Durante el desayuno, mientras tomaba el segundo café, dije:
—Buscaré al doctor Nettleton esta mañana para acabar con esto de una vez.
Observé a Dolan, que devoraba unos huevos al plato. El amarillo de la salsa holandesa era sospechosamente brillante, lo que sugería que el cocinero había utilizado un paquete de polvos.
Mojó un trozo de pan con mantequilla en un charco de yema de huevo.
—Pensaba que habías acabado con todos los dentistas.
Negué con la cabeza.
—A este no lo vi. Está retirado. El doctor Spears me dio su dirección, pero todavía no he ido. ¿Quiere venir?
—Seguro que te apañas mejor sola. ¿Por qué no me llevas a la oficina del sheriff? Les pediré que revisen los archivos antiguos y busquen denuncias de personas desaparecidas que se parezcan a nuestra chica. Después volveré al motel, a ver si hay noticias de Mandel. Hablé con él anoche a última hora y dijo que el tipo que recogió el Mustang se puso en marcha inmediatamente. Su mujer y él se iban hoy de vacaciones, lo que nos ha venido muy bien. Mandel dijo que los técnicos se pondrán a trabajar en el coche esta misma mañana. Llamará en cuanto tenga algo que contar. Si no llama pronto, lo llamaré yo.
—Estupendo. Yo le informaré en cuanto haya hablado con el doctor Nettleton.
Al llegar a la oficina del sheriff, Dolan dejó el coche en punto muerto, echó el freno de mano y bajó. Rodeé el coche y ocupé su lugar al volante. Dolan encendió un cigarrillo antes de que mi pantalón tocara el asiento. Cuando entró, yo aún me entretuve unos momentos ajustando el asiento y el retrovisor, y tomándole el pulso al viejo Chevy, que parecía un tanque al lado de mi pequeño VW. Cuando por fin me sentí preparada se caló el motor. Giré la llave del contacto y pisé ligeramente el acelerador murmurando palabras de ánimo hasta que el motor volvió a encenderse. Me sentía una criatura. Me fijé en lo largo que era el capó y deseé estar sentada encima de la guía telefónica de Nueva York, ya que apenas llegaba a los pedales con los pies.
Me puse el bolso en el regazo y miré el cuaderno de notas para comprobar la dirección que me habían dado, luego consulté el plano del pueblo. Quorum tenía unas veinticinco calles cruzadas por cinco avenidas que iban de este a oeste. Una serie de calles menores contribuía a definir una parrilla que facilitaba la circulación. La hija del doctor Nettleton vivía en Banner Way, que estaba en una pequeña urbanización del sector norte. Quité el freno de mano y di marcha atrás con precaución, me aparté de la acera y me metí en el tráfico. Tardé unos cuatro minutos en ejecutar la maniobra.
El número de la calle que estaba buscando resultó ser otro rancho de ladrillo rodeado de árboles muy altos. El garaje de dos plazas se había incorporado posteriormente a la estructura principal y me pareció que ahora se utilizaba como habitación para los huéspedes. En el porche de ancho techo había una colección de macetones con begonias.
Llamé al timbre y esperé. Abrió una mujer de casi cincuenta años. La había pillado en mitad de los ejercicios matutinos, tenía la cara sonrosada y venía sin aliento. Al fondo vi a Jane Fonda levantando las piernas.
—Busco al doctor Nettleton. ¿Es usted su hija?
—Sí. Supongo que será usted la investigadora privada. Alana Gary me dijo que seguramente pasaría por aquí. Entre.
—Soy Kinsey Millhone.
—Vonda Landsberg. Papá está en su habitación, al fondo del pasillo, es la última puerta a la derecha. Vaya usted sola, si no tiene inconveniente.
—Claro que no. ¿Me está esperando?
—Eso no se sabe. Posee una gran inteligencia, pero su memoria va y viene. A mi marido todavía le da unas palizas de muerte jugando al ajedrez, pero se cansa con facilidad, así que le pido por favor que no se quede mucho tiempo.
—Quince minutos máximo.
Vonda volvió a la manta de los ejercicios mientras yo recorría el pasillo hasta el dormitorio del fondo. La puerta estaba entornada y la empujé. Vi al doctor Nettleton sentado en una mecedora de madera, mirando por la ventana, que estaba abierta a medias. Sobre el alféizar había pipas de girasol sin pelar, y una ardilla, sentada allí sobre sus cuartos traseros, lo miraba fijamente.
El anciano parecía nonagenario; frágil, alicaído, encorvado y con una manta en las rodillas. Tenía la cara larga y los lóbulos de las orejas le colgaban como cera derretida. Se le había caído casi todo el cabello, pero el que quedaba era de un blanco níveo cortado casi al rape. En los oídos tenía unos audífonos de color carne que parecían chicles aplastados con el dedo.
—¿Doctor Nettleton?
Me miró con ojos legañosos y se puso una mano en el pabellón de la oreja.
—¿Qué? —Su voz sonó quebrada y seca, como si tuviera la tráquea llena de polvo.
—¿Puedo hablar con usted?
—¿Es la enfermera?
—Soy investigadora privada. —Vi una pequeña silla de madera y la acerqué a la suya. Me senté. Parecía aceptar tranquilamente mi aparición en escena. Puede que a aquellas alturas de la vida hubiera renunciado a las barreras y a la intimidad personales. En voz un poco más alta le expliqué quién era yo y lo que necesitaba de él. El doctor Nettleton me escuchaba con la cabeza adelantada hacia mí y la trémula mano tras la oreja—. ¿Repito?
Acerqué más la silla y se lo volví a explicar, esta vez hablando más alto. Percibía inteligencia en sus ojos, aunque no estaba muy segura de que me entendiese. Cuando terminé, el silencio que siguió fue tan largo que me pregunté si se habría enterado de algo. La ardilla se apoderó de una pipa y la mordisqueó con avidez, rompiendo la cáscara y agitando la cola. El doctor Nettleton sonreía con tanta dulzura que casi me eché a llorar.
—¿Doctor Nettleton?
—¿Sí? —dijo, volviendo la cabeza para mirarme.
—Le preguntaba por la chica. ¿Tuvo alguna vez una paciente con esas características?
Se irguió y se quedó mirando una cuña de sol que resbalaba por el suelo.
—El último año que ejercí atendí a una chica que coincide con esa descripción. Yo ya tenía setenta y cinco años y no me quedó más remedio que jubilarme. Las manos ya no las tenía firmes y no soportaba estar todo el día de pie. Ya no recuerdo su nombre, pero sí el rapapolvo que le eché cuando vi su dentadura. Le dije: «Caries como estas pueden minar tu salud».
Lo miré de hito en hito. Quizá me había entendido mal.
—¿Y tenía además los dientes saltones?
—Sí, sí. Tenía una mal oclusión pronunciada y el canino superior izquierdo torcido hacia la derecha y hacia fuera. Es este de aquí —explicó, señalándose el canino indicado—. El tercer molar izquierdo todavía no había cortado la encía y le advertí que le causaría problemas si no lo solucionaba pronto. Tenía mucha placa, desde luego, y las encías le sangraban con facilidad. La dentadura le afeaba la cara. Por lo demás, era una chica atractiva, aunque, si no recuerdo mal, con problemas de conducta.
—¿Por ejemplo?
—No estoy seguro. Algo no marchaba bien. Se la habían quitado a sus padres naturales y vivía con una familia de acogida. Seguro que no daban abasto con ella. Alborotadora. Impertinente. Creo que solía llevarse cosas que no eran suyas. Venía para que la tratara y cuando nos dábamos cuenta había desaparecido la grapadora o la caja de los clips. Yo me ocupé de los empastes y luego la mandé al doctor Spears para que analizara la posibilidad de hacerle una ortodoncia. No sé qué fue de ella después. Dudo que le hicieran el trabajo. No parecía de las que se arreglan esas cosas. Una pena, si quiere saber mi opinión.
—¿No recuerda el apellido de la familia de acogida?
Se quedó mirando a la pared.
—En este momento no. No eran pacientes míos. No recuerdo a qué dentista iban.
—¿Y la chica? ¿Recuerda su nombre o su apellido? ¿Algo que pueda ayudarme?
Sacudió la cabeza, como un caballo al que hubiera molestado alguna mosca.
—Tuve que sedarla para poder trabajar y le sentó muy mal. A veces pasa. Se puso furiosa. Le hacía un cuadrante por visita, pero siempre tenía que vencer su resistencia. La novocaína tampoco parecía sentarle bien. La pinchaba cuatro veces por cada diente que le empastaba.
Me sequé las manos en los vaqueros. Mi fobia odontológica y mi fobia a las jeringuillas habían chocado en el aire.
—¿Estudiaba en el instituto de aquí?
—Seguramente. Es obligatorio. Una chica guapa hasta que abría la boca. Una mala dentadura te destroza la imagen, así se lo dije. No cooperaba. Faltó a dos citas y llegó tarde a las otras. Mi higienista habría podido decirle el nombre, pero murió. No puedo creer que yo siga viviendo y ella no. Rebosaba salud; trabajó para mí durante treinta y dos años y no estuvo enferma ni un solo día.
—¿De qué murió? —pregunté, sin saber por qué.
—Del corazón. Estaba plantando violetas y se desplomó de costado. Se apagó como una bombilla. El trabajo al aire libre causa esas cosas. Una forma horrible de pasar el tiempo. Prefiero quedarme dentro de casa. Siempre lo he preferido.
—¿Recuerda algo más de la chica?
Me miró con el entrecejo arrugado y se removió en la silla.
—¿Qué dice?
—¿Que si recuerda algo más de la chica?
Se observó las manos, que parecían moverse por voluntad propia sobre la manta.
—Recuerdo que la madre de acogida armó un escándalo por la factura. Se la enviamos por error; un simple fallo administrativo. Tendría que haberla oído. Hizo llorar a mi secretaria. Después de aquello dejó de serme simpática. Venía con la chica, pero yo ya no salía a saludarla, como hacía con los demás padres. Mi higienista me contó que bebía. No sé por qué Servicios Sociales la consideraba apta. En mi opinión no lo era, pero nunca me preguntaron. —Se quedó en silencio un momento—. Eso es todo.
Le rocé el brazo.
—Muchísimas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda. Le dejaré mi teléfono a su hija. Dígale que me llame si recuerda algo. Su errabunda mirada tropezó con la mía.
—¿Juega usted al ajedrez?
—No, pero he oído que usted lo hace muy bien.
—Debería. Mi padre me enseñó cuando yo tenía siete años y ya he cumplido noventa y tres. Mi yerno juega fatal. No tiene cabeza para el ajedrez, si sabe a qué me refiero. Se necesita concentración. Hay que planear las jugadas por adelantado, quizás entre diez y quince movimientos. Si quiere aprender, yo le enseñaría con mucho gusto.
—Me temo que no, pero muchas gracias.
—De nada. —Se quedó en silencio y luego señaló con un índice bailón un recipiente que había encima de la cómoda—. Dele más pipas a la ardilla. Es una compañía excelente. Tiene más personalidad que muchas personas que he conocido y se entretiene con nada.
Eché un puñado de pipas sobre el alféizar. El doctor Nettleton se estaba abstrayendo ya y la animación le desapareció de la cara. Cuando abrí la puerta dijo:
—No recuerdo cómo se llama usted, pero gracias por la visita. He disfrutado de la conversación y espero que usted también.
—Créame, he disfrutado.
Me habría gustado subírmelo al coche y llevármelo. Me despedí con la mano, pero dudo de que me viera.
Volví al motel. Seguro que estábamos sobre la pista. Aunque el doctor Nettleton no había podido proporcionarme el nombre, los detalles que me había contado coincidían con lo que sabíamos. Entonces se me ocurrió algo…, que podía hacer una rápida parada antes de reunirme con Dolan. Reduje la velocidad y me acerqué a la acera. Saqué el plano y busqué un cuadrado negro con una banderita encima. Di media vuelta en Chesapeake y volví por donde había llegado.
El instituto de Quorum ocupaba dos manzanas al noreste de la población. La hierba parecía descuidada y en el asta no había bandera. Las aulas estaban repartidas entre varios edificios de aspecto barato que parecían prefabricados, con paredes que habrían podido agujerearse con la lima de un cortauñas. Conté seis árboles en los patios; insuficientes para crear ilusión paisajística, pero de sobra para dar sombra. El edificio de administración parecía la planta baja de algo mucho más ambicioso. Puede que el instituto estuviera recaudando fondos, torturando a los telespectadores con interminables maratones en los estudios de la televisión local. Seguro que los televidentes habrían pagado para que volviera la programación habitual: comedietas tontas y culebrones y no esos roqueros aficionados que tocan canciones propias sin tener ni idea.
Aparqué donde ponía VISITAS. Cerré el coche, recorrí la hierba pisoteada, empujé la puerta doble de cristal y accedí al vestíbulo. Reinaba un silencio sepulcral, aunque por algún sitio tenía que haber estudiantes. Las aulas de fuera eran barracones y demasiado pequeñas para alojar el salón de actos o el gimnasio. Me imaginé que también en aquel edificio tenían que darse clases. Percibía el sudor y la laca del pelo, las hormonas, las zapatillas de deporte…, los típicos olores de la infelicidad adolescente. Granos en la cara, ningún poder, pocas oportunidades demasiada presión sexual e incapacidad para comprenderte a ti mismo hasta que llegas a los dieciocho años. ¿Cuántas vidas se iban a pique hasta ese momento? Chicas embarazadas, chicos muertos en accidentes de tráfico antes de que las latas de cerveza dejaran de rodar de un lado para otro por las alfombrillas del coche.
Delante de mí, al final del pasillo, vi el rótulo del despacho del director. Empecé a ponerme nerviosa, tal como me había ocurrido durante toda mi vida de estudiante. Me sentía tan excluida, tan imbécil… Había sobrevivido rebelándome, fumando marihuana y yendo por ahí con otros inadaptados como yo. Y allí estaba otra vez, sólo que convertida en una mujer (supuestamente) hecha y derecha que cruzaba el umbral de forma voluntaria, en busca de respuestas a preguntas en las que jamás habría soñado entonces.
La secretaria era una treintañera de ojos castaños, con el pelo sedoso y corto del color de las cáscaras de pacana. Una perdigonada de pecas le cubría la nariz y las mejillas. Iba vestida de modo informal, con pantalón ancho de color beis, jersey marrón de manga corta y zapatos planos. La placa de identificación decía: ADRIANNE RICHARDS, y debajo, con letra más pequeña: AUXILIAR ADMINISTRATIVA. Se levantó al verme y se acercó al mostrador.
—¿Desea algo?
—Por eso he venido —respondí—. Soy investigadora privada, de Santa Teresa. Estoy trabajando con dos policías para averiguar la identidad de la víctima de un homicidio que se cometió en agosto de 1969.
—¿Aquí?
—No lo sabemos con seguridad. —Invertí medio minuto en describirle a la chica que nos interesaba—. Estamos visitando a los dentistas locales con la esperanza de localizarla por su ficha dental. Acabo de hablar con el doctor Nettleton. Cree que fue paciente suya, pero no recuerda el nombre. Pensé que si hablaba con un par de profesores, tal vez la recordaran por la descripción. ¿Podría decirme quién trabajaba en el instituto por entonces?
Me miró con cara de haba. Casi la veía calcular mentalmente las posibilidades. Pensé que iba a decirme algo relevante, pero cambió de expresión y bajó la mirada.
—Tendrá que hablar con el señor Eichenberger. Es el director. Los expedientes de los alumnos son confidenciales.
—No quiero su expediente. Sólo quiero saber su nombre.
—El señor Eichenberger no nos permite dar esa información.
—¿Quiere decir que la conoce?
Se le colorearon las mejillas.
—Claro que no. Estoy hablando de política escolar.
La miré con fastidio. Puede que como auxiliar administrativa no estuviera acostumbrada a que le replicasen. Tendría suerte si al final no me detenían a mí.
—No entiendo el problema.
—El señor Eichenberger es el único con autoridad para hablar de los expedientes de los alumnos.
—Perfecto. ¿Podría verle?
—Lo comprobaré, pero tendría que enseñarme primero la identificación correspondiente.
Saqué la billetera del bolso y la abrí para que viese la fotocopia de mi licencia. Se la acerqué por encima del mostrador.
—¿Puedo llevármela?
—Mientras me la devuelva…
—Un momento.
Se dirigió hacia una puerta cerrada y con una placa que decía: LAWRENCE EICHENBERGER, DIRECTOR. Llamó una vez y entró. Al cabo de un minuto se abrió la puerta y salió el señor Eichenberger, con Adrianne Richards detrás. Richards me devolvió la billetera, volvió a su escritorio y fingió que se enfrascaba en sus papeles; para enterarse de todo sin parecer interesada.
El señor Eichenberger aparentaba sesenta y tantos años, llevaba gafas y tenía el cabello ralo y muy fino y la nariz bulbosa. Estaba bronceado y su aftershave olía a incienso. Vestía un chaleco oscuro y una camisa azul con pajarita en el cuello. Su actitud era impertinente y se le notaba en la cara las pocas ganas de cooperar.
—Según parece, tiene usted un problema con una alumna nuestra.
—De ningún modo —repliqué.
Bizqueé mentalmente. No me extraña que detestara el instituto si había estado a merced de tipos como aquel. Repetí todas las explicaciones, fingiendo una tolerancia que en el fondo no sentía.
—Señora Millburn —dijo el señor Eichenberger—, permítame aclararle algo. Estoy aquí desde mediados de los años sesenta. En realidad me jubilo el mes que viene. Llegué a este trabajo con cuarenta años y he vivido intensamente cada minuto. No quiero vanagloriarme, pero recuerdo a todos y cada uno de los alumnos que han cruzado esas puertas. Porque mi prioridad es saber quiénes son y a qué aspiran. Eso es lo que necesitan los muchachos, no un amiguete ni un colega; necesitan que los guíen adultos que de verdad se interesen por ellos. Nuestra tarea consiste en formar a esos muchachos para enfrentarse al mundo real. Necesitan conocimientos, sobre todo leer y escribir, que los preparen para ejercer un trabajo productivo y bien remunerado. Si no son carne de universidad, procuramos que encuentren un oficio. Novillos, pandillas, drogas…, por aquí se ven poco, a pesar de que estamos cerca de Los Ángeles.
Miré rápidamente por encima del hombro. ¿Nos estaban filmando? No es que aquellos sentimientos fueran reprobables, pero la perorata parecía ya ensayada y no tenía nada que ver conmigo.
—Disculpe, pero ¿me está contando algo relacionado con mi pesquisa?
Reaccionó como si, por un momento, le hubieran distraído.
—Sí. Bueno. Me hablaba usted de una alumna. Sería muy útil que me diera los detalles. No puedo ayudarla sin ellos.
Siempre servicial, repetí la historia mientras la auxiliar movía papeles en el escritorio. Aún no había terminado cuando el señor Eichenberger negó con la cabeza.
—Aquí no. No mientras yo he sido director. Tendrá que probar en Lockaby. Es el instituto alternativo.
—¿De veras? No sabía que hubiera uno por aquí.
—Está en Kennedy Pike; es un edificio blanco que queda al otro lado del cementerio. No tiene pérdida.
—¿Hay alguien en particular a quien deba preguntar?
—La directora es la señora Bishop. Puede que le eche una mano.
—¿Conoció usted a la chica?
—Si la hubiera conocido, se lo diría. No ocultaría información en la investigación de un homicidio.
—¿Y la auxiliar?
—La señora Richards no trabajaba aquí en aquella época.
—Lástima. Pensé que no perdía nada con probar —dije. Saqué una tarjeta y garabateé detrás el teléfono del motel—. Estaré un par de días en el Vista Marina. Le agradecería que me llamara si se le ocurriera algo que pudiera serme útil.
—Ha hablado usted de una familia de acogida. Yo probaría en Servicios Sociales.
—Gracias. Es una buena sugerencia. Lo haré.
Decidí no hacer ningún movimiento hasta que hubiera puesto al corriente a Dolan. Volví al motel por segunda vez aquella mañana. Dejé el coche en la plaza de aparcamiento que había delante de su habitación y llamé a la puerta. Dentro se oía un televisor a todo volumen. No debió de oírme porque no respondió. Con la cabeza apoyada en la puerta esperé y volví a llamar. Nada. Di media vuelta y miré hacia el aparcamiento que había delante de la oficina de recepción. Paseé la mirada hasta donde estaban las máquinas de refrescos. Ni rastro de Dolan. Volví a llamar, esta vez con golpes que sonaban a la contraseña que da comienzo a las redadas en busca de drogas. Quizás estuviera en la ducha, o indispuesto.
Fui a recepción y asomé la cabeza por la puerta. La encargada, una joven de veinte años, estaba sentada en un taburete giratorio hojeando un número de la revista People. La interrumpí en mitad de un artículo sobre Lady Di. Tenía el cabello oscuro y era bonita, aunque del género malhumorado, con una boca grande, pintada de rojo oscuro, y unas pestañas tan espesas que pensé que eran postizas. Vestía falda azul oscuro y blusa blanca, y una elegante chaqueta cruzada roja con un emblema inventado en el bolsillo. El traje debía de habérselo dado el motel, porque seguro que era la típica indumentaria que la muchacha no se pondría si no fuera bajo amenaza de despido. Para compensar el trago había acortado la falda y se había desabrochado los tres botones superiores de la blusa. Masticaba chicle, una costumbre contra la que me previnieron cuando estaba en décimo curso. Mi profesora de francés nos juró que daba aspecto de rumiante y no he masticado chicle desde entonces. La profesora ni siquiera me caía bien, pero la advertencia se me quedó grabada.
—Disculpa que te moleste —dije—, pero me gustaría saber si has visto al huésped de la ciento treinta. Sé que me está esperando, pero no contesta.
Se puso a mirar el libro de registro y retrocedió una hoja. En el ínterin estiró el chicle con la lengua para hacer un globo y fue como si le saliera un pequeño pulmón pintado de rosa por entre los labios.
—¿Se refiere al viejo?
—No es viejo —repliqué ofendida.
—No, claro. El día que se registró lo hizo con un bono de la Asociación de Jubilados. Un descuento del quince por ciento. Ese bono sólo es válido para los viejos. Hay que tener cincuenta años por lo menos.
—Yo también tengo cincuenta.
—Coño —dijo—. Pues aparentas cuarenta. —Hizo otro globo y lo reventó para subrayar el argumento. Me miró a la cara—. Ay, tía, perdona. No lo decías en serio, ¿verdad?
—No importa. Me lo he buscado sola —dije—. ¿Salió del motel por alguna razón?
—Fue a comprar tabaco, pero lo he visto volver.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Una hora. Pasó por aquí para oír los mensajes y se fue a su habitación.
—¿Había recibido alguna llamada?
—Pregúntaselo tú, si tan amiga suya eres.
—Llama a su habitación, ¿vale?
—Vale. —Descolgó el teléfono e hizo otro globo mientras marcaba el número. El timbre debió de sonar unas quince veces—. Habrá salido otra vez. A mucha gente mayor le da la neura. Demasiada energía. Tienen que estar siempre de aquí para allá para no volverse locos.
—Gracias por el diagnóstico. ¿Puedes acompañarme a su habitación y abrir con tu llave?
—Ni hablar. Estoy sola y no puedo dejar la oficina. ¿Por qué no das la vuelta y lo llamas por la ventana del baño? A lo mejor está poniendo un huevo.
Aquello no me gustaba en absoluto. Regresé a la habitación y volví a llamar, esta vez con la violencia de los aldeanos en la puerta del castillo de Frankestein. Nada. Rodeé el edificio y conté las habitaciones hasta que llegué a la suya. Las ventanas de todos los cuartos de baño estaban demasiado altas para serme de utilidad. Volví a la puerta principal y me quedé allí de pie, indecisa, meditando sobre la existencia. ¿Por qué no contestaba? Busqué en el bolso y saqué la billetera. En el compartimento donde tengo el carnet de conducir suelo llevar un sencillo juego de ganzúas. No era el aparato de pilas que poseo y que lo abre prácticamente todo. Ese lo había dejado en casa, sobre todo porque, si me pillan con él encima, a la policía no le haría ninguna gracia. Lo que tenía en la mano era un juego de ganzúas pasadas de moda, un pequeño gancho y una llave de precisión, para ocasiones como aquella. En el bolso llevo también una linterna bolígrafo y un destornillador plegable, pero estos no iban a hacer falta.
Llamé una vez más y grité el nombre de Dolan a pleno pulmón. El tipo de al lado abrió y asomó la cabeza.
—¡Eh! Basta ya, joder. Y ya que estás ahí, dile a ese capullo que baje el volumen del televisor. Lleva a toda hostia desde las diez de la mañana y estoy harto. Algunos tenemos que trabajar.
—Lo siento. Está impedido —dije tocándome la oreja—. Nivel auditivo bajísimo, el pobre.
La expresión del vecino pasó del enfado a menos enfado.
—Bueno, yo no sabía…
—No pasa nada. Siempre lo tratan muy mal. Ya está acostumbrado.
Esperé a que desapareciera y me puse a trabajar. En las películas, los ladrones suelen reventar la cerradura en un periquete y a menudo utilizan una tarjeta de crédito, método que yo evito. No me fio. Conocí a un tipo cuya tarjeta de crédito se rompió en la puerta que estaba intentando abrir. Un vecino lo vio y llamó a la policía. Cuando oyó las sirenas, salió corriendo de allí y se dejó la mitad de la tarjeta en la puerta. La policía encontró su apellido y los seis últimos dígitos de su cuenta corriente. Lo detuvieron al cabo de un día.
En realidad, reventar una cerradura requiere práctica, grandes dosis de paciencia y una buena cantidad de destreza. Aunque muchos mecanismos se parecen, hay variaciones que pueden volver loco al novato. Yo, por lo general, tengo que intentarlo varias veces. Manipulé la llavecita de precisión sin dejar de mirar al aparcamiento. Si Dolan estaba fuera, no quería que me sorprendiese forzando la puerta de su habitación. Y tampoco me entusiasmaba la idea de que uno de los huéspedes del motel me viera por la ventana y avisara a la policía. Por otra parte, si estaba dentro, ya era hora de ver qué pasaba. Noté que cedía el último pasador. Giré el pomo, abrí la puerta y entré.
—¿Teniente Dolan?
Estaba en la cama, completamente vestido y descalzo. Se volvió hacia mí. Respiraba con dificultad y tenía la cara de un gris pálido. Apagué el televisor y me acerqué a él.
Me habló con voz ronca y áspera.
—Te he oído llamar, pero estaba vomitando en el cuarto de baño. No me encuentro bien.
—Ya lo veo. Tiene un aspecto horroroso. ¿Le duele el pecho?
—Una fina película de sudor le cubría la frente y las mejillas.
Cabeceó casi imperceptiblemente.
—Me aprieta aquí. Me cuesta respirar. Es como si un elefante se me hubiera sentado en el pecho.
—Joder. —Fui al teléfono y llamé al 911.