Dolan me dejó en el despacho antes de llevar a Stacey a su casa. La energía de Stacey estaba decayendo y la verdad es que la mía también. Al abrir la puerta me fijé en un Mercedes de cinco puertas aparcado en el estrecho camino que separaba mi bungalow del contiguo. La mujer sentada en el asiento del conductor estaba bordando, con el bastidor apoyado en el volante. Levantó los ojos para mirarme, me saludó con la mano, dejó la costura en el asiento del copiloto, rebuscó en el asiento trasero y sacó una bolsa de supermercado.
—Empezaba a pensar que ya habías pasado por aquí sin darme cuenta —dijo.
Esperé mientras cerraba la puerta del coche y venía hacia mí.
La cara me sonaba, pero no recordaba de qué la conocía. Le eché unos sesenta años, era delgada y atractiva y lucía un elegante y ligero traje chaqueta de lana roja. Llevaba el pelo por los hombros, teñido de caoba y peinado informalmente hacia atrás.
Me quedé indecisa en la puerta, rebuscando todavía en el bolso de los recuerdos, tratando de atribuir un nombre a la cara. ¿Quién sería? ¿Una vecina? ¿Una antigua clienta?
—¿Me esperaba a mí?
Sonrió, y al hacerla quedaron a la vista dos filas de dientes cuadrados y regulares. Antes de que dijera nada más, sentí una diáfana vibración de miedo en la base de la columna, como cuando un cangrejo se descuelga por las cuerdas de una guitarra. Me tendió la mano.
—Soy tu tía Susanna.
Le estreché la mano mientras me esforzaba por asimilar la palabra «tía». Conocía su significado, pero que me muriese si en aquellos momentos sabía qué hacer con ella.
—La madre de Tasha —añadió—. Espero no haber llegado en un momento inoportuno. Te dijo que pasaría por aquí, ¿no? No sabes lo embarazoso que sería que no te hubiera avisado.
—Claro. Desde luego. Siento haberme quedado en blanco pero estaba pensando en otra cosa. Pase y siéntese. ¿Quiere un café? Yo vaya tomarlo de todos modos.
Entró detrás de mí hasta el despacho del fondo.
—Sí, muchas gracias.
Dejó la bolsa de supermercado en el suelo y se sentó en la silla de los clientes, enfrente del escritorio. Tenía los ojos de color avellana, como los míos. El aire que la rodeaba olía a colonia. Era un perfume cítrico, de pomelo tal vez, muy fresco y ligero.
—¿Cómo lo toma?
—No soy muy exigente. Solo.
—Estará en un minuto.
—No tengo prisa —dijo.
Murmuré una disculpa, pasé al antedespacho y por allí a la cocina, donde me apoyé en el mármol para recuperar el aliento. Había estado manteniendo la compostura desde el instante en que se había presentado. Era mi tía, la hermana de mi madre. Yo conocía a Tasha y a Liza, la mayor y la menor de las tres hijas de Susanna, pero no a la tercera, Pam, de la que sólo había oído hablar. Conocer a mi familia había sido desconcertante de principio a fin, ya que ni siquiera sabía de su existencia. Por una casualidad en el curso de una investigación, hacía tres años, habían empezado a salir como arañas del bolsillo de un abrigo viejo. Con mis padres y tía Gin muertos, Susanna debía de ser el familiar vivo más cercano que tenía.
Me di unas palmaditas en el pecho. Todo era muy extraño. No recuerdo a mi madre y nunca he tenido una imagen concreta de su rostro. Aun así, intuía el parentesco. Todas las Kinsey se parecían mucho, al menos por lo que había oído. Desde luego, yo me parecía a Tasha y ella me había contado que se parecía tanto a su hermana Pam que podían llegar a tomarlas por gemelas. Entre Liza y yo el parecido era menor, pero aun así, nadie podía negar las similitudes.
Llené de agua el recipiente del café y la vertí en el depósito de la máquina. Filtro de papel, lata de café. No vi que me temblasen las manos, pero en el mármol que rodeaba la máquina cayó un rocío de café molido. Saqué una esponja, la mojé y limpié el mármol. Introduje el recipiente debajo del filtro y apreté el botón de encendido. No me encontraba en condiciones para hablar con ella, pero tampoco podía quedarme allí hasta que el café estuviera hecho. Saqué un par de tazas del armario. Si hubiera tenido brandy, habría echado un trago en aquel momento.
Volví al despacho tratando de recordar qué significaba sentirse «normal» para poder alcanzar ese estado.
—Estará listo en un momento. Confío en que no llevara esperándome mucho rato. No podía dejar el trabajo.
Sonrió mientras me sentaba al otro lado del escritorio.
—No te preocupes por eso. Sé entretenerme sola.
Era guapa; nariz recta y sólo una ligerísima capa de maquillaje para suavizar la palidez del cutis. Se le veían manchas de tomar el sol o pecas descoloridas y un abanico de finas arrugas alrededor de los ojos y la boca. El traje rojo le sentaba muy bien y la chaqueta destacaba sobre el blanco caparazón que había debajo. Comprendí de dónde había sacado Tasha el buen gusto para vestirse.
Susanna levantó un dedo.
—Ah, casi me olvido. Te he traído algo. —Se agachó y miró dentro de la bolsa de supermercado y sacó una foto en blanco y negro con un marco de plata. Me la alcanzó y yo le di la vuelta para poder verla—. Somos tu madre y yo el día de su puesta de largo, el 5 de julio de 1935. Entonces yo tenía nueve años.
—Ah.
Bajé la vista, pero sólo el tiempo suficiente para echar un vistazo a la Rita Cynthia Kinsey de dieciocho años que llevaba un vestido blanco y largo. Estaba inclinada, riendo, rodeaba a su hermana pequeña con los brazos. Mi madre parecía increíblemente joven, con el pelo oscuro y rizado cayéndole sobre los hombros. Debía de llevar los labios pintados de un color muy oscuro, porque su boca parecía negra en la foto. Susanna lucía un vestido largo y vaporoso que parecía una versión menor del de Rita.
Sentí que me ardían las mejillas, pero mantuve la cara apartada hasta que se me pasó el arrebato. Sentí un dolor agudo, como si me hubiera pillado los dedos al cerrar una caja. Quería gritar de sorpresa. Haciendo un poderoso esfuerzo cerré con llave la puerta de mis emociones. Sonreí a Susanna, aunque seguía notando alguna tensión en la cara.
—Se lo agradezco. Nunca he tenido una foto suya.
—Es mi favorita. Encargué una copia para que también la tengas tú.
—Gracias. ¿No hay fotos de mi padre?
—Estoy segura de que sí. Si lo hubiera pensado, habría traído el álbum familiar. Ahí sí que está todo el mundo. La próxima vez será —dijo—. Ya sabes que te pareces a tu madre. Claro que yo también.
—¿De veras? —pregunté, aunque por dentro no dejaba de repetirme: todo esto es muy extraño. A Tasha era fácil tenerla a raya. Nos acribillábamos verbalmente y así establecíamos una cómoda distancia entre ambas. Pero aquella mujer era adorable. Por diez centavos habría dado la vuelta al escritorio y me habría encaramado a su regazo—. Por lo que he oído, todas las Kinsey se parecen.
—No tanto las Kinsey como las LeGrand. Virginia tenía algunos rasgos de papá, pero era la excepción. Dominan los rasgos de Grand. Aunque no es ninguna sorpresa, ya que ella también domina todo lo demás.
—¿Por qué la llama Grand?
Se echó a reír.
—No lo sé. La hemos llamado así desde siempre. No quería ser «mami» ni «mamaíta» ni nada parecido. Prefería el sobrenombre que siempre había tenido y así nos educó. Cuando fuimos a la escuela, vi que otros niños llamaban a sus madres «mamá» o «mamita», pero por entonces me habría resultado extraño referirme a ella de ese modo. Puede que fuera una forma de rechazo por su parte…, ambivalencia hacia la maternidad. No estoy segura.
El olor a café empezó a invadir el ambiente. No quería salir del despacho, pero me levanté y rodeé el escritorio.
—Enseguida vuelvo.
—¿Te ayudo?
—No, no hace falta.
—Si me necesitas, grita.
—Gracias.
Me puse a trajinar nada más entrar en la cocina, aunque al servir el café me di cuenta de que tenía que utilizar las dos manos. ¿Podría pasarle la taza sin derramarle unas gotas en el regazo? Respiré hondo y me di una bofetada mental. Qué ridícula me sentía. Aquella mujer era prácticamente una extraña, una señora mayor en misión de buena voluntad. Podía hacerla. Podía afrontar la situación. Me bastaba con tratarla ahora y sufrir las consecuencias más tarde, cuando estuviera sola. Muy bien, allá vamos. Llevé las dos tazas, con la mirada fija en el café mientras andaba. Tampoco se me derramó tanto y la moqueta era tan gruesa que no se notaría.
Una vez en el despacho, puse las dos tazas en el escritorio y dejé que ella se hiciera cargo de la suya. Volví a sentarme, pero en vez de levantar mi taza de la mesa, me la acerqué deslizándola por la superficie. Me pregunté si no sería mejor bajar la cabeza y tomar el café a sorbos que levantar la taza hasta los labios.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Claro que sí, cielo. ¿Qué quieres saber?
Cielo. Ay de mí. Y las lágrimas afloraron, aunque parpadeé para que no se me saltaran. Susanna no pareció darse cuenta. Carraspeé para aclararme la garganta y dije:
—Liza me habló de sobrinos la primera vez que nos encontramos, pero también fue la última vez que supe de ellos. Arne me dijo que Grand tuvo tres hijos varones y que todos nacieron muertos, pero ¿no hubo un niño que murió de pequeño? Creo recordar que Liza comentó algo de eso.
Adoptó ese aire de desinterés que yo conocía muy bien. Yo misma lo había hecho, y mi prima Liza también, el día que nos conocimos.
—Siempre ha andado un poco confusa la pobre. La verdad es que la historia familiar no es su fuerte. Técnicamente es cierto. Mi madre dio a luz a tres hijos varones antes de que naciera Rita. Los dos primeros nacieron muertos. El tercero vivió cinco horas. Todos los demás varones de la familia, y hay nueve sobrinos, son parte del círculo exterior. El marido de Maura, Walter, tiene dos hermanas y las dos tienen hijos varones. Y mi marido, John, tiene tres hermanos. Siete chicos entre todos. Sé que es un lío, pero como muchos son parientes lejanos y también viven en Lompoc, acuden a todas las reuniones de las Kinsey. Grand no quiere que nos mezclemos con las familias de nuestros maridos, así que el día de Acción de Gracias y en Navidad procura que sus puertas estén abiertas y que la celebración sea tan espléndida que nadie pueda resistirse. ¿Qué más quieres saber? Pregúntame lo que quieras. Para eso estoy aquí.
Pensé durante un momento, planteándome hasta dónde me atrevería a llegar.
—Me contaron que Maura y usted censuraron la conducta de mi madre. —Al mencionar el contencioso me sentí mezquina, pero eso era más llevadero que sentirse frágil.
—Fueron Maura y Sarah, las dos mayores que yo. Maura tenía doce años y Sarah quince cuando «estalló la guerra», por así decirlo. Las dos apoyaron a Grand. Yo era la menor de la familia, así que no pude tomar partido. Me limité a fingir que no me daba cuenta de lo que pasaba. Siempre adoré a tu madre. Tenía estilo y era exótica. Me parece que ya he mencionado que yo tenía nueve años cuando la presentaron en sociedad. Estaba más pendiente de mis zapatos Mary Janes que de los asuntos de la familia. Me gusta pensar que soy independiente, aunque no soy la inconformista que fue tu madre. Siempre le plantaba cara a Grand. Nunca evitaba los enfrentamientos. Yo utilizo tácticas de distracción: encanto, desorientación. Me resulta más efectivo someterme por fuera y hacer lo que quiero cuando no estoy cerca de Grand. Puede que sea cobardía, pero así la vida resulta más fácil para todos; por lo menos eso es lo que me digo.
—Pero ¿por qué se opusieron Sarah y Maura a la boda de mi madre? ¿Qué les importaba a ellas?
—Bueno, nada. No fue tanto la boda como la repercusión que tuvo en la familia. Una vez que estuvieron claras las posiciones en el campo de batalla, Grand se mostró inflexible, pero tu madre y Virginia tampoco cedieron.
—Pero ¿por qué todo aquello? Sigo sin entenderlo. Otra cosa sería que mi padre hubiera sido un vagabundo.
—No creo que Grand tuviera nada personal contra tu padre. El problema para ella era la diferencia de edad. Tenía…, ¿cuántos? Treinta y cinco años; y tu madre dieciocho.
—Treinta y tres —corregí.
Susanna se encogió de hombros.
—Quince años de diferencia. Tampoco son tantos, la verdad. Creo que para Grand el problema fue que Rita se casara a tontas y a locas. Grand también lo hizo. Se casó con papá en un arrebato el día que cumplió diecisiete años. Él le doblaba la edad y creo que sólo hacía un mes que se conocían. Sospecho que debió de lamentar aquellas prisas, pero el divorcio no era una alternativa en aquella época, al menos para ella. Nunca le ha gustado admitir que se equivoca, así que se lo calló. Se guardaron fidelidad, pero no sé cuánto duró el amor. Sé que es una historia común y corriente, pero sospecho que Grand esperaba vivir a través de Rita lo que no había vivido ella.
—Eso lo puedo entender. Lo que dices tiene sentido.
—Entonces, ¿qué es lo que te molesta? Me gustaría aclarar eso.
—Tengo treinta y seis años…, treinta y siete dentro de tres semanas. He vivido toda mi vida sin saber absolutamente nada de esta historia. En mi opinión, creo que alguien podía haberme contado algo. Ya se lo dije a Tasha y no es mi intención repetirme, pero ¿por qué nadie se puso en contacto conmigo? Tía Gin murió hace quince años. Grand ni siquiera fue al entierro, así que… ¿A qué viene todo esto ahora?
—No he venido aquí para discutir. Lo que estás diciendo es cierto y tienes toda la razón. Grand tendría que haberte buscado. Debería haber dicho algo, pero creo que temía enfrentarse a ti. No sabía qué te habían contado. Dio por hecho que Virginia te había puesto en contra suya y de toda la familia. En el fondo, Grand es buena persona, pero es orgullosa y terca… Bueno, la verdad es que a veces puede comportarse de forma insoportable. Pero Rita también era terca. Las dos se parecían tanto que habría sido cómico si no hubiera resultado tan destructivo. El conflicto hizo trizas a la familia. Nadie ha vuelto a ser el mismo desde entonces.
—Pero Grand era su madre. Y por eso se supone que era la más madura.
Susanna sonrió.
—Vejez no significa madurez. En realidad, Grand lo intentó. Recuerdo al menos media docena de veces en que dio el primer paso y sólo obtuvo de tus padres silencio o una negativa. Por lo que sé, tu padre se esforzó por permanecer al margen de la contienda. La pelea era de Rita, y aunque él estaba de su parte, era ella quien atizaba el fuego. Virginia aún era peor. Parecía disfrutar con la ruptura, y no sé por qué. Sin duda tenía sus propios motivos. Sé por experiencia que cuando alguien organiza semejante alboroto por preservar la autonomía, suele ocultar otra cosa. El caso es que Grand trató de atraerlos, sobre todo después de que tú nacieras, pero no quisieron saber nada de ella. Los tres iban a visitarnos cuando ella y papá estaban fuera del pueblo, y te traían, como es lógico, aunque siempre había algo clandestino en sus movimientos. Recuerdo haber pensado que probablemente les gustaba aquello de andar a hurtadillas a sus espaldas.
—¿Por qué?
—Porque nos obligaba a los demás a tomar partido. Cada vez que les abríamos la puerta, y se la abrimos en numerosas ocasiones, nos incorporábamos automáticamente a su bando. Maura y Sarah se sentían culpables por engañar a Grand. Grand volvía de un viaje y nadie le decía nada. Yo me preguntaba a veces qué sabría del asunto. Tenía una red de espías y la sigue teniendo, así que alguien debía de ponerla al día. Nunca se le escapó nada, pero quizás era su forma de asegurarse de que la comunicación proseguía, aunque no pudiera saborearla.
Medité sus palabras un momento.
—Me gustaría creerla y me parece que en cierto modo la creo. Ya sé que en todas las historias hay dos versiones. Es evidente que tía Gin se lo tomó tan en serio que tuvo la boca cerrada hasta el día de su muerte. Yo no supe nada hasta hace tres años.
—Debe de ser difícil encajarlo.
—Pues sí. En parte porque se me presentó como asunto concluido, caso cerrado. Puede que para usted sea cosa antigua, pero para mí no. Todavía tengo que decidir mi posición. La ruptura influyó mucho en mi forma de ser.
—Bueno. Hay cosas peores que tomar a Virginia Kinsey como modelo. Puede que fuera un bicho raro, pero se adelantó a su época.
—Que viene a ser lo mismo.
Susanna miró el reloj.
—Debo marcharme. No sé tú, pero estas conversaciones me resultan agotadoras. Puedes engullir sólo una parte y luego tienes que detenerte a digerida. ¿Me llamarás?
—Lo intentaré.
—Bien. Me darás una alegría.
Cuando se fue, eché la llave a la puerta de la calle y me senté al escritorio. Me acerqué la foto de mi madre y la miré con detenimiento. La habían hecho en la hacienda. El fondo se veía desenfocado, pero las dos hermanas estaban en un porche de madera con barandillas como las que había visto en el Manso. Forzando la vista se podía distinguir a un grupo de personas a un lado, todas con copas de champán en la mano. Los jóvenes vestían esmoquin y las chicas llevaban largos vestidos blancos parecidos al de Rita Cynthia. La verdad es que la ropa y los peinados no habían cambiado tanto desde entonces. Si se hubiera sacado a aquellas personas de su década y se las hubiera introducido en cualquier ocasión formal de la nuestra, las diferencias no habrían sido espectaculares. La única nota de época eran los zapatos blancos que llevaba mi madre, con los dedos al descubierto y unos tacones vagamente ruidosos.
Mi madre era delgada y se le veían unos hombros y brazos desnudos perfectos. Tenía la cara en forma de corazón y la piel lisa y clara. Puede que los rizos fueran naturales (no resultaba fácil asegurado), pero se había arreglado el pelo para la ocasión y le caía en cascada por los hombros. Llevaba una flor blanca detrás de la oreja, al igual que Susanna, a quien mi madre rodeaba con los brazos, aunque sin estrecharla, un poco como si mi madre le estuviera susurrando un secreto. Susanna la miraba a la cara con una expresión de placer inesperado. Se intuía el abrazo que se habían dado después de hacerse la foto.
Dejé el retrato y me arrellané en la silla giratoria con los pies sobre la mesa. Pensaba en cosas en las que no había pensado hasta entonces. Doblaba a mi madre en edad el día que le hicieron la foto. Cuatro meses después mis padres se casarían y, cuando mi madre llegara a mi edad, tendrían ya una hija de tres años. Por entonces sólo les quedaban dos años de vida. Pensé que, si mi madre hubiera vivido, tendría setenta años en la actualidad. Me esforcé por imaginar lo que sería tener una madre: las llamadas, las visitas, el ir de compras, los rituales de los días festivos, tan ajenos a mí. Me había resistido a los Kinsey con determinación, sí, pero también con hostilidad ante la idea de estar en contacto permanente con ellos. Ahora me preguntaba por qué la simple oferta de consuelo me parecía una amenaza. ¿No podía establecer una conexión con mi madre a través de sus dos hermanas vivas? Seguro que Maura y Susanna tenían muchos rasgos suyos: gestos y expresiones, valores y actitudes inculcados desde la cuna. Aunque mi madre no estuviera allí, ¿tan imposible era percibir un poco de su amor a través de mis primas y mis tías? No era mucho pedir, aunque aún no tenía claro cuál iba a ser el precio que esperaban que pagase.
Me fui de la oficina temprano, tras dejar la foto de mi madre en el centro del escritorio. Mientras volvía a casa no podía parar de pensar en aquello, como cuando te sacan una muela y no puedes dejar de meter la lengua en el hueco que te ha dejado. El resultado era ese escalofrío que producen por igual tanto la satisfacción como el asco. Necesitaba hablar con Henry. Se había ofrecido a darme consejo y orientación (que yo había desdeñado olímpicamente) desde que los Kinsey habían asomado la nariz, años ha. Sabía que entendería mi dilema: o el consuelo de la soledad o la asfixia empalagosa; o la independencia o las ataduras; o la seguridad o la traición. No iba con mi carácter imaginar estados emocionales intermedios. Se trataba de todo o nada, un planteamiento que dificultaba la posibilidad de modificar el estado de cosas presente. Mi vida no era perfecta, pero conocía sus límites. Recordaba el comentario de Susanna sobre que la sed de autonomía podía ser una forma de encubrir otra cosa. Cuando lo dijo me sentí aturdida y no pregunté a qué se refería. Estaba hablando de tía Gin, cuya dureza había asimilado yo en sustitución del amor. ¿Y si se estaba refiriendo también a mí?
Cuando llegué a mi calle, vi un Austin Healy aparcado en mi sitio favorito. Di media vuelta y encontré una plaza en la acera de enfrente. Empujé la chirriante verja y fui por el camino de entrada hasta el patio trasero de Henry, que había sacado los muebles de jardín, lavado las sillas con la manguera y les había puesto un juego de cojines de color verde oscuro con las etiquetas todavía colgando. En una mesita de secoya había dos vasos, una jarra de té frío y una bandeja con galletas caseras de avena y pasas. Al principio pensé que eran para mí, pero entonces lo vi en el otro extremo del patio enseñando las plantas a una mujer que yo nunca había visto antes. La escena me recordaba un poco a otra ocasión en que una mujer llamada Lila Sams había entrado alegremente en la vida de Henry.
Este sonrió al verme y me indicó por señas que me acercara para hacer las presentaciones.
—Kinsey, te presento a Mattie Halstead, de San Francisco. Se dirige a Los Ángeles y ha hecho un alto en el camino para saludamos. —Y a Mattie—: Kinsey es la inquilina del estudio…
—Claro. Mucho gusto en conocerla. Henry me ha hablado de usted.
—El gusto es mío —dije mirando a Henry de reojo.
Se había cortado el pelo y vi que llevaba una camisa de vestir blanca y pantalones largos. No recordaba que se hubiera arreglado tanto por una mujer en ninguna ocasión anterior. Mattie era casi tan alta como él e igual de delgada. Tenía el pelo canoso, corto, cortado en capas, y lo llevaba suelto. Vestía camisa de seda blanca, pantalones grises y unos elegantes zapatos bajos. Las joyas consistían en unos pendientes y una pulsera del mismo estilo, hechos por encargo, de plata y amatistas.
Me miró con ojos grises e inteligentes.
—Temía que Henry estuviese fuera, así que anoche, en cuanto llegué, llamé desde Carmel. Viajo sin prisas, deteniéndome a saludar a los amigos mientras recorro la costa.
—¿Es un viaje de negocios o de placer?
—Un poco de cada. Tengo que llevar unos cuadros a una galería de San Diego. Podía haberlos facturado, pero necesitaba tomarme un descanso.
—¿Hizo el mismo crucero que Henry?
—Sí, pero me temo que aquello fue por trabajo. Ahora estoy de vacaciones.
—Mattie enseña dibujo y pintura y da conferencias sobre arte. Nell asistió a su curso de acuarela y terminó haciéndolo bastante bien.
—Mejor que Lewis —declaró Mattie con una sonrisa—. Me sentía muy mal por él. Nunca había visto a nadie tan entusiasmado.
—Se hacía el interesante —dijo Henry en tono de reproche antes de volverse hacia mí—. ¿Por qué no te sientas con nosotros? Estábamos a punto de tomar un té frío.
—Mejor no, gracias. Tengo que leer unas cosas y creo que luego iré a correr. Me he saltado el programa y me debo una.
—¿Y cenar? Nos acercaremos al local de Rosie sobre las seis.
—Ni hablar. No pienso volver hasta que se le pase esta última manía. Vísceras de gastrónomo. ¿Se lo ha contado Henry?
—Me ha advertido, pero la verdad es que soy una forofa del hígado con cebolla.
—Sí, pero ¿de qué animal? Yo no me arriesgaría. Tendría que decirle a Henry que le preparase la cena él. Es genial.
Mattie sonrió a Henry.
—Quizás en otra ocasión. Me apetece ver a William y a Rosie. Son encantadores.
—¿Cuánto tiempo se quedará?
—Una noche. Tengo una reserva en el hotel Edgewater, mi favorito. Mi marido y yo acostumbrábamos a venir por nuestro aniversario —dijo—. Me pondré en marcha en cuanto se haga de día. Con suerte, llegaré a Los Ángeles antes de la hora punta.
—Lástima que apenas haya tiempo para hablar. ¿Piensa visitarnos cuando vuelva?
—Ya veremos. No quiero causar molestias.
—Quizás entonces pueda convencerlo de que le haga la cena.
Entré en casa, tiré el bolso sobre el mostrador de la cocina y subí las escaleras. No tenía que leer nada urgente y ya había salido a correr a las seis de la mañana. Pero quería que Mattie y Henry estuvieran un rato solos. Miré por la ventana del cuarto de baño y obtuve una vista parcial de la pareja. No eran ni las cuatro de la tarde. Me las arreglé para distraerme durante hora y media y luego me puse a pensar dónde cenaría aquella noche. Iba en serio cuando dije lo de boicotear el local de Rosie hasta que esta abandonara su reciente pasión por los despojos de animales. Como era la Happy Hour, sabía que Dolan estaría en el CC. Podía reunirme con él, pero no quería quedarme a contar los tragos que se tomaba mientras inhalaba humo de segunda mano. Volví a la ventana del cuarto de baño y miré el patio. Henry y Mattie habían desaparecido, pero las sillas seguían allí, un poco más juntas que cuando llegué yo. Vi encendidas las luces de la cocina, así que debían de estar tonificándose con un BlackJack con hielo para enfrentarse a la comida de Rosie.
Aprovechando que el campo estaba despejado, recogí el bolso y una chaqueta y salí por la puerta principal. Subí al coche y me dirigí al McDonald’s de la parte baja de Milagra Street. Acudo tantas veces al take-away que los camareros reconocen mi voz y me llaman por mi nombre. Movida por un impulso, pedí ración extra doble y fui a casa de Stacey. En mi opinión, no hay ninguna aflicción en esta vida que no se pueda aliviar con una dosis de comida basura.
Cuando di unos golpecitos en el cancel, lo vi en la sala de estar, subido en una caja de cartón. Los cajones de su escritorio estaban abiertos y había enchufado una trituradora de papel a un alargador que serpenteaba por toda la estancia. Me indicó por señas que entrara.
Levanté la bolsa del McDonald’s.
—Espero que no haya cenado todavía. Traigo Coca-Cola, patatas fritas y hamburguesas súper con queso. Muy nutritivo.
—No tengo apetito, pero te haré compañía con mucho gusto.
—Muy bien.
Dejé la bolsa en la mesa y entré en la cocina, donde encontré un paquete de platos de cartón y un rollo de papel. Volví a la sala de estar, puse la vajilla en el suelo y acerqué dos cajas del montón pegado a la pared. Me senté en una y utilicé la otra como mesa, situándola entre los dos. Saqué las bebidas, los dos envases de patatas fritas, los sobres de tomate y sal y las súper con queso. Eché tomate encima de las patatas, sal sobre todo lo que había a la vista y devoré mi hamburguesa aproximadamente en ocho bocados.
—Estoy practicando para batir el récord nacional de rapidez.
Stacey levantó la parte superior del pan de su hamburguesa y miró el contenido con recelo.
—Nunca he comido una cosa de estas.
Me estaba limpiando la boca y me detuve en seco.
—Bromea.
—No.
Le dio un mordisquito de prueba y masticó con aprensión, dejando que los sabores se le mezclaran en la boca. Movió la cabeza de un lado a otro. Con el segundo mordisco le tomó el gusto y después ya comió igual de rápido que yo.
Busqué en la bolsa, saqué otra hamburguesa y se la alargué. Había engullido ya la mitad cuando se le escapó un gemido involuntario. Me reí.
—¿De dónde la ha sacado? —pregunté señalando la trituradora con una patata frita.
—Me la dejó el vecino de aquí al lado —dijo, y calló para tragar—. Estoy limpiando la mesa. Soy incapaz de hacer trizas los recibos. No tengo intención de hacer más declaraciones de la renta. Supongo que estaré muerto antes de que Hacienda me eche de menos. Aun así, me preocupa una auditoría y no tener los papeles a mano. —Se chupó los dedos y se limpió la boca—. Gracias. Ha sido estupendo. Hacía una barbaridad que no comía con tantas ganas.
—Encantada de ayudar.
Juntó la basura, la echó en la bolsa, se volvió para hacer un triple y encestó en la papelera. Buscó en el cajón inferior de la mesa y sacó una caja de cartón llena de fotografías en blanco y negro. Se la puso sobre los muslos, sacó un puñado y lo echó en la máquina.
Vi reducirse a tiras las seis instantáneas.
—¿Qué hace?
—Ya te lo he explicado. Limpiar la mesa.
—Pero son fotografías de la familia. No puede hacer eso.
—¿Por qué no? Soy el único que queda.
—Pero no puede destruirlas. No me cabe en la cabeza que esté haciendo una cosa así.
—¿Por qué vaya dejarle el trabajo a otro? Si lo hago yo, al menos hay una conexión personal. —Se puso a cantar—: Adiós, tío Schmitty. Adiós, primo Mortimer…
Otros dos retratos cayeron convertidos en confeti en el cubo inferior de la trituradora.
Le puse una mano en el brazo.
—Yo me las quedaré.
—¿Para qué? Ni siquiera conoces a esta gente. Ni yo mismo soy capaz de identificar a la mitad. Mira este. ¿Quién es? Te juro que no he visto a este tipo en mi vida. Debe de ser algún amigo de la familia. —Puso la foto en la trituradora y observó cómo desaparecía antes de echar la siguiente.
—No las rompa. ¿No son esos sus padres?
—Pues sí. Pero hace mucho que murieron.
—No puedo soportarlo. Démelas. Fingiré que son mías.
—No seas absurda. Estás tan sola como yo. Si dejo que te las lleves, otro las tirará algún día en tu propia basura.
—¿Y qué? Vamos, Stace. Por favor.
—Está bien. Pero es una tontería.
Me dio la caja de fotos y la dejé al lado del bolso, lejos de su alcance. Temía que cambiase de idea y rompiera otro puñado. A continuación se dedicó a un archivador en el que ponía SEGURO COCHE; vertió el contenido en la máquina.
—Casi me olvido —dijo como si no tuviera importancia—. Ha llamado Joe Mandel para comunicarme que tiene la dirección de Iona Mathis. Vive en medio del desierto, en un pueblo llamado Peaches.
—¿Dónde queda eso?
—Al norte de San Bernardino, por la autopista 138. No tiene teléfono a su nombre, así que debe de estar viviendo con otra persona. ¿Te conté que Mandel ha encontrado una pista sobre el Mustang rojo? Aquel tal Gant, el primer propietario del vehículo, murió hace unos diez años, pero su viuda dice que el coche se lo robaron de un taller de tapizado de Quorum, en California; lo habían llevado allí para que le cambiaran los asientos. Gant fue a Lompoc a recoger el coche, pero estaba tan destrozado que dio media vuelta y se lo vendió al propietario del taller donde lo habían robado, un tipo llamado Ruel McPhee. Según nuestras fuentes, el coche está registrado ahora a este nombre. Le he dejado cuatro mensajes, pero hasta ahora no me ha respondido. Con cree que valdría la pena ir a ver qué pasa.
—¿Dónde queda ese Quorum? Es la primera vez que oigo el nombre.
—Tú y todos, pero Con dice que se encuentra al sur de Blythe, cerca de la frontera con Arizona. Y ahora viene lo más fuerte. Resulta que Frankie Miracle se crio en Quartzsite, Arizona, a unos kilómetros de Blythe. Con quiere dejarse caer por Peaches para hablar con Iona Mathis, cuando vaya a Quorum.
—¿Y cuándo irá?
—Dice que mañana por la mañana. He pensado que era mejor avisarte por si quieres inventar alguna excusa.
—Ni hablar. Le acompañaré. Me vendrá bien un cambio de aires. ¿Y usted? ¿Tiene ganas de ir?
—Acercaos vosotros. Yo esperaré a ver qué dice el médico. Puede que quieran que vuelva al hospital por tercera vez en lo que va de mes. Es un aburrimiento.
—¿Cómo lo lleva?
—No estoy precisamente emocionado, pero tampoco me queda elección.
—Cruzaré los dedos por usted.
—Falta me hace —dijo. Vaciló—: Puede que no tenga nada que ver, pero me ha contado Con que su mujer se suicidó.
—Sabía que tenía cáncer, pero de eso no sabía nada.
—Por eso está tan susceptible con el tema. Cree que podía haberla salvado.
—¿Y podía?
—Claro que no. Cuando llega el momento, no puedes salvar a nadie excepto a ti mismo. A veces ni siquiera eso. En todo caso creí que debías saberlo.
Sonrió para sí por razones que sospechaba que no tenían nada que ver conmigo. Lo observé mientras su vieja cartilla militar desaparecía en la trituradora entre chirridos y chasquidos.