5

Escribía rápida y limpiamente, condensando la información del expediente mientras la comentábamos.

—¿Qué es lo primero que tenemos? —Levantó el rotulador y nos miró. Como cualquier buen profesor, quería cerciorarse de que íbamos a aprender las respuestas.

—Es blanca —dijo Dolan—. De edad comprendida entre los doce y los dieciocho años.

—Bien. Lo que significa que su fecha de nacimiento está entre 1951 y 1957. —Stacey escribió la anotación de rigor en la parte superior del papel.

—¿Y qué hay de la fecha estimada de la muerte? —pregunté.

Pensé que Dolan consultaría el informe de la autopsia, pero al parecer se lo sabía de memoria.

—El doctor Weisenburgh dice que llevaba allí entre uno y cinco días, así que tuvo que ser entre el 29 de julio y el 2 de agosto. Ahora está retirado, pero le hablé sobre el tema y se acordaba de la chica.

—Muy bien. —Stacey escribió la fecha en el papel, debajo de la del nacimiento de Juana Nadie. Siguió escribiendo, esta vez dictándose a sí mismo. Rápidamente, repasamos lo básico: estatura, peso, ojos y color del pelo.

—Según el informe era rubia —dijo Dolan—, aunque posiblemente teñida. Empezaba a verse pelo oscuro en las raíces.

—Tenía dientes de caballo y muchos empastes, pero ningún aparato de ortodoncia —indiqué.

Stacey frunció la boca.

—Quizá deberíamos detenernos en ese punto.

Dolan negó con la cabeza.

—Cuando yo era joven no se estilaba poner aparatos. Éramos muchos en la familia, trece hermanos, y todos teníamos los dientes torcidos. Mirad. Las bases están torcidas, pero las puntas están bien. ¿A ti te pusieron aparatos de pequeña? —me preguntó.

—No.

—A mí tampoco —dijo Stacey—. Bueno. Me alegro de que hayamos aclarado este punto. Y ahora, ¿qué información nos dan los dientes de caballo?

—Bueno, yo diría que muchos jóvenes con ese problema van a ver al dentista antes de cumplir los diez años. Mi sobrina tiene tres hijos, así que sé que empiezan pronto; a veces lo arreglan en dos o tres etapas. Si esta muchacha necesitaba un aparato, lo habría llevado cuando murió.

—Quizá su familia no tenía dinero para pagarlo —sugerí.

—Eso podría ser. ¿Algo más?

—Con los empastes que le pusieron, debía de alimentarse de mala manera. Caramelos. Refrescos. Comida basura —dijo Dolan mirándome de reojo. Luego dirigió la vista a Stacey—: No quisiera parecer esnob, pero los chicos de clase media alta no suelen tener una dentadura tan cariada como la suya.

—Piense en los dolores de muelas —intervine.

—Pero se las empastó. En realidad, el odontólogo forense cree que todos los empastes se hicieron en la misma época, probablemente uno o dos años antes de la muerte.

—Debió de costarle un pellizco —comenté.

—Pensad en todas las inyecciones de novocaína —dijo Dolan—. Tienes que permanecer allí sentado durante horas, con el chirrido del taladro metido en la cabeza.

—Olvídelo. Hace que me suden las manos. Tengo fobia a los dentistas, por si no lo sabía. Fíjese —dije, y le enseñé las manos.

Stacey frunció el entrecejo.

—¿Pusieron en circulación alguna plantilla con los empastes?

—Que yo sepa no —dijo Dolan—. He traído una copia. Más vale que esté a mano por si encontramos algo que coincida. Tenemos los maxilares.

—¿Las mandíbulas? —pregunté mirándolo—. Pero si han transcurrido dieciocho años.

—También tenemos los dedos de las manos.

Stacey lo anotó en el papel.

—A ver si podemos conseguir que la oficina del forense nos dé otra serie de huellas. Quizá consigamos algo en los bancos de datos.

—Por la edad que tenía cuando murió, no creo que figure en ellos —dijo Dolan.

—A no ser que en su día la detuvieran por mechera o por hacer la calle —dije, siempre optimista.

—El problema es que, si la detuvieron siendo menor de edad, anularían su ficha y lo más probable es que a estas alturas la hayan destruido —dijo.

Levanté una mano.

—Se ha hablado de por qué no pudo identificarse; supongan que era de otro estado, por ejemplo de la Costa Este. Me da la impresión de que la noticia no llegó a ser un escándalo nacional.

—Dudo mucho que se hablara siquiera del asunto fuera del condado —apuntó Dolan.

—Pasemos a la ropa. ¿Alguna idea? —preguntó Stacey.

—Creo que el detalle de que el pantalón fuese de confección doméstica resulta interesante —respondí—. Sumado a la deficiente higiene bucal, suena a pocos ingresos.

—No necesariamente —dijo Stacey—. Si su madre le hacía la ropa, sugiere cierto nivel de cuidado y preocupación.

—Vale, sí. Eso también. El pantalón estampado de las flores era llamativo. Tejido blanco con margaritas azul oscuro con el centro rojo. Alguien podría recordar la tela.

—Me gustaría volver atrás y echar un vistazo a la declaración que hizo la empleada del autoservicio sobre la chica hippie que entró en el establecimiento —dijo Dolan—. ¿Cómo se llamaba, Roxanne Faught? Deberíamos localizarla de nuevo para ver si tiene algo que añadir.

—Yo hablé dos veces con ella, pero inténtalo —dijo Stacey—. ¿Sigue abierto el autoservicio?

—Que yo sepa, sí. Permaneció cerrado durante un tiempo, de modo que es posible que haya cambiado de propietario. ¿Quieres que me acerque con el coche? —preguntó Dolan.

—Ya lo haré yo. Puedo ir esta tarde —dije.

—Vale. ¿Qué más? ¿Qué me decís de las tallas?

Nos pasamos unos minutos buscando los detalles. Dolan hojeó las páginas buscando la lista de prendas registradas en el almacén.

—Vamos allá. Calzado, 37, las bragas de talla mediana, el sujetador talla 38 A.

—Eso significa —dije— que era ancha de tórax, pero que tenía poco pecho. Pecho de barril. Las chicas así suelen parecer gordas aunque estén delgadas.

Dolan pasó una página.

—Aquí pone que tenía las orejas perforadas. «Atravesando el lóbulo izquierdo hay un alambre dorado con forma de herradura. Atravesando el lóbulo derecho, otro alambre dorado con el extremo inferior enroscado en forma de broche». Es algo que la gente también recordará.

Stacey lo añadió a la lista y preguntó:

—¿Es todo?

Levanté la mano.

—Llevaba las uñas pintadas. De color plata.

—Entendido. ¿Algo más?

—Yo no recuerdo nada.

Dolan se puso en pie.

—En ese caso, si me disculpáis, salgo a fumar.

A la hora del almuerzo me ofrecí voluntaria para ir al supermercado más cercano a comprar lo necesario para preparar unos bocadillos, pero al parecer se habían enterado de mi fijación fetichista por la mantequilla de cacahuete con variantes y votaron por ir a comer a un restaurante chino. Subimos al coche de Con y atravesamos la ciudad hasta La Gran Muralla; la fachada imitaba una pagoda y encima del dintel había una dorada estatua de Buda sedente. Ya en el aparcamiento, esperé a que Stacey y Con guardaran las pistolas en el maletero del coche y entramos en el restaurante.

Las paredes estaban pintadas con el obligado rojo chino y por todo el establecimiento había bancos rojos de cuero sintético y farolillos esféricos de papel blanco colgados como lunas. Stacey no tenía mucho apetito, pero Con parecía más que deseoso de empezar a comer. Yo me moría de hambre, como de costumbre. Pedimos raviolis fritos y rollitos de primavera, que empapamos en esa mostaza pálida que cura el resfriado nasal. Luego comimos cerdo mu shu, pollo kung pao y ternera a la naranja, con un tazón de arroz blanco. Con y yo bebimos cerveza. Stacey tomó un té con hielo.

Mientras comíamos, los chicos especularon sobre la identidad del asesino, asunto que prefería dejar en sus manos. No tengo ninguna formación oficial en investigación de homicidios, aunque he tropezado con algunos cadáveres en el ejercicio de la profesión. Dada la naturaleza del asesinato, suponían que el asesino era probablemente de sexo masculino, en parte porque a las mujeres suelen asquearles los asesinatos cuerpo a cuerpo, con sangre e higadillos. Además, la cantidad de puñaladas sugería una brutalidad que se asociaba más con los hombres.

—¡Eh, eh! Que las mujeres de hoy en día pueden ser muy brutas —replicó Con.

—Sí, pero no me imagino a ninguna mujer levantando el cadáver para meterlo en el maletero y volviéndolo a sacar. Cincuenta y siete kilos son mucho peso muerto.

—Nunca mejor dicho —apuntó Dolan—. ¿Crees entonces que fue planeado?

—Si lo fue, se supone que también había un plan para deshacerse del cadáver. El que la mató tenía prisa, al menos prisa suficiente como para no cavar una tumba.

El teniente tomaba notas en una servilleta y el bolígrafo rasgaba el papel de vez en cuando.

Con abrió el estuche de los palillos, los separó y frotó uno contra otro para alisarlos y quitarles la pelusilla que suele haber en la madera. Luego roció el pollo y la ternera con salsa de soja de manera que se formó un lago negruzco en el que los granos de arroz nadaban como pececillos.

—Me llama la atención que no eligiera un lugar más lejano para tirarla.

—Si no conoces un sitio mejor, ese tramo de carretera parece bastante aislado. No hay casas a la vista. Probablemente no sabía nada del personal que iba y venía de la cantera.

—En eso estoy de acuerdo con usted. Los forenses dicen que el cable que utilizó para atarle las muñecas se arrancó de algún sitio, así que debió de pillar lo primero que se le puso a mano. El tipo iba dejando cagarrutas por donde pasaba.

Vi que Dolan formaba una pinza con los palillos para pescar un trozo de pollo, pero no conseguía llevárselo a la boca.

—La cuestión es: ¿se había fijado en esa chica en concreto o andaba buscando una víctima y le tocó a ella por casualidad?

—Yo creo que fue una expedición de búsqueda —dijo Dolan—. Debió de intentarlo con cinco o seis chavalas hasta que una le dijo que sí. —Había pasado a la técnica de la excavadora y ahora utilizaba los palillos juntos como una especie de pala sobre la que montó el bocado de pollo. Consiguió acercárselo hasta el labio inferior. Huy, por qué poco. Movió la cabeza—. No creo que sea un asesino en serie. Tiene más pinta de ser un hecho único. —Lo intentó de nuevo, esta vez bajando la cabeza y abriendo y estirando los labios como un oso hormiguero mientras levantaba los palillos. Atrapó un trozo de corteza de naranja, pero el resto cayó al plato.

Me hice con un tenedor de la mesa contigua y se lo di. Stacey trazó unos garabatos en la servilleta, que ya estaba hecha jirones.

—Espera. Volvamos atrás un momento. Por lo que se refiere a la edad, a mí me parece más probable que estuviera cerca del tope superior…, dieciséis, diecisiete, dieciocho, o más, y no a los doce o trece del tope inferior. Si hubiera sido tan joven, habrían denunciado su desaparición, tanto si se había ido voluntariamente como por un enfado momentáneo. Como padre, puedes encogerte de hombros y no darle importancia, pero si ves que no vuelve a casa, te preocupas. Empiezas a hacer llamadas y descubres que sus amigos tampoco la han visto, y entonces avisas a la policía. Pero si tiene veinte años, ya no es tan probable que se dé la alarma.

—Es verdad. Puede que se hubiera fugado ya muchas veces. Puede que la última fuese una más en una larga cadena de desapariciones.

Dolan apartó el plato.

—Ya que estamos dejando volar la imaginación, ahí va otra sugerencia. No creo que fuera de aquí. El asesino no le hizo heridas en la cara, de modo que no debía de estar preocupado porque pudieran reconocerla. No sabía cuánto tiempo iba a permanecer allí tirada. Suponed que la hubieran encontrado el mismo día y hubieran puesto una descripción de la chica en los periódicos. Si hubiera sido de aquí, alguien habría sumado dos y dos y averiguado el asunto inmediatamente.

—¿Y si fuese extranjera? —pregunté—. De Inglaterra o de España. Tiene que haber un montón de lugares donde los empastes no sean tan caros. Eso también explicaría por qué no denunciaron la desaparición.

—Si tramitaron la denuncia a través de la Interpol, nosotros no teníamos por qué enteramos —dijo Dolan—. Vale la pena comprobarlo. Quizá guardan algo en los archivos.

—Hay una nota por alguna parte donde pone que una mujer alegó haber visto a una autoestopista que coincidía con la descripción de la chica de Colgate. Fue un par de horas antes de que la empleada del autoservicio de Gull Cave viera a aquella hippie el 1 de agosto. Puede que se dirigiese a la costa —dijo Stacey.

Dolan abrió la carpeta negra; había señalado con trocitos de papel los lugares donde se encontraban los partes. Pasó unas páginas y consultó las notas que había escrito al margen con una letra sorprendentemente pequeña.

—Estás pensando en Cloris Bargo. Dice que el 29 de julio, a las cuatro y media de la tarde, vio a una chica de raza blanca, entre metro cincuenta y ocho y metro sesenta de estatura, de unos dieciséis o diecisiete años, blusa azul marino, pantalones de flores y cabello largo rubio, apoyada en la base del paso elevado de Fair Isle. Bargo vio un vehículo que paraba, la recogía y se iba en dirección norte por la 101.

—Eso merece otro vistazo. Si Juana Nadie viajaba haciendo autoestop, podríamos seguirle la pista al revés y tratar de descubrir su punto de origen, quizá recomponer incluso la cronología de los hechos. —Stacey sacó el mapa de California y lo desdobló, lo sacudió y lo extendió sobre la mesa—. Si venía del sur, tuvo que seguir la 405 hasta la 101. Las principales arterias de Arizona a California son la autopista 15 desde Las Vegas, Nevada, la 40 desde Kingman, Arizona, la 10 desde Phoenix y la 8 que viene de Yuma. Si hubiera partido de cualquier otro lugar, habría seguido otro camino.

—Eso no se puede saber —dijo Dolan—. Pudo haber venido de cualquier sitio. Por otra parte, estamos hablando del 29 de julio. Es el mismo día que Frankie Miracle mató a su novia y se echó a la carretera. Si Juana Nadie estaba haciendo autoestop, a lo mejor la recogió él.

Dejamos el tema en aquel punto y nos dedicamos a otra cosa.

Después de comer, Con me dejó en el nuevo despacho. Me puse al día garabateando notas en las tarjetas de fichero y luego invertí unos minutos en una investigación digital, o sea, pasando los dedos por los listados de la guía telefónica. Mi misión consistía en comprobar los informes sobre la joven hippie que había hecho autoestop entre el 29 de julio y el 1 de agosto. Con se dedicaría a llamar por teléfono para averiguar el paradero de los antiguos compañeros de celda de Frankie Miracle, mientras Stacey investigaba sus escaramuzas legales de los últimos años. Habíamos quedado en reunirnos aquella noche en el CC para cotejar lo que hubiéramos descubierto.

Tenía unas señas antiguas de Roxanne Faught, pero ninguna de Cloris Bargo. Por una vez, la suerte estuvo de mi parte y, para variar, funcionó comenzar por lo más lógico. Mientras repasaba las páginas blancas vi una Bargo, no Cloris, sino una hermana suya que ni siquiera se molestó en preguntar por mis intenciones antes de darme el teléfono actual de Cloris, que resultó que vivía en Colgate. Qué vergüenza. ¿Y si yo era una desvalijadora de pisos o una buscadora de morosos?

Busqué el plano de la población y tracé un círculo alrededor de mi punto de destino, un barrio de clase media que quedaba inmediatamente después de la salida de Fair Isle, el lugar donde Cloris Bargo había visto a la muchacha. Cerré el despacho, puse en marcha el VW y fui por Capillo Avenue hasta la 101.

El día era templado y neblinoso, y el paisaje parecía apagado, como si lo hubieran lavado con leche desnatada. Bajé los cristales de las ventanillas y dejé que el viento me azotara el pelo. Había poco tráfico y tardé menos de seis minutos en llegar a Colgate.

Salí por la rampa de Fair Isle y avancé rumbo a las montañas mientras contaba las calles, hasta que doblé a la izquierda por York. La casa que buscaba estaba a la izquierda, en el centro de la calle. Era un barrio de casas de estructura básica, aunque casi todas habían sido reformadas concienzudamente desde los años sesenta, época en que se urbanizó la zona. Los garajes se habían convertido en sala de estar para la familia; se habían cerrado los porches, se había construido un piso encima de la planta baja inicial y los cobertizos de la parte posterior se habían ampliado y juntado. El césped parecía firme y los árboles habían crecido hasta el punto de que las raíces habían abombado algunas aceras. Los hijos, bebés cuando los padres se instalaron allí, habían crecido y se habían ido ya, para regresar al barrio con descendencia propia.

Aparqué delante de una casa blanca de dos plantas con paredes estucadas; habían añadido una estructura de madera a la izquierda y una entrada barroca sobre la puerta preexistente, con arcos, una portilla de madera, rosales trepadores y gran profusión de malvas reales, hortensias y polemonios. Crucé la entrada y subí los escalones del porche. La puerta principal estaba abierta y el cancel con el cerrojo echado. Del fondo de la casa salía un olor a algo cociéndose, fruta y azúcar. La radio de la cocina estaba sintonizada con un programa de llamadas telefónicas y se oía al locutor aleccionando a alguien con voz dogmática. Apoyé la mano en el cancel y me la puse a modo de visera sobre los ojos, para poder ver el interior. La puerta principal que daba exactamente en el extremo opuesto de la puerta trasera, de modo que distinguí incluso la valla posterior que separaba los patios.

—¡Hola! —exclamé.

—¡Estoy aquí! —gritó una mujer—. Venga por detrás.

Bajé del porche y seguí el camino que rodeaba la casa por la derecha. Al pasar por delante de la cocina vi a la mujer a través de la ventana, que estaba abierta. Debía de encontrarse ante el fregadero, porque se inclinó hacia delante y cerró el grifo sin dejar de mirarme. Parecía tener unos treinta y cinco años, aunque cuando la vi de cerca le eché otros diez.

—Hola —dije, y me detuve—. ¿Es usted Cloris Bargo?

—Lo fui hasta que me casé. ¿Desea alguna cosa? —Volvió a abrir el grifo y bajó la mirada hacia el plato o los utensilios que estuviera fregando.

—Necesito cierta información. No le robaré más de cinco o diez minutos. —Resultaba extraño mantener una conversación con una persona cuya cara estaba sesenta centímetros por encima de la mía. Casi podía verle las fosas nasales.

—No será usted vendedora, ¿verdad?

—En absoluto. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada. Su nombre ha aparecido en relación con un caso de la oficina del sheriff en el que estoy trabajando.

Me observó fijamente, aguzando la mirada.

—Será la primera vez. Hasta ahora no había oído que la oficina del sheriff contratara personal externo.

—Se trata de un agente retirado que estuvo destinado al norte del condado y que ha reabierto un viejo caso de homicidio… El de la joven apuñalada en 1969.

Puso algo en el escurreplatos, se secó las manos con un paño de cocina y apagó la radio. Como no hacía más comentarios, añadí:

—¿Puedo pasar?

Aunque no me invitó expresamente, hizo un gesto que interpreté como que me daba la venia. Seguí recorriendo el camino de hormigón hasta que llegué a la parte trasera, donde el hormigón se ensanchaba y formaba un aparcamiento. A la derecha, entre un poste de madera y un tomillo clavado en la pared del garaje, colgaba una cuerda de tender ropa. Las blancas sábanas ondeaban perezosamente, sacudidas por la brisa. El patio trasero era muy vistoso; los macizos de flores estaban protegidos por secciones de valla blanca prefabricada de treinta centímetros de altura. Habían trasplantado recientemente pensamientos y petunias, mustias a consecuencia del traslado. Un aspersor automático acoplado a una manguera rociaba la hierba con un tenue y oscilante abanico de agua. Los muebles de jardín habían conocido épocas mejores. Los tubos de aluminio de las sillas estaban doblados en algunas partes y el revestimiento de nailon verde y blanco se veía raído y desteñido. Al fondo había un terreno labrado, con tomateras, un surco de pimientos recién plantados y cinco tutores para judías, semejantes a las tiendas donde viven los indios, que esperaban el envolvente abrazo de los tallos. No vi el menor rastro de niños ni de animales.

Subí los seis escalones del porche. La mujer se encontraba ya en el umbral. Dio un paso atrás sin soltar la puerta y entré en la casa. Su actitud había cambiado en los breves instantes que había tardado en rodear la vivienda. Parecía tener la mandíbula encajada, o por terquedad o a causa de alguna tensión. En sus movimientos hubo algo que me hizo pensar que me convenía demostrarle quién era yo. Le di una tarjeta.

La dejó en el mármol de la cocina sin leerla. Era una mujer delgada y pequeña, con pantalón corto marrón, camiseta blanca de tirantes, nada de maquillaje y pies descalzos. El oscuro cabello le llegaba hasta la barbilla y lo llevaba recogido con horquillas por detrás de las orejas.

—Bonitas flores —dije.

—Mi marido se ocupa de ellas. Las verduras son mías.

El calor que hacía en la cocina era como el del sur de Florida en junio; no llegaba a ser opresivo, pero la temperatura te tentaba seriamente a abandonar el estado. Sobre las rejillas de los fogones, encendidos a fuego lento, había dos grandes ollas a presión de acero inoxidable. Las tapas estaban en el mármol, una al lado de otra, y los casquillos de la presión en el alféizar de la ventana. Tapas, aros de caucho, cucharones y pinzas recién esterilizados yacían sobre paños de cocina blancos, semejantes a instrumentos quirúrgicos. En un cazo había un líquido rojo oscuro, pegajoso como el pegamento. Aspiré el rico y caliente perfume de las fresas prensadas. En la mesa que estaba en el centro de la cocina había doce frascos herméticos de medio litro.

—Siento interrumpirla.

—No importa. —Volvió al fregadero. Todo en ella evocaba los valores campesinos del Medio Oeste; las conservas, las sábanas tendidas, el huerto y la cara sin maquillar.

—¿Recuerda el caso?

—Vagamente.

Me di cuenta de que no le preguntaba nada que le permitiera refrescar la memoria, así que le eché una mano.

—Un ayudante del sheriff dejó constancia escrita de una información facilitada por usted. Según sus notas, usted vio a una chica haciendo autoestop justo a la salida de Fair Isle el 29 de julio de 1969.

—Ya ha mencionado usted ese año.

Pasé por alto la observación.

—Usted dijo que vio que un vehículo se detenía y recogía a la chica. Resulta que coincide con la descripción de la persona asesinada que se encontró en Lompoc un par de días después.

La expresión de Cloris Bargo experimentó un cambio cuando aparecieron dos visibles manchas rosáceas en sus mejillas, como de colorete aplicado por la cosmetóloga de unos grandes almacenes.

—¿Quiere un té con hielo? Puedo preparárselo. Ya está hecho.

—Me encantaría.

Abrió un armario, sacó un vaso de aluminio bruñido y lo llenó de cubitos de hielo. Vertió el té de una jarra de cristal grueso que había en el frigorífico. Sabía que la mujer se callaba algo y quería darle un margen de tiempo para que se decidiera a hablar. Era evidente que pasaba alguna cosa, pero ignoraba el qué. Me alargó el vaso.

—Gracias —murmuré, y tomé un largo y saludable trago antes de darme cuenta de que estaba saturado de azúcar. Hice una mueca. Era como ese jarabe horroroso que te dan a beber antes de que te saquen sangre para el diagnóstico de enfermedades que esperas no tener.

Se apoyó en el mármol.

—Me lo inventé.

Dejé el vaso.

—¿Qué parte se inventó?

—Todo. No vi a aquella chica.

—¿Ni a ninguna otra autoestopista?

Negó con la cabeza.

—Poco antes había conocido al ayudante del sheriff; el que tomó nota de mi declaración. Yo acababa de llegar a California. Mi familia no llevaba aquí ni seis meses. No conocía a nadie. Habían visto a un merodeador por el barrio y enviaron al ayudante del sheriff para que hablara con nosotros. Fue de casa en casa, preguntando si habíamos visto algo raro o inusual. Yo estaba de baja. Acababan de operarme de apendicitis y seguía convaleciente. Si no, no me habría encontrado en casa. Terminamos sosteniendo una larga charla. Me pareció un hombre agradable. —Se detuvo.

—Tómese su tiempo —dije.

—Una semana después, los periódicos mencionaron su nombre en relación con la investigación del asesinato. Yo jamás había mentido, pero fui al teléfono y llamé a la oficina del sheriff preguntando por él. Cuando se puso al habla, solté lo primero que me vino a la cabeza.

—Entonces, lo que declaró acerca de que había visto a una chica cuya descripción coincidía con la de la víctima era totalmente falso —expuse, esperando haberla entendido mal.

—Sólo dije eso. Seguro que llamó muchísima gente con información que no servía para nada. Lo único que quería era la oportunidad de hablar con él otra vez.

Me quedé un momento en silencio, pensando: joder, joder, joder.

—¿Funcionó?

Se encogió de hombros.

—Me casé con él.

—Bueno, por lo menos eso salió bien.

Desvió los ojos hacia la ventana. Vi que un coche se acercaba por el camino a la parte trasera. Volví a mirarla.

—Hágame un favor —me pidió bajando la voz.

—Claro.

—No se lo diga a mi marido. No sabe la verdad.

—¿No lo sabe?

Negó con la cabeza.

—¿Cree que le importaría después de dieciocho años?

Oí el golpe de la portezuela del coche al cerrarse y el taconeo del marido entre el garaje y el porche trasero, que se interrumpió cuando se detuvo a mirar los pensamientos y las petunias. En mi opinión, necesitaban agua. Por lo visto, en la suya también. Oí el gemido y el chirrido del grifo cuando lo cerró, movió el aspersor Y volvió a dar el agua. Siguió andando hacia la puerta trasera mientras la mujer añadía rápidamente:

—Siempre que le preguntan cómo nos conocimos, cuenta la anécdota de que me molesté en llamar para dar información. Le admiraba que fuera una ciudadana tan responsable. Dice que es uno de mis mejores rasgos. Asegura que se enamoró de mí durante aquella charla telefónica. Entonces declaró que había sido cosa del destino, porque me había visto en persona la semana anterior. Cree que soy diferente. Según él, superior a los demás.

—Complicado.

—Y que lo diga.

Se abrió la puerta trasera. Entró el marido, que se detuvo a limpiarse los pies en el felpudo de la entrada. Un hombre atractivo. Andaba por los cincuenta años y tenía el pelo gris y los ojos azules, y rasgos probablemente holandeses o escandinavos. Era alto y esbelto, de constitución musculosa, sin una pizca de grasa. Vestía ropa de calle; pantalón pardo, camisa de color azul oscuro y corbata con un dibujo pardo y azul. Llevaba la chapa en el cinturón. Me pregunté cuál sería su trabajo después de veinte años en la oficina del sheriff. No llevaba la pistola ni la funda, que debía de haber dejado en el maletero del coche.

—¿Qué es complicado?

—Conseguir el punto justo de la pectina —respondió la mujer sin pestañear siquiera. Haberle mentido una vez la había convertido en experta.

—Soy Kinsey.

—Joe Mandel. No deje que la engañe. Hace las mejores fresas en conserva que haya comido en su vida.

—Estoy segura.

Tenía arrugas en la cara y el pelo empezaba a ralear. Era la edad, que se cobraba su tributo. Por su aire de deportista deduje que andaba deprisa y que todavía era capaz de pelearse con los malos si las circunstancias lo exigían.

—Esto parece un laboratorio. ¿Se cuece algo?

—Más o menos —dije.

No manifestó especial curiosidad por saber quién era yo ni qué estaba haciendo en la cocina con su señora. Le dio un beso en la mejilla y le acarició un brazo.

—Voy a cambiarme para trabajar un rato en el patio. Esta noche iremos a Sizzler y te librarás de todo este calor. ¿Necesitas ayuda?

—No, cielo. Gracias.

—Encantado de conocerla —dijo dirigiéndome una rápida sonrisa.

Sonreí a mi vez y levanté una mano a modo de respuesta. Cuando salió, Cloris lo siguió con los ojos mientras su expresión pasaba de la calidez a algo más soso.

—Parece un buen hombre.

—Es un buen hombre. Por eso me casé con él. Es honrado. A él nunca se le ocurriría contarme una mentira.

—¿Y por qué no le cuenta la verdad?

—¿Y por qué no se mete usted en sus asuntos? Puedo afrontar esto yo sola.