Me dirigí a la barandilla y miré por encima del pasamanos. Tasha se encontraba en el hueco de la escalera, mirando hacia arriba.
—He visto tu coche fuera.
—Ahora bajo.
Descendí los peldaños, turbada por el hecho de que me hubieran sorprendido curioseando por la casa sin que me hubieran invitado. Tasha se sentó en el tercer escalón y se apoyó en la pared, y yo me senté a su lado, pegada a la barandilla.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Arne te vio llegar con el coche y me llamó. Mi despacho no queda tan lejos.
Iba vestida con el atuendo profesional: un flamante traje pantalón azul marino, con un blusa de seda blanca bajo la chaqueta de dos botones. Llevaba un collar de perlas. Siempre he oído decir que puedes distinguir las perlas auténticas de las falsas pasándotelas por los dientes, pero no sabía qué información debía transmitir el procedimiento. Pensé que sería de muy mala educación preguntarle si le podía morder el collar. Tasha tenía los ojos castaño oscuro, suavemente resaltados por lápiz negro, y la nariz recta, mientras que yo la tenía algo aguileña, ya que me la había roto dos veces. Llevaba el oscuro cabello elegantemente iluminado con reflejos rubios y recogido en la nuca. Vi un lazo de seda roja asomando en el pasador.
Es extraño ver a alguien conocido que se nos parece. El rostro que vemos en el espejo siempre está al revés, así que la imagen que tenemos de nosotros mismos está invertida horizontalmente. Si te miras a un espejo y te pones el dedo índice derecho en la mejilla derecha, el espejo te dirá que te estás poniendo el índice izquierdo en la mejilla izquierda. La única manera de verte tal como te ven los demás es poner un espejo frente al espejo y mirarte en este último. Lo que veía en Tasha era lo que los demás veían en mí. Y su cara me gustaba mucho más que la mía. No suelo prestarle mucha atención a mi aspecto, no porque no me guste, sino por un no sé qué de desesperanza. Hay demasiadas mujeres expertas en manejar todo un arsenal de productos: base, polvos, colorete, sombra de ojos, lápiz de ojos, de cejas y de labios. Por norma evito el maquillaje, porque tengo poca experiencia en los procesos de selección y aplicación.
De un solo vistazo se notaba que Tasha sabía qué hacer al respecto. Yo era incapaz de identificar todos los potingues que llevaba en la cara, pero se advertía que se había arreglado a conciencia. La piel brillaba saludablemente, las mejillas mostraban una pincelada rosa y los ojos parecían enormes a causa de las espesas pestañas postizas. Me di cuenta de que me estaba evaluando mientras yo la evaluaba a ella. Sonreímos al mismo tiempo, lo que no hizo sino confirmar la idea de que nos estábamos mirando a nosotras mismas. Teníamos la dentadura idéntica.
—Después de que habláramos por teléfono tuve una larga conversación con mamá —dijo—. Su versión de los hechos es diferente.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo es eso?
—Según ella, tus padres hicieron aquel viaje para reunirse con los abuelos con la esperanza de reconciliarse. Murieron antes de llegar. La abuela se sintió culpable. La tía Gin también la responsabilizó. Mamá cuenta que la abuela trató de hablar con ella, pero Gin no quiso. Al final, la abuela desistió, pero después de hacerle ofertas de paz durante muchos años.
—Mentira. No me lo creo.
—No te estoy pidiendo que te lo creas. Te cuento lo que me ha dicho mi madre.
—Sí, claro que te ha dicho eso. Sigue atada a la abuela. ¿Cómo vas a pensar mal de quien tiene poder para quitarte la alfombra que pisas? Intentas por todos los medios que quede como Dios, sin importarte lo que haya podido hacer.
—Kinsey, si de verdad quieres saber qué pasó entonces, no puedes empezar rechazando los mensajes que no quieres escuchar. De todas las historias hay dos versiones. Por eso existen los tribunales. Para resolver disputas.
—Ah, qué bien. Compara esto con un juicio. Así ganarás puntos —repliqué—. Casi nadie soporta a los abogados. Yo soy de las pocas personas que sienten algún respeto por la profesión. —Me detuve. Me quedé mirando el suelo un momento y luego cabeceé—. Disculpa. Olvídalo. No quería discutir otra vez por el dichoso asunto.
Tasha esbozó una ligera sonrisa.
—Ya te dije que no podíamos hablar sin discutir.
—Es que me pones negra.
—No es mi intención.
—Ya lo sé. Lo peor es que ninguna tiene pruebas concretas de nada. Podemos seguir con este «lo hizo, no lo hizo» hasta que las ranas críen pelo. Es la palabra de la abuela contra la de tía Gin, o la palabra de mi madre contra la de la tuya. No hay hechos comprobados.
—Probablemente no. Pero sé comprensiva. Es lo único que te pido.
—Me temo que es demasiado tarde para eso. Tengo una opinión formada desde el día que conocí a Liza. Entonces yo no sentía el menor interés y probablemente ahora tampoco.
—Al menos has dicho «probablemente». Es un avance, ¿no? Antes había una negativa radical, ahora sólo hay obduración.
—¿Y eso cómo se come?
—Significa que te resistes a algo que quieres. Eso supone un avance.
El comentario me pareció paternalista, pero me encogí de hombros. ¿Por qué ofenderse cuando a lo mejor no había sido esa su intención?
—Es como un trabajo sin terminar y en ese sentido me molesta —repliqué—. Empezara como empezase todo, quiero creer que obro con justicia.
—Eso es válido en ambos sentidos. Estamos volviendo atrás y revisando el pasado, y eso es bueno para todos. La cuestión es que tenemos tiempo para conseguirlo.
—Treinta y dos años hasta la fecha.
—¿Y qué importa si transcurren otros treinta y dos? No podemos deshacer un malentendido que ha durado tanto con unas cuantas conversaciones intrascendentes. —Miró el reloj y se levantó—. Tengo que volver al trabajo. ¿Has terminado la visita?
Me puse en pie.
—En lo esencial sí. Esperaba recordar algo, pero estoy en blanco. —Hicimos una pausa mientras nos dábamos manotazos en la culera de los pantalones.
Avanzamos hacia la puerta principal entre los crujidos que producían los zapatos al pisar la arena que se había acumulado en el suelo de mármol.
—¿Qué te parece la casa? —preguntó.
—Debió de ser muy bonita en su época.
Tasha se dio la vuelta y paseó la mirada por el vestíbulo y la escalera.
—Ya sabes que la abuela se mudó poco después de morir la tía Rita. —Rita Cynthia Kinsey era el nombre de soltera de mi madre.
—No lo sabía.
—El abuelo Kinsey quería echar raíces aquí, pero ella acabó saliéndose con la suya. Entonces compraron la casa del pueblo. ¿Recuerdas al abuelo?
Negué con la cabeza.
—Buscaré fotos de la familia.
—Me gustaría. Creo que nunca he visto fotos de ninguno. La tía Gin descalificaba los sentimientos diciendo que eran sensiblerías. No quería que nos hundiéramos en ese lodazal.
—Una mujer dura.
—Sí que lo era.
—Bueno. Será mejor que me vaya.
—Y yo —dije—. Tengo que pedirte algo. Sé que ya has hablado con tu madre sobre mí; pero, por favor, no metas a la abuela en esto.
—Mis labios permanecerán sellados.
Eran las cuatro y media pasadas cuando llegué a Santa Teresa. Me detuve en la biblioteca pública tras dejar el coche en el aparcamiento de cuatro plantas que hay al lado. La conversación con Roxanne Faught había puesto de relieve algunos puntos inquietantes; por ejemplo, ¿qué sabía realmente y cuándo lo supo? Me pregunté si habría alguna manera de comprobarlo. Bajé al trote los alfombrados peldaños, entré en la hemeroteca y pedí a la bibliotecaria el microfilme del Santa Teresa Dispatch de la semana del 3 de agosto de 1969. Como el cadáver se había encontrado aquel domingo, suponía que la noticia había llegado a los periódicos un par de días después. Ya con el estuche del microfilme en la mano, me senté ante la máquina y desenrollé la cinta, que enganché en el tambor dentado, debajo del objetivo. La pasé a mano hasta que estuvo bien incrustada, apreté un botón y vi desfilar las páginas del dominical a velocidad de vértigo. Capté al vuelo una considerable cantidad de información. Pasé por alto las tiras cómicas, los deportes, la sección de economía y los anuncios por palabras. A veces lo iba pasando más despacio, para enterarme de lo que sucedía en aquella época. Una marea negra flotaba ante la costa de Santa Teresa desde hacía ya ciento noventa días. En el cine local daban Funny Girl, Complicidad sexual y El planeta de los simios. Se comentaba que después de haber sido pitcher durante catorce años, los buenos tiempos de Don Drysdale podían estar llegando a su fin por culpa de una lesión recurrente, y se vendía una lavadora Westinghouse de dos velocidades por 189,95 dólares.
Cuando llegué al número del lunes, fui más lenta y miré página por página. El lunes 4 de agosto dedicaron doce centímetros al descubrimiento del cadáver en la cantera Grayson de Lompoc. Se mencionaba el nombre de Con Dolan y Stacey Oliphant, pero había poco de qué informar. En el número del día siguiente, 5 de agosto, volvía a hablarse del asunto en una columna titulada «Sucesos del Norte del Condado». Ya habían hecho la autopsia y se concretaba la causa de la muerte. Se detallaban los rasgos básicos (color de cabello y ojos, estatura, peso), con la esperanza de identificar a la joven. Adelanté la cinta hasta el miércoles y el jueves de la misma semana. El periódico del jueves incluía un breve resumen con los mismos datos que acababa de leer en el informe inicial. En ambos se describía la ropa de la muerta, la blusa de cendal azul oscuro y el pantalón con margaritas. Ningún artículo especificaba el color de los pantalones. Sabía por el informe de la policía que las margaritas eran azul oscuro con el centro rojo y que estaban estampadas sobre un fondo blanco, pero para quien se basara únicamente en aquellos datos lo más natural sería suponer que las margaritas eran «de color margarita», como había declarado Roxanne Faughi. Dada la seguridad con que había hablado del lóbulo partido, los pies grandes, las muñecas anchas y las uñas comidas hasta la raíz, dudaba que la chica con la que había hablado fuera realmente nuestra Juana Nadie. Claro que siempre cabía la posibilidad. Las declaraciones de los testigos oculares suelen ser poco firmes, fácilmente influenciables y objeto de sutiles modificaciones en cada repetición de la historia. Roxanne había admitido que había releído los mismos recortes que yo tenía ante mí en aquellos instantes. No es que descalificara por completo lo que me había contado, pero me preguntaba por la importancia que aquello podía tener para nuestra investigación. Stacey había esperado recomponer la cronología de los hechos desde el encuentro con Roxanne hasta que Cloris Bargo la había visto haciendo autoestop en las afueras de Colgate. Pero Cloris se había retractado y yo sospechaba que las observaciones de Roxanne estaban demasiado retocadas para servir de algo. Seguí leyendo. Aquella misma semana, el 9 de agosto, se había encontrado en una casa de Bel Air a cinco personas asesinadas, entre ellas la actriz de cine y televisión Sharon Tate. Dos días más tarde se descubría a Leno y Rosemary LaBianca, asesinados de forma parecida a Tate. Pasé más páginas, pero no había más referencias a Juana Nadie. Anoté algunos datos en mis fichas y luego hice copias de los artículos del periódico, aboné el importe en el mostrador y volví al coche.
Eran las cinco pasadas y Con estaría sin duda en el CC, aprovechando la Happy Hour consumiendo el doble del alcohol que pagaba. Por la cuenta que me traía esperaba que no llevase allí mucho tiempo. Vi su coche en cuanto me detuve junto a la entrada, aunque la zona, por lo demás, estaba desierta. Al otro lado de la calle, donde se encontraba el refugio para los pájaros, dos mujeres con sudaderas acababan de echar a andar y hablaban muy animadas. Cerca del agua, una madre observaba plácidamente a su hijo de cinco años, que daba pan del día anterior a las gaviotas bajo un rótulo que decía: POR FAVOR, NO DAR DE COMER A LOS PÁJAROS.
Entré en el CC y me detuve para que mis ojos se acostumbraran a la luz. Una lámina de sol se coló por la puerta abierta y acentuó el contraste entre el CC y el mundo exterior. El local estaba oscuro. No había nadie en la primera sala, salvo el camarero de la barra y otra camarera, que estaban enzarzados en una conversación íntima. Stacey y Dolan se habían sentado en un reservado del fondo. Stacey se levantó cuando aparecí. Tenía mejor aspecto que la víspera.
—Hola —saludé—. ¿Llego tarde?
—En absoluto —dijo Dolan.
Los dos tenían un vaso delante. El de Dolan contenía whisky lo bastante oscuro como para pasar por una infusión de té con hielo. En el de Stacey sólo quedaban los cubitos de hielo y una rebanada de lima exprimida. Dolan se puso de pie cuando Stacey tomó asiento.
—¿Qué te traigo?
—Por ahora un vaso de agua. Más tarde beberé otra cosa.
—Yo tomaré otra Tanqueray con tónica.
Dolan frunció el entrecejo.
—Acabas de tomarte una. Creía que el médico no quería que mezclaras las medicinas con el alcohol.
—O de lo contrario ¿qué?, ¿me caeré muerto? No te preocupes. Yo corro con toda la responsabilidad. Me haría un favor a mí mismo.
Dolan gesticuló con impaciencia y se dirigió a la barra. Me deslicé por el asiento del reservado y dejé el bolso allí.
—¿Qué tal el día? —preguntó.
—Así, así. Se lo contaré en cuanto vuelva Dolan.
Stacey rebuscó en el bolsillo del chaleco y sacó una pipa y una bolsa de tabaco. Llenó la cazoleta con calma. Luego sacó de otro bolsillo un limpiapipas y aplastó el tabaco antes de rascar una cerilla de madera en la parte inferior de la mesa. Esperé mientras aspiraba. El humo tenía un olor dulzón, a prado lleno de paja seca.
—Es usted tan desastre como él —le recriminé.
Sonrió.
—Bueno, pero imagina que sólo me quedan unos meses. ¿Por qué iba a sacrificarme? Todo depende de cómo lo mires.
—Supongo que sí.
Seguimos hablando de naderías hasta que volvió Dolan con una bandeja con mi agua y dos bebidas para ellos. Traía también servilletas, un cuenco lleno de palomitas y un recipiente de frutos secos.
—Fíjate en este buen hombre, hasta nos ha traído comida —dijo Stacey.
—Oye, yo tengo clase. Es más de lo que se puede decir de ti.
El ambiente era frío y no olía a tabaco, impresión que desmintió Dolan en cuanto se sentó. No me molesté en quejarme. Entre la pipa de Stacey y el cigarrillo de Dolan eclipsaban el débil olor a gases nocivos que despedían las obras fuera. Dolan tomó un puñado de frutos secos y se los metió en la boca de uno en uno mientras me miraba.
—¿Qué has conseguido?
—No les va a gustar. —Les resumí mis desplazamientos, empezando por Cloris Bargo y la mentira que había contado.
—Yo personalmente hablé dos veces con ella y no me dijo nada —murmuró Stacey.
—Se debe a mi encanto y elegancia.
—Esto es la caraba. No sabía que estuviera casada con Joe Mandel. Trabajó con nosotros en el caso.
—Lo sé. Me acordaba del nombre.
—No puedo creer que estuviera tapando el asunto. ¿De verdad confesó eso?
—Pues sí. Afirmó que en aquel momento no se dio cuenta del perjuicio que ocasionaba.
—Dejémoslo correr —dijo Stacey—. No ganamos nada metiéndonos en sus asuntos conyugales. Pero lo que sí deberíamos hacer es preguntar a Joe si nos puede decir dónde están los efectos personales de Juana Nadie. Sería interesante echarles un vistazo. Podría ocurrírsenos alguna idea. Llamaré y se lo explicaré al sheriff. No creo que ponga objeciones, pero con estas cosas nunca se sabe. —Anotó unas palabras y se volvió hacia mí—. ¿Qué más?
—Después de verla fui a Lompoc y me detuve en Gull Cave, que, por cierto, está cerrado. —Les conté mi conversación con Roxanne Faught, lo que me había dicho y en qué punto difería su historia de lo que sabíamos. Les di copias de los recortes de prensa para apoyar mi tesis—. Yo creo que tomó los detalles de aquí, lo que significa que no podemos fiarnos de ella. Creo que conoció a una chica, pero no necesariamente a nuestra Juana Nadie.
—Lástima. Parece un callejón sin salida —se lamentó Dolan.
—Los callejones sin salida son algo normal en nuestro trabajo —dijo Stacey—. Así es como funciona esto. Encontraremos más por el camino. Lo único que nos indican es que volvamos atrás y busquemos por otra parte. Deberíamos dar gracias por haberlo descubierto ahora y no más adelante.
—Pulveriza la teoría de la autoestopista, joder —dijo Dolan.
—Quizá sí, quizá no. Podría haber llegado a Lompoc en tren o en autobús y haber hecho dedo desde allí.
—¿Y los vehículos que se vieron por la zona? —pregunté—. ¿Hay alguna manera de rastrearlos?
—Johanson dijo algo sobre una furgoneta de hippies —respondió Dolan—. Podríamos hablar con aquel tipo, ¿cómo se llamaba…?
—Vogel.
—Sí, con él. ¿Por qué no comprobamos qué recuerda?
—Hay una posibilidad entre un millón —dije.
—Como en todo lo que hemos mirado hasta ahora.
Stacey dejó pasar el comentario, todavía aferrado a la pista de la procedencia de la difunta.
—Otra posibilidad es que llegara a Lompoc con un amigo, alguien con quien tal vez estuviese antes de volver a la carretera.
Dolan puso cara de pena.
—¿Quieres no obsesionarte? Ya lo hemos hablado. Si hubiera tenido amigos por la zona, se habrían preocupado en cuanto hubiera desaparecido.
—No si les hubiera dicho que se iba al norte. Supón que hubiera estado en Lompoc un par de noches y luego se hubiera marchado a San Francisco. Sale por la puerta, tiene un encuentro con el Diablo y muere.
—Aun así, habrían sumado dos y dos cuando la historia se hizo pública.
Stacey se agitó con gesto irritado.
—No vamos a encontrar respuestas a todas las preguntas que hagamos.
—Hasta ahora no hemos encontrado respuestas a nada —dije.
Stacey dio un manotazo al aire para restar importancia a la observación.
—Quizá nuestro error sea creer que procedía de otra parte. ¿Y si hubiera sido de aquí? Alguien la mata, se inventa una historia y va explicando por ahí adónde se ha ido. Por eso no denuncian la desaparición. Es parte del encubrimiento.
Dolan negaba con la cabeza.
—¿Qué tiene de malo?
Dolan se arrellanó en el asiento.
—Nadie existe en el vacío. Sin duda tenía familia y amigos. Trabajaba, iba a la escuela. Tenía que hacer alguna cosa. Y alguien debió de preocuparse. Básicamente, esta chica desapareció de la faz de la tierra ¿y quieres que crea que nadie se dio cuenta? A mí eso no me cuadra.
—Pero, Dolan, piense en todos los jóvenes que desaparecían en aquella época —le respondí—. Tuvo que haber docenas de desapariciones de las que no se dio noticia. Las familias probablemente siguen imaginando que volverán algún día.
—¿Por qué no olvidamos ese punto de vista y lo enfocamos desde otro? —dijo Stacey.
—¿Desde cuál? —pregunté.
—Lo que comentábamos antes. Suponer que Frankie la mató y ver si podemos descubrir la manera de que encaje.
—¿Basándonos en qué datos? Acabaríamos perdiendo el tiempo —repliqué.
—Eso lo estamos haciendo ya. La operación sólo carecerá de sentido si andamos equivocados. ¿Tú qué opinas, Con?
—En eso coincido contigo. No estaremos peor de lo que estamos. Siempre he pensado que Frankie tuvo algo que ver.
Stacey se volvió hacia mí.
—Usted es el jefe —dije.
—Eso es verdad. Permitid que os enseñe lo que he conseguido.
Abrió una carpeta de cartulina marrón y sacó dos hojas de papel perforado todavía unidas por el extremo. Miré el texto impreso, apenas visible. Era la versión abreviada del historial delictivo de Frankie Miracle, desde que lo detuvieron por primera vez en Venice, California, en enero de 1964. Stacey se acercó el papel a los ojos y empezó a recitar la larga lista de delitos.
—Me encanta este sujeto. Fijaos. 1964. Tiene veintiún años, detenido por embriaguez y resistencia a la autoridad. Multa de veinticinco dólares y un año de libertad condicional.
Vale, bien. No hay problema. Su primer contacto con la ley.
—Que sepamos —dijo Dolan.
Stacey sonrió.
—Es verdad. Pero los jóvenes…, ya se sabe. No iban a condenarlo a muerte por embriaguez pública. En mayo del mismo año fue detenido por robo con allanamiento de morada y por inducir al delito a menores. Parece que se jodió a una muchacha de trece años. La cosa empezaba a ir en serio. Libertad condicional. En febrero de 1965 fue detenido por otro robo con allanamiento. Se declaró culpable; la sentencia fue de seis meses de reclusión y libertad condicional. El juez, como veis, quería atajar el mal de raíz —comentó con sorna—. Junio de 1965. Otra vez robo con allanamiento. En esta ocasión le niegan la suspensión de condena y lo llevan a una penitenciaría del estado para cumplir una pena de seis meses a quince años; lo sueltan al cabo de diez meses. Diciembre de 1965. Embriaguez y desorden, agresión y posesión de marihuana. Ingresado para evaluación psiquiátrica y tratamiento del alcoholismo y la drogodependencia. —Stacey dio un bufido de desprecio—. El tipo es un mierda. Ya lo sabemos. Abril de 1966: robo con allanamiento y se da a la fuga. Noviembre de 1966: robo, secuestro e intento de violación. Esta vez lo acusan de agresión y posesión de armas. Marzo de 1967: otro robo con allanamiento. Ah, fijaos, esta sí que es buena. No puedo creer que dejaran suelto a este elemento. En enero de 1968, Frankie secuestró a una mujer en el aparcamiento de un supermercado. Más tarde se le detuvo y se le acusó de secuestro, agresión, robo, agresión sexual oral, sodomía e intento de asesinato. Seguro que la mujer no ha vuelto a dormir bien desde que tropezó con él. Enero de 1969, intento de secuestro, estupro e inducción de menores al delito. Bien, llegamos a lo nuestro. En marzo de 1969 fue detenido y acusado de robo a mano armada, agresión e intento de asesinato. Acusación desestimada. Probablemente la poli consiguió la confesión a guantazos y el abogado de oficio lo echó todo por tierra. En junio conoció a una chica de dieciséis años llamada Iona Mathis. Estuvo casado con ella una breve temporada, creo que seis meses. Por lo que duró, fue como otra de sus estancias en la cárcel. Lo cual nos lleva a Venice, California, a finales de julio, cuando Frankie mata a Cathy Lee Pearse. —Stacey cabeceó—. Dios bendiga nuestro sistema judicial. Si los jueces hubieran hecho bien su trabajo, la chica estaría ahora con vida.
—¿Cómo se las arreglaba para salir bien librado con toda esa mierda? —pregunté.
—Fácil —dijo Dolan. Apagó un cigarrillo y encendió otro—. Sabía cómo funcionaba el sistema. Cada vez que le acusaban de varios delitos, se declaraba culpable de uno a cambio de que le condonaran los otros. No has conocido a Frankie. Puede ser encantador como el que más. Conseguía que los jueces y los fiscales se desvivieran por darle la oportunidad de enmendarse y volver al buen camino.
Stacey guardó el informe en la carpeta marrón.
—Lo encerraron muchas veces en penitenciarías del estado con el viejo sistema de las condenas indeterminadas. Otras veces lo ponían automáticamente en libertad tras pagar la fianza. El periodo más prolongado que ha dejado pasar sin cometer un solo delito es de medio año, entre marzo del 67 y noviembre del 68.
—Un dólar a que fue porque no lo pillaron —dijo Dolan—. Desde que comenzó nunca ha dejado pasar tanto tiempo entre delito y delito.
—Seguramente tienes razón. Si te fijas en su trayectoria, verás que cada vez va a más. Aumenta la violencia. El tiempo entre delito y delito se reduce, hasta que mata a Cathy Lee. Le echaron cadena perpetua pero sólo ha cumplido diecisiete años, así que todavía puede considerarse afortunado. Si yo fuera el padre de la chica tendría un cabreo de la hostia.
—¿Qué más hay? —pregunté.
Dolan se sacó del bolsillo de la cazadora un cuaderno muy manoseado y pasó las páginas. Pulsó el capuchón del bolígrafo para extraer la mina.
—Compañeros de celda de Frankie. Resulta que hubo doce en total, pero la mitad de las últimas direcciones conocidas no son válidas. Tenemos a dos en una penitenciaría del estado y a otro cumpliendo condena en un campo nacional de trabajo de Yankton, en Dakota del Sur. Conozco el paradero seguro de tres: Lorenzo Rickman, Mofletes Clifton y John Luchek.
—Borra a Luchek —dijo Stacey—. Se mató en un accidente de tráfico en el setenta y cinco. Un borracho se dio de frente contra él.
—De acuerdo. Es la información que tengo yo. —Dolan tachó el nombre—. Rickman está en libertad condicional. Dicen que por fin se está portando como un buen chico y que es mecánico de coches en un taller de Colgate. Tengo el nombre por alguna parte. Stacey pasará por allí el lunes para charlar con él. Y nos queda Clifton, que en la actualidad cumple un arresto de noventa días que le impusieron por tenencia ilícita. Guardo las fotos de la ficha de estos tipos, por si las necesitáis para refrescar la memoria de la gente. Las he mezclado con fotos que no tienen nada que ver, para que no puedan acusamos de influir en los testigos…, en el caso de que encontremos alguno.
—Seamos optimistas. No cuesta nada —dijo Stacey.
Dolan nos pasó un paquete de fotos a Stacey y a mí.
—Que Kinsey hable con Mofletes —sugirió Stacey—. Es de los que reaccionan a los encantos femeninos.
—Como si yo tuviera alguno.
—No te subestimes.
—Nos queda Frankie —apuntó Dolan.
—Nos lo echaremos a suertes tú y yo —dijo Stacey—, aunque lo mejor es que nos olvidemos de él hasta que hayamos hablado con los otros dos. —Entonces hizo una mueca y se puso en pie de repente exclamando—: ¡Joder! Un momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Dolan.
Stacey dio un berrido y sorbió aire con los dientes apretados, con la cara tensa.
—Se me ha agarrotado la espalda. Y cómo duele, joder. El dolor me baja por la pierna.
—¿Qué dice el médico?
—¿Y yo qué sé? No es la Muerte llamando a mi puerta. Ya te dije que me había dado un tirón muscular. No puedo llamar al oncólogo cada dos por tres. —Se dobló de lado para estirarse. Al poco rato se irguió, aspirando larga, lenta y profundamente.
—¿Mejor?
—Bastante mejor. Disculpad la interrupción. El cabrón me pilló por sorpresa.
—¿Quieres dejar de autodiagnosticarte y llamar a ese hombre?
—El médico es una mujer, capullo sexista. Deberías pensar más tus suposiciones.
—Déjate de chorradas, Stace. Eso no es más que una cortina de humo. Te comportas como si sólo tuvieras el dolor de espalda desde hace dos días, cuando hace semanas que te vienes quejando. Deberías haber pedido que te reconocieran cuando estuviste en el hospital.
—Entonces no me dolía.
—Venga, por el amor de Dios. ¿Sabes qué? A eso se le llama «negación estratégica». Es lo que haces cuando tratas de minimizar un problema que podría ser muy serio. Joder, dame el nombre de esa matasanos y yo mismo la llamaré.
—No, no llames.
—Entonces llama tú.
—Ya la llamaré. Pensaba hacerlo.
—Ahora.
—¡Con, déjalo ya! Son más de las cinco. Seguramente se habrá ido ya.
—Pues entonces llama a urgencias, da el número del CC y pide que la localicen. Podemos esperar. Si no la llamas tú, la llamaré yo. Estoy harto de oír tus quejas.
—Ni siquiera sabes su nombre.
—Lo averiguaré.
—No seas absurdo.
—Deja de discutir. Lo más seguro es que te recete Valium para que puedas dormir por la noche.
Stacey negó con la cabeza.
—Voy a quedar en ridículo por tu culpa. —A pesar de sus gruñidos y protestas, fue en busca de un teléfono.
Dolan y yo nos quedamos allí, sin miramos. A mí me gustaba la situación tan poco como a él. Finalmente dije:
—¿Pasa algo entre ustedes? Parecen cabreados.
—Qué va, nos llevamos muy bien. Lo que pasa es que me saca de quicio. No es por lo de la espalda. Está deprimido. Piensa que el cáncer se ha extendido y por eso no quiere que le hagan un chequeo.
—Creo que no oí bien esa parte de la discusión. Yo diría que se encuentra estupendamente. Quiero decir, sin contar lo de la espalda.
—Eso es porque estás tú delante y disimula. Deberías haberlo oído antes de que llegases. Está totalmente acojonado. Si hubiera tenido una pistola se habría volado los sesos. Le falta esto. —Me enseñó el pulgar y el índice, separados por un centímetro.
—No hablará en serio.
—Pues sí. Ni siquiera quería hacerse la quimio hasta que le convencí. Tal como él lo ve, ha llegado al final del trayecto, así que, ¿para qué seguir? Mandarlo todo a la mierda, esa es su postura.
—¿Y si el cáncer se le ha reproducido en los huesos?
—No jodas tú ahora. No seas tan pesimista.
—Sólo digo que sé por lo que ha pasado.
—Muy bien, pues guárdate tu opinión.
—Mi opinión es lo de menos. Por mí, que haga lo que quiera. Es su vida.
—De eso, nada. Podría hablar con un psicólogo. Necesita que alguien le haga darse cuenta de lo egoísta que es.
—¿Por querer suicidarse? ¿Eso es egoísmo?
—Las personas que se suicidan son las más narcisistas. ¿Qué les hace pensar que todo gira a su alrededor? Yo también estoy metido en esto. Treinta años tirados por la borda y todo porque es un maldito cobarde y un mierda que no quiere ver más allá de sus narices.
—Pero ¿y si está en fase terminal? No entiendo qué quiere usted.
—Quiero que no piense sólo en sí mismo, para variar.
—Si una persona no piensa en sí misma cuando se está muriendo, ¿cuándo lo va a hacer? —pregunté.
Stacey reapareció al poco rato y dejamos la conversación. No quiso sentarse y se quedó junto a la mesa, apretándose los riñones con los puños.
Dolan encendió otro cigarrillo y se llevó la mano a la boca para toser.
—¿Qué te ha dicho?
Stacey hizo un aspaviento para alejar el humo.
—Me verá mañana por la mañana a primera hora; a lo mejor me hace una radiografía o una ecografía.
—¿Qué le pasa a esa mujer? ¿Le has explicado cuánto te duele? Debería verte ahora mismo y averiguar qué coño pasa.
—Maldita sea. Deja de refunfuñar. No es ninguna urgencia, así que déjalo ya. Además, estoy cansado y ya es hora de que me vaya a casa. No puedo quedarme aquí bebiendo toda la noche como uno que yo conozco.
—Siéntate. Todavía no has cenado. Te vendría bien comer algo. Yo invito.
—Tengo comida en casa. Quedaos vosotros. Llamaré un taxi.
—Yo lo llevaré —me ofrecí—. He aparcado ahí fuera.
—No tienes por qué hacerlo. Puedo arreglármelas solo.
—No me importa, de verdad. Yo también debo irme. Busqué el bolso y saqué las llaves. Stacey ya iba camino de la puerta cuando me levanté.
Dolan apagó el cigarrillo.
—Déjame a mí.
Al final nos fuimos todos a la vez; Stacey en el coche de Dolan y yo en el mío. Vi a Dolan dar la vuelta y dirigirse hacia la autopista. Yo giré a la derecha por Cabana Boulevard y seguí por la carretera paralela a la playa. Todavía no había oscurecido, pero del océano salía una neblina que envolvía toda la costa. Aparqué en el camino de entrada de la casa de Henry. Mi casero tenía que volver al día siguiente por la tarde. Entré en su domicilio y di una vuelta rápida de reconocimiento. No había cañerías rotas, no le habían cortado la luz y no había signos de intromisiones ajenas. Me quedé en la cocina un momento, aspirando el olor a levadura y canela de los bollos que solía preparar Henry. En fin, podía sobrevivir sin él un día más.
Minutos después estaba por fin en casa, a resguardo y preparada para quedarme toda la noche. Las seis menos cinco de la tarde de un viernes y no tenía plan. Me preparé un emparedado de queso a la pimienta con aceitunas y lo corté en cuatro pedazos. Me serví un vaso de vino y me acomodé en el sofá. Saqué el expediente de Juana Nadie y empecé a leerlo por la primera página. A veces se trabaja porque no hay nada mejor que hacer.