Nos fuimos de Peaches a las dos, cuando quedó más que claro que Iona no iba a volver. La siempre locuaz Annette había respondido a todas las preguntas que le hicimos, aunque gran parte de la información era un recuento de sus propias virtudes. Saltaba a la vista que no simpatizaba con Frankie y yo estaba razonablemente convencida de que nos había contado todo lo que sabía. Además, Iona se había ido para evitar que la presionáramos. Annette quería creer que había terminado para siempre con Frankie Miracle, pero yo no estaba tan segura.
Después de seguir por la autopista 14, tomamos la 138 hasta la 15, luego giramos en dirección este por la 10, que también recibe el nombre de autopista de San Bernardino. A pesar de los temores de Dolan por su corazón, no hay otra forma material de llegar a Blythe. Aquel tramo de 280 kilómetros de longitud sale del extremo oriental del área metropolitana de Los Ángeles y cruza la frontera con Arizona en Blythe. Durante cerca de tres horas, Dolan mantuvo pisado el acelerador mientras la autopista desaparecía bajo nuestros pies. El paisaje se volvió monótono, la típica expansión urbana de parcelas en construcción, vallas publicitarias, industrias, centros comerciales y vías férreas. La autopista estaba flanqueada por palmeras, árboles de hoja perenne y eucaliptos. Dejamos atrás «fincas» para caravanas, un club de campo para caravanas, y un balneario para caravanas. Era una gran extensión de terreno en la que nadie tenía intención de echar raíces. Nos detuvimos a poner gasolina en Orocopia y hojeé un número de la Mobile Home Gazette, una revista para propietarios de caravanas; dieciséis páginas de cupones válidos para menús especiales, cruceros especiales, lecciones de golf, prótesis dentales y bingos diurnos.
Más allá de Palm Springs el terreno se allanaba y el color desaparecía. Durante kilómetros no vimos más que arena, piedras carrascas, tendidos eléctricos y coches que pasaban. En el horizonte, el terreno se elevaba hasta formar una sierra que limitaba la visión. Todo era beis y gris y de un verde polvoriento. Los desiertos de California son básicamente de suelo claro: crema, canela, sepia y rosa. Dejamos atrás la penitenciaría del estado de California, cuya presencia anunciaban los rótulos que nos advertían que no recogiéramos autoestopistas. La velocidad máxima permitida era de 100 km/h, pero el paisaje era tan vasto que parecía que casi no nos movíamos. Aparte del Salton Sea, al sur, en el mapa sólo se veían lagos secos.
—¿Cómo puede crecer algo aquí? —dije. Dolan sonrió.
—El desierto es un prodigio de adaptabilidad. En el desierto de California sólo hay una estación lluviosa, mientras que el sur de Arizona tiene dos. El resto del año hay sequía. Si tienes semillas que germinen inmediatamente después de las lluvias, las plantas vivirán a pesar del sol y del calor. Muchas semillas están cubiertas de cera para que no absorban el agua hasta después de pasado un tiempo. Cuando la cera se derrite, germinan, y ahí es donde empieza la cadena alimentaria. Los conejos y las ratas del desierto convierten la vegetación en carne, lo que provee de comida a los predadores. Las serpientes se comen a los roedores y el lince rojo se come a las serpientes.
—Qué bonito —dije.
—Efectivo. Como el delito. Todos se comen a todos.
Siguió hablando de esa manera, ilustrándome sobre el apareamiento y puesta de huevos de una variedad de insectos del desierto, entre ellos la viuda negra, la viuda parda y la avispa excavadora, el terror de las tarántulas, hasta que canturreé:
—Estoy a punto de vomitar.
Y calló.
En Blythe doblamos hacia el sur y tomamos una autovía regional por la que recorrimos dieciocho kilómetros hasta llegar a Quorum, pueblo de 12.676 habitantes. En el mapa era poco más que un punto. Dolan redujo la velocidad cuando empezaron a aparecer las amplias urbanizaciones de las afueras. Las casas eran sosas y los jardines insulsos. Llegamos al distrito comercial del centro menos de un minuto después por la calle principal, de seis carriles de anchura. Los edificios eran bajos, como si por pegarse a la tierra los habitantes pudieran escapar del inclemente sol del desierto. Parecía que las palmeras proliferasen allí. Había varios moteles a lo largo de la calle, muchos con nombres llamativos, como el Hotel de Carretera La Bahía y el Motel de las Caracolas. Casi todos los establecimientos comerciales parecían relacionados con los viajes en general: gasolineras, concesionarios de coches, tiendas de neumáticos, lavado de coches, tiendas de artículos de camping y talleres de reparación. De vez en cuando se veía un taller de cerrajero o un salón de belleza, pero no mucho más. Allí, como en Peaches, había muchos comercios con las ventanas entabladas y rótulos luminosos con el vidrio roto o sin vidrio. El Café de Jody, Radiadores Rupert y una casa de muebles estaban entre los muchos que habían fracasado. Al mirar a la derecha vi que incluso las travesías tenían cuatro carriles de anchura. Estaba claro que lo único que había allí era espacio.
Mientras recorríamos el pueblo nos detuvimos un momento en la comisaría de policía y en la oficina del sheriff del condado de Riverside, que estaban en North Winter Street. Esperé en el coche mientras Dolan hablaba con agentes de los dos organismos para explicarles por qué se encontraba en la zona y qué buscaba. Técnicamente no era necesario dar explicaciones, pero Dolan no quería herir los sentimientos de nadie. Preparar el terreno por si más tarde necesitábamos ayuda local era una medida inteligente. Cuando volvió al coche y cerró la puerta, dijo:
—Quizás haya sido una pérdida de tiempo, pero me ha sido útil en tantas ocasiones que valía la pena.
Eran casi las cinco y media de la tarde y la temperatura descendía rápidamente. El plan de Dolan consistía en buscar un motel y luego recorrer el pueblo en busca de un lugar para reponer fuerzas.
—Podemos cenar y retiramos pronto; luego, a primera hora de la mañana, iremos a la tienda de tapizado de coches.
—Me parece bien.
Casi todos los moteles se parecían, con los mismos precios destacados en brillantes rótulos de neón. Nos alojamos en el Vista Marina, que tenía piscina, termas y televisión gratis. Nos registramos en recepción y esperé mientras Dolan daba al recepcionista su tarjeta de crédito y recogía el comprobante de pago y las dos llaves. Volvimos al coche y recorrimos los escasos metros que había hasta la plaza de aparcamiento que quedaba delante de su habitación. La mía resultó que estaba detrás, nada más doblar la esquina. Decidimos hacer una breve pausa para instalarnos.
Entré en mi habitación. Olía como la playa de Santa Teresa, es decir, un poco a humedad y un mucho a moho. Dejé el bolso en la mesa y el petate en la silla. Estrené la taza del lavabo, me puse la cazadora y me reuní con Dolan en su puerta. Como era de esperar, su intención era encontrar un restaurante con salón bar adjunto. Si no lo encontraba, optaría por un bar decente en cualquier parte, después de lo cual podríamos comernos una pizza en nuestras habitaciones. Entramos en la recepción del motel y el empleado nos recomendó el Quorum Inn, a dos manzanas de distancia, en High Street. Había calculado mal la temperatura nocturna del desierto. Andaba con los brazos cruzados, encogida para protegerme del frío viento que soplaba por las anchas calles. El pueblo parecía indefenso, a merced de los elementos, y aquellos edificios bajos eran los únicos refugios que había para protegerse.
El Quorum Inn estaba ya de bote en bote cuando llegamos: la multitud del Martini al final del día, que encendía cigarrillos y picoteaba aceitunas verdes y frutos secos en la barra. Las paredes eran de pino barnizado y los reservados estaban tapizados con piel sintética roja. Sobre las mesas libres había manteles de cuadros rojos y blancos. Casi todo el menú se reducía a filetes y chuletas. La guarnición consistía en patatas fritas, calabacín rebozado frito y cebolla frita. También se podía pedir patata al horno con mantequilla, crema agria, tocino y/o queso.
Estuvimos sentados a la barra una hora durante la cual Dolan se tomó tres Manhattan y yo sorbí un vino blanco que rebajé con hielo. Cuando nos sentamos a la mesa, pidió un solomillo de seiscientos gramos, muy hecho, y yo me contenté con un filete de doscientos. A las ocho ya estábamos en el motel y nos despedimos hasta el día siguiente. Yo leí un rato y luego me dormí como se suele dormir con la barriga llena de carne roja y un asqueroso cargamento de colesterol navegando por el sistema circulatorio.
Para desayunar me tomé los habituales cereales con leche mientras Dolan se hartaba de tocino, huevos y bollería, bebía cuatro tazas de café y se fumaba cinco cigarrillos. Cuando fue a encender el sexto, le dije:
—Dolan, tiene que dejarlo.
—¿El qué? —preguntó con desconcierto.
—El alcohol, el tabaco y los productos grasos. Se está ganando otro ataque al corazón y yo me quedaré aquí empantanada haciéndole la reanimación cardiopulmonar. ¿No ha leído el informe de la Dirección General de la Salud?
Hizo un gesto de impaciencia.
—¡Qué sabrán esos! Mi abuelo vivió noventa y seis años y fumó picadura desde los doce años hasta el día que murió.
—Sí, bueno, pero seguro que él no había tenido dos ataques cardíacos a la edad de usted. No deja de darle la paliza a Stacey y es usted peor que él.
—Eso es distinto.
—No lo es. Usted quiere que viva y ese es exactamente el motivo por el que lo incordio yo a usted.
—Si me interesara saber tu opinión, puedes estar segura de que te la pediría. No necesito que una cría que tiene la mitad de años que yo me sermonee.
—No tengo la mitad de años que usted. ¿Cuántos tiene?
—Sesenta y uno.
—Bueno, yo tengo treinta y seis.
—La cuestión es que yo hago lo que me da la gana.
—No, no, no. Se lo recordaré la próxima vez que Stacey amenace con volarse los sesos.
Dolan apagó el cigarrillo en el cenicero.
—Basta ya de cháchara. A trabajar.
La Tapicería de Automóviles McPhee estaba en Hill Street, en el centro de la población. Aparcamos delante de la tienda y esperamos un momento mientras nos orientábamos. Esa mañana había una luz limpia y uniforme. El tiempo era agradable, aunque sospechaba que después de mediodía el calor, aunque seco, sería opresivo. Cuando se pusiera el sol haría tanto frío como la noche anterior. Detrás de la tienda vimos un pequeño aparcamiento con seis coches, todos cubiertos con lonas. Aquella parte del establecimiento estaba cerrada por una cerca de tela metálica con alambre de espino encima. El edificio propiamente dicho era de metal corrugado, tenía tres áreas de trabajo en una parte y las persianas de las puertas estaban subidas para que se viese el interior del establecimiento. Parecía una gasolinera, con el suelo habitual de asfalto agrietado. Había dos hombres trabajando.
—¿De verdad cree que el coche que andamos buscando es el que vio C. K.?
—Para eso hemos venido, para averiguarlo —dijo—. Sabemos que lo robaron aquí.
—Y si estaba aparcado cerca de la cantera, ¿qué?
—Veremos si podemos establecer una relación entre el coche y Juana Nadie.
Salimos y cruzamos la calle en dirección a la entrada principal. Al pie del gran ventanal de la fachada había un macetón de hormigón que no contenía más que tierra seca y compacta. A la derecha de la tienda había un almacén de maderas; a la izquierda, una compañía de transportes de largo recorrido, con el local lleno de cabinas de camión y remolques sin acoplar. Era un barrio comercial con establecimientos que servían a los clientes en furgoneta y en camión.
La sala de muestras era una prolongación de la parte posterior de la tienda. El suelo estaba cubierto de baldosas de vinilo blancas y negras. Tras un expositor de cristal lleno de folletos había una mesa y archivadores de metal, y un fichero giratorio. Encima del expositor se amontonaban catálogos de vinilo para coches y barcos: «Tejidos resistentes de eficacia probada». En un gran tablón de muestras colgado en la pared había una amplia gama de estilos de ventanillas de tiendas de campaña, para la parte de atrás y los laterales. Avanzamos entre varios asientos de coche, modelos banco y asiento envolvente, con la tapicería aún destrozada. En otro tablón de muestras se exponía el cuero/vinilo que combinaba con el interior de los Ford, GM, Chrysler-Jeep Eagle, Honda y Toyota. Se podía encargar cualquier cantidad de capotas abatibles, cubiertas duras, alfombrillas y visillos acristalados o de plástico.
Por una puerta abierta pasamos de la sala de muestras a la primera área de trabajo y un hombre levantó la cabeza. Le eché treinta y tantos años. De estatura media, bien afeitado y tez rojiza. Tenía el pelo con esas mechas rubias por las que las mujeres pagaban en las peluquerías. Lo llevaba con raya al medio y las puntas le caían libremente a ambos lados de la cara. Se le veía casi toda la dentadura en buen estado. La costumbre de sonreír le había formado arrugas en las comisuras de los labios. Tenía las manos sucias, con una cuña negra debajo de las uñas, como la manicura francesa pero al revés. Camisa de franela azul, vaqueros y botas de ante. Era de complexión fuerte, como un jugador de rugby de instituto, quiero decir que lo habrían fichado en el caso de que jugara al rugby. Me pregunté si me habría sentido atraída por él a los dieciséis años. Parecía el típico muchacho del que me habría enamorado de lejos. Claro que, desde mi punto de vista, casi todos los muchachos del instituto eran así.
Empuñaba una llave fija y unos alicates y estaba desmantelando un asiento de coche que tenía inclinado ante sí. El banco de trabajo, que se extendía de un extremo a otro de la pared que tenía detrás, estaba atestado de rollos de vinilo, manguitos, latas de café, láminas de gomaespuma, cajas de herramientas, botes de pintura de látex y neumáticos. Dos ventiladores esparcían el olor a productos sintéticos. A su lado había un cubo de basura lleno de retales. Y en un mostrador cercano, otro asiento de coche rasgado y destripado. Estaba fumando un cigarrillo, pero se lo quitó de la boca con gesto distendido antes de hablar con nosotros.
—¿Desean algo?
Dolan se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Buscamos a Ruel McPhee.
—Es mi padre. Está retirado. ¿Quién es usted?
—Teniente Dolan, de la comisaría de policía de Santa Teresa. Le presento a mi compañera, la señorita Millhone. No he oído bien su nombre.
—Cornell McPhee. ¿Es usted quien dejó el mensaje en el contestador?
—Fue mi compañero, el investigador Oliphant. En realidad dejó cuatro y dijo que su padre no le contestó.
—Lo lamento. No me di cuenta de que fuese urgente. Le pasé a papá los mensajes y dijo que ya se ocuparía del asunto. Me temo que se le olvidó.
El otro hombre que había en la tienda era más viejo, de unos cincuenta años. Había vuelto al trabajo tras advertir que la conversación no tenía nada que ver con él.
—¿Su padre vive todavía en el pueblo?
Cornell dejó la llave fija y se limpió las manos con un trapo.
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Estamos siguiéndole la pista a un coche que se robó en esta tienda en 1969.
Cornell enarcó ligeramente las cejas.
—Aquel coche se recuperó. Era de un tipo de Arizona.
Dolan sonrió brevemente.
—Lo conocemos. La Dirección de Tráfico dice que el coche ahora está a nombre de Ruel McPhee.
—¿Y por qué vuelven sobre el asunto a estas alturas?
—Investigamos la posibilidad de que el coche esté relacionado con un homicidio cometido en aquella época.
—¿Un homicidio?
—Exacto —dijo Dolan—. Lo estamos repasando todo otra vez.
—Sigo sin ver claro por qué quieren hablar con él.
—Tenemos un testigo que ha declarado que vio un Mustang rojo en la zona poco antes de que se encontrara el cadáver. Nos preguntamos si el vehículo será el mismo que robaron en este establecimiento.
—Puede preguntarle si quiere. Mamá y él viven en Fell. En el 1520. Está a unas manzanas de aquí. Recorren dos manzanas y luego doblan a la izquierda por Ruby. Cinco manzanas más allá está Fell. ¿Quieren que llame para comprobar si está en casa?
—Gracias. Podemos volver más tarde si ha salido —dijo Dolan. Señaló el asiento que Cornell estaba reparando—. ¿Cuánto se tarda en hacer un trabajo como ese?
—Un par de días. Depende de las condiciones. ¿Necesita algún arreglo?
—Podría ser.
—¿Qué coche?
—Chevy. 1979.
—¿Asientos de cuero?
—No, de tela.
Cornell sonrió.
—Póngales una colcha encima. Saldrá ganando.
—Esa es mi idea. Sólo quería saber su opinión. Gracias por la ayuda.
—De nada. Que tengan suerte.
El número 1520 de Fell era un rancho de ladrillo rojo con un garaje de dos plazas a la derecha del camino de entrada. Detrás de la casa, a cierta distancia, vi la parte trasera de otro edificio que parecía un cobertizo, un almacén u otro garaje. En un rodal apartado y cubierto de asfalto, donde seguramente aparcaban las visitas, había una canasta de baloncesto. Seguro que cuando iba al instituto, Cornell se había pasado muchas horas practicando tiros libres. Lo imaginé inscrito en tres deportes, elegido rey del curso o tesorero de su clase de veteranos. Un vistazo a las páginas amarillas había puesto de manifiesto que el de McPhee era el único establecimiento de su ramo del pueblo, así que tenía que irle bien económicamente, aunque a su trabajo le faltara encanto y chispa.
Dolan aparcó junto a la acera, delante mismo de la casa, y fuimos andando hasta el porche, donde pulsamos el timbre. Abrió una niña de unos seis años, a juzgar por los dientes que le faltaban. Tenía el pelo de ese rubio blanquecino que el tiempo probablemente oscurecería. Llevaba unas gafas de plástico rosa y dos pasadores con florecillas rosadas y azules. El vestido era de tela a cuadros rosados y blancos, con nidos de abeja blancos en el canesú.
—Muy buenas, señorita —dijo Dolan—. ¿Está tu abuelo en casa?
—Un momento.
Cerró la puerta y al poco rato la abrió la abuela, secándose las manos en un paño de cocina. Con ella llegó una vaharada de vainilla. Era corpulenta y llevaba unas pequeñas gafas sin montura y un delantal a rayas que le llegaba hasta la rodilla sobre una bata con flores estampadas. Tenía el pelo gris y, exceptuando la diadema de rizos que le rodeaba la cara, el resto lo llevaba muy corto.
—¿Sí?
—Buenos días. Estamos buscando a Ruel McPhee. Cornell nos ha dado en la tienda esta dirección.
—Ruel no está. ¿Quieren pasar? Soy Edna, su mujer.
Abrió la puerta un poco más para que pasáramos. Nos presentamos todos, incluida la nieta de McPhee, Cissy, que daba saltos delante de nosotros con sus Mary Janes. Edna nos enseñó la casa mientras decía:
—Estábamos preparando los helados para el cumpleaños de Cissy. Hoy cumple seis años. Va a celebrar esta tarde una pequeña fiesta con sus compañeros de clase.
—El vestido me lo ha hecho la abuelita —dijo Cissy.
—Vaya, es muy bonito —comentó Dolan—. Me gusta.
Como siempre, interpreté el papel de la compañera silenciosa, preparada para entrar en acción en el caso de que Edna o la niña se volvieran locas de repente.
Cissy se había encaramado a una silla de la cocina y estaba de rodillas, inspeccionando lo que se preparaba. En la mesa había dos bandejas de horno, cada una con doce bollos recién hechos coronados por una pequeña cúpula de color dorado. El recipiente con el relleno del pastel estaba en la encimera, junto al fregadero, donde se encontraba ya el cuenco de mezclar.
Una patriótica mezcla de rojo, blanco y azul decoraba la estancia. El papel de cocina estaba estampado con motivos de la guerra de la Independencia, escenas de batallas que se repetían sin cesar en las que no faltaban cañones, barcos ni soldados en diversas poses heroicas. La ebanistería era blanca, las encimeras rojas, y en un asiento construido en un entrante lateral de la ventana, había cojines y un edredón impecablemente doblado, todos de colores y matices que combinaban.
Sujetos al frigorífico con imanes en forma de frutas había dibujos hechos a lápiz y con los dedos. También había fotografías tomadas en la escuela de otras dos chicas, de edades comprendidas entre los ocho y los diez años, que debían de ser las hermanas de Cissy. Las tres tenían el mismo cabello rubio y rasgos que recordaban a Cornell. Cissy hundió la cara y puso la nariz a un centímetro de un bollo.
—Cissy, no toques nada —le advirtió Edna—. Espera a que estén fríos y no los picotees. ¿Por qué no llevas a estas personas tan simpáticas a ver al abuelo? Tendré el glaseado listo en cuanto vuelvas.
No le costaría mucho. Encima de la mesa vi un envase de cobertura con una foto en la que se veía una capa de chocolate brillante, como una ola marina. Cuando era pequeña, imaginaba que eso era lo que hacían las auténticas abuelitas: coser y preparar pasteles. La tía Gin decía siempre: «Yo no soy de las que hacen pasteles», como si eso la dispensara de cocinar las demás cosas. Ahora me pregunto si no saldría yo tan especial por eso…, porque me faltaron los servicios domésticos que ella tan orgullosamente rechazaba.
Cissy se bajó de la silla y tiró de la mano de Dolan. A espaldas de Edna, el teniente me dirigió una mirada pidiendo «socorro». Fui tras ellos y recorrimos un trecho de hierba que llegaba hasta los garajes. Había una puerta lateral abierta y Cissy nos llevó hasta allí antes de volver corriendo a su puesto de guardia.
Al otro lado de la puerta estaba Ruel McPhee sentado en una silla de madera. Había un pequeño televisor en color encima de una caja de fruta, conectado a un enchufe de la pared. Fumaba mientras veía un concurso. Ruel abultaba la mitad que su mujer; cara delgada y pecho hundido, con hombros estrechos y huesudos. Llevaba un viejo sombrero de paja echado hacia atrás y las bifocales apoyadas en el caballete de la nariz. Olía un poco, sólo un poco, como si no se hubiera cambiado de calcetines aquella semana. Dolan llevó a cabo las presentaciones y le explicó con dos palabras por qué estábamos allí. Ver el cigarrillo de Ruel indujo a Dolan a sacar otro.
Ruel asentía con la cabeza, aunque seguía con la atención puesta en el televisor.
—Eso sucedió hace años.
—La Dirección de Tráfico nos dijo que el vehículo está registrado a su nombre.
—Es verdad. Un tipo de Arizona lo trajo aquí para que le hiciéramos los asientos. Lo tenía aparcado detrás de la tienda. Alguien debió de abrirlo y hacerle un puente, porque cuando fui a trabajar el lunes por la mañana había desaparecido. No sé cuándo se lo llevaron. Lo vi el viernes por la tarde y eso es lo último que sé. Lo denuncié al momento y una semana más tarde alguien de la oficina del sheriff del norte llamó para decirme que lo habían encontrado. El tal Gant, el propietario del coche, encargó que lo remolcaran hasta aquí, pero ya estaba hecho una ruina. Era como si hubiera dado varias vueltas de campana. Tenía las puertas destrozadas y el morro abollado. Gant pilló un cabreo del carajo. —Me miró como disculpándose por el taco—. Le dije que hiciera una reclamación a la compañía de seguros, pero el tipo no quería saber nada más del asunto. Ya había chocado un par de veces frontalmente y el motor se le había congelado una vez. Estaba convencido de que el coche estaba gafado. Le ofrecí un precio justo, pero no quiso tocar ni un céntimo. Dijo adiós muy buenas y firmó la cesión.
La mirada de Ruel volvió a la pantalla, donde los concursantes apretaban botones mientras el dinero del premio parpadeaba en los monitores. Yo no habría sido capaz de responder a una sola de las preguntas que ellos contestaban con tanta rapidez.
—¿Y qué le pasó al coche? —preguntó Dolan.
—Dijeron que lo habían tirado por un barranco.
—Me refería a que dónde está ahora.
—Ah. Por ahí anda. Cornell y yo tenemos intención de repararlo en cuanto tengamos tiempo. Creo que ya lo conocen. Está casado y con tres hijas, y Justine acapara todo su tiempo libre. Lo haremos a su debido tiempo.
—¿Justine es su mujer?
—Desde hace quince años. Es difícil convivir con ella. Edna tiene más paciencia que yo.
—¿Se le ocurre quién pudo haber robado el coche?
—Si se me hubiera ocurrido, se lo habría contado a la policía en aquel entonces. Se lo llevarían unos gamberros. En un pueblo tan pequeño como este eso es lo que hacen los chicos para divertirse. Eso y tirar globos con pintura desde la caja de los camiones. No es como cuando yo era joven. Mi padre me habría dado una paliza de muerte y allí se habría acabado todo.
—¿Le habían robado antes en la tienda?
—Ni antes ni después. Puse una cerca de tela metálica para que no se repitiera. —Volvió a mirar la pantalla del televisor—. ¿Qué es lo que buscan exactamente?
Dolan lo miró sin expresión.
—Estamos haciendo limpieza de expedientes y comprobando antiguos informes criminales. Casi todo es trabajo administrativo.
—Entiendo. —Ruel pisó el cigarrillo y luego metió la aplastada colilla en un frasco de Miracle Whip que ya estaba casi hasta los bordes. Le pasó el frasco a Dolan, que también apagó su cigarrillo con el pie y lo añadió a la colección—. No me dejan fumar en casa —dijo Ruel—, sobre todo cuando nos visitan las nietas. Justine cree que es malo para sus pulmones, así que Edna me obliga a venir aquí. Justine puede ser insoportable si no consigue lo que quiere.
—¿Por qué se quedó con el coche?
Ruel se echó hacia atrás e hizo una mueca como si Dolan fuera corto.
—Es un Mustang clásico. 1966.
—Entonces no sería clásico. Tenía tres años.
—Ya le he explicado que lo conseguí gratis —dijo—. Cuando terminemos de repararlo, valdrá alrededor de catorce mil dólares. Yo a eso lo llamaría sacar provecho, ¿no?
—¿Le importaría que echáramos un vistazo?
—Como quiera. Tengo cinco ahí atrás; un dulce y pequeño GT de dos puertas, plateado, con la capota negra de vinilo desgarrada. Todavía no funciona y el chasis necesita una buena reparación, pero si está interesado, podríamos hablar y quizá llegar a un acuerdo.
—Mi coche está bien, gracias.
Dolan encendió otro cigarrillo mientras recorríamos la hierba y llegábamos a un camino de tierra que conducía al otro garaje de Ruel McPhee. Por toda la zona había túneles excavados por ardillas y sin darme cuenta metí el pie en un agujero un par de veces. El garaje estaba situado de manera que la parte trasera quedaba frente a nosotros y la puerta principal de cara a un campo despejado. Vi los restos de un antiguo camino para vehículos que sin duda se había trazado antaño con la idea de construir otra casa. Delante de nosotros había tres coches. Comprobamos estos tres primero, levantando las lonas de protección como quien le levanta la falda a una fila de señoras. Los dos que miré yo estaban en muy mal estado y no me pareció que sirvieran para nada más que para adornar patios. Mientras los inspeccionábamos, pregunté:
—¿Y si utilizaron el vehículo para trasladar el cadáver a Lompoc?
—Resulta difícil saberlo. Puede que estuviera viva cuando se marchó de aquí, suponiendo que llegara a acercarse siquiera a este lugar. Es igual de probable que robaran el coche y la recogieran durante el trayecto.
—Pero si la mataron aquí, ¿por qué transportaron el cadáver para deshacerse de él en Lompoc? Habría sido más fácil meterse en el desierto y cavar una tumba.
Dolan se encogió de hombros.
—Es normal que quisiera poner tierra de por medio entre el cadáver y el escenario del crimen. Tendría sentido que se la llevara lo más lejos posible. Luego habría que encontrar un lugar donde detenerse y descargar, que no es tan fácil como crees. Si el cadáver está en el maletero más de un día, empieza a descomponerse, lo cual supone un grave problema. Se tendría que dar por hecho que el robo del coche se ha denunciado, lo que significa que no puedes arriesgarte a parar, porque cualquier agente de tráfico podría sentir curiosidad por lo que llevas detrás. Por lo menos Lompoc está alejado de la autopista principal, y, si encuentras un lugar aislado, la tiras a la menor oportunidad.
—¿Y el primer propietario? ¿Cómo sabemos que no tuvo nada que ver con esto?
—Siempre cabe la posibilidad —contesté—, pero Gant hace diez años que murió. Aneurisma abdominal, según la información que me dieron.
Cuando llegamos al garaje, Dolan intentó abrir la puerta lateral, pero entre la pintura vieja y la curvatura de la madera estaba como soldada. Rodeamos la construcción para dirigirnos a las puertas delanteras. Ambas estaban cerradas con pestillo, pero no había cerradura. Dolan dio un fuerte empujón a la de la derecha y la puerta cedió un poco, arrastrando consigo telarañas y hojas secas. La luz del sol se coló en el interior y pareció incendiar una nube de polvo. Los dos coches que había dentro estaban cubiertos con lonas, y alrededor sólo se veían trastos y chatarra. Además de coches viejos, McPhee coleccionaba latas y tarros vacíos, fardos de periódicos atados con cables, cajones de madera, cajas, palas, un pico, una llanta oxidada, leña, caballetes de carpintero y maderas. El garaje también albergaba una vieja cortadora de césped, piezas sueltas de coche y muebles de jardín rotos. El aire olía a cerrado y se notaba seco. Dolan se detuvo a apagar el cigarrillo mientras yo levantaba la punta de la lona más cercana.
—Estas lonas se parecen mucho a la que envolvía el cadáver.
—Desde luego que sí. Tendremos que preguntar a McPhee si le robaron alguna al mismo tiempo que el coche.
Miré hacia abajo y vi el estropeado guardabarros trasero del Mustang rojo.
—Lo encontré.
Quitamos la lona entre los dos y la doblamos como si fuera una bandera. Desde mi inexperto punto de vista, no parecía que hubieran tocado el coche desde el día en que lo habían sacado del barranco, en 1969. A lo sumo lo habían lavado por fuera con una manguera, pero en la parte inferior todavía quedaban rastros secos de suciedad, seguía teniendo el lateral derecho arañado y abollado y un fuerte golpe en la puerta del conductor. La carrocería estaba chafada a ambos lados. Había una rama partida bajo el guardabarros posterior izquierdo. El corazón me dio un vuelco al verla. Dolan sacó un pañuelo y presionó la cerradura del maletero. La tapa se abrió. Faltaba la habitual rueda de recambio. En su lugar había un par de cajas de cartón con mucho polvo llenas de números antiguos de National Geographic. Dolan sacó las cajas y las dejó a un lado. En la alfombrilla había dos grandes manchas oscuras y otras dos más pequeñas en la parte del fondo. Dolan se acercó a mirar.
—Será mejor llamar a la oficina del sheriff para que embarguen el coche.
Fue a la portezuela y probó a abrirla. Cuando se convenció de que estaba atascada, dijo:
—Espera aquí. Vuelvo enseguida.
Me quedé en la puerta, mirando la hierba y la proliferación de flores silvestres, mientras Dolan se dirigía a su coche. Lo vi rodear la parte trasera del garaje, donde supuse que McPhee estaría sentado todavía. No veía al viejo, pero las ocasionales ráfagas de música frenética sugerían que seguía en la silla de madera, viendo la tele. Volví al Mustang y di una vuelta alrededor, con las manos en la espalda, mirando por las ventanillas de cristal resquebrajado y roto. Los asientos de cuero negro, aunque grises a causa del polvo, parecían en buen estado.
Dolan volvió seis minutos después con una cámara Polaroid y las perneras cubiertas de broza. Me dio la cámara mientras sacaba un bolígrafo y un sobre de precintos. Escribió sus iniciales, la fecha y la hora en cuatro precintos y pegó uno en la ranura de cada puerta, otro en el capó y el restante en la cerradura del maletero. Luego tomó una serie de fotografías con la Polaroid a medida que daba la vuelta al coche. Me iba entregando las fotos conforme salían por la ranura de la cámara. Yo esperaba a que apareciera la imagen y escribía un título de identificación en la parte inferior. Dolan añadió su nombre, la fecha y la hora y las metió en un sobre que se guardó en el bolsillo de la cazadora.
—¿Sabe McPhee que estamos haciendo esto? —pregunté.
—Todavía no.
—¿Y ahora qué?
—Volveré al motel y llamaré al agente Lassiter. Que nos mande a un ayudante para que vigile el coche hasta que llegue la grúa. También enviaré una solicitud a la oficina del sheriff de Santa Teresa para que nos envíe un camión lo antes posible. Que carguen el coche en el depósito local y se lo lleven.
—¿Cuánto tardarán?
Dolan miró su reloj.
—Son las diez y media. Probablemente llegarán hacia las seis. Mientras, llamaré al juez Ruiz de Santa Teresa y le pediré que tramite una orden por teléfono. Entregaremos la declaración con el Mustang y que Stacey se encargue del papeleo de allí. Volveré dentro de una hora.