En ir de Santa Teresa a Lompoc se tarda una hora en coche, pero me detuve en Gull Cave, que se encuentra exactamente a mitad de camino. En el fondo de mi corazón sabía por qué me había presentado voluntaria para hacer aquella parte del trabajo. Aparte de que necesitaba tiempo para estar sola, flirteaba con la idea de volver a la vieja casa de la abuela. Al igual que un alcohólico recién curado, había jurado el día anterior que no lo haría, y sin embargo ya le iba dando vueltas a la idea de que otra visita rápida no le haría daño a nadie.
Llegué al autoservicio de Gull Cave a las dos de la tarde. El establecimiento se hallaba en una construcción grande y destartalada, cubierta por tablas planas de cedro, una atractiva mezcla de arte moderno y tradicional, con algún detalle estilo Cape Cod para que no faltase nada. En su día el edificio también había alojado un restaurante abierto las veinticuatro horas, una tienda de curiosidades turísticas y un salón de belleza de dos gabinetes. Incluso de lejos se notaba que todo el complejo estaba clausurado. Vi las tablas que tapaban las ventanas y el asfalto agrietado y sucio del aparcamiento. La vegetación era allí de un marrón triste, con hierbajos y flores silvestres que crecían hasta la rodilla. En la ladera de detrás del edificio se había secado un árbol solitario y en aquellos momentos parecía un espantapájaros, con las retorcidas ramas elevándose hacia el cielo como si hiciera señas a los pájaros. Se calculaba que Gull Cave tenía cien habitantes, pero por mi vida que yo no veía ni a uno siquiera.
Aparqué cerca de los escalones de acceso al edificio y bajé del coche. El ancho peldaño de madera crujió bajo mis pies. Un cartel pegado en la puerta principal anunciaba que el complejo estaba cerrado por reformas. Alguien había dibujado con lápiz una «cara de felicidad», con la boca curvada hacia abajo. Otro había escrito con bolígrafo: ¿Y A MÍ QUÉ ME IMPORTA? Otro, quién sabe si humano, había dejado un abundante montón de excremento al lado de la puerta principal, cerrada con candado. Miré por el escaparate del autoservicio, lleno de polvo y regueros de mugre a causa de las lluvias del invierno. Por dentro estaba completamente vacío; no quedaba ya ni un solo mostrador, ni un solo expositor, ni un solo aplique de pared. Parecía que las reformas iban a durar una buena temporada.
Me di la vuelta y miré hacia la carretera. El complejo de Gull Cove era el único centro comercial en varios kilómetros a la redonda, estaba a treinta metros de la autopista y era una parada natural para los viajeros que necesitaban un descanso. No resultaba difícil entender que dejaran allí a una persona que viajaba haciendo autoestop. Es posible que, después de un café con bollos, nuestra Juana Nadie hubiera encontrado un conductor que la llevara a Lompoc, final de trayecto para ella.
Volví al coche y consulté mis notas en busca de la última dirección conocida de Roxanne Faught. Calle Q de Lompoc, treinta minutos en dirección norte. Parecía un tramo demasiado largo para ir a un trabajo de aquella índole. Puse el motor en marcha y volví a la carretera, en dirección norte, con el océano Pacífico a la izquierda. El oleaje era suave y silencioso, y el color del agua un reflejo más oscuro del azul del cielo. Sin querer, pensé en la casa de la abuela. Tal vez pudiera verla si pasaba por allí. Seguro que, sabiendo hacia dónde había que mirar, se veía desde la autopista. Encendí la radio para distraerme.
Llegué a las afueras de Lompoc. El pueblo es llano y compacto, un paisaje de una sola planta, con calles anchas y casas pequeñas. Del océano llega un viento constante, canalizado por las montañas que acunan la población. A cinco kilómetros al norte se encuentra Vandenberg Village y, más allá, la base aérea de Vandenberg. Todo el valle está dividido en criaderos de caballos y ranchos de ganado y en buena parte de la tierra de labor se siembran flores de las cuales se aprovechan muchas veces sólo las semillas. Aunque no sabía qué estaba mirando exactamente, yo veía franjas de amarillo brillante y rosa fuerte. Más allá había campos de flores que parecían jacintos. Muchas granjas se habían vendido a agencias inmobiliarias; los guisantes, las amapolas y las espuelas de caballero habían sido sustituidos por cosechas de casas de tres dormitorios ordenadas en fila.
El pueblo se jacta de tener la Piscina Municipal de Lompoc y un gran centro comercial con los establecimientos habituales: tiendas de segunda mano, bancos, bufetes de abogados, recambios de automóvil y artículos de fontanería, tiendas, gasolineras, cafeterías, farmacias y clínicas. Lompoc es la población de una base militar, con barrios de residentes temporales cuya carrera militar los obliga a ir de un sitio a otro constantemente, como si fueran fichas de parchís. No era fácil saber qué hacía allí la gente para divertirse. No había bolera, ni sala de conciertos, ni cines a la vista. Puede que la cultura local consistiese en ver vídeos de las películas del año anterior que habían perdido dinero.
No me resultó difícil encontrar la calle Q ya que estaba entre la P y la R. La dirección que buscaba quedaba a la izquierda. Reduje la velocidad al acercarme. La casa, apoyada en piedra artificial, era un bloque rectangular de madera con un revestimiento a base de asfalto que imitaba el ladrillo rojo oscuro. El porche, que cruzaba toda la parte delantera, estaba un poco hundido por el centro. Dos neumáticos pintados de blanco se habían convertido en macetas que contenían geranios de color rosa. En el patio había enterrada a medias una vieja bañera blanca, en posición vertical; en el hueco que quedaba al descubierto había una Virgen María de yeso vestida de azul. Frené junto al bordillo y bajé.
En el patio delantero había un viejo que vestía un mono y estaba bañando a un perro. Aparentaba unos noventa años y aún se le notaba vigoroso. Por la ventana entreabierta de la cocina salía una manguera de jardín y supuse que el otro extremo estaría acoplado al grifo. Mientras yo avanzaba por la hierba, interrumpió lo que hacía y dio la vuelta a la boca de la manguera para cerrar el agua. Tenía la cara angular, con mentón saliente, nariz abultada y boca recta y casi sin labios. Llevaba el escaso pelo peinado hacia atrás, aplastado con gomina, pero aun así se le veía el cuero cabelludo. Tenía la piel marcada de puntos pardos de tomar el sol y manchas rojas. Sus ojos, redondos y azules, chispeaban bajo unas cejas blanquecinas y poco pobladas. El aire olía a pelo de perro mojado y a jabón antipulgas. Un chucho de talla mediana, de raza desconocida, estaba hundido hasta las rodillas en un barreño metálico. Con el pelo pegado al esqueleto parecía escuchimizado y frágil, delgado hasta la transparencia. Las pulgas muertas le salpicaban la carne como si fueran granos de pimienta. El perro temblaba, gemía y no quería mirarme a los ojos. Desvié la mirada para que no se avergonzase de sí mismo.
—¿Puedo servirla en algo? —preguntó el viejo. Tenía la voz sorprendentemente aguda para un hombre de su corpulencia.
—Eso espero. Estoy buscando a Roxanne Faught y esta es la única dirección que tengo. ¿Sabe dónde puede estar?
—Debería saberlo. Soy su padre —dijo—. ¿Y quién se supone que es usted?
Le enseñé una tarjeta.
La miró entornando los ojos y luego sacudió la cabeza.
—¿Qué pone aquí? Lo siento, pero no llevo las gafas encima.
—Soy investigadora privada de Santa Teresa.
—¿Y qué quiere de Roxanne?
—Necesito información acerca de un caso antiguo. Al parecer, una chica entró en el autoservicio de Gull Cave cuando Roxanne trabajaba allí, en 1969. Me gustaría hacerle algunas preguntas al respecto.
Giró la boca de la manguera y el agua cayó como una ducha ligera sobre la espalda y el lomo del perro.
—¿La que mataron?
—Sí, señor.
—Bueno. Pues creo que ya se solucionó, ¿sabe? Sé que un ayudante del sheriff vino por aquí un par de veces preguntando por lo mismo.
—Se refiere a Stacey Oliphant, el hombre para el que estoy trabajando. ¿Vive su hija todavía por aquí?
—Muy cerca. Haré lo siguiente. La llamaré por teléfono y que me diga si está dispuesta a hablar con usted. Si no quiere, pues adiós muy buenas.
—Eso sería estupendo.
Dejó la manguera, sacó el perro del barreño y lo dejó en la hierba. El perro empezó a sacudirse el agua, echándola en todas direcciones, hasta que se le quedó el pelo de punta. El viejo se acercó con una toalla gruesa Y lo frotó vigorosamente, luego lo envolvió en la toalla y me lo alargó.
—Le presento a Ralph.
Puesto que era yo quien quería algo de él, tomé el perro sin decir ni pío. El agua tibia del baño canino había empapado la toalla y me mojó la camisa. Ralph se encogió en mis brazos, hecho un puñado húmedo de huesos, tan confiado como un niño y con los ojos fijos en los míos. La lengua le asomaba por un lado de la boca y habría jurado que sonreía. Le hice unos mimos que parecieron gustarle. No consigo entender cómo los animales convencen a los seres humanos para que se comporten así.
El viejo reapareció y cerró la puerta con cuidado. Bajó los escalones del porche. Andaba despacio, pero parecía haber cumplido su misión. Llevaba un papel en la mano.
—Está en casa en estos momentos y quiere que le dé esto.
Le pasé el perro y alcancé el papel, en el que figuraban un número de teléfono y una dirección.
—Gracias.
—Es una casita que queda a un lado de la autopista. Recorra diez manzanas hasta llegar a North Street y luego doble a la derecha. Cuando llegue a Riverside, doble otra vez a la derecha. Está unas cinco manzanas más allá.
Roxanne Paught había convertido el porche delantero en una habitación exterior, con alfombra de sisal claro, balancín pintado de verde oscuro, dos mecedoras de mimbre blanco, mesas y un revistero de dos secciones, una medio llena de números de People y la otra con números de Better Homes and Gardens. Flanqueaban el porche cinco macetones de barro con caléndulas anaranjadas. Cuando llegué, estaba sentada en el balancín, con una botella de cerveza en una mano y un cigarrillo recién encendido en la otra. La casa propiamente dicha era una estructura de madera blanca, imposible de clasificar. Había ventanas y puertas en todos los sitios de rigor, pero nada que diera personalidad a la casa. Roxanne andaba por los sesenta años y era atractiva, aunque la gruesa capa de maquillaje le acentuaba las arrugas del rostro. Tenía el pelo de un rubio cobrizo, aunque se veía en las raíces una franja gris de unos diez centímetros. Llevaba las cejas tan depiladas que apenas eran dos rayitas curvas y se había maquillado con lápiz negro los ojos castaño oscuro. El tabaco le había oscurecido los dientes, pero por lo demás los tenía rectos y uniformes, lo que sugería la presencia de fundas. Llevaba una camiseta azul marino de manga larga, con las mangas subidas, vaqueros y zapatillas de tenis sin calcetines. Tomó un sorbo de cerveza y me señaló con la botella.
—Usted debe de ser la persona de la que me ha hablado papá. Venga y siéntese.
—Kinsey Millhone. Le doy las gracias y le pido disculpas por haberme presentado de sopetón. No estaba segura de dónde vivía usted, así que empecé por él.
—He vivido en este pueblo toda mi vida. Creo que no tengo mucho espíritu aventurero. Cuando murió mi tía abuela, me dejó dinero de sobra para pagar la casa. Podría vivir sin trabajar vigilando un poco los gastos. —Se detuvo y se estiró un mechón de pelo bicolor, que inspeccionó atentamente—. Se habrá dado cuenta de que he dejado de ir al salón de belleza. Cuando me da por ahí, me lo tiño en casa, es más barato. Y esto no puedo dejarlo —dijo haciendo gestos con el cigarrillo—. Hace tanto tiempo que fumo que seguramente ya estoy sentenciada. Al menos lo disfrutaré. —Tosió una vez, liberando algo muy metido en los bronquios—. ¿En qué puedo ayudarla? Papá dice que ha venido por la chica aquella que mataron, ¿cuándo fue?, ¿hace veinte años?
—Casi. En agosto hará dieciocho.
—¿Sabe qué es lo que me gusta de ella? Tiene sorbido el seso a la gente. Lleva muerta un montón de años y la gente todavía se pregunta quién es y cómo se la puede devolver al sitio al que pertenece.
—Y quién la mató —añadí.
—Sí, le deseo suerte. No será fácil. Pero siéntese, mujer, siéntese. ¿Quiere una cerveza?
—No, gracias, ahora no. —Me senté en una mecedora, que crujió en cuanto la toqué—. Entiendo que quiera pasarse el día aquí fuera, viendo pasar el tráfico. Se está muy bien.
—Es lo bueno de la jubilación. La gente sigue preguntándome: ¿no echas de menos el trabajo? Pues no, de eso nada, monada. Podría pasarme el resto de la vida sin salir de este porche. Estoy tan ocupada ahora que no me explico cómo tenía tiempo para trabajar. Entre las faenas de la casa y los recados se va la mitad del día.
—¿Y qué más cosas hace?
—Leo. Trabajo en el patio, juego al bridge con amigas que conozco desde hace años. ¿Y qué me dice de usted? ¿Le gusta su trabajo?
—No me entusiasma tanto quedarme encerrada, pero el trabajo de campo también es entretenido.
—Pues adelante entonces. ¿Qué puedo decirle que no sepa ya?
—Siento curiosidad por una cosa. Gull Cove se encuentra a cuarenta y cinco kilómetros al sur. Parece mucho trecho al volante para un empleo que habría podido encontrar aquí en el pueblo.
Roxanne tosió otra vez para aclararse la garganta. Le ocurría lo que a otros fumadores que conozco, su tos era crónica y no parecía necesitar comentario.
—Es fácil de explicar. Me acostaba con el propietario. Por eso me contrataron. —Se echó a reír—. En aquel momento me pareció buena idea. Luego se lio con otra y me despidió. Oh, sorpresa. Culpa mía por completo. Es lo que papá solía decir: «No te cagues en tu propio tazón de cereales, Roxanne».
—Vivir para ver.
—Exacto. El caso es que trabajaba de siete a tres. Era verano y hacía más calor que en el infierno, a pesar de la brisa que llegaba del océano. ¿Conoce el lugar?
—Bueno, le he echado una ojeada de camino hacia aquí.
—Entonces ya lo habrá visto. Ni un árbol a la redonda para dar sombra; el edificio está empotrado en la ladera de la montaña. En agosto el sol calienta tanto que se puede freír un huevo en el suelo. Bueno, pues ocurrió un viernes por la mañana. Lo recuerdo porque me pagaban por semanas y estaba hasta aquí de facturas atrasadas. Así que estaba trabajando…, yo con mi soledad. Nunca había muchos clientes y conmigo bastaba y sobraba para atender el establecimiento. Entonces entra la chica. Se pone a recorrer los pasillos, arriba y abajo, como si fuera a comprar alguna cosa. Después la veo dirigirse hacia la parte trasera, donde había una cafetera y un mostrador de sándwiches y pasteles. Los clientes se servían ellos mismos y pasaban luego por caja con todo lo que necesitaban. Teníamos una terraza con sillas y mesas y casi todos salían con lo que habían comprado y contemplaban el mar mientras se lo comían. Había que mirar por encima de la autopista de cuatro carriles por la que pasaban zumbando los coches, pero se veía de todas formas. Cada día era diferente. Nunca me cansaba de mirarlo. El caso es que la chica se sirvió un vaso de café y un bollo, y cuando regresó a la entrada ya había dado cuenta de ambos. Había tirado el vaso por ahí, pensando quizá que yo no había visto que acababa de llenarlo. Cuando me di cuenta, estaba a punto de salir. Registré las consumiciones y fui a su encuentro. Entonces me confesó que estaba sin blanca. Qué coño, me dije. Yo también estuve sin blanca en mis tiempos y no iba a regatearle a nadie un café y un bocado, así que le dije que ya abonaría yo la consumición. Ella respondió: «Gracias. De verdad». Tales fueron sus palabras exactas. «Gracias. De verdad». Y se fue. No debieron de transcurrir más de cuatro minutos, me refiero desde el instante en que entró.
—Es asombroso que se acuerde de ella.
—¿De una chica que quiere largarse sin pagar? Puede estar segura de que me acordaría. Sobre todo si después aparece muerta. —Hizo una pausa para apagar un cigarrillo y encender otro—. Perdone mis modales. Espero que no le moleste. ¿Fuma?
—No, pero estamos en el exterior y yo a barlovento. ¿Qué más recuerda? ¿Algo en particular? —A pesar de lo que me había contado, no dejaba de preguntarme cómo era posible que recordara un encuentro tan breve después de haber pasado tanto tiempo.
—¿Por ejemplo? Hágame preguntas. Así será más fácil.
—¿Qué edad diría que tenía?
—Unos veinte años.
—¿No diecisiete ni dieciocho?
—Quizás. Era una chica de buen tamaño.
—¿Quiere decir gorda?
—Yo no diría gorda, más bien corpulenta. Muñecas anchas, pies grandes. Tenía lo que papá habría llamado «buenas caderas para parir».
—¿Recuerda la ropa?
—Ay, joder, creo que en su momento ya le di al ayudante del sheriff toda esta información. ¿Por qué no le pregunta a él?
—He pensado que si parto de cero otra vez, a lo mejor sale a la luz algo nuevo —argumenté.
—Pantalón y camisa ablusada, ya sabe, de mangas anchas.
—¿Cinturón?
Hizo como que se enfadaba y me miró con fingida seriedad.
—Va directa al grano, ¿eh? Cicatrices, lunares, otras marcas identificativas. ¿Qué más quiere? Sólo la vi de cerca una vez.
—Disculpe. Entonces no llevaba cinturón.
—No creo.
Vi que se abstraía y sabía que tenía que hacerla volver.
—¿Y el calzado?
—Yo diría que botas, si tuviera que especular.
—No es un cuestionario con respuestas optativas. Lo primero que le venga a la cabeza. Sigamos con los pantalones. ¿Eran estampados o lisos?
La cara se le iluminó.
—Oiga, eso sí que lo sé. Ya se lo dije a los polis entonces. Margaritas.
—¿Recuerda de qué color?
Se encogió de hombros.
—De color margarita. Ya sabe, amarillo y blanco. Probablemente algo verde en algún sitio. ¿Es importante?
—Sólo estoy tanteando. ¿Y la camisa?
—Lisa. Imagino que no irá a preguntarme por todos los detallitos.
Sonreí.
—No, de verdad que no. ¿La camisa era oscura o clara?
—Azul oscuro, de cendal.
—¿De qué? Disculpe, pero no conozco esa palabra.
—Tampoco yo estoy segura, pero sé que es así porque fui a consultarlo.
—¿Tomó notas?
—Guardo el recorte del periódico. Está en la otra habitación. Sentí un timbre de alarma dentro de la cabeza. Tenía la información preparada.
—¿Le dio la impresión de que era de aquí o de que estaba de paso?
—De paso, sin duda. La había visto haciendo autoestop un poco antes, al llegar al trabajo. Le aseguro que hacía tiempo que no comía. Engulló la comida en un santiamén.
—Puede que estuviera drogada —repliqué.
—Ah. No se me había ocurrido. Probablemente sí, ahora que lo pienso. Eso explicaría por qué se había quedado sin dinero. Se lo gastó todo en drogas.
—Es una posibilidad. Me pregunto hasta dónde podría llegar sin fondos. ¿O cree que tenía dinero y simplemente prefirió no gastárselo en comida?
—No sabría decirle. Si no me hubiera ofrecido a abonar su consumición, se habría ido corriendo, así que de todas formas habría tenido que cargar con la cuenta. Apuesto a que también mendigaba. No sé qué edad tendrá usted, pero no es probable que se acuerde de aquellos tiempos.
—La verdad es que sí. Ya estaba saliendo de la adolescencia.
—El caso es que todos aquellos hippies iban por ahí gorroneando, sacándote toda la calderilla que tuvieras y fumando unos porros gruesos y largos. Ya no recuerdo cómo los llamaban. Trompetas, creo. Pero yo no estaba metida en aquello. Bueno, quizá probara un poco la hierba, pero nunca tomé LSD.
Hice un comentario inaudible y luego pregunté:
—¿Llevaba joyas?
—No, creo que no.
—¿Ni reloj ni pulsera? ¿Y pendientes?
—Ah. Ahora me acuerdo. No llevaba pendientes. Tenía el lóbulo izquierdo partido. Como si le hubieran arrancado un aro de un tirón.
—¿Era una herida reciente?
—No. Se había cerrado ya, pero lo tenía partido.
—¿Y las uñas?
—Mordisqueadas hasta la raíz. Casi vomité. No parecía muy limpia y se comía las cutículas hasta que sangraban. ¿Ha visto alguna vez algo así? Unas uñas tan cortas que las yemas de los dedos parecían hinchadas. Ver eso revuelve el estómago a cualquiera.
—Y está segura de que no la había visto por el pueblo antes de aquel día.
—Ni antes ni después.
—¿Y por qué bendita casualidad llamó a la oficina del sheriff?
—No fue ninguna casualidad. Leí lo del cadáver en el periódico y recordé que había estado allí. Como he dicho antes, el episodio se me quedó grabado porque quiso dármela con queso.
—¿Por qué estaba tan segura de que era la misma chica?
—¿Qué otra podía ser?
—Ah. Bueno, me ha resultado muy útil todo lo que ha dicho. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado. —Le di la mano.
Me la estrechó a regañadientes.
—¿No me cree? He visto que no tomaba notas.
—Lo tengo todo aquí —respondí dándome unos leves golpes en la cabeza.
Ya en el coche, consulté el mapa de carreteras. Roxanne seguía en el porche, mirándome y probablemente preguntándose por qué tardaba en marcharme. Puede que creyera que estaba tomando notas por fin, apuntando los falsos recuerdos que había inventado con el paso de los años. No es que mintiera. Pero había contado su versión demasiadas veces. A aquellas alturas, o improvisaba como una loca o se refería a otra persona. Doblé el mapa por la mitad y traté de calcular a qué distancia se encontraba la hacienda. Si continuaba hacia el sur por Riverside y giraba noventa grados a la derecha, llegaría a la carretera que doblaba hacia el sureste y que empalmaba con la autopista 101 a la altura de Gull Cave. Según el mapa, la carretera se denominaba Calle LeGrand, presumiblemente por mi bisabuelo LeGrand, cuyas doce mil hectáreas representaban una buena parte de la zona. Unas líneas azules del grosor de un pelo señalaban líneas azules del grosor de un pelo señalaban los riachuelos que la recorrían.
Puse en marcha el Volkswagen y le hice señas con la mano a Roxanne para despedirme al ponerme en marcha. Lo último que vi de ella es que estaba columpiándose en el porche, con otro cigarrillo en la mano y tomándose otro trago de cerveza.
Tomé la Calle LeGrand y seguí por la carretera del sur, entre ondulantes colinas doradas que se pondrían tan verdes como Irlanda en cuanto volvieran las lluvias. Por donde no había construcciones a la vista, me figuraba que estaba mirando con los ojos de los primeros colonos, maravillándome ante aquella inmensidad virgen, desnuda y sumida en un silencio rasgado sólo por los trinos de los pájaros. Al llegar a la curva de la hacienda pasé de largo y tuve que dar media vuelta cuando advertí que me había despistado. Al volver vi el camino lateral en el que Stacey, Dolan y yo nos habíamos encontrado con Arne Johanson. La puerta metálica estaba abierta y una nube de polvo sobre el camino de grava me indicó que acababa de pasar por allí un vehículo.
Doblé por el camino conduciendo despacio, con la atención puesta en el barranco donde habían encontrado el cuerpo de Juana Nadie. Entonces vi que una sección del camino se desviaba hacia la izquierda e iba a parar a un callejón sin salida, y recordé la referencia a la furgoneta VW que habían visto aparcada en aquel lugar. Y también un descapotable rojo con matrícula de otro estado. En aquel momento no recordaba el nombre de la persona que lo había visto, pero quizá valiera la pena comprobar la información, como había sugerido Arne. No sé qué Vogel. Tendría que mirado. Fui cuesta arriba con el coche, siguiendo la ruta que Arne había tomado con el Jeep. Esperaba sinceramente que los carteles de PROHIBIDO EL PASO no fueran para mí.
La casa se me apareció delante como salida de una vieja película de miedo. Aparqué en el sendero de entrada y me acerqué con una curiosa mezcla de ansiedad y emoción. Las espalderas sujetas a intervalos a la barandilla del porche sugerían que antaño habían trepado por allí rosas o campanillas. Ahora los macizos de flores se veían abandonados y en estado salvaje. Subí los escalones del porche, que parecían sorprendentemente sólidos. La casa, aunque en ruinas, se había construido para que durase. Recordaba haber oído algo en algún momento sobre trasladar la casa al municipio, para restaurarla como posible atracción turística. Me di cuenta de por qué el ayuntamiento se resistía a reclamarla. Incluso la idea de restaurar la casa donde se hallaba era una proposición cara. ¿Y con qué fin?
Empujé la puerta principal y, para mi sorpresa, resultó que no estaba cerrada. La abrí del todo y nada más entrar me sumergí en una densa nube de hollín y moho. Pasé los treinta minutos siguientes vagando de planta en planta, sobrecogida por el esplendor que aún quedaba allí. Techos altos, la amplia escalera del vestíbulo, el mármol y la caoba de las habitaciones. Tras la enorme antecocina se encontraba la cocina, también de tamaño gigantesco, y las dependencias de los criados detrás. Había allí otra escalera para subir al primer piso. Los recuerdos se me agolpaban en la cabeza. Vagas imágenes sin forma, llenas de sombras, se movían en los límites de mi campo visual. Oía rumores, conversaciones y risas en otra habitación, aunque no podía distinguir las palabras.
Estaba en el rellano del primer piso cuando oí pasos en el vestíbulo. Al pie de la escalera exclamaron:
—¿Kinsey?
Durante un maravilloso momento me pareció la voz de mi madre, que había vuelto de entre los muertos.