14

No hacía trabajos de vigilancia desde hacía milenios y había olvidado lo larga que puede ser una hora. Al menos el coche no se movería de allí. Me quité el reloj de la muñeca y lo guardé en el bolsillo para evitar la tentación de mirarlo constantemente. Me senté a la sombra y me apoyé en la pared del garaje para escribir unas notas en las fichas; luego saqué la novela del bolso y me puse a leer.

Medio capítulo más tarde oí el portazo de un coche, y cuando fui a la esquina y asomé la cabeza, vi a Cornell bajando de una furgoneta blanca de caja descubierta. Estaba cruzando el aparcamiento e iba hacia la puerta trasera de la casa de sus padres, posiblemente para almorzar. Yo me moría de hambre y tuve que contentarme con una chocolatina prehistórica que encontré en el fondo del bolso. La pelusilla que la cubría aportaría la ración de fibra diaria que necesitaba.

La temperatura había subido considerablemente y el aire olía a flores silvestres y a hierbajos. De vez en cuando pasaba un abejorro, un tanque volador de color negro y amarillo. Una nube de mosquitos danzaba en la luz y un tábano zigzagueaba buscando un sitio para aterrizar. Demasiada fauna para mi gusto. Soy persona de interiores y prefiero ver la naturaleza en tarjetas postales.

Oí acercarse a alguien por la hierba. Me puse en pie, me sacudí el polvo de los vaqueros y guardé la novela en el bolso. Esperaba ver a Dolan, pero en su lugar apareció Cornell, fumando un cigarrillo que escondía en el hueco de la mano. No pareció Contento de verme. Sus ojos se posaron en la puerta del garaje, donde se encontraba el Mustang a plena luz, con la lona quitada y el precinto pegado en la ranura del capó.

—Hola, soy Kinsey —dije—. Nos conocimos esta mañana. —Miré hacia el sendero con ganas de ver llegar al ayudante del sheriff, pero no hubo suerte.

—Ya sé quién es. ¿A qué viene todo esto?

—Enseguida llegará un ayudante del sheriff. El teniente Dolan cree que este podría ser el coche que utilizaron para transportar a nuestra víctima. Quiere que lo analicen.

—¿A qué se refiere?

Respondí con indiferencia.

—Nada del otro mundo. Quiere que lo revisen los técnicos de las pruebas.

—¿Lo sabe mi padre?

—Supongo que sí —respondí, mintiendo descaradamente—. No sé qué le diría el teniente. Tendrá que preguntarle.

Cornell frunció el entrecejo. Tiró el cigarrillo y lo pisó.

—¿Cuánto tardarán?

—Un par de días lo más seguro.

Esperaba que no se diera cuenta de que íbamos a sacar el Mustang de la casa. Ni de que nos lo íbamos a llevar al norte, ni de que probablemente no volvería a verlo durante meses. No tenía ganas de discutir con él si recelaba algo.

Se encogió de hombros.

—¿La ley les permite entrometerse de esta manera? Esto es una propiedad privada, lo mismo que la casa. Mi padre es el propietario de todo lo que hay hasta la cerca.

Me volví para mirar hacia donde señalaba.

—No me había dado cuenta. Tienen ustedes mucho terreno —dije—. Hace un rato tuvimos una charla con su padre y le pedimos que nos dejara ver el Mustang. Dijo que podíamos hacerlo.

—No creo que entendiera qué iban a hacer. No me lo ha mencionado.

—¿Y supone eso un problema?

—No, no. En absoluto. Es sólo que me parece raro.

Miré al suelo y hundí en la tierra la punta del pie derecho.

—No sé qué decirle. Ya se lo explicará el teniente Dolan cuando vuelva. Me indicó que vigilara el coche hasta que llegara el ayudante del sheriff. ¿Necesita algo de dentro?

—He venido a ver qué pasaba. Papá dijo que ustedes habían venido aquí y que no habían regresado. ¿Dónde está el teniente Dolan?

—Ah. Supongo que se iría por el otro lado. Lo más probable es que no quisiera molestar a su padre mientras ve el concurso.

—Dejé que se interpusiera una cuña de silencio en la conversación. No quería hablar de naderías ni seguir con aquel tema.

—Será mejor que avise a papá. No le va a gustar, pero eso ya es cosa de ustedes.

—Adelante. Obre como guste.

Cornell retrocedió un paso y echó a andar hacia la casa. Cuando llegó al camino de entrada apareció un coche Z de la policía. Bajó el ayudante del sheriff, se acercó a Cornell y le dio la mano. Vi que hablaban. Al poco rato se les unió el viejo en persona. Se había enderezado el sombrero y la sombra del ala le cubría el rostro. Incluso de lejos me di cuenta de que se envaraba como un gallo de pelea en el corral rodeado por el enemigo. La conversación prosiguió con muchos aspavientos por parte de Ruel. Las tres caras se volvieron hacia mí. Detrás de ellos apareció el teniente Dolan, que aparcó junto a la acera. Los tres hombres esperaron a Dolan y estalló otra discusión, al final de la cual formaron todos un pequeño pelotón y desfilaron hacia mí.

Dolan me presentó al ayudante del sheriff, que se llamaba Todd Chilton. Este trataba a Ruel como si ya lo conociera de antes. Se acercaba a los cuarenta años, tenía el pelo oscuro, muy corto por los lados y con rizos en la parte superior. Se había aflojado el nudo de la corbata, pero se abrochó el cuello antes de darme la mano.

Ruel me miró y se volvió hacia el teniente Dolan.

—¿Es el técnico del que hablaba?

—Es una investigadora privada. Nos llevaremos el coche a Santa Teresa y ya lo analizarán allí.

Ruel lo miró de hito en hito.

—¿Quiere decir que se van a llevar el coche del pueblo? —Miró al ayudante del sheriff con cara de incredulidad—. No puede hacerlo, ¿verdad?

—Sí, señor, sí puede.

—Pero tengo derechos sobre el coche, está registrado a mi nombre. En ningún momento me informó de lo que se proponía, de lo contrario le habría mandado a paseo.

—Lo comprendo, señor McPhee —dijo Chilton—, y estoy seguro de que el teniente Dolan se da cuenta de la molestia que le ocasiona.

—¡Molestia, un rábano! Ese coche ha estado ahí dieciocho años. Si la poli pensaba que era tan importante, que se lo hubieran llevado entonces.

—La información nos llegó hace una semana —dijo Dolan—. Hasta entonces no habíamos tenido la menor noticia al respecto, de lo contrario nos lo habríamos llevado antes.

—Es propiedad privada. El coche me pertenece. No pueden venir aquí en plan chulo y llevarse lo que es mío. —Se volvió al ayudante—. Quiero que este hombre se marche de aquí.

—No puedo impedirlo —repuso Chilton—. Tiene derecho a llevárselo.

—¡Pues entonces lárgate tú también! ¿De qué te sirve esa maldita chapa si no sabes protegemos?

La actitud de Chilton cambió ligeramente. Si al principio había estado conciliador, ahora empezaba a ponerse serio.

—Perdone, señor, pero el coche es una prueba de una investigación criminal. Usted debe aceptar los hechos. Si los técnicos no encuentran nada, le devolverán el vehículo y nadie saldrá perjudicado.

—Voy a llamar a mi abogado.

El teniente Dolan dijo:

—Señor McPhee, hay una orden judicial en regla. Puede llamar a quien quiera, pero eso no cambiará nada. No quiero faltarle al respeto, pero sería mejor que se ahorrara la molestia.

—Tengo derecho a hacer una llamada.

—Eso es cuando a uno lo meten en la cárcel, hombre —dijo Chilton con exasperación—. Nadie tiene intención de detenerlo. Lo que quiere este agente es el coche. Está hablando de un homicidio. Si se interfiere, sólo se creará problemas. Nadie quiere eso.

—Déjalo correr, papá —intervino Cornell—. Vamos. De todas formas van a llevárselo.

Ruel cedió de repente. Se quitó el sombrero y se golpeó el muslo con él.

—La gente se queja de que vivimos en un estado policíaco, pero nunca pensé que viviría para verlo. Es una vergüenza que a un ciudadano respetuoso con la ley se le trate como la mierda.

Y se alejó. Cornell volvió la cabeza con expresión sombría y siguió a su padre hacia la casa.

Oímos un bocinazo en la calle y vimos junto a la acera el camión de plataforma de la compañía local de remolque. Chilton silbó para que el conductor se fijara en él y le indicó que avanzara moviendo los brazos. El conductor cambió de marcha y avanzó unos metros. Luego puso la marcha atrás, entró reculando en el camino de acceso a la casa y siguió por el largo sendero de tierra hacia el garaje donde nos encontrábamos.

Dolan y yo hicimos de capataces de planta mientras enganchaban la cadena al eje frontal del Mustang y tiraban del coche por la rampa. La furgoneta de Cornell había desaparecido y no había rastro de Ruel. Cuando estuvo cargado el Mustang, fuimos tras el camión hasta la calle. El conductor esperó mientras yo subía al coche de Dolan. Le seguimos sin dejar de mirar el Mustang.

—Y bien, ¿ha hablado con Stace? —pregunté—. ¿Qué le han dicho sobre la biopsia y las radiografías? Ya deben de saber algo.

Dolan me miró inexpresivamente.

—Se me olvidó por completo. Quería venir y me costó tanto disuadirlo que me olvidé de preguntarle.

—¿Va a reunirse con nosotros?

—No, si puedo evitarlo. Prefiero que se quede allí, donde pueda hacer algo de provecho.

Ya en el depósito municipal, esperamos a que descargaran el Mustang y cerraran la persiana de la puerta. Dolan se encargó del papeleo, volvió al coche y nos dirigimos al motel. Conducía silbando para sí, tamborileando con los dedos en el volante.

—Parece contento.

—Lo estoy. Tengo un buen presentimiento.

—¿Cuánto tardarán los del forense en darnos los resultados?

—No mucho, espero. Las cosas están tranquilas de momento y Mandel dijo que les pediría que se dieran prisa.

—Y mientras tanto ¿qué?

—Nada. Si consiguen relacionar a nuestra víctima con el Mustang, llevaremos su ficha dental a los dentistas locales. Con una dentadura tan desastrosa, alguien tiene que recordarla.

—¿Y no podríamos hacerla mientras esperamos? Detesto estar cruzada de brazos. Sabemos que alguien robó el coche y fue con él hasta Lompoc. C. K. lo vio cerca de la cantera…

—Todavía no estamos seguros de si es el coche que vio. Pudo ser otro parecido; cualquiera que parase allí para mear. No saque conclusiones tan deprisa.

—Pero si es el mismo coche, ¿no es lógico suponer que se utilizó para transportar el cadáver?

—¿De dónde sacas eso, si no han encontrado aún pruebas fehacientes?

—Oh, vamos, teniente…

—Hablo en serio. Aunque tuviéramos razón en lo del coche, no hay pruebas de que la chica fuese de Quorum. El asesino pudo haberla recogido y apuñalado en la carretera.

—Vale, tiene razón. Entonces ¿qué hacemos? ¿Quedarnos sentados?

—Sí.

—Pero pueden pasar días.

—Si quieres, te llevo a un autobús y te vuelves —dijo con dulzura.

—No era mi intención llegar a ese extremo.

—¿Entonces?

—¿Por qué no se queda usted sentado mientras yo merodeo y olfateo un poco?

Negó con la cabeza.

—No tiene sentido perder el tiempo.

—¿Qué le parece esto? Trabajaré sin taxímetro, pero contando las horas. Si consigo encontrar la pista de la chica, me paga, y si no, tan amigos.

Dolan se lo pensó y reanudó el tamborileo del dedo mientras observaba la calle.

—Quizá.

—Vamos, Dolan. Por favor, por favor, se lo pido de rodillas. Deme una oportunidad. Seré buena. Lo juro.

—No está bien suplicar. No te va. —Dejó de tamborilear—. Supongo que me prestarás la máquina de escribir para el papeleo. Quiero poner todo esto por escrito ahora que tengo los detalles frescos en la memoria.

—Bueno. Es una alegría. Así será mucho más divertido.

Una vez en mi habitación, abrí el cajón de la mesilla de noche y saqué el listín telefónico de Quorum, que parecía una revista, para buscar la dirección de la biblioteca pública. La sucursal de Quorum de la Biblioteca Pública del Condado de Riverside se encontraba en High Street. Según el miniplano de la cubierta del listín, estaba sólo a cinco manzanas de distancia. Guardé el listín en el bolso, dejé la máquina de escribir a Dolan y me fui a pie.

Ya en la biblioteca, pasé directamente a la sala de consulta y busqué las guías municipales de 1966, 1967, 1968 y 1969. Saqué el listín del bolso y miré las páginas amarillas en busca de los «Dentistas». Había diez. Cotejé los nombres actuales con los que estaban en ejercicio en los años en cuestión. Dos dentistas de entonces, los doctores Towne y Nettleton, habían desaparecido, porque se habían jubilado, porque habían muerto o porque se habían ido de la zona. Cuatro nombres continuaban y seis eran nuevos. Muchos parecían dentistas en general, a juzgar por los anuncios a toda página que pregonaban coronas, dentaduras empastes, periodoncias, puentes, endodoncias, limpiezas y cirugía. La fobia odontológica me humedeció las manos. Me gustaba uno que prometía «Óxido nitroso: el trabajo se hace mientras usted duerme». No me opondría a posponer mi próxima cita hasta que estuviera muerta.

El cuarto de los que continuaban, el doctor Gregory Spears, figuraba en el listín por partida doble, una en la lista de odontólogos de competencia general y otra en la de ortodoncistas. Se había añadido entre paréntesis la palabra «corrección» para quienes no supieran lo que era la ortodoncia. Anoté los cuatro nombres y las respectivas direcciones, volví al plano y tracé la ruta. Dado el tamaño del pueblo, no me costaría mucho ir andando desde la biblioteca hasta el primer consultorio de mi lista.

El consultorio de Spears estaba en una planta baja de Dodson. No había nadie en la sala de espera. La «chica» de recepción rondaba los sesenta años, la señorita Gary, según la placa de identificación. Tenía el escritorio en orden y el espacio que la rodeaba estaba muy bien organizado. Guardaba los historiales archivados en sentido vertical. Las etiquetas de colores del borde de las cubiertas formaban caminitos irregulares. En la pared había un rótulo bordado en punto de cruz: PAGUE HOY EL SERVICIO, NO LO DEJE PARA MAÑANA. Estoy convencida de que se compadecía mucho cuando le contabas que se te habían caído las fundas de los incisivos en una reunión social de señoras, pero seguro que no aceptaba explicaciones si el banco devolvía un cheque por falta de fondos.

Cuando corrió el cristal que separaba su despacho de la sala de espera, le puse la licencia de detective en el mostrador. Dolan me había dado la carpeta con la ficha dental de Juana Nadie, con indicación del número y situación de los empastes, y la puse también en el mostrador. Al fondo oí el agudo gemido de una fresa, un sonido que a veces bastaba para que me desmayase. Me froté la mano húmeda en la culera de los pantalones y dije:

—Hola. Espero que pueda darme cierta información.

—Desde luego, si está en mi mano.

—Estoy trabajando con dos investigadores del grupo de homicidios de Santa Teresa en un caso de víctima sin identificar que lleva abierto desde 1969. Esta es la ficha de su dentadura. Cabe la posibilidad de que viviera en esta zona y nos gustaría saber si fue paciente del doctor Spears. Es muy probable que fuera menor de edad cuando la trataron.

La recepcionista miró la ficha.

—Ahora mismo está con un paciente. ¿Puede venir dentro de media hora?

—Preferiría esperar —contesté—. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja para él?

—Desde que abrió la consulta, en 1960. ¿Cómo se llamaba el paciente?

—No lo sé. Ese es el problema. Era una muchacha a la que hasta hoy no se ha podido identificar. Tenía varios empastes y el odontólogo forense que examinó los maxilares cree que el trabajo se hizo durante los dos años anteriores a su muerte. Es mucho tiempo, ya lo sé.

—Dudo que guardemos los historiales de pacientes a quienes no hemos visto desde hace casi veinte años.

—¿Qué pasa con los historiales antiguos? ¿Los destruyen?

—Normalmente no. Se les pone en la categoría de inactivos y se almacenan. No sé cuántos años se guardan. Hablamos de cientos de pacientes, ya lo sabe.

—Me doy cuenta. ¿Los historiales esos se encuentran en el pueblo?

—Si está pensando en mirarlos uno por uno, tendrá que hablar con el doctor Spears. No creo que esté dispuesto a acceder sin una orden judicial.

—Sólo nos quedaremos aquí un par de días y queríamos evitar las demoras.

—Espere a ver qué dice. No depende de mí.

—Entiendo.

Me senté en un rincón y eché un vistazo a las revistas. Elegí el último número de Architectural Digest y me entretuve imaginando la distribución de colores en mi casa, en los ochenta metros de casa.

Al cuarto de hora salió una mujer con el labio hinchado y se detuvo ante el escritorio a extender un cheque por el servicio. Esperé a que se fuera, dejé la revista y volví al mostrador.

—¿Lo intentamos otra vez?

La señorita Gary entró en el consultorio y la oí murmurar mi solicitud.

El doctor Spears salió para conocerme, con la bata blanca y secándose las manos en una toalla de papel que tiró a la papelera. Tenía el pelo gris y los ojos azules y, después de estrechamos la mano, la mía se impregnó de olor a jabón. Que comprendiera mi problema no me sirvió de mucho. Incluso antes de que empezara a explicarle los detalles se puso a decir que no con la cabeza.

—No puedo hacer eso sin un nombre. Los historiales inactivos están ordenados alfabéticamente. Tengo cientos y cientos. Por lo que ha dicho la señorita Gary, esa joven era menor de edad, lo que aún complica más el asunto. No sé cómo podría encontrarla.

—Tenía multitud de empastes, dientes saltones y un colmillo torcido a la izquierda —dije.

—Muchos pacientes tienen colmillos torcidos. Me gustaría ayudarla, pero lo que me está pidiendo es imposible.

—Lástima. Esperaba algo más, pero entiendo su punto de vista. ¿Sabe alguna cosa de los dentistas que había en la zona por entonces? ¿Puede decirme algo del doctor Towne o del doctor Nettleton? He visto que ambos ejercían a finales de los años sesenta.

—El doctor Towne murió hace dos años, pero su viuda la ayudará seguramente si todavía guarda los historiales. El doctor Netdetan anda por los noventa años. Está bastante bien, pero dudo que consiga mucho de él. —Se volvió a la señorita Gary—. Usted conoce a la familia, ¿verdad? ¿Dónde vive ahora?

—Con la hija, que va a la misma iglesia que yo.

—¿Por qué no le da las señas a la señorita Millhone? Quizás él recuerde algo. En todo caso, vale la pena intentarlo.

—Gracias. Se lo agradezco de veras.

La señora Gary consultó el fichero giratorio y apuntó el nombre y la dirección de la hija. Por la cara que ponía, sospechaba que tendría suerte si el doctor Nettleton recordaba cómo atarse los zapatos.

Salí de la consulta y me detuve en la acera. Miré el plano y la lista de odontólogos y pasé al nombre siguiente. Repetí el protocolo, con algunas variaciones, cuando hablé con los tres dentistas que quedaban. La respuesta de los tres fue educada pero decepcionante. Parecían deseosos de ayudarme, sin embargo todos estaban ocupados y ninguno interesado en revisar historiales inactivos con una posibilidad tan remota de encontrar a la presunta paciente. No sólo era incapaz de darles un nombre, es que ni siquiera podía probar que hubiera vivido en Quorum, ni que le hubieran arreglado la boca allí. Había esperado que los escasos datos de que disponía despertaran algún recuerdo. Tenía la dirección del doctor Nettleton, pero estaba demasiado cansada para continuar.

Eran cerca de las seis cuando volví al motel, donde me aguardaba Dolan. Detestaba admitir que regresaba con las manos vacías, pero fue lo primero que hice en cuanto me abrió la puerta. Se mostró inusualmente magnánimo.

—No te preocupes. Has cubierto mucho terreno.

—Para lo que ha servido…

—Déjalo por ahora. Comienza de nuevo mañana. Puede que tengas más suerte. Es hora de beber y de cenar. ¿Estás lista?

—Claro, pero debe concederme media hora. Quiero hablar con Henry y darme una ducha. Si va al Quorum Inn, podemos vernos allí.

—De acuerdo.

La llamada pilló a Henry en la mismísima puerta. Le hice un resumen apresurado del viaje y de la falta de progresos, y se mostró muy comprensivo.

—Por cierto, has recibido un paquete de Lompoc. Estaba en la puerta de tu casa esta mañana. Te lo he metido dentro.

—¿De quién es?

—No lo pone.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es como una caja de camisas y pesará cerca de un kilo. No es probable que sea una bomba. Me lo acerqué a la oreja y no hacía tictac.

—Vaya, ahora sí que me dan ganas de saber lo que es. Ábralo y échele un vistazo.

—Me niego a abrir tu correo. Lo guardaré hasta que vuelvas.

—Si cambia de idea, le doy permiso para abrirlo —dije—. ¿Y Mattie?

—Bien. Al final se quedó otro día para ir al Diamondback Trail. Hay allí arriba unas fuentes termales que solía visitar con su marido. Si las encuentra, tiene intención de pintar aquel paraje.

—Eso está bien. ¿La acompañó usted?

—No, no. Las rodillas no me responden, así que la dejé ir sola. Además había quedado con Moza en que le prepararía canapés y dulces para una reunión que tiene, y me pasé todo el día trajinando.

Henry había sido pastelero durante su etapa laboral y seguía teniendo debilidad por la cocina. Suministraba productos para almuerzos y reuniones vespertinas ocasionales, y había hecho un trato con Rosie: le hacía pan casero y él a cambio comía gratis en su local de tarde en tarde.

—Me cayó bien. Parece simpática.

—Lamento tener que colgar, pero se me hace tarde. ¿Cuándo volverás a casa?

—Todavía no estoy segura. Ya se lo diré.

Colgué, me quité la ropa y me metí en la ducha pensando: «¿para qué se le hace tarde?». Le había entrado mucha prisa por colgar el teléfono, pero ¿se debía a que no podía seguir hablando conmigo o porque no quería seguir hablando de Mattie? Había esperado descubrir si estaba interesado por ella y ella por él. Henry y ella hacían una pareja estupenda y yo me sentía como si fuera su protectora. Pensé que era buena señal que se quedara un día más, pero que se hubiera mencionado al marido no me parecía un indicio tan prometedor. Yo había dado por hecho que era viuda, pero podía estar divorciada. En cualquier caso, había mencionado a su marido dos veces, así que era posible que aún siguiera emocionalmente vinculada a él. No era buena señal.