8

A la una y media de la madrugada me sacaron de un sueño profundo: Dolan al teléfono llamando desde Urgencias del St. Terry.

—A Stacey la espalda se le puso peor después de dejarle en casa. Me ha llamado a medianoche para decirme que lo trajera aquí. Lo han reconocido y han llamado al médico de guardia. Estoy esperando a que salga, a ver qué dice.

—¿Quiere que vaya?

—Espera un momento. —Tapó el micrófono con la mano y oí a lo lejos que hablaba con otra persona; se puso al habla otra vez—. Te llamo dentro de un momento. En cuanto sepa qué está pasando.

Colgué el auricular, ya totalmente despierta. Si Dolan iba a llamar otra vez, no tenía mucho sentido volver a dormir. Encendí la luz y palpé en busca de las zapatillas de correr. Para ganar tiempo, últimamente dormía con la ropa de deporte y los calcetines puestos. Me cepillaba los dientes, me pasaba las manos húmedas por el cabello, y ya estaba lista para salir a la calle.

Aparqué en una travesía, enfrente de la entrada de urgencias del hospital. Me encanta la ciudad a estas horas. El tráfico es escaso, las calles están vacías y casi todas las tiendas cerradas. Nos encontrábamos a menos de diez grados y las luces de urgencias tenían un aspecto acogedor. Al parecer no había comenzado todavía el habitual desfile de traumatismos de los fines de semana, ya que el mostrador de recepción se veía desierto y todo en calma. Encontré a Dolan leyendo una revista en la zona de recepción. Se levantó al verme.

Sin pensado siquiera, le di un beso en la mejilla.

—¿Qué tal está?

—Se encuentra rellenando los papeles para ingresarlo. Podías haberte ahorrado el viaje. Te volví a llamar, pero supongo que ya habías salido.

—No se preocupe. De todas formas estaba levantada. ¿Y ahora qué? ¿Le dejarán volver a verlo?

—Le han dado algo para el dolor y está grogui. Probablemente no se dará cuenta, pero yo me sentiré mejor si entro. Había pensado acercarme después por su casa para traerle algunas cosas. Cepillo de dientes, peine y cosas así.

—¿Y por qué no nos tomamos un café? Tiene que haber una máquina por alguna parte.

Nos quedamos allí sentados durante media hora, sorbiendo un café tibio que olía a peligroso en unos vasos de cartón que tenían unas asas que parecían alas de mariposa juntas y tiesas.

—¿Qué hacías en casa? —preguntó—. Me había preparado para dejarte un mensaje. Suponía que andarías por ahí, que habrías salido con alguien.

—La gente ya no sale, al menos yo —repliqué.

—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo? De lo contrario, ¿cómo vas a conocer a alguien?

—No quiero conocer a nadie. Estoy bien así, muchísimas gracias. ¿Y usted? Usted está soltero. ¿Sale con alguien?

—Soy demasiado viejo.

—Yo también —dije mirándolo a los ojos—. ¿Cuánto hace que murió su mujer?

—Hoy hace diez meses. —Se quedó en silencio un momento—. Te diré qué es lo más duro. Estuvo dándome la lata durante años para que hiciéramos un viaje organizado. Yo no quería ni oír hablar del asunto. Tahití. Alaska. Me traía folletos en color con fotos de parejas felices, todas de treintañeros, en la cubierta de un barco, con una copa de champán en la mano. Puestas de sol. Romance. En otra foto se veía una montaña de comida con la que podías atiborrarte las veinticuatro horas del día. Sólo con ver tanta comida te salía una úlcera. No aguanto estar encerrado y soportaba menos aún la idea de meterme en un barco con una pandilla de idiotas. ¿Te parece poco razonable?

—¿Cree que quería un viaje organizado o simplemente un viaje a cualquier lugar?

Dolan se volvió para mirarme.

—No se me ocurrió preguntárselo.

Volví a casa a las tres menos cuarto y dormí hasta las diez. La cárcel del condado de Santa Teresa tiene dos mil metros cuadrados, dos plantas y ciento veinte camas, y está hecha de modo que sólo hacen falta dos funcionarios de prisiones para administrarla, uno de los cuales vigila el cuadro de monitores de televisión.

Todavía agotada por la falta de sueño, aparqué en batería en una de las plazas que jalonaban la fachada y entré por la puerta principal, donde recogí un formulario de solicitud de visita. Puse mi nombre y se lo di al funcionario del mostrador, luego me quedé dando vueltas por el vestíbulo mientras avisaban a Mofletes de que tenía una visita. Imaginé su desconcierto, porque estaba segura de que nunca había oído hablar de mí. La curiosidad o el aburrimiento debieron de hacer mella en él, porque el funcionario volvió diciendo que había accedido a verme. Me dio el número de la cabina donde podía reunirme con él.

Subimos diez personas en el ascensor, dos mujeres solas y tres madres con niños. Apreté el botón de bajada preguntándome si parecería la típica mujer que tiene al hombre en la cárcel. El ascensor descendió con lentitud y todos temimos en secreto la posibilidad de quedarnos encerrados. Cuando se abrieron las puertas, salimos apresuradamente a una sala que debía de medir seis metros por seis. En el centro, alineados en doble fila, había unos sillones mohosos de plástico gris, macizos y cuadrados, y había más pegados a la pared. El suelo era de baldosas de vinilo, de un color marrón brillante. Las paredes eran de piedra artificial y estaban pintadas de beis mate en dos tonalidades. Un cartel ordenaba NO PONER LOS PIES EN LA PARED, aunque ya me diréis cómo se podía llevar a cabo una hazaña así. En la sala de visitas, un pasillo ancho, había ocho taburetes fijos con un teléfono al lado del tabique de vidrio. Me senté y dejé el bolso a los pies. Apoyé los codos en el mostrador, y me sentí como si estuviera sentada en un antiguo chiringuito de la playa.

Sabía por el informe policial que el nombre de Mofletes era Cedric Costello Clifton y que había nacido en 1950, el mismo año que yo. Su cumpleaños era el 7 de junio, así que le aventajaba en un mes y dos días. Se abrió la puerta del lado de la cárcel y por la otra mitad del pasillo desfilaron unos cuantos internos con las manos esposadas a la espalda, una medida obligatoria cada vez que tenían que desplazarse. Apareció Mofletes y se sentó en el taburete que quedaba delante del mío. Tenía la cara como la luna llena y llevaba unas gafas de montura grande y redonda sobre una nariz sorprendentemente delicada. Había mucha desorganización en su rostro sin afeitar: bigote amorfo, una barba espesa en unos puntos y rala en otros y unas patillas heterogéneas que casi le llegaban a los ojos. Tenía el cabello oscuro y como encrespado; en una mujer lo habrían atribuido a una mala permanente casera. Vestía el atuendo habitual de la cárcel: camiseta blanca, pantalón de algodón azul con elástico en la cintura y zapatillas de goma. Había visto ropa parecida en los ingresados que deambulaban por los pasillos del St. Terry. Tenía los hombros fornidos, y el pecho y los bíceps le sobresalían como si hubiera estado muchos años levantando pesas. El vello del brazo izquierdo ocultaba parcialmente una galería de tatuajes barrocos: una telaraña, una calavera con sombrero mexicano y un coito muy expresivo. También tenía una señora pechugona y de cabellera negra flotante cuyo tórax le abarcaba todo el antebrazo. El brazo derecho parecía exento de arte. Me observó un rato fijamente. Me costó, pero le sostuve la mirada sin pestañear. Al final empuñó el teléfono y dijo:

—Hola, ¿qué tal?

—Muy bien, señor Clifton. ¿Y usted?

—Bien también. ¿La conozco?

—Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada. Le agradezco que haya accedido a verme.

—¿Por qué no te ahorras esa mierda de «señor» y me dices qué quieres? —Tras los redondos cristales de las gafas y bajo las despeinadas cejas tenía unos ojos de color avellana claro.

—Quería saber si estaría dispuesto a contestar a unas preguntas.

Esbozó una ligera sonrisa.

—¿Sobre qué?

—Sobre algo que pasó en 1969.

—¿Por qué me preguntas a mí?

—No tiene nada que ver con usted, sino con otra persona.

—Bárbaro. ¿Y quién es?

—¿Recuerda que lo detuvieron en Lompoc en agosto del 69?

—Sí. —Lo dijo con toda la cautela de quien no está muy seguro de lo que está admitiendo.

—Dio a la policía unas señas de Creosote, California. ¿Podría decirme dónde está ese lugar? No sabía ni que existiera.

Lo había mirado en el mapa, pero, al igual que el perito del detector de mentiras, me pareció más oportuno empezar con preguntas elementales cuya respuesta fuera fácil de verificar.

—Es un pueblo que queda cerca de Blythe. A tres kilómetros de la frontera con Arizona.

—¿Cómo llegó a Lompoc?

—Yo iba a San Francisco. Tenía un amiguete que acababa de pasar seis meses allí, viviendo en las calles. Me dijo que se podía comprar droga en Haight. Anfetas, hierba y chocolate, peyote, ácido. Sexo libre y clínicas gratis para tratar ladillas y gonorrea si te contagiaban alguna venérea. Me pareció una buena idea. Y me lo sigue pareciendo cuando lo pienso. Ahora tocas a cualquier cosa que lleve faldas y te denuncia.

Miré la hoja de papel que había sacado del bolso, aunque ya sabía lo que decía.

—Según esto, a usted le detuvieron por vagabundear y por posesión de una sustancia ilegal.

Se relajó al oírlo y se le arrugó la cara cuando sonrió. Por lo visto, se había pasado la vida consumiendo sustancias y negándolo.

—Vaya puta mierda que fue aquello. Yo estaba en el arcén haciendo dedo y de pronto se presenta el coche de la poli. Dos gañanes con uniforme. Unos cabrones de la hostia. Bajaron y me cachearon. Resulta que llevaba un poco de maría. Un porrito de nada. Y por eso me encerraron. Tendría que haberlos demandado por acoso y detención ilegal.

—¿Viajaba usted haciendo autoestop?

—Tenía diecinueve años. Si no tienes coche, no hay más remedio.

—Estamos interesados en cualquiera que pudiera haber visto a una joven haciendo autoestop por la zona. De diecisiete o dieciocho años. Pelo teñido de rubio, ojos azules. Medía aproximadamente metro cincuenta y ocho y pesaría unos cincuenta y siete kilos.

—Como la mitad de las chicas que conocía entonces. Todas tenían ese aspecto, menos las que estaban enganchadas a la hierba. ¿Nunca te has fijado? Si fumaban demasiado se ponían las botas comiendo y engordaban. O era eso o es que a todas las gordas les dio por salir a la calle a ver si las abrían de piernas. Por que de otro modo…

—Una postura sana.

Mofletes se echó a reír con sincera hilaridad. Yo no.

—¿Podemos volver a nuestro tema? —pregunté.

—¿Y cuál era? Lo he olvidado.

—La chica que le he descrito.

—Claro. ¿Qué hizo?

—No hizo nada. Encontraron su cadáver tirado a un lado de la carretera.

Su actitud cambió ligeramente.

—Lo siento. No habías dicho que estuviera muerta, si no, no me habría burlado.

—La cuestión es que no llevaba ningún documento de identidad encima y nadie reclamó el cadáver. Nos gustaría saber quién era.

—Claro, claro, pero ¿1969? ¿Por qué preocuparse después de todos estos años?

—Es el proyecto favorito de alguien que conozco. Un par de tipos con los que trabajo. ¿Qué me dice de usted? ¿Qué pasó cuando salió de la cárcel?

—Tuve que llamar a mi viejo para que me sacase. Se pilló un cabreo del copón. En cuanto llegamos a casa, el muy palurdo me echó de allí; tiró mis ropas al patio e hizo añicos en el porche la bandeja donde solía comer. Histérico de mierda. Montó un número por todo lo alto para que todos los vecinos se enterasen de que me había echado a puntapiés.

—Al menos salió de Creosote para ir a buscarlo a usted.

—Sí, pero antes pasé los tres peores días de mi vida en una celda con una pandilla de colgados —replicó y se encogió de hombros—. Los peores hasta la fecha. Luego he visto cosas mucho peores.

—¿Recuerda a Lorenzo Rickman o a Frankie Miracle?

Resopló.

—¿Lorenzo? ¿Qué nombre es ese? ¿Quién es ese tipo, una fruta o qué?

—Usted estuvo en la celda con los dos y con otro llamado John Luchek. ¿Lo recuerda?

—No especialmente. Creo. ¿Hay alguna razón por la que debiera acordarme?

—¿Y Rickman?

—¿Todo esto es por él? Quiero decir que me gustaría saber adónde quieres llegar.

—Ya llegaremos. ¿Habló con él?

—La cárcel es aburrida. Hablas aunque sólo sea para que no se te vaya la olla. Y la comida apesta hasta que te acostumbras. Aquí no está mal, sabes, mucha fécula. Los macarrones con queso saben igual que la cola de los libros. ¿Has probado alguna vez esa porquería?

No sabía si se refería a los macarrones de la cárcel o a la cola de los libros. Había probado las dos cosas, pero no creía que fuera asunto suyo. No estaba allí para cotejar recetas exóticas.

—¿Y Frankie? ¿Habló con él?

—Seguramente. ¿Por qué no? Soy un cabroncete muy sociable. Aunque ahora ni siquiera reconocería a esos tíos si me cruzara con ellos por la calle.

—¿Le ayudaría ver unas fotos?

—Quizá.

Me pasé el teléfono de la oreja derecha a la izquierda, sujetándolo entre la mejilla y el hombro para tener las manos libres. Saqué de la carpeta un muestrario de fotos de fichas policiales y fui poniéndolas de dos en dos contra el vidrio que nos separaba. Doce caras en total, con los nombres, alias y datos personales, pero con los delitos pendientes cuidadosamente tapados. Mofletes inspeccionó las fotos en blanco y negro con la misma atención con que me había mirado a mí. Señaló la de Frankie.

—Este es Frankie. Lo recuerdo. Se metía mucha coca y era muy nervioso. Hablaba por los codos hasta que le bajaba el colocón.

—¿Y los otros?

—Quizás ese. No estoy seguro. —Señaló a Lorenzo Rickman. Al parecer, su memoria era mejor de lo que él mismo creía.

—¿Alguien más?

—Creo que no.

—¿Hablaba Frankie de su detención?

—¿De qué? ¿Te refieres a la mujer que se cargó? Creo que la rajó y luego la cagó del todo.

—¿En qué sentido?

—Le robó el coche, por ejemplo. ¿Qué pensaba? ¿Que la policía no iba a ponerlo en búsqueda y captura? Además se quedó con la tarjeta de crédito de la chica y la utilizó para pagarse toda la huida. Dejó un rastro de resguardos y comprobantes de un kilómetro de anchura. Ese tipo era tan idiota como parecía. Si matas a una chica, debes tener más sentido común. —Se detuvo y me miró—. Apuesto a que ya sabes todo esto, ¿verdad? ¿De qué va todo esto? ¿Está ya en la calle?

—Son muchas preguntas.

—¿Y qué quieres que haga si no me dices qué buscas?

—¿Le comentó cuánto tiempo llevaba en Lompoc antes de que lo detuvieran?

Mofletes sonrió.

—No entiendo a qué viene tu fascinación por un charco de vómito como ese.

—No estoy fascinada por nada, sólo por la verdad.

—Oye, venga. Explícame el juego y podré jugar en serio.

Dejé de mirarlo a los ojos.

—Bueno, gracias por su tiempo. En realidad, creo que ya he terminado. —Me puse otra vez el teléfono pegado a la oreja mientras recogía las fotos y las metía en la carpeta.

—¡Espera! No te vayas. Todavía no hemos terminado. ¿Hemos terminado?

Me detuve.

—Bueno, no sé. Tenía la impresión de que ya me había contado todo lo que sabía. No quería hacerle perder el tiempo.

—Te lo explico en dos patadas: podría recordar más si charláramos un rato. Ya sabes, hablar del tiempo y cosas así. Hazme más preguntas. Quizá me estimulen el cerebro.

Le sonreí sin ganas y me puse de pie.

—¿Por qué no me avisa cuando recuerde algo que pueda sernos de utilidad?

—¿Exactamente qué? Al menos ponme al corriente en ese aspecto.

—No voy a apuntarle lo que tiene que decir. Si no sabe nada, muy bien. Lo dejaremos ahí.

—Vamos, no te enfades. ¿Sabes? Me estrujaré la cabeza y pensaré. Y mientras pienso, vas a comprarme un cartón de tabaco y vuelves.

—No voy a comprarle tabaco. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Es lo menos que puedes hacer para compensarme.

Miré el reloj.

—Cuatro minutos.

—Fumar me ayuda a pensar.

Me colgué el bolso con el teléfono todavía en la oreja.

—Pues adiós.

—Vale —dijo—. Olvida el cartón. Tres paquetes. De cualquier marca y que no sea mentolado. No lo puedo ni ver.

—Cómpreselo usted —repliqué.

—Salgo mañana. Te devolveré el dinero.

—Deje el tabaco mientras pueda. Es un consejo.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Millhone. Estoy en la guía telefónica. Si sabe leer… —Colgué el teléfono.

—Te quiero —dijo, articulándolo con los labios.

—Sí, claro. Yo también te quiero.

Me guiñó el ojo y sacudió la lengua, gesto que fingí no ver.

Al volver de la cárcel me detuve en el supermercado a comprar algo para Henry. Si el tráfico lo permitía, estaría de vuelta entre las cinco y las seis de la tarde. Henry había dejado el coche en un aparcamiento del aeropuerto de Los Ángeles. Me había ofrecido a llevarlos, pero él tan independiente como siempre, prefería conducir su propio coche. Rosie, William y él habían volado hasta Miami para reunirse con su hermana mayor, Nell, de noventa y siete años, y con sus hermanos Lewis y Charles, de noventa y cinco y noventa respectivamente. Aquella misma mañana, después de pasar dos semanas en el Caribe, desembarcarían en Miami y Henry, Rosie y William tomarían el avión de Los Ángeles mientras los tres hermanos mayores volvían a Michigan.

Cargué el carrito de la compra con leche, pan, beicon, huevos, zumo de naranja, plátanos, cebollas, zanahorias, un pollo para asar de dos kilos, patatas nuevas y espárragos verdes, aliño de ensalada y una botella de Jack Daniel’s, la bebida preferida de Henry. Por un momento pensé en prepararle yo misma la cena, pero mi sabiduría culinaria tiene límites y no creía que echar leche desnatada sobre cereales fríos pudiera considerarse un banquete. Hecha la compra, pasé por el quiosco que hay a una manzana del mercado y compré un ramo de cinias y dalias, un bulto naranja y amarillo con los tallos atados con una cinta. Conforme me acercaba a mi domicilio me sentía más llena de energía, y cuando terminé de descargar los comestibles en la cocina de Henry y de guardar los alimentos perecederos, ya estaba canturreando. Puse las flores en una cafetera de plata, en el centro de la mesa de la cocina.

Di una vuelta rápida por la vivienda. El contestador automático parpadeaba, pero me dije que ya oiría él los mensajes cuando llegase. Entré en el cuartito de los útiles de limpieza y saqué la aspiradora, un trapo del polvo, una fregona y unas bayetas. Volví a dar una vuelta por la casa, esta vez limpiando y quitando el polvo. Si hubieran estado allí los ratoncitos cantores, mi felicidad habría sido completa. Después limpié las pilas de la cocina y el cuarto de baño, y pasé la fregona por el suelo de la cocina hasta que quedó como los chorros del oro. Luego me fui a casa y me eché una buena siesta.

Me levanté a las cinco y veinticinco, al principio me negaba a dejar el dulce edredón en el que me había envuelto. Todavía había luz en la calle. Los días primaverales se iban alargando y pronto tendríamos medio día más a nuestra disposición. Cuando saliera del trabajo a la gente le daría tiempo de pasear el perro o de sentarse en el porche delantero a tomar algo antes de cenar. Mamá descansaría un momento para hojear el periódico. Papá cortaría el césped o lavaría el coche familiar.

Aparté la colcha y fui al cuarto de baño; miré por la ventana inclinando la cabeza para ver la puerta trasera de Henry. La luz de la cocina estaba encendida y me animó la idea de que ya se encontraba en casa. Me puse las zapatillas, me lavé la cara, hice la cama y bajé la escalera de caracol. Salí, cerré la puerta y vi con satisfacción el coche de Henry en el camino de entrada, aparcado donde yo había dejado el mío la víspera.

La puerta trasera estaba abierta y el cancel con el pestillo echado, aunque sin cerrar con llave. No se le veía, pero di unos golpes en la madera y oí un «Yuju» procedente del vestíbulo. Apareció medio segundo después con la camiseta, el pantalón corto y las chanclas de costumbre. Antes de que pudiera abrir la puerta sonó el teléfono que tenía colgado de la pared. Me abrió y descolgó el auricular. Sostuvo una conversación de lo más breve y luego dijo:

—Voy a hablar por el otro aparato. Espera un minuto. No te vayas. —Me alargó el auricular y añadió—: Enseguida vuelvo. Sírvete un vino.

Aguanté el teléfono y esperé a que entrara en el dormitorio y descolgara el de allí. En cuanto advertí que hablaba colgué el auricular en la pared. Henry ya había abierto una botella de Chardonnay y la había metido en un enfriador con una copa al lado. Me serví media. Percibí el olor del pollo que se estaba rustiendo y atisbé por la ventanilla del horno. La gorda gallina que había comprado se iba tostando, rodeada de cebollas, zanahorias y sonrosadas patatas nuevas. Había puesto la mesa de la cocina para cuatro y así supe que William y Rosie llegarían en cualquier momento. Aún tardarían un par de días en reabrir la casa de comidas. Me pregunté si los platos húngaros de Rosie pegarían con los sabores del Caribe. Traté de imaginar su estofado de cerdo adornado con coco, piña y plátanos.

Henry reapareció al poco rato y se sirvió una bebida. Se le veía bronceado y en forma, con las mejillas quemadas por el aire y los ojos de un azul brillante. William y Rosie llegaron en aquel momento, William llevaba un sombrero de paja y Rosie un bolso tejido a base de una fibra que parecía un cruce entre hojas de maíz y hierba. William era dos años mayor que Henry y tenía el mismo pelo sedoso y blanco y la misma complexión esbelta. A mí no me resultaba ni mucho menos tan atractivo como Henry, pero a pesar de todo tenía buena pinta. William es un hipocondríaco arrepentido que aún no puede resistirse ante una buena historia con enfermedad inexplicable y muerte súbita. Rosie, por el contrario, es corpulenta y sólida, mandona, de ideas fijas, insegura, sin sentido del humor y de corazón generoso. El sol tropical había dado a su cabello teñido de rojo un curioso matiz salmón, pero por lo demás seguía igual que antes. Mientras Henry sacaba lechuga y tomates, pregunté a los recién casados si les había gustado el crucero.

Rosie hizo una mueca.

—No gustó comida a mí. Demasiado mezclada. No sabía nada y lo que sabía, no bueno.

William sirvió vino para los dos.

—¡Tú comiste mucho más que yo! Como una glotona.

—Pero no gustó. Es lo que digo. No duradero. No recuerdo nada que comí.

—¿Has olvidado el pastel de piña? ¡Delicioso! Extraordinario. Tú misma lo dijiste.

—Si quiero hago uno dos veces más bueno, pero no quiero.

—Eso no lo voy a discutir, pero estabas allí para que te mimaran. El objeto de las vacaciones era no tener que cocinar.

—¿Y no había actividades? ¿Qué hacíais con el esqueleto todo el día?

William acercó una silla para Rosie y luego se sentó él.

—Fue extraordinario. Maravilloso. Atracamos en varios puertos, me parece que siete en total. Cuando no estábamos visitando los lugares de interés, teníamos conferencias y películas, natación, aerobic, tejo, lo que quisieras. Incluso había una bolera. Por la noche se organizaban juegos y bailes de salón. Bridge, torneos de ajedrez. No te quedabas ni un momento sin hacer nada. Nos hemos divertido de lo lindo.

—Bien hecho. Suena genial. ¿Y al resto de la familia? ¿Le gustó también?

—Bueno, no sé —dijo William—. Charlie consiguió por fin que le adaptaran el audífono y es un hombre nuevo. No hay forma de hacerle callar. Antes era retraído, pero se debía a que nunca tenía ni idea de lo que le decían. Él y Nell se han dedicado a jugar al bridge y a machacar a sus oponentes.

—¿Y Lewis?

—Lo dejas cerca de un puñado de mujeres y se pone tan contento como una almeja. Había diez mujeres por cada hombre. Era el gallo del corral.

Rosie levantó el índice.

—No el único. —Dirigió una sonrisa tímida a Henry—. Cuenta lo que hiciste.

—No, no. No tiene importancia. Pero basta de hablar de nosotros. ¿Y tú, Kinsey? ¿En qué trabajas? Algo interesante, seguro.

—Vamos, Henry. Todavía no ha terminado de contarme el viaje. Nunca he hecho un crucero y me gustaría saber cómo es.

—Pues lo que ha dicho William. Un poco de todo. Ha estado bien —dijo, ocupado con el aceite, el vinagre y la batidora.

Rosie adelantó la cabeza y reveló en tono confidencial:

—Posar para calendario y ahora ancianitas no dejan de llamar ni de día ni de noche.

—No seas tonta —le recriminó Henry por encima del hombro.

—¿Qué clase de calendario?

—Ah, ya sabes. Lo normal. La tripulación pensó que sería una buena manera de conmemorar el viaje. Lo hacen siempre. Nada. Sólo fue una broma.

Rosie asintió, levantando una ceja perfilada de marrón.

—Estoy de acuerdo con lo de «nada». Es lo que llevaba puesto. Míster Febrero, Rey de Corazones.

—No es cierto que no llevara nada encima —replicó William—. Haces que parezca como si hubiera posado completamente desnudo y no fue así.

Rosie buscó en el bolso y sacó un calendario de satinadas fotografías en color.

—Aquí. Echa vistazo y verás tú misma. No lleva ropa. Sólo calzoncillos.

Buscó el mes de febrero y giró la página para que yo pudiera verla. En la foto aparecía Henry en la cubierta superior, apoyado en la borda y de espaldas al océano. A su derecha se veía una isla lejana moteada de palmeras. Llevaba un pantalón corto rojo y una camisa de vestir desabrochada y suelta, e iba descalzo. Tenía puesta una gorra de capitán, algo ladeada. Su sonrisa era natural, y la blanca dentadura que asomaba resaltaba en el rostro moreno. El efecto era de picardía, la combinación perfecta de carisma y seducción. Henry se ruborizó hasta las orejas.

—Uuuuh. Me encanta. Quiero una copia —dije.

—Quédatelo. Tengo más para señoras del barrio.

—Gracias. —Pasé las páginas para ver los otros meses. Aunque en algunas fotos salían hombres moderadamente atractivos, todos octogenarios, ninguno era tan guapo como Henry. Reí de placer—. No sabía que fuera usted tan fotogénico. No me extraña que el teléfono no deje de sonar. Está fabuloso.

—El teléfono no suena —replicó.

En aquel momento sonó.

—Yo contesto —dijo Rosie poniéndose en pie.

—No, quieta. Para eso están los contestadores.

Esperamos a que sonaran los otros tres timbrazos de rigor. En la habitación contigua se oyó el mensaje mientras se grababa, rematado por el habitual pitido. «¿Henry? Soy Bella, ma petite belle. ¿Me recuerdas? Prometí que te llamaría y aquí estoy. Sólo quería que supieras que me llevé una gran desilusión porque no pudimos vernos antes de que desembarcaras. Malo, más que malo. Cuando te vaya bien, puedes encontrarme en…»

Durante la cena hubo otras dos llamadas, a las que Henry no prestó la menor atención. Tenía los ojos fijos en el plato y cortaba el pollo con una concentración que raramente dedicaba a la comida. La tercera vez que sonó el teléfono se levantó de la mesa y fue al salón para desactivar el timbre del aparato y bajar el volumen del contestador. Nadie dijo nada, pero Rosie y William cruzaron una mirada mientras ella sonreía con malicia. Vi que le temblaban los hombros, aunque fingió toser, con la servilleta pegada a los labios.

—No tiene ninguna gracia —bramó Henry.