10

Llegué a casa antes de lo que tenía planeado, temerosa de que los sesos de ternera se salieran del envoltorio y contaminaran el interior del bolso. Al pasar junto al cubo de basura de Henry saqué el envoltorio y lo tiré. Levanté la cabeza, alertada por un teléfono que sonaba en alguna parte. Cerré el cubo, llegué corriendo a casa y abrí a toda prisa. Tres timbrazos. Cuatro. Tiré el bolso sobre el taburete de la cocina y descolgué el auricular. El contestador automático ya se había puesto en marcha y tuve que gritar por encima de mi propia voz:

—Soy yo. Estoy aquí. No cuelgue. No es el contestador.

—¿Kinsey?

Era una voz masculina, al fondo se oía un murmullo de conversaciones. Me tapé el otro oído con la mano.

—¿Quién es?

—Mofletes.

—Ah, hola. Qué sorpresa. Pensaba que no volvería a tener noticias tuyas. ¿Qué pasa?

—Dijiste que te llamara si me acordaba de algo, pero prométeme que él no se enterará.

Tuve que hacer grandes esfuerzos para oír algo.

—¿Que no se enterará quién?

—Frankie. ¿Has hablado con él alguna vez?

—Todavía no.

—Está loco. No resulta fácil darse cuenta enseguida, porque finge muy bien que es normal y todo eso, pero créeme, no te gustaría mezclarte con él.

—No sabía que lo conocieras.

—No lo conozco, pero no se necesita ser un genio para darse cuenta de que no es normal.

—¿Para eso llamas? ¿Para decirme que es un tarado?

—No. Ya llegaré a eso, pero antes quiero preguntarte una cosa. ¿Y si alguien le chiva que te he llamado?

—Venga, hombre. Eso no podría evitarlo. Además, ¿quién se lo va a decir? Yo te prometo que no soltaré una sola palabra.

—¿Lo juras?

—Claro.

Me imaginé que rodeaba el auricular con una mano y que acercaba tanto la boca que sentí su lengua dentro de mi oído.

—Dijo no sé qué sobre coser a puñaladas a una mujer.

—Por el amor de Dios, Mofletes. Por eso lo metieron entre rejas. Por matar a Cathy Lee Pearse.

—A ella no. A otra. Fue después de matar a Cathy.

—Soy toda oídos.

—Estaba fanfarroneando sobre lo que les pasa a las zorras que tratan de engañarlo. Dijo que había recogido a una en un bar. Ella tenía algo de droga y se colocaron los dos. Salieron al aparcamiento a darse el lote, pero ella se puso tonta y empezó a tocarle las narices, y eso lo sacó de quicio. Cuando le dijo que nones, se la cargó y la metió en el Maletero del coche de Cathy Lee. Fue paseándose por ahí con ella durante dos días, hasta que empezó a preocuparle el olor y se deshizo del cuerpo cuando llegó a Lompoc.

—¿Dónde la recogió?

—¿En qué bar? Ni idea. No lo dijo. Tampoco mencionó la población. Supuse que sería Santa Teresa. Tuvo que ser antes de que llegara a Lompoc, porque allí es donde lo detuvieron.

—¿Y el lugar donde la tiró? ¿Dijo dónde había sido?

—En algún punto de las afueras del pueblo donde no la encontrarían. Supongo que consiguieron cargarle lo de Cathy Lee, pero nadie sabía nada de la otra, así que no se le juzgó por ello.

—¿Cómo es que has recordado todo esto tan de repente? No creo que sea de esas cosas que se olvidan con facilidad.

—No la olvidé «con facilidad» —replicó ofendido—. Fuiste tú quien vino a verme. Yo no me ofrecí a cantar. No hice nada «de repente». Lo recordé en el mismo momento en que pronunciaste su nombre.

—¿Y por qué no me lo contaste entonces?

—Acabábamos de conocernos. ¿Cómo podía saber que eras de fiar? Tenía que pensarlo.

—¿Y por qué me lo cuentas ahora?

—Lo que debería haber hecho es quedarme callado y ya está. Frankie es un mal bicho. Me dejaría como un colador si se enterase. No es un tipo al que puedas joder y seguir viviendo tranquilamente después.

—Lo creo —dije—. ¿Contó algo más?

—Que yo recuerde no. Entonces no le presté mucha atención. En la cárcel todo el mundo fanfarronea y cuenta historias parecidas. Casi todo es mentira, así que no le concedí ninguna importancia. Quiero decir que sí se la di, pero que fue la última vez que oí hablar del tema. De pronto sales tú diciendo que tiraron por ahí el cadáver de una chica y yo inmediatamente me acuerdo de él.

—Estás seguro de todo esto, ¿verdad?

—No, no estoy seguro. Es posible que se lo inventara todo. ¿Cómo coño quieres que lo sepa? Dijiste que te llamara y te he llamado.

Medité unos momentos. A lo mejor era un camelo, pero no se me ocurría qué podía sacar Mofletes mintiéndome.

—No hay mucho donde hincar el diente.

—Bueno, en eso no puedo ayudarte.

—¿Cómo la mató?

—Supongo que con un cuchillo. Dijo que la había apuñalado, luego la había envuelto en algo y la había metido en el maletero. En cuanto llegó a Lompoc la tiró por la cuneta y se largó a toda prisa. Cuando lo detuvo la policía, imaginó que no tenían nada contra él. Lo único que les importaba era cargarle lo de Cathy Lee.

—¿Conocía a la chica?

—Lo dudo. No habría hablado como lo hizo.

—Es que siento curiosidad por el móvil.

—¿Estás de guasa? Frankie no necesitaba ningún móvil. Habría bastado con que la mujer lo mirase de forma extraña o que lo llamara pichacorta. Si ella sabía que estaba huyendo, pudo haberlo amenazado con avisar a la policía.

—Interesante —comenté—. Tendré que pensarlo. ¿Desde dónde llamas?

—Desde Creosote. Mi hermana ha venido del desierto para llevarme a su casa.

—¿Hay alguna manera de localizarte en caso de que necesite hablar contigo?

Me dio un número con un prefijo.

—Gracias —dije—. Lo que me has contado podría sernos de mucha utilidad.

—¿Dónde se encuentra Frankie ahora?

—No estoy segura. He oído que anda por la ciudad.

—¿Quieres decir que ese cabrón está en la calle?

—Seguro, le han dado la condicional.

—No me lo habías dicho. Jodeeer. Júrame que no le dirás dónde te has enterado de esto. Y no me pidas que declare en un juicio porque no la haré.

—Mofletes, tú no podrías declarar en un juicio. Todo lo que me has contado es de oídas. No le viste hacer nada, así que deja de preocuparte. Se lo contaré a su vez a los dos polis con los que trabajo, y eso será todo.

—Espero no haber cometido un error.

—Relájate. Estás a salvo.

—¿Me comprarás el tabaco?

—No, pero gracias.

Dolan me recogió en la nueva oficina el martes a las diez de la mañana. Ya había cumplido con la rutina de salir a correr a las seis, me había duchado y me había vestido. Me tomé un café y un tazón de cereales, y a las nueve menos veinticinco ya estaba en el despacho. Cuando oí el claxon del coche de Dolan, había terminado de ordenar la mesa. Dolan tuvo la deferencia de tirar el cigarrillo por la ventanilla en cuanto me subí. La biopsia de Stacey sería a las ocho menos cuarto, pero ninguno de los dos quería hablar del tema. Después de abrir de un tirón la puerta del copiloto y cerrarla del mismo modo, le conté a Dolan la conversación con Mofletes.

—No sé qué pensar —confesó—. ¿Qué opinas?

—Me gustaría creerle, pero no sé cuánto crédito hay que dar a un chismorreo de celda. Aunque parecía conocer bien un par de detalles.

—¿Cuáles?

—Bueno, sabía que la habían apuñalado y también que la habían envuelto en algo cuando la dejaron tirada.

—Es posible que hinchara el asunto e inventara pormenores para hacerse el importante.

—¿Conmigo? ¿Con qué fin?

—Para coquetear. Así tenía una excusa para llamarte.

—¿Es eso? Qué emoción.

—El caso es que lo que te contó no nos sirve. Es sólo aire, humo y polvo.

—Y también rumores.

—Cierto.

La siguiente parada era el domicilio de Frankie, para ver qué podíamos sonsacarle. Dolan había hablado con el funcionario encargado de su libertad condicional, Dench Smallwood, y este le había dado la dirección de Frankie.

Mientras cruzábamos la ciudad, Dolan me contó que había vuelto a repasar el expediente del caso. Los primeros informes hacían referencia a tres vehículos robados, uno de los cuales era el Chevrolet rojo de 1967 en el que habían detenido a Frankie. Se había ordenado a Melvin Galloway que siguiera la pista de los otros dos, pero por los partes e informes que presentó era imposible saber qué había hecho en realidad. Miracle era un fugitivo y su detención fue un hito memorable en la vida de Galloway. Dada su fama de vago, no es probable que le sedujeran los aspectos rutinarios de la investigación. Puede que dijera que haría las indagaciones oportunas y que se olvidara del asunto. El descapotable rojo que había visto C. K. Vogel resultó ser un Ford Mustang de 1966, propiedad de un hombre llamado Gant, de Mesquite, Arizona, nada más cruzar la frontera. Stacey había pedido a Joe Mandel que le comprobara el número de identificación y la matrícula para ver dónde estaba el vehículo en aquellos momentos. Si Mandel podía decimos el paradero actual, tal vez valiera la pena seguirle la pista y echarle un vistazo.

La habitación que había alquilado Frankie daba a la parte posterior de una casa de Guardia Street. Echamos a andar por el camino de entrada para vehículos, esquivando la muchísima basura desparramada de un cubo volcado. Unos hibiscos anaranjados y rojos rodeaban la casa, tan altos que daban sombra y frescura al estrecho porche de madera. Dolan llamó a la puerta mientras yo me quedaba a un lado, como si temiese que pudieran dispararme a través de la pared de yeso y cañizo. Dolan esperó el intervalo de cortesía y volvió a llamar. Estábamos a punto de irnos cuando Frankie abrió la puerta. A sus cuarenta y cuatro años tenía una cara infantil y lampiña. Vestía camiseta y pantalón corto holgado, y llevaba un antifaz de dormir alrededor de la frente. Iba descalzo.

—Qué —dijo.

—¿El señor Miracle?

—Sí.

Dolan se apartó la cazadora para enseñarle la chapa que llevaba en el cinturón.

—Teniente Dolan, de la comisaría de policía de Santa Teresa. Esta es Kinsey Millhone.

—Vale. —Frankie tenía el cabello castaño claro y ondulado, y los ojos castaños. Miraba sin apartar la vista y con algo de fastidio. Me extrañó no verle ningún tatuaje. Había pasado en la cárcel diecisiete años y yo esperaba encontrarme con que pareciera como si se hubiese revolcado desnudo y sudado por una alfombra de tiras cómicas dominicales. No era corpulento, sino más bien fofo, cosa que también me extrañó. Yo creía que todos los presos levantaban pesas y eran unos cachas. Sus ojos se posaron en los míos—. ¿Le parezco guapo?

No contesté.

—¿Te acostaste tarde anoche? —preguntó Dolan—. Tienes mala cara.

—Trabajo de noche, por si le interesa.

—¿Haciendo qué?

—De portero. En el edificio Granger, turno de noche. Le daría el nombre de mi jefe, pero seguro que ya lo sabe.

Dolan sonrió ligeramente.

—La verdad es que sí. Me lo dio el funcionario que te lleva la condicional cuando hablé con él.

—¿A qué viene esto?

—¿Podemos entrar?

Frankie miró por encima del hombro.

—Claro, ¿por qué no?

Se hizo a un lado y cruzamos la puerta. La vivienda consistía en una habitación con suelo de linóleo, un hornillo, un frigorífico antiguo, un somier de hierro y poco más. En lugar de armario tenía un perchero hecho con una cañería metálica en el que había colgado la ropa, tanto la sucia como la limpia. Por una puerta en la pared del fondo vi un estrecho cuarto de baño. Además de un cenicero lleno de colillas, había unos cuantos libros de bolsillo por el suelo, junto a la cama, novelas de misterio y de ciencia ficción. La habitación olía a sábanas mugrientas y a tabaco. Yo me habría suicidado si no hubiera tenido más remedio que vivir en un sitio así. Claro que Frankie estaba acostumbrado a la cárcel, así que aquello debía de ser un progreso.

No había sitio para sentarse y nos quedamos de pie mientras Frankie se tiraba en la cama y se echaba la sábana por encima del bajo vientre. La conversación fue más bien grotesca, como una visita a Stacey en el hospital. Yo creo que sólo los enfermos crónicos prefieren hablar acostados. Da a entender que se sienten seguros. Estiró la sábana y dobló el extremo superior.

—Puede saltarse los preliminares. Esta noche trabajo otra vez y necesito dormir.

—Nos gustaría hacerte unas preguntas sobre lo que hiciste en Lompoc antes de que te detuvieran.

—¿Exactamente qué?

—Cómo llegaste y qué hacías antes de la detención.

—No me acuerdo. Estaba colocado. Por aquella época, en lugar de sesos tenía mierda.

—Cuando te detuvieron, te hallabas a nueve kilómetros de un lugar donde encontraron el cadáver de una joven.

—Fantástico. ¿Y qué lugar es ese?

—Está cerca de la cantera Grayson. ¿Sabes dónde es?

—Todo el mundo conoce Grayson. Lleva años allí.

—¿Verdad que es mucha coincidencia?

—¿Que yo estuviera a nueve kilómetros de allí? Tonterías. Tengo familia por la zona. Mi padre ha vivido en la misma casa durante cuarenta y cuatro años. Precisamente fui a hacerle una visita.

—Después de matar a Cathy Lee.

—Espero que no hayan venido para revolver otra vez toda aquella mierda. ¿Saben una cosa? No deberían haberme acusado de asesinato. Aquello fue estrictamente en defensa propia. Se abalanzó sobre mí con unas tijeras…, y no lo digo para justificarme ante ustedes.

—¿Por qué escapaste? No es lo que suele hacer un hombre inocente.

—Yo nunca declaré que fuera inocente. Dije…, joder, ¿por qué tengo que contarlo? Me invadió el pánico, si quiere saber la verdad. Cuando estás cargado de anfetas no piensas con claridad. Te comes el tarro y piensas que todo el mundo te persigue.

—No necesitas ponerte a la defensiva —dijo Dolan.

—Le pido mil perdones. De verdad. A veces, cuando la gente me despierta, me pongo de mal humor.

Dolan sonrió.

—Y cuando estás de mal humor, se te va la mano, ¿no es eso?

—¿Sabe una cosa? He cumplido la condena. Sin una sola mancha en mi ficha en los últimos diecisiete años. A cuenta del tiempo cumplido, la buena conducta y todo eso. Ahora estoy fuera, estoy limpio y tengo un empleo remunerado, así que váyanse a tomar por culo. Y no es por nada personal.

—La cárcel te ha mejorado.

—Pues sí. ¿Lo ve? La rehabilitación funciona. Soy un ejemplo vivo. Era malo y ahora soy bueno y libre como un pájaro.

—No del todo. Todavía estás en libertad condicional.

—¿Cree que no lo sé, con todas las malditas normas que hay que cumplir? Le digo una cosa: no me pillarán infringiendo ninguna. Soy demasiado listo. Estoy dispuesto a jugar limpio porque no tengo la menor intención de volver a la cárcel. Nunca.

—¿Sabes cuál es tu problema, Frankie?

—¿Cuál, teniente? Estoy seguro de que usted me lo dirá con todo detalle.

—Puede que hoy seas honrado, pero entonces no sabías mantener la bocaza cerrada.

—Vamos. ¿A qué viene esto?

—Te lo dije. Investigamos un homicidio sin resolver cometido en unas circunstancias parecidas al de Cathy Lee.

—Sí, bueno, pero yo no tengo la culpa. No sé nada de eso. Si quieren alguna otra cosa, hablen con mi abogado.

—¿Y quién es?

—Todavía no he contactado con ninguno, pero se lo comunicaré en cuanto lo haga. ¿Y a qué viene toda esta farsa? ¿O es confidencial?

—Tenemos a alguien dispuesto a colgarte el mochuelo.

—El mochuelo, los cojones. ¿Quién es? ¿Un expresidiario que come a costa mía? Yo no maté a la chica. Sois un montón de mierda.

—Eso no es lo que declaró nuestro testigo. Según él, después estuviste alardeando de haberlo hecho.

—Es un farol y lo sabe. Si tuvieran algo contra mí, habrían venido con una orden de detención y no con tantos miramientos.

Dolan negó con la cabeza.

—No lo sé, Frankie. Imagino que la chica te puso caliente y, cuando te dijo que nones, perdiste el control.

—Sí, sí, sí. —Frankie hizo como si vomitara.

—¿Por qué no te lo tomas en serio? Nos ayudaría muchísimo a salir del paso. Demuestra que tienes buen corazón ahora que has pasado otra página de tu vida.

Frankie sonrió, cabeceando con incredulidad.

—¿Cree que soy tan idiota como para ponerme a confesar? ¿Confesar qué? No tiene nada contra mí. Ni siquiera sé de quién coño me está hablando.

—No he venido aquí para pincharte.

—Me alegro, porque trato de no perder la calma. Si quiere una muestra de orina, mearé en una taza. Si quiere registrar el piso, hágalo. Sea lo que sea, hágalo con rapidez. Y si no, hemos terminado. Cierre la puerta al salir. —Se puso el antifaz sobre los ojos y nos dio la espalda.

—Bueno, no ha servido de mucho —dije cuando volvimos a estar en el coche los dos.

—Quería que le echaras un vistazo. Siempre es mejor conocer a los protagonistas en persona. Además, así sudará un poco preguntándose qué tenemos.

—No sudará mucho. No tenemos nada, ¿verdad?

—Bueno, pero él no lo sabe.

Dolan pensaba volver al St. Terry en cuanto me dejara en el despacho, pero cuando entramos por Caballería Lane vimos a Stacey sentado en el bordillo, delante de mi oficina, con una bolsa de papel marrón a los pies. Llevaba el gorro de punto rojo, camisa de manga corta, pantalón ancho de algodón y zapatos sin calcetines. Aún tenía en la muñeca la pulsera de plástico perforado del hospital. Los brazos eran puro hueso y la piel parecía transparente, como ese papel que ponen en las invitaciones de boda. Dolan aparcó dos coches más allá. Mientras nos acercábamos a Stacey, Dolan sacó un paquete de tabaco y una caja de cerillas y se detuvo a encender un cigarrillo. Tiró la cerilla y dio una calada profunda, tragando el humo como si el cigarrillo fuera un inhalador para el asma.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

Stacey se protegió los ojos con la mano y lo miró con la cara ladeada.

—En taxi. Están para eso. Les das dinero a los conductores y te llevan a donde quieras.

—Pensaba que tenían que hacerte más pruebas antes de soltarte.

Stacey desechó el asunto con un manotazo en el aire.

—Que se vayan a la porra. Estaba cansado de esperar a que el médico me diera la bendición. Recogí las cosas y me fui a dar un paseo. No estoy para tonterías. No va a cambiar nada. Por cierto, me ha llamado Mandel y me ha dicho que viniera para acá. Tiene las pruebas del caso de Juana Nadie y podemos echarles un vistazo. Por cierto, ¿qué se contaba nuestro amigo Frankie?

—No cambies de tema. ¿Cómo ha ido la biopsia?

—Coser y cantar. Me han pinchado tantas veces que esto es ya como la picadura de un mosquito.

—¿Cuándo te darán los resultados?

A Stacey se le había quedado la mano tan delgada que consiguió quitarse el brazalete sin abrirlo.

—Dentro de un par de días. ¿Qué más da? Tenemos trabajo. Venga, échame una mano. A mi edad, cuando te sientas, ya no te puedes levantar. Háblame de Frankie.

—Es inocente.

—Claro. Deberíamos haberlo sabido.

Dolan estiró la mano y ayudó a Stacey a ponerse en pie. Una vez erguido, se tambaleó ligeramente pero consiguió mantener el equilibrio. Dolan y yo cambiamos una mirada y Stacey se dio cuenta.

—Ya está bien. No me pasa nada. Sólo me encuentro algo cansado. He guardado demasiado tiempo cama.

La oficina del sheriff del condado de Santa Teresa está cerca de Colgate, en El Solano Road, en el mismo barrio que el vertedero local. Supongo que allí el terreno es barato y hay sitio para poder ampliar los edificios. Detrás de las oficinas vi filas de coches patrulla blanquinegros y un surtido de vehículos pertenecientes al personal administrativo. La estructura, de una planta, combina el beis cremoso con el blanco de las paredes estucadas, y tiene una serie de arcos en la parte delantera. La cárcel principal se halla al otro lado de la avenida. Aparcamos y cruzamos la entrada, dejando que Stacey nos guiara. Habría jurado que echaba de menos el trabajo. Sólo con ver el edificio parecía otro.

A la izquierda, en el pequeño vestíbulo, había un mostrador con un cristal protector, probablemente a prueba de balas, aunque era imposible asegurarlo. El funcionario civil, una mujer, levantó los ojos cuando entramos.

—Venimos a ver al sargento investigador Joe Mandel —dijo Stacey.

La funcionaria empujó una carpeta hacia él.

—Ha avisado que vendrá enseguida.

Firmamos los tres y nos repartió sendas tarjetas de visitante, para que nos las prendiéramos de la camisa. Había tres sillas libres, pero preferimos esperar de pie. A través de la puerta de cristal vimos que llegaba alguien del fondo del pasillo. Tiró de la puerta para dejarnos pasar. Hubo las habituales presentaciones y todos nos estrechamos las manos. Por cómo se le abrieron y cerraron los párpados supuse que se había acordado de que me había visto anteriormente en la cocina de su casa, y puede que le pareciera chocante, pero no lo dijo. Conocía bien a Stacey, pero colegí que no había visto a Dolan desde hacía muchos años. Cambiaron saludos mientras entrábamos en el pasillo.

Giramos a la izquierda y lo seguimos por un largo corredor, un túnel de moqueta y paredes beis, con despachos a ambos lados. Joe nos presentó al sargento Steve Rhineberger, de la unidad forense del sheriff. Abrió una puerta cerrada con llave y nos hizo pasar a una sala que parecía una cocina sin fogones. Había mostradores bordeando tres lados y una especie de aparato de ventilación al fondo. En la mesa del centro de la habitación vimos una bolsa grande de papel marrón muy manoseada.

El sargento Rhineberger abrió un armario inferior, arrancó un trozo de papel blanco de un rollo que había dentro y sacó unos guantes desechables de látex.

—Solicité a la oficina del forense que me mandara los maxilares. Pensé que también querrían echarles un vistazo.

Puso el papel sobre la mesa como si fuese un mantel, se calzó los guantes y rompió el precinto de la bolsa de las pruebas. Sacó la lona doblada y varias prendas de vestir y las dejó encima del papel. Mandel tomó un puñado de guantes desechables de la caja de cartón del mostrador. Le dio un par a Stacey, otro a Dolan y otro a mí. Los muchachos habían estado hablando de asuntos profesionales, pero en aquel momento todos guardamos un respetuoso silencio. Dieciocho años después de la muerte de la desconocida sólo quedaba el crujido del papel blanco y el chasquido de los guantes.

Resultaba extraño examinar objetos que sólo había visto en fotografías borrosas. La camisa y el pantalón de margaritas se tuvieron que cortar para desprenderlos del cadáver y yacían estirados e informes encima de la mesa. La tela estaba sucia y manchada de humedad, como calada por tierra mojada. Las manchas de sangre ya no eran más que puntos de color óxido. Las sandalias eran de cuero, con hebillas metálicas engarzadas por tiras de piel. Una tira estrecha separaba el dedo gordo de los demás dedos. Las sandalias podrían haber pasado por nuevas de no ser por unas pequeñas manchas en la parte interior, en los puntos donde se habían apoyado el talón y el pulpejo del pie.

Rhineberger abrió un recipiente y sacó las mandíbulas superior e inferior de Juana Nadie. Los dientes estaban llenos de arreglos, entre dieciséis y dieciocho empastes de mercurio. Cuando juntó los dos maxilares, encajando los huecos y superficies desgastadas, pudimos ver la medida exacta de su braquignatismo y el canino torcido de la izquierda.

—No puedo creer que nadie la reconociera por la descripción de la dentadura. Charlie dice que probablemente se lo hicieron todo entre un año y dos antes de la fecha del fallecimiento. Se puede ver que las muelas del juicio ni siquiera han aparecido todavía. Afirma que es posible que ni siquiera tuviese dieciocho años. —Devolvió los huesos al recipiente y dejó la tapa abierta.

Sus efectos personales apenas cubrían la mesa. Aquello era todo lo que quedaba de ella, absolutamente todo. Tuve un momento de confusión, porque ninguna vida podía quedar reducida a unos restos tan humildes. Seguro que la muchacha había esperado muchas más cosas del mundo, amor, matrimonio, quizás hijos, o por lo menos que sus familiares y amigos la valorasen. Su cadáver estaba enterrado en una tumba sin lápida y se sabía dónde estaba por el número de parcela que figuraba en el libro de registros del cementerio. A pesar de los pocos datos que teníamos, parecía extrañamente real. Había visto una fotografía suya en blanco y negro, allí tirada en la hierba seca de agosto, con la cara oscurecida por la posición del cuerpo y los arbustos que había por medio. El abdomen, parte del brazo y una sección de la pantorrilla eran lo único visible desde la perspectiva del fotógrafo; la carne estaba hinchada y manchada por la descomposición, como cubierta de cardenales.

Acerqué la bolsa de plástico que contenía un mechón de cabello, limpio y sedoso, de un rubio apagado. En otra bolsa de plástico había dos frágiles pendientes, aros sencillos de alambre dorado. La única prueba que quedaba del asesinato en sí era el delgado cable con que le habían atado las muñecas. La lona era de un tejido ligero, tenía los dobladillos cosidos con hilo rojo y anillas de metal insertadas a intervalos regulares. No se veía nada extraño en ella; la típica tela que ponen los pintores de brocha gorda para que no se manche el suelo o la que se echa encima de la leña al aire libre para protegerla de la lluvia. En una punta había una mota roja que lo mismo podía ser una mariquita que una gota de sangre, pero tras fijarme con atención me di cuenta de que sólo eran las puntadas con que se había rematado el cosido del dobladillo. Con aquellos pocos objetos esperábamos reconstruir no sólo la identidad de la difunta, sino también la de su asesino. ¿Qué magnetismo tendría para que, dieciocho años después de su muerte, nos reuniéramos cinco personas por su causa?

Con algo de retraso sintonicé la conversación que sostenían los presentes. Stacey detallaba los pasos que habíamos dado hasta la fecha. Al parecer, Mandel también había revisado el expediente. Al igual que Stacey y Dolan, que fueron los que descubrieron el cuerpo, estuvo metido en esto desde el principio.

—Es una lástima que Crouse se haya ido —dijo Mandel—. Ya no quedamos muchos.

—¿Qué le pasó? —preguntó Dolan.

—Vendió la casa y se marchó con la familia a Oregón. Ahora es jefe de policía en una aldea de por allí. Lo último que sé de él es que se aburría como una ostra, pero no podía volver porque la vivienda está aquí más cara que allí. Keith Baldwin y Oscar Wallen están retirados y Mel Galloway muerto. De todas formas, me alegro de tener una oportunidad de revisar el caso. Puede que averigüemos algo después de todo este tiempo.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Stacey—. ¿Crees que nos hemos saltado algo?

Mandel meditó unos momentos.

—Creo que lo único que me despierta la curiosidad es Iona Mathis, la chica con la que se casó Frankie Miracle. Si la localizáramos, quizá podría contamos algo. Oí que vino y que estuvo con él durante el juicio. Le daba tanta lástima que casi volvió a casarse con el tipo.

Stacey hizo una mueca.

—Pues no sé qué le vería. Yo ni siquiera he conseguido casarme una vez; y eso que soy un ciudadano respetuoso con la ley. ¿Tienes la dirección de esa mujer?

—No, pero te la puedo conseguir.