolsas de asas. Aparté un par de cojines y el edredón de colores y me senté sin aguardar a que me dieran permiso. Consulté la hora.

—Casi son las dos. ¿Le importa si espero?

—No creo que sea buena idea. Ruel está alterado y no quiero que nada vuelva a ponerlo de mal humor. —Comenzó a guardar los artículos adquiridos, a la vez que iba apartando los que pensaba utilizar: un pedazo enorme de carne envuelto en celofán, que parecía el lomo de King Kong, cebollas, zanahorias, patatas, judías verdes y panecillos. Me miró—: ¿Lo busca por algo en particular? Ya sabe que está hecho una furia. Si hay algo que detesta es que quieran pegársela. Usted y el otro policía deberían haberle dicho la verdad.

—Ya le explicamos a Cornell por qué estábamos aquí. También él podría habérselo contado. Se trata de un asesinato. ¿Tan importante es que Ruel se enfade?

—Aun así.

—¿Aun así qué?

—Que no se alegrará de verla.

—Quizá pueda ayudarme usted, así me iré antes.

—¿Qué quiere?

—Nos gustaría saber si se llevaron alguna lona cuando robaron el coche.

Se detuvo a meditar y negó con la cabeza.

—Que yo recuerde, no. No se dijo nada de eso. Pero puedo preguntárselo y se lo cuento a usted más tarde.

—Creo que le haría usted un favor, sobre todo si resulta que el Mustang se utilizó para secuestrar a la chica.

Edna se llevó una mano al pecho.

—No creerá que Ruel tuvo algo que ver.

—Lo que yo crea no importa.

Su inquietud acabó por contagiarme. Me puse en pie con ganas de irme. Al recoger el bolso me fijé en el edredón rojo, blanco y azul que estaba doblado con esmero en el asiento de la ventana. Consistía en una serie de fragmentos cosidos que formaban un clásico diseño de franjas. Franja tras franja, dispuestas en diagonal sobre fondo blanco, había series de margaritas azul oscuro con un punto rojo en el centro.

Creo que lancé una exclamación porque Edna se volvió a mirarme.

—¿Qué? —dijo.

—¿Dónde compró esta tela?

—Me la dio la madre de Justine, Medora…, la suegra de Cornell. ¿Por qué?

—He de hablar con ella.