Con Stacey otra vez en el hospital, me ofrecí para entrevistar el lunes a Lorenzo Rickman. Dolan se había ofrecido también, pero yo sabía que deseaba estar cerca cuando los médicos comunicaran a Stacey el resultado de los últimos análisis. La conversación con Rickman fue breve e improductiva. Quedamos en el área de servicio de un taller de recambios de importación que olía a gasolina, aceite de motor y neumáticos nuevos. El suelo, los bancos de trabajo y todos los mostradores estaban abarrotados de herramientas y equipo, recambios, manuales, enchufes ennegrecidos, culatas rotas, válvulas, correas de ventilador, manguitos, baterías y tubos de escape.
Rickman andaba casi por los cuarenta, tenía la cara angulosa y un cuello que parecía demasiado delgado para sostenerle la cabeza. Era moreno, el pelo le raleaba por delante y para disimularlo se echaba sobre la frente unos cuantos mechones que formaban un flequillo poco tupido. Una barba muy recortada le recorría la mandíbula, que acariciaba pensativo con los dedos ennegrecidos por el aceite. El uniforme que llevaba debía de ser idéntico al de la cárcel, salvo por el nombre bordado que lucía el bolsillo izquierdo de la camisa. Hizo como que quería cooperar, pero no recordaba haber sido compañero de barrotes de Frankie Miracle.
—Lo siento —negó con la cabeza—. El nombre no me suena de nada. Sólo pasé en la cárcel una noche. Al día siguiente por la mañana, a primera hora, un amigo pagó la fianza a cambio de que le prometiera que iría a Alcohólicos Anónimos. No he probado el alcohol desde entonces… Bueno, más o menos. —Sonrió mientras se toqueteaba el pelo de la frente—. Todavía tengo problemas con la ley, pero al menos estoy limpio y sobrio, que son las condiciones de la condicional. En estos momentos me reúno, ya sabe, cinco o seis veces por semana. No es que me guste tratar con tipos que se colocan con café y tabaco, pero así evito la cárcel. —Se metió las manos en el bolsillo trasero, cambió de idea y se cruzó de brazos, aunque sus dedos volvieron a la barba, que se iba acariciando con el pulgar.
—¿Y los otros que había en la celda aquella noche? ¿Recuerda algo de ellos?
—No. Lo siento. Tenía entonces dieciocho años y la noche que me detuvieron estaba borracho y colocado. Fue mi segundo o tercer ciego total, no lo recuerdo ya. Creo que el tercero. No podría decir nada aunque me hubieran encerrado con Charlie Manson.
Traté de refrescarle la memoria asegurándole que teníamos un testigo que estuvo allí al mismo tiempo y que decía que Frankie había hablado con jactancia de un asesinato. No surtió efecto. Le alargué las fotografías y las pasó una por una con calma. Negó con la cabeza y me las devolvió.
—Parece una banda de matones.
Guardé las fotos en el bolso.
—Ya sé que no es asunto mío, pero ¿qué hizo usted para que lo condenaran a la cárcel?
Por un momento dejó de mover los dedos; luego se tiró de los pelos de la barbilla.
—¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. Simple curiosidad.
—No tengo ganas de contarlo.
—Oh. Es culpa mía. Lo siento. Es asunto suyo, desde luego. No quería ofenderlo. —Le di una tarjeta con los comentarios habituales—. Gracias por su tiempo. Si recuerda algo, ¿nos avisará?
—Claro.
—¿Puedo hacerle otra pregunta? ¿Cree que está en libertad para siempre?
Meditó la pregunta y sonrió para sí.
—Lo dudo.
Al volver me detuve en el hospital. Stacey se encontraba de nuevo en Central 6, en otra habitación individual situada al final del mismo pasillo en el que había estado la otra vez. Cuando asomé la cabeza, vi la cama vacía. Al lado había una gran ventana con una panorámica del mar a lo lejos, por encima de los árboles, a unos tres kilómetros. Entre la espesa llanura verde despuntaban ocasionales fragmentos de tejados rojos. La habitación estaba bien ventilada y era lo bastante espaciosa para albergar una mesa redonda de un metro de diámetro y cuatro sillas metálicas, en una de las cuales estaba sentado Dolan con un manoseado ejemplar de Road & Track.
—Hola. ¿y Stace?
—En rayos X. Volverá enseguida.
—¿Qué tal está?
—Todavía no lo sé. ¿Qué ha dicho Rickman?
—Por desgracia, no mucho. —Lo puse al corriente del encuentro—. Creo que podemos tacharlo sin remordimientos de conciencia. Y a Mofletes también. Es cauto y un poco corto, y no me gusta la combinación. ¿Y ahora qué?
Dolan dejó la revista a un lado. Llevaba una cazadora azul oscuro y una gorra de béisbol de los Dodgers.
—Stacey no ha tenido tiempo de hablar con Joe Mandel para decirle que recoja los efectos de Juana Nadie. En cuanto disponga de un minuto lo llamará. Mientras, pensamos que podías telefonear a ese C. K. Vogel del que habló Arne. Llama al servicio de información de telefónica…
—Dolan, me gano la vida haciendo esto.
—Ah, sí. Disculpa.
—Bajaré al vestíbulo y buscaré un teléfono público. ¿Quiere que le traiga algo de allí?
—No creo que tengan Camel en la tienda de regalos.
—Yo tampoco lo creo. —Cuando llegué a la puerta, vacilé—. ¿Por qué estuvo en la cárcel ese tal Rickman?
El teniente Dolan alcanzó la revista y se lamió el índice. Pasó la página y se concentró en un anuncio a toda página de un aditivo para la gasolina que exigía la presencia de una rubia en traje de baño.
—Bueno, veamos. Abuso, sodomía, penetración oral y otros actos deshonestos con un niño. Me sorprende que no lo mataran en prisión. Los internos no suelen ser tolerantes con tipos así.
Joder, yo había imaginado un poco de economía doméstica y gestión empresarial.
Tomé el ascensor para bajar y recorrí el laberinto de pasillos hasta dar con el vestíbulo. Los teléfonos públicos estaban en la calle, delante de la entrada principal, bajo una marquesina que se extendía desde la puerta hasta la rampa para las camillas. Una joven auxiliar de enfermería ayudaba a una mujer que había dado a luz hacía poco a levantarse de una silla de ruedas y a entrar en una furgoneta. No pude ver la cara del niño, pero la criatura no abultaba más que una barra de pan. Rebusqué en el fondo del bolso hasta que encontré un puñado de monedas. El prefijo de Lompoc y el de Santa Teresa eran idénticos, así que no iba a necesitar mucho dinero. Marqué el número de información mientras el joven marido metía cestas de flores en la parte posterior de la furgoneta, junto con un surtido de globos hinchables de color rosa y plata.
Me dieron el teléfono de C. K. Vogel, lo anoté en un papel y lo marqué. Me identifiqué en cuanto descolgaron. A juzgar por el sonido de su voz, andaba por los ochenta y lo había pillado en mitad de la siesta.
—Siento molestarle —me disculpé.
—No, no. No se preocupe. Arne me llamó el viernes y me dijo que me llamaría alguien. Quiere hablar de la furgoneta que vi, ¿no es eso?
—Sí, señor. Eso es.
—Si le digo la verdad, tampoco es que viera mucho. Tenía un cuñado que trabajaba en la oficina del sheriff…, el marido de mi hermana Madge, un hombre llamado Melvin Galloway. Ya ha muerto. No nos llevábamos bien. Era un maldito sabelotodo. Siempre te daba su opinión sobre todas las cosas y siempre tenía razón, oiga. No aguantaba a aquel hombre. Puede que mi proceder no se corresponda con la doctrina cristiana, pero es la verdad. Le hablé dos veces de la furgoneta, pero él nada, ni caso. Dijo que si tuviera que investigar todas las teorías absurdas que contaban los ciudadanos de a pie, no podría dedicarse más que a eso. Aunque, en principio, tampoco es que hiciera mucho de nada. Era el cabrito más vago que he conocido en mi vida. Al final llegué a la conclusión de que ya había hecho todo lo que estaba en mi mano y le mandé a hacer gárgaras. Lo que me chocó poco después no fue tanto la furgoneta hippie como el otro coche que vi. Un elegante descapotable rojo con matrícula de Arizona.
—Arne habló del coche rojo, pero me dio la impresión de que usted sospechaba más de la furgoneta. ¿O entendí mal?
—No, señora. Me fijé en la furgoneta por lo que llevaba pintado, símbolos de la paz y todo eso, con los colores más horteras que se pueda imaginar. Cuando me fijé en ella estaba aparcada en la bifurcación del camino.
—Conozco el lugar.
—Me llamó la atención el otro coche porque más tarde leí en el periódico que habían recuperado un coche robado cuya descripción coincidía.
—¿Recuerda la marca?
—No, pero vi aquel coche tres veces. La primera junto a la cantera, en la carretera pero un poco más abajo, y la segunda en el pueblo. Yo me dirigía al consultorio del médico para que me quitaran un quiste y me fijé en que la grúa lo estaba sacando del barranco, lleno de abolladuras. Como si el que se había llevado el coche hubiera soltado el freno de mano y lo hubiera dejado caer por la pendiente, contra los arbustos. Por los arañazos y golpes que presentaba debió de topar con muchos árboles por el camino. No se dio con él hasta transcurrida una semana, pero el mecánico que me arregla el coche fue el tipo al que llamó la oficina del sheriff para que lo remolcaran. La tercera y última vez que lo vi fue en el taller, cuando llevé el coche para que le arreglaran el carburador. Desde entonces no he vuelto a verlo.
—Recuerdo haber oído algo de un coche robado. ¿Había alguien dentro la primera vez que lo vio?
—No, señora. Estaba en el arcén, en la entrada misma de la propiedad de su abuela. Tenía la capota bajada y el sol caía a plomo sobre aquellos magníficos asientos de cuero negro. Reduje la velocidad al pasar, por si tenía problemas con el motor y echarle una mano. No había ningún aviso en el parabrisas, así que seguí mi camino. Cuando volví a pasar, el coche ya no estaba.
—¿Le habló a Melvin de ese coche?
—Se lo conté a Madge, y ella a él, pero ya no supe más del asunto. No quería imponer mis observaciones a un tipo que no las quería oír. Seguro que en esta ocasión tampoco me habría hecho caso. El problema de Melvin era que sólo se creía lo que decía él. Era de los que cuando no saben una cosa se la inventan. Si no le apetecía hacer una cosa, de todos modos te decía que sí, que la iba a hacer. No había manera de tratar con él. Si le preguntabas algo, reaccionaba como si lo hubieras acusado de negligencia.
—Un tipo con mala sombra.
—Sííííí. Y Madge es otra.
—Bueno. Muchas gracias por la información. Hablaré con mis compañeros y veremos si ellos quieren seguir investigando.
Por dentro todavía estaba pensando en que había dicho «su abuela». No había pensado en ella de ese modo. Tenía una abuela. Parecía grotesco.
Como si me hubiera leído el pensamiento, dijo:
—Yo conocí a su madre, hace mucho tiempo.
—¿En serio?
—Sí, señora. Ya sabe que Arne Johanson trabajó para los Kinsey desde los diecisiete años. Bebía los vientos por ella, pero Rita le daba largas. Arne pensaba que era por la edad, porque era mayor que ella, pero luego fue y se casó con el padre de usted, que tenía la misma edad que Arne. Se quedó de una pieza, se lo aseguro. Yo le dije «no seas ridículo». En primer lugar, ella no aceptaría nunca a un ordeñavacas. En segundo, preferiría morir a quedarse ahí. Era un espíritu salvaje aquella mujer, y guapa donde las hubiera. Loca por marcharse. Se habría ido con cualquiera que la hubiese sacado de la hacienda.
—Es muy halagador —dije. En realidad, era la primera imagen concreta que me daban de ella. En aquella semblanza improvisada, Vogel había encerrado toda la historia de su vida. Mis primas, Liza y Tasha, hablaban de ella como si fuese un personaje exuberante. Tenía la aureola del mito de la familia y era un símbolo del remoto y legendario choque de voluntades—. Creo que mi abuela y ella no se llevaban bien.
—Sí, siempre estaban enzarzadas las dos. Rita era el orgullo y la alegría de Cornelia. En cierto modo, me daba lástima.
—¿Quién, mi madre?
—Su abuela. Le gustaba dar a entender que ninguna de las cinco era su favorita, pero Rita era la mayor y Cornelia la tenía en un altar. Supongo que ya conoce la historia.
—Sí, naturalmente. Me la contaron una vez —dije, mintiendo de la manera más descarada. El cotilleo suele parecernos menos perjudicial si la persona que cuenta cree que la otra ya está al tanto del asunto.
—Cornelia tenía diecisiete años cuando se casó con Burton Kinsey, que le doblaba la edad. Era una de las razones por las que no quería que Rita se casara tan joven como ella. Perdió tres niños, uno tras otro, todos varones. Rita fue la primera criatura que sobrevivió. Los hijos varones de Cornelia no llegaron a nacer vivos. Sólo vivieron las niñas.
—¿Y a qué se debía?
—No creo que los médicos llegaran a averiguar la causa. En aquella época, la medicina era sobre todo cuestión de buena suerte y suposiciones. La diabetes se llevaba a la gente por delante hasta que unos tipos descubrieron la insulina en 1923. También la anemia era mortal hasta que en 1934 descubrieron el tratamiento a base de hígado. Imagínese. El remedio consistía en comer hígado. Hemos olvidado cosas así, y también lo ignorantes que éramos y lo mucho que hemos aprendido. —Carraspeó para aclararse la garganta—. En fin. No era mi intención hablar tanto. El problema de hacerse viejo es que te quedas sin gente a la que contar cosas. Comuníqueme si sale algo del coche rojo. Me gustaría reírme de Melvin después de todos estos años.
—Gracias por dedicarme su tiempo. Le llamaré.
Colgué y fui hacia el ascensor para subir a Central 6. Las puertas se abrieron y salí en el momento en que se acercaba Dolan, procedente de la habitación de Stacey. Se sentó en un sofá empotrado bajo el alféizar de una ventana. La zona no estaba destinada a sala de espera, pero probablemente servía de escapatoria a los amigos y parientes que necesitaban un respiro. Se puso de pie al verme.
—No se levante —dije—. ¿Qué hace aquí? Pensé que lo encontraría en la habitación del fondo, con Stace.
Dolan volvió a sentarse.
—Están allí los médicos. El oncólogo, el radiólogo y otro especialista que nadie se ha molestado en presentarme.
—¿Qué pasa?
—Y yo qué sé. Los tres tienen esa cara larga de los médicos que no presagia nada bueno. ¿Cómo ha ido la llamada? ¿Has hablado con Vogel? —Se arrinconó en el sofá para hacerme sitio—. Siéntate, anda.
Me senté en el brazo del sofá y apoyé la mano en el respaldo.
—El mundo es un pañuelo. Resulta que C. K. Vogel era cuñado de Melvin Galloway.
A continuación le hice un resumen de lo que me había contado C. K. sobre el descapotable rojo.
—Podría estar confundido. El coche de Frankie era rojo.
—Ya lo sé, pero recordaba claramente que era un descapotable con asientos de cuero negro.
—Se lo contaremos a Stacey, a ver qué dice él. No nos perjudicará comprobarlo.
Con el rabillo del ojo vi salir a los tres médicos de la habitación de Stacey. Los señalé en el momento en que doblaban la esquina y desaparecían.
—Parece que ya han terminado. ¿Quiere ir a averiguar lo que han dicho?
—No quiero. Pero iré.
Dejé que Dolan entrara el primero en la habitación, porque si Stacey estaba alterado, podría escabullirme sin llamar la atención. Se encontraba en la cama y había levantado la cabecera para ver el paisaje. No llevaba puesto el gorro de lana y me desconcertó verle la calvicie. Tenía muy poco cabello y el que tenía, una ligera capa de un centímetro, era un cruce entre el plumón de pato y la pelusa infantil. Con el gorro parecía más hombre. Sin él sólo era un viejo enfermo con el cuello descarnado y unas orejas que le sobresalían del cráneo. Dejó de mirar el paisaje y se volvió con una sonrisa que para los que no lo conocieran habría podido ser de alegría.
—Que nadie diga que Dios no tiene sentido del humor.
—Malo, malo —comentó Dolan.
—No tanto. Ni meningioma ni neurofibroma. En otras palabras, no tengo tumores ni metástasis en la columna vertebral. Lo de la espalda es benigno. Probablemente una hernia de disco, resultado de los cambios degenerativos normales en un hombre de mi edad. Palabras textuales del médico, por si pensáis que hablo de forma extraña. El tratamiento consiste en guardar cama, que es algo a lo que estoy acostumbrado. Analgésicos, un calmante suave, posiblemente Valium, como sugeriste. Y, si no funciona, se aplicará el plan B, que ellos todavía no han trazado. Supongo que será pasar por el quirófano, pero la verdad es que no han llegado a mencionarlo. El médico ha sugerido que haga ejercicios para fortalecer la espalda cuando deje de dolerme. Es justo. Por desgracia, la misma radiografía en la que se ve que el dolor de espalda es menos que un grano en el culo también muestra una lesión. En teoría está remitiendo.
—¿Y qué dice el médico?
—¡La médico, maldita sea! Y no me interrumpas. Iba a explicároslo ahora mismo. Dice que podría ser tejido cicatrizado, o los restos de un tumor disuelto, o nuestro amigo el linfoma que da por culo otra vez. No hay manera de saberlo por la radiografía. Así que mañana a primera hora tengo que hacerme una biopsia. Dicen que es una suerte que haya venido. Que me duela un huevo la espalda. Si no me hubiera dolido no me habrían hecho la radiografía. Sin radiografía no habrían detectado lo que tengo, sea lo que fuere, hasta la siguiente consulta, dentro de varios meses. —Señaló a Dolan—. Y no empieces con «ya te lo dije» porque no quiero oírlo.
—Yo nunca diría eso…, aunque admito haber hecho el comentario.
Pensé que estaba abusando de su suerte, pero Stacey se echó a reír.
—¿Y cuándo sales? —preguntó Dolan.
—Todavía no me lo han comunicado. Pero mientras tanto no me voy a quedar aquí tirado sin hacer nada. Llamaré a la oficina del sheriff. Joe Mandel es ahora sargento investigador, así que confío en que nos deje echar un vistazo a las pruebas del caso de Juana Nadie.
—Podemos hacerlo Kinsey y yo.
—No sin mí. Si queréis mantenerme con vida, será mejor que hagáis lo que digo.
—Oye, tú. Eso es chantaje.
—Exactamente. Anda, corazón, háblame de Rickman. Quiero reírme un rato.
Aquella noche cené en el local de Rosie, y me sentía tan contenta de tenerla otra vez allí que le habría besado el dobladillo del la saya hawaiana. Como la casa de comidas había permanecido cerrada dos semanas, el olor a cerveza y a tabaco casi había desaparecido. Cuando se fueron de viaje, un servicio de limpieza contratado previamente por Rosie adecentó el local de arriba abajo. Los suelos relucían, las superficies de madera brillaban y el espejo que había tras la barra reflejaba las filas de botellas con un centelleo que hacía pensar en cristalería cara de vidrio soplado. Aquella noche había poca gente, los parroquianos de costumbre, que quizá ni se habían dado cuenta de que el local había estado cerrado.
William, detrás de la barra, servía cervezas y licores. Henry, sentado a su mesa habitual, estaba absorto en una revista de pasatiempos. Me senté al otro lado de la mesa. Miré a mi alrededor y vi a Rosie que salía de la cocina con algo que parecían carpetas. Se acercó a nosotros con cara de satisfacción. Me dio una carpeta a mí y otra a Henry. Pensé que serían álbumes de fotos, pero al abrir la cubierta vi un menú escrito a mano y con caligrafía artística.
—Esto es otra cosa —comenté.
—El nuevo menú. Así no tener que explicar todos los platos que cocino. William escribió a mano y luego fue a foto copistería para que hicieran fotos copias. Pides comida que quieres, y si no sabes decir en jinglés, señalas. —Guardó silencio y se nos quedó mirando con cara de expectación. Desde que había vuelto del crucero, su jinglés parecía haber empeorado.
Henry leyó el menú con una expresión rara en la cara. Yo miré la carta en mis manos, línea por línea. Los platos figuraban primero en húngaro, con unos grupos de consonantes y unos signos ortográficos que no había visto en mi vida. Debajo del nombre en húngaro aparecía la traducción en inglés:
Me moría de ganas por saber lo que los ruidosos hinchas del béisbol pensarían de aquello.
—Te has superado, Rosie —dijo Henry.
—Es verdad —le di la razón—. No sé qué elegir.
Se estremeció de placer, con el cuaderno de los pedidos en la mano. Durante un minuto pensé que iba a lamer la punta del lápiz.
Henry le sonrió con dulzura.
—¿Podrías damos un poco de tiempo? Aquí hay mucho que pensar.
—Quedar ahí, yo volver luego.
—Buena idea.
Rosie se alejó de la mesa y empezó a dar vueltas por el local, repartiendo la carta por los reservados y las mesas. Henry la miraba con una expresión rayana en el asombro.
—Supongo que esto pasa por ir de crucero. Ha vuelto inspira da. Si no la conociera mejor, diría que se le han subido los humos.
Dejé la carta a un lado.
—Eso no es lo que más debería preocupamos. ¿Qué vamos a hacer? No quiero comer manos de cerdo con col agria. Es asqueroso.
Henry volvió a mirar el menú.
—Escucha. Mazsolas es gesztenyés borjunyelv. ¿Sabes qué es? Lengua de ternera con castañas y pasas.
—Venga, no puede ser verdad. ¿Dónde está? —Miré su menú, con la esperanza de que fuera diferente del mío.
Señaló un plato que había debajo de una columna titulada «Especialidades de la Casa».
—Aquí hay otro. Mondongo al limón. Se me ha olvidado qué es. A lo mejor estómago o intestino.
—¿Por qué le habrá dado por los órganos?
Rosie había terminado el circuito y volvió a nuestra mesa.
—Tengo idea. Prepararé especial para vosotros. Gran sorpresa.
—No, no, no —dijo Henry—. No me gustaría causarte ningún problema. Pediremos cualquier cosa del menú. Santo cielo. Es que son muchos los platos interesantes. ¿Tú que vas a tomar, Kinsey?
—¿Yo? Ah, bueno, la verdad es que, en una noche como esta, lo que yo querría es un buen plato de sopa, con un puñadito de fideos tal vez. ¿Me lo podrías preparar?
—Fácil. Desde luego. Sirvo sopa de pastor. Ya está hecha —respondió mientras escribía una complicada frase en el cuaderno. Se volvió a Henry.
—Creo que esta noche no me apetece cenar. Tomé un bocado antes de venir.
—¿Manzana rebozada? ¿Gelatina de cerdo? Está recién hecha. Muy buena.
—No me tientes. Quizá más tarde. Por el momento me limitaré a hacer compañía a Kinsey —dijo.
Rosie frunció los labios y se encogió de hombros. Pensé que insistiría, pero prefirió hacerle sufrir. Nadie pronunció una palabra hasta que desapareció.
Adelanté la cabeza.
—¿Por qué no me confesó que se iba a echar atrás? Yo podría haberle dicho lo mismo.
—Dije lo primero que se me ocurrió. Tú también pensaste rápido. Sopa con fideos. Es un plato seguro. Ahí no metes la pata.
Miré hacia la cocina. Sólo habían transcurrido unos segundos y Rosie ya salía empujando las puertas oscilantes con la espalda y cargada con una bandeja sobre la que humeaba un plato de sopa.
—Vaya por Dios —dije—. Ahí llega. Detesto que me sirvan tan pronto. Es como comer en un chino. Entras y a los veinte minutos ya estás en la calle.
Rosie llegó hasta nosotros, dejó la bandeja en la mesa contigua y luego depositó el plato ante mí. Puso las manos bajo el delantal y me miró.
—¿Cuánto te gusta?
—Todavía no la he probado. —Manoteé para acercarme el vapor a la cara, tratando de identificar el olor. ¿Pelo quemado? ¿Pelambre de perro?—. Jolín, huele de fábula. ¿Qué es?
Miró el plato e identificó algunos ingredientes cortados en cubitos.
—Chirivía, cebolla, zanahoria, colinabo…
—¡Adoro la sopa vegetariana! —exclamé, quizá con más entusiasmo del que es habitual en mí. Metí la cuchara en las profundidades del plato y la saqué con un nutritivo cargamento de hortalizas.
Rosie seguía mirando el plato.
—Y cabeza, cuello, pulmones e hígado de cordero.
La cuchara todavía estaba en el aire, avanzando hacia mi boca como por voluntad propia. Cuando topó con mis labios, vislumbré unos pegotes grises y porosos, probablemente de pulmón picado, y unos objetos flotadores no identificados por los que me daba miedo preguntar. Arrimé los labios y sorbí con ruido, aspirando el caldo pero evitando hábilmente los islotes de vísceras. Emití murmullos de placer.
—Yo volver prontísimo con fideos.
—Tómate tu tiempo.
En cuanto se fue, dejé la cuchara y giré el cuello para mirar a mi alrededor.
—No sé si me daría tiempo de ir al lavabo para devolver esto al lugar de donde vino. Ni siquiera hay macetas en las que tirar esta guarrería.
Henry se inclinó sobre el plato.
—¿Es esto cartílago nasal? Ah, no, perdón. Es más probable que se trate de un trozo de válvula cardíaca. Levanta la cabeza. Ahí viene de nuevo.
Rosie regresó con otra bandeja. Removí la sopa con mucho aparato y me limpié la boca con una servilleta mientras ella dejaba los fideos delante de mí. Me golpeé el pecho como si estuviera harta, cosa que era verdad.
—Esto llena mucho. Es realmente exquisita.
Eché una mirada de aprensión a otro plato que puso sobre la mesa, al lado de la sopa, y experimenté un momento de alivio.
—¿Qué son? ¿Empanadillas?
—Se llaman palacsinta tészta. Es lo que aquí llamáis crepes.
—Crepes húngaros. Suena fantástico. Eso sí lo quiero.
—Yo relleno con sesos de ternera revueltos con huevo. Muy delicado. Ya verás. Puedo enseñar cómo se hacen.
—Adelante, que esto lo devoro yo enseguida —dije. Se quedó junto a la mesa, como dispuesta a vigilar cada bocado que diera. Me eché a un lado y fingí que miraba hacia el otro extremo del local—. Creo que William te llama. Parece que necesita ayuda.
Rosie fue a la barra y se puso a hablar con William en voz baja. Yo ya tenía el bolso en la mano y miraba dentro. Aquel mismo día había visto que llevaba una vieja lista de la compra garabateada en una hoja de cuaderno de anillas. Sin dejar de vigilar a Rosie, hice un embudo de pico estrecho y boca muy ancha. Doblé el pico para cerrar el embudo por debajo. Fui pinchando los crepes con el tenedor, sin preocuparme por los que volvían a caer en el plato. Cerré el embudo por arriba, lo envolví en una servilleta de papel y guardé el paquete en el bolso.
Cuando Rosie se volvió para mirarme, yo estaba inclinada sobre el plato, fingiendo que masticaba con mucha concentración. En aquel momento entró una pareja y Rosie volvió la cabeza. Puse un billete de veinte pavos en la mesa, al lado de la bandeja de Henry.
—Dígale que me han llamado y que era urgente.
Henry señaló la sopa vegetariana, que seguía en el plato prácticamente intacta.
—Le pediré que te la ponga en una fiambrera y que te la lleve a casa más tarde. Sé lo mucho que detestas que se desperdicie la comida.