Tardé cinco minutos completos en preparar la bolsa de viaje. Supuse que estaríamos fuera dos días a lo sumo, lo que significaba cepillo de dientes, pasta dentífrica, dos camisetas limpias, una sudadera, dos pares de calcetines, cuatro bragas y la camiseta extragrande con la que dormía. Lo metí todo en un petate del tamaño de una almohada. Como llevaba puestos los vaqueros y las zapatillas Saucony, sólo necesitaba la ropa de deporte, la cazadora y la Smith-Corona portátil. Dolan había optado por salir temprano, lo que en su idioma quería decir las nueve y media de la mañana, así que tuve tiempo de correr cinco kilómetros y de hacer una supersesión de pesas en el gimnasio. Acumulé puntos por si no podía hacer ejercicio durante el viaje.
Cuando llegó Dolan, estaba sentada en el bordillo de la acera, leyendo una novela, con el bolso, la máquina de escribir y el petate al lado. Dentro del bolso llevaba dos paquetes de tarjetas sujetas con una goma. Dolan debía de haber lavado el coche, porque lo trajo limpio, sin recibos de gasolinera ni envoltorios arrugados de comida rápida sobre las alfombrillas. Puesto que ya éramos colegas, no se sintió obligado a abrirme la portezuela. Abrí de un tirón mientras él se estiraba sobre el asiento de atrás para hacer su maleta a un lado.
—Puedes dejar ahí las cosas, con las mías, a no ser que prefieras meterlas en el maletero.
—Así está bien. —Empotré la Smith-Corona en el suelo, lancé el petate sobre el asiento de atrás y subí. Tiré de la puerta para cerrarla, pero las bisagras respondieron perezosamente y se negaron a moverse. Al final, Dolan se estiró por encima de mis piernas y dio un tirón salvaje a la puerta, que se cerró con un golpe y un chasquido. Forcejeé con el cinturón de seguridad hasta que conseguí sacar cinta suficiente para introducir el extremo en la ranura y engancharlo. En el salpicadero vi un paquete de tabaco sin abrir—. Espero que no tenga intención de fumar.
—Con las ventanillas cerradas, no.
—Qué considerado. ¿Tiene un mapa?
—En el bolsillo de la puerta. He pensado que podemos seguir una ruta tranquila. Yo tomaría la ciento uno hasta la cuatrocientos cinco para empalmar luego con la cinco, pero con el corazón como lo tengo, no quiero arriesgarme a ir por la autopista, por si muero al volante.
—Me está levantando usted mucho el ánimo.
Dolan tomó la 101 en dirección sur mientras yo sacudía el mapa de California y lo doblaba para poder manejarlo mejor. Según mis cálculos, Peaches quedaba a unos ciento treinta y cinco kilómetros, a hora y media en coche. Por suerte, a Dolan le gustaba hablar del tiempo tan poco como a mí. Me quedé mirando el paisaje por la ventanilla, preguntándome si entre Henry y Mattie saltaría la chispa del amor.
La orilla del mar se veía brumosa. El océano tenía una luz deslumbrante, aunque la superficie estaba en calma y se acercaba a la costa formando ondas largas y suaves. Las islas, a cuarenta kilómetros de la costa, casi no se veían. Las empinadas laderas montañosas bajaban hasta la autopista, cubiertas por una vegetación verde musgo que crecía con exuberancia tras los chaparrones de otoño y los largos y húmedos meses de invierno.
En muchos puntos la vegetación quedaba oculta por densos grupos de cactos que parecían raquetas con púas. Siempre he pensado que una forma de disuadir a los presos que querían fugarse era rodear las cárceles de plantas tan cabronas como aquellas. Los fugitivos se localizarían gracias a los gemidos de dolor, y pasarían el confinamiento en las celdas de castigo quitándose las púas del trasero.
Al cabo de veinte minutos miré a Dolan.
—¿Tiene usted hijos?
—No. Grace lo comentaba de vez en cuando, pero a mí no me hacía ilusión. Los niños te cambian la vida. Estábamos bien como estábamos.
—¿No lo lamenta ahora?
—No pierdo el tiempo con lamentaciones. ¿Y tú? ¿Piensas tener hijos?
—Ni siquiera me veo capaz de imaginario, pero tampoco lo quiero descartar. No soy precisamente famosa por mis relaciones con los hombres.
En Perdido tomamos la 126 en dirección al interior. Los cables de la luz desaparecieron. En las cimas montañosas del horizonte se veían casquetes de nieve que contrastaban de un modo extraño con la verde feracidad de las tierras bajas. En las plantaciones de cítricos había naranjas y limones que colgaban de las ramas como adornos de Navidad. Los puestos de fruta que jalonaban la carretera estaban cerrados, aunque abrirían al cabo de un mes más o menos. Dejamos atrás dos pequeñas poblaciones agrícolas que no habían cambiado en los últimos años. Aquella parte de la carretera se conocía por el nombre de Callejón Sangriento: sólo tenía dos carriles y ocasionalmente otro para adelantar, y justo en estos era normal que hubiera accidentes. Vigilé a Dolan todo el rato, por si se desplomaba encima de mí sin avisar.
—Deja de preocuparte —dijo.
En Palmdale giramos al este para salir de la autopista 14 y empalmar con la 18. Había parcelas en venta, según anunciaban unos carteles antiguos y medio rotos. Vi el rótulo de la Calle 213, que era un camino de tierra que se perdía en el horizonte. Dejamos atrás un anuncio escrito a mano que rezaba: PROCURADORES DE TRIBUNALES: TESTAMENTOS, CONTRATOS, DIVORZIOS, ESQUITURAS. Según el mapa, la carretera que seguíamos rodeaba la frontera occidental del desierto de Mojave a una altitud de 1300 metros.
Volví a mirar el mapa y dije:
—Caray. Hasta ahora no me había dado cuenta del tamaño del Mojave. Es enorme.
—Sesenta y cuatro mil kilómetros cuadrados, incluyendo las partes de Nevada, Arizona y Utah. ¿Sabes algo del desierto?
—Conozco un par de detalles anecdóticos, pero nada más.
—Hace poco he leído un libro sobre escorpiones. Dice que es el primer animal que respiró aire. Tienen un cerebro rudimentario y son cortos de vista. Seguramente no perciben nada hasta después de haberlo tocado. Si ves dos escorpiones juntos es que están copulando o devorándose. Supongo que esto implica una moraleja, pero no imagino cuál puede ser. Lo más probable es que tenga que ver con la naturaleza del amor verdadero.
No sé por qué, pero la información me hizo sonreír. Dejamos atrás un rótulo que rezaba: PEACHES, POBLACIÓN 897. El pueblo se caracterizaba por los nopales que crecían aquí y allá y por la abundancia de comercios cerrados. Los montes de San Gabriel se alzaban a nuestra derecha, cubiertos de nieves perpetuas que se habían colado por todas las grietas y quebradas, las cuales se distinguían perfectamente por su perfil blanco. Los árboles madereros de la cima hacían de cortavientos, mientras que por debajo de ellos había tramos de coníferas con la copa blanca. Una inesperada tormenta de primavera había dejado montecillos de nieve en el suelo. En el arcén había cinco coches aparcados, y cinco parejas charlaban junto a ellos mientras los niños jugaban con la nieve. Casi todos los niños parecían ir desabrigados. Como cuando iban a la playa, se revolcarían en los elementos hasta que les castañetearan los dientes y se les pusieran los labios azules.
Dejamos atrás una tienda de licores que servía gasolina, neumáticos, cerveza y bocadillos. Había dos cafeterías, un bar y ningún motel a la vista. También había una agrupación de caravanas, seis en total, rodeadas por una cerca de tela metálica, y dos oficinas inmobiliarias en sendas construcciones de fachada ancha, con aparcamientos asfaltados delante, totalmente vacíos. ¿Qué impulsaría a la gente a instalarse en Peaches? Para mí era un misterio. ¿Qué sueño perseguían para que Peaches, California, fuera la respuesta a sus plegarias?
Dolan cambió de sentido junto a una gasolinera que ya no tenía ni surtidores y cuyas ventanas estaban condenadas con tablas. El suelo se veía alfombrado de cristales rotos. En los arbustos había jirones de plástico transparente. Dolan reculó hasta el grupo de las caravanas; eran todas diferentes y cada una tenía delante un rótulo con una letra: A, B, C, D, E y F. Un rótulo más grande decía: PARQUE DE CARAVANAS EL MELOCOTONAR, que en realidad no era tanto un «parque» como dos filas de vehículos con espacio para que cupiera otro más. Dolan metió el morro del coche en una zona de grava, cerca de una fila de buzones abollados, y nos apeamos. Esperé mientras llevaba a cabo el ritual de dejar el arma en el maletero.
—Parece que a la caravana F se va por aquí —dijo.
Lo seguí por el polvoriento camino de dos direcciones.
—¿Qué hará esta mujer en semejante sitio?
—Tendremos que preguntar.
La puerta Festaba abierta; un bastidor de tela metálica acoplado al marco dejaba pasar el aire fresco. En una pequeña placa escrita a mano podía leerse: UÑAS IONA; el número de teléfono que figuraba debajo era demasiado pequeño para leerlo al pasar. Un descolorido toldo formaba el porche, con alfombra y todo, de color verde. La caravana era vieja y pequeña. En la minúscula cocina había dos mujeres, una sentada en un taburete, la otra en una silla de cromo arrimada a un tablero que hacía de mesa, sujeto a la pared con bisagras y apoyado en una pata. Se nos quedaron mirando. La más joven le estaba pintando las uñas a la mayor.
—¿Alguna de ustedes es Iona Mathis? —preguntó Dolan.
—Yo —dijo la más joven, y siguió pintando el pulgar izquierdo de la otra con laca de color rojo oscuro.
Sobre la mesa vi una ramita de naranjo, limas de uñas, un frasco de disolvente, bolitas de algodón, un cepillo de uñas y un recipiente semiesférico de plástico lleno de agua jabonosa. A la derecha de la mujer mayor había un paquete de Winston, con un estuche de cerillas metido bajo el celofán. El cenicero estaba lleno de colillas.
La mujer mayor sonrió y dijo:
—Soy Annette, la madre de Iona.
—Teniente Dolan, de la comisaría de policía de Santa Teresa. Le presento a la señorita Millhone, investigadora privada.
Iona nos miró antes de atacar el dedo índice de su madre. Si tenía dieciséis años al casarse con Frankie, andaría ya cerca de los treinta y cinco, casi mi edad. Bueno, sí, yo era un poco mayor, pero ¿qué más daba? Traté de ponerme en su lugar y me pregunté por qué poderosa razón me mudaría yo a un sitio como aquel a ganarme la vida cortando las uñas de otras personas y dándoles masajes en los dedos de los pies. No llegaba a ser guapa. La observé con atención a través de la tela metálica, tratando de averiguar en qué fallaba su aspecto. Tenía el pelo de un castaño brillante, ondulado, largo, y le hacía falta un buen corte de puntas. Lo llevaba con la raya en medio, y eso hacía que la cara pareciera demasiado larga. Tenía los labios carnosos, la nariz gruesa, los ojos castaños y las cejas oscuras y demasiado anchas. Le vi un lunar en el labio superior y otro en la mejilla izquierda. En cierto modo no parecía haber pasado de los dieciséis años, ya que era desgarbada y tenía los hombros caídos. Iba descalza y llevaba unos vaqueros recortados por la rodilla y una camisola estampada con motivos indios en tonos marrón y óxido.
Annette adelantó la cabeza hacia su hija y le dijo:
—Reina, si no vas a preguntarle nada a este hombre lo haré yo. —Como Iona no respondió, miró a Dolan—. Explíquenos por qué está usted aquí, rey, porque me ha dado un susto de muerte.
La madre de Iona, cincuentona, parecía más cerca de los treinta y cinco que su hija. Tenía la misma nariz gruesa, aunque había pasado por el quirófano para que se la adelgazaran y rebajaran un poco. El pelo, que llevaba recogido en una cola de caballo, era del mismo color castaño que el de la hija, pero tenía un matiz uniforme e intenso que sugería que se lo teñía para ocultar las canas. El jersey blanco, sin mangas y hasta el ombligo realzaba sus grandes pechos, que le colgaban sobre la ancha cintura y la tripa ligeramente redondeada. Llevaba pantalón corto de color rojo y sandalias de plataforma, de lona roja. Las uñas de los pies las tenía pintadas del mismo rojo que Iona estaba aplicándole en las manos. Pensé que aquella mujer haría bien tapándose un poco más.
—Quisiéramos hacerles algunas preguntas sobre el exmarido de Iona —dijo Dolan—. ¿Podemos pasar?
—Está abierto —dijo Annette.
Dolan corrió el bastidor de tela metálica, entró en la caravana y se hizo a un lado para dejarme pasar. Una vez dentro, me desplacé hacia la derecha y me apoyé en el extremo del banco de plástico acolchado en el que estaba sentada Annette. El acolchado del respaldo tenía forma de almohada y me preguntaba dónde se encontraría el mecanismo que estiraría el banco y lo convertiría en cama de matrimonio después de plegar la mesa de bisagras. ¿Compartirían las dos mujeres la caravana o tendría mamá la suya propia? Dolan y yo habíamos acordado que él llevaría la voz cantante en la entrevista, ya que disparar preguntas desde dos frentes a la vez confunde siempre. Yo estaba allí sobre todo para observar y tomar notas mentalmente.
Al otro lado de la cocina empotrada, a la derecha, había una puerta corredera que seguramente daba al cuarto de baño. Delante mismo vi la cama que llenaba el único dormitorio. Me encantan los sitios pequeños y no me habría importado vivir en un lugar como aquel, aunque habría procurado que estuviera más limpio. Me gustaba aquel fregadero en miniatura, aquella minicocina con encimera de cuatro quemadores y la ridícula nevera empotrada debajo del mostrador. Era como una casa de muñecas para jugar expresamente con muñecas, tomar el té y otros juegos de fantasía. Me concentré en Iona, cuya mala postura al sentarse era probablemente un vicio adquirido por pasarse todo el día con la espalda doblada sobre la mesa.
—No ha dicho a qué exmarido se refiere —dijo Annette—, pero si es usted teniente de policía, debe de estar hablando de Frank. Su segundo marido, Lars, no hizo nada ilegal en toda su vida. Ni siquiera cruzaba la calle si no había paso de cebra. A Iona la volvía loca. El caso es que va, conoce a un tipo que es el polo opuesto de Frank y resulta que es peor. Tenía eso que se llama compulsión de repetición, ¿no? Jope. Todo lo que hacía tenía que repetido seis veces antes de decidirse a dar un paso. Para terminar algo se estaba horas. Me destrozaba los nervios. —Se miró la uña de cerca—. Reina, creo que se te ha corrido el esmalte ahí, ¿lo ves?
—Lo siento. —Iona utilizó la uña del pulgar para quitar la rayita roja que le había invadido la cutícula.
—¿Les importa si fumo? —preguntó Dolan.
Annette miró brevemente la mano izquierda del teniente. Como no llevaba anillo de casado, debió de pensar que estaba soltero.
—A condición de que me encienda uno de los míos —dijo—. A Iona le dará un ataque si me estropeo una uña antes de que haya terminado con las diez.
Dolan alcanzó el paquete de Winston de Annette. Lo sacudió para sacar uno y se lo puso a la mujer entre los labios. Annette, con actitud seductora, apoyó la mano sobre la de Dolan mientras este le encendía el cigarrillo. A continuación, el teniente sacó y encendió uno de los suyos; al parecer no le gustaban los Winston.
Annette dio una chupada profunda, expulsó un chorro de humo hacia arriba y luego dejó el cigarrillo con cuidado en el cenicero para no estropearse las uñas.
—Señor, qué bien sabe. Me dan ganas de llorar de asco cuando veo lo tensa que se pone la gente por el tabaco últimamente. ¿A qué viene tanto alboroto? No es moco de su nariz. —Me miró—. ¿Usted fuma?
—Fumaba hace mucho tiempo —contesté, esperando parecer menos virtuosa de lo que me sentía.
—¿En qué anda Frank? —preguntó a Dolan—. Hace años que no sabemos nada de él, ¿verdad, reina?
Iona no le hizo caso y siguió con lo suyo.
—Usted sabe perfectamente que está en libertad condicional —dijo Dolan.
Annette hizo una mueca, como si le hubiera dado un espasmo intestinal.
—Supongo que tenía que pasar. A mí nunca me dio miedo. Espero que no irá a decirnos que sabe dónde encontrarla.
—Ayer hablamos con él y no la mencionó.
—Bueno, menos mal.
—¿Teme que se ponga en contacto con ella?
—Yo no diría «temer», pero no me gusta la idea.
Dolan miró a Iona.
—¿Cuándo lo vio por última vez? ¿Recuerda la fecha?
Annette miró a su hija, que no abrió la boca. La madre dijo:
—Iona, responde. ¿Qué te pasa? Yo no te he educado así.
Iona la fulminó con la mirada.
—¿Quieres que te haga las uñas o no?
Annette sonrió a Dolan.
—Frank le da lástima. Sus padres renegaron de él. El padre es odontólogo, se forra abriendo encías, pero es un tontaina. Y la madre es igual. Tienen otros tres chicos que se portan bien, de modo que es natural que Frank salga perdiendo cuando lo comparan con los demás. Y no es que fuese una mierda seca desde que nació. Iona siempre decía que era un encanto, pero a mí que me registren. Yo, si quieren que les diga la verdad, creo que era un poco pegajoso. Al final se volvió posesivo. Seis meses duró.
—¿Por qué rompieron?
—No tengo por qué contestar —replicó Iona.
—¿Le pegó alguna vez?
Iona guardó silencio y Annette pareció alegrarse de poder meter baza.
—Que yo sepa, sólo dos veces. Por entonces andaba siempre drogado…
—Casi siempre, mamá, no siempre. No exageres.
—Ay, usted perdone. Rectifico. Estaba drogado casi siempre y entonces se volvía mala persona. Iona le dijo que si no se portaba bien, lo echaría a patadas por la puerta. Entonces vivían en Venice, en un canal. Qué patitos más bonitos había. Olían fatal pero eran unas casitas preciosas. Frank siguió bebiendo y se negó a cambiar, así que le envié dinero a Iona para que se marchara.
—¿Fue entonces cuando Frank conoció a Cathy Lee Pearse?
—Oh, aquello fue horrible, ¿verdad? —dijo Annette—. Todavía tiemblo cuando lo pienso. Frankie la conoció sólo una semana antes del accidente.
—¿Así es como lo llama? ¿Accidente? —preguntó Dolan.
Habría jurado que trataba de reprimir la indignación al hablar. Iona metió el pincel en el frasco de laca y giró el tapón para cerrarlo.
—No hace falta que nos hable así —le recriminó—. Para su información, Cathy Lee se le echó encima. Buscaba su dinero, pura y simplemente. Siempre caprichosa y con mal genio. Frankie decía que era violenta, sobre todo cuando bebía, que es lo que hizo aquella noche. Se lanzó sobre él y zas. —Chascó los dedos—. Lo atacó con unas tijeras, ¿qué iba a hacer él? ¿Dejar que le sacara las tripas por la garganta?
La expresión de Dolan era impenetrable.
—Habría podido sujetarle la muñeca. Parece un poco excesivo asestarle catorce cuchilladas. Supongo que con un par habría tenido bastante.
Iona empezó a despejar su zona de trabajo.
—No sé nada de eso.
—¿Conoció personalmente a Cathy Lee?
Estaba claro que Dolan trataba de mantener viva la conversación ahora que Iona se había decidido a hablar.
—Claro. A Frankie le encargaron que pintara la casa de un amigo, nos mudamos una semana antes y resulta que ella vivía al lado. Era una calientapollas, se paseaba en bikini y sacudía las tetas para que él la mirase cuando estaba en el patio. Frankie se sintió muy mal por lo que pasó. Dijo que le habría gustado retroceder y deshacer lo hecho, pero ya era demasiado tarde.
—Tengo entendido que volvió usted con él cuando lo juzgaron. ¿Por que lo hizo?
—Me necesitaba, por eso lo hice. Todo el mundo le había vuelta la espalda.
—Iona es como yo —dijo Annette—. Ve un pajarillo lastimado y no para hasta socorrerlo. Lars era de lo peor que hay. Siempre contando y calculando. Pero era un genio picando cebolla: uno, dos, tres, cuatro, cinco…
—¿Fue así, Iona? ¿Veía usted a Frankie como a un pajarillo lastimado?
—Es buena persona cuando está sobrio y no se ha metido otras drogas.
—¿Le habló alguna vez de lo que pasó después de la muerte de Cathy Lee?
—¿A qué se refiere?
—Me gustaría saber qué hizo desde la muerte de Cathy Lee hasta que lo pescó la policía. Hay un intervalo de dos días durante el que no sabemos dónde estuvo.
Iona se encogió de hombros.
—Ni idea. Frankie y yo ya habíamos roto.
Annette dijo:
—La historia conyugal más corta que se conoce. El divorcio tardó seis veces más, ¿verdad?
Iona no respondió a su madre y se dirigió a Dolan:
—No sé qué hizo ni adónde fue después de que yo me largara.
—Reina, me contaste que había aterrizado en tu casa. ¿Lo recuerdas? Te mudaste a aquel estudio de Santa Teresa…
—Mamá.
—Pero ¿por qué no puedes decirlo, si es la verdad? Créame, teniente, Iona sabe que no puede encubrirlo. Le dio de comer, lo dejó quedarse aquella noche y luego le dijo que carretera y manta. Le rogué que avisara al sheriff, pero se negó en redondo Tenía miedo de delatarlo y de que él volviera para vengarse.
—Madre, ¿hay alguna forma de que te calles de una puta vez?
—Estoy tratando de ser útil, que es lo que deberías hacer tú. Y bien, teniente, ¿a qué viene todo esto?
—Creemos que tuvo relación con una joven que hacía autoestop en la zona de Lompoc. Es posible que la recogiera cuando iba a casa de su padre.
—Oh, Dios del cielo. ¿No estará usted insinuando que mató a más gente?
—Todavía no lo sabemos. Arrojaron el cadáver de la chica en una cantera de las afueras del pueblo. Por el momento tratamos de averiguar quién era la víctima.
Iona lo miró fijamente. Me pareció que estaba a punto de darle alguna información, pero se contuvo.
—¿Y por qué no se lo preguntó ayer cuando lo vio?
Dolan sonrió.
—Dijo que no se acordaba. Pensamos que quizá le había hablado a usted de esa muchacha.
Iona se concentró en las uñas de su madre.
—Es la primera noticia que tengo.
Cuando estuvo claro que no iba a soltar nada más, Dolan miró a Annette.
—Siento curiosidad por saber por qué han acabado viviendo en Peaches.
Annette dio otra chupada al cigarrillo.
—Somos de un pueblo cercano a Blythe. Los abuelos de Iona, o sea, mis padres, compraron aquí treinta hectáreas…, creo que fue en 1946. Donde estamos ahora es lo único que queda de aquella propiedad. Cuando mis padres murieron, se me ocurrió la idea de abrir aquí un parque de caravanas. Parecía un paso inteligente, dado que ya poseíamos el terreno. Tenemos una casa cada una y los otros cuatro inquilinos están de alquiler. Trabajo media jornada en la cafetería; Iona tiene su pequeña empresa y ambas nos ganamos la vida.
—¿De qué pueblo? —pregunté.
Annette me miró sorprendida, como si hubiera olvidado mi presencia.
—¿Puede repetir?
—¿De qué pueblo son ustedes?
—Ah. De una aldea que se llama Creosote. Lo más seguro es que nunca la haya oído nombrar. Está a unos tres kilómetros de la frontera con Arizona.
—Bromea. Hace exactamente dos días conocí a otro oriundo de Creosote. Un tipo llamado Mofletes Clifton.
Los ofendidos ojos de Iona buscaron los míos.
La cara de Annette se iluminó.
—Bueno, Iona conoce a Mofletes desde la escuela. ¿No es el tipo con el que salías antes de conocer a Frank?
—No salíamos, mamá. Íbamos juntos por ahí. Hay una gran diferencia.
—A mí me parecía que salíais. Te ibas y te quedabas los fines de semana con él, si no me falla la memoria. —Cuando Annette fue a recoger el cigarrillo, rozó con la mano el borde del cenicero y se estropeó la uña recién pintada—. Ay, joder. Mira lo que he hecho.
Alargó la mano e Iona inspeccionó la catástrofe. Se humedeció el dedo índice y frotó suavemente la mancha de laca roja hasta que la borró.
—Debió de conocer bien a Mofletes —dijo Dolan.
—Siempre estaba haciendo el vago con los amigos que tenía en todas partes.
—Menos los fines de semana que pasaba con usted —replicó Dolan.
Iona lo miró con odio.
—Hicimos algún que otro viaje, ¿estamos? Le gustaba conducir mi coche. Pero eso no quiere decir que jodiera con él. Éramos amigos.
—¿Se conocían Frankie y él por entonces?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No soy responsable de ninguno de los dos.
Se oyó un golpe en la puerta.
—Iona, cariño. Perdona si interrumpo.
—Había una mujer en el porchecito, mirándonos.
—Mi próxima clienta —dijo Iona—. Espero que no les importe, discúlpenme.
—En absoluto. Esperaremos y hablaremos con usted cuando haya terminado.
Annette salió de detrás de la mesa y sus muslos desnudos produjeron pedorretas al despegarse del banco de plástico. Me puse en pie para dejarla pasar y Dolan salió de la caravana. Annette ya estaba hablando con la clienta de Iona, agitando los dedos en el aire.
—Hola, reina, echa un vistazo. Este rojo es el Cereza Aniversario. Con tu color de piel quedará divino.
La otra, una cuarentona, no parecía muy emocionada con la perspectiva, ya que tenía un cutis más bien cetrino.
Annette se bajó del estribo de la caravana dando taconazos con las sandalias de plataforma y se colgó del brazo del teniente Dolan.
—Iona no tardará mucho. Hoy me toca preparar comidas. ¿Por qué no vienen al Moonlight y toman algo? Yo invito.
—Estupendo —dije—. Vamos. ¿Cuántas horas trabaja usted?
—Normalmente, desde la hora de la comida en adelante —respondió—. Abrimos de cinco de la madrugada a diez de la noche. Sólo hay otra casa de comidas, que se llama Mountain View, así que la gente va allí o viene aquí, según como esté de ánimo.
Anduvimos por el camino de tierra y cruzamos la carretera de dos carriles. Una vez en la cafetería, elegimos una mesa.
—Casi todo lo que servimos es bebida y emparedados fríos —dijo Annette—. Puedo freírles unas hamburguesas si prefieren algo caliente.
—Por mí, encantado. ¿Tú que dices, Kinsey?
—De acuerdo.
—¿Les apetece beber algo? Tenemos café, té, Coca-Cola y Sprite.
—Creo que Coca-Cola —dijo Dolan.
—Que sean dos.
Annette se puso detrás de la barra. Encendió el gas de la plancha, sacó dos hamburguesas del frigorífico y las dejó caer en la superficie metálica.
—Será cosa de un minuto.
—Hoy el negocio está flojo —comentó Dolan.
—El negocio está flojo todos los días.
Fue y volvió en un santiamén con un plato de apio, zanahoria troceada y aceitunas verdes. Se había metido en los bolsillos del delantal un frasco de salsa de tomate y otro de mostaza amarilla, y los dejó sobre la mesa. Cuando regresó a la plancha, las hamburguesas estaban hechas y nos preparó los platos.
—Se me olvidó preguntar cómo las querían —se disculpó mientras descargaba la bandeja.
—Así está bien —dije y empecé a aliñar la hamburguesa con mostaza, salsa de tomate, variantes y cebolla. No llegaba a la altura de la súper con queso, pero cumplía su papel.
—¿Cree usted que su hija puede estar en contacto con Frank? —preguntó Dolan.
—¿Cree usted que Frank tuvo algo que ver con la muerte de aquella joven?
—No lo sé. Esperábamos que Iona nos ayudase a llenar algunas lagunas.
Al otro lado de la carretera, en el parque de caravanas, vimos a Iona al volante de un coche que entraba en la autopista, giraba a la izquierda y aceleraba. Annette se asomó a la ventana frunciendo el entrecejo.
—¿Qué le pasará?
Dolan dio un bocado a la hamburguesa.
—Sospecho que no quiere hablar con nosotros.