4

El viernes por la mañana me levanté a las seis y desconecté la alarma una fracción de segundo antes de que se pusiera en marcha el radio despertador. Me quedé mirando el tragaluz que tengo encima de la cama. No llovía. Ya la habíamos cagado, porque no tenía ganas de hacer ejercicio, pero hice un trato conmigo misma: iría a correr pero me saltaría el gimnasio. Recogí la ropa de deporte que había dejado doblada en el suelo. Me puse los pantalones y la sudadera, me senté en la cama, me puse los calcetines, metí los pies en las Saucony, até los cordones y me levanté. Pensé que sería mucho más productivo acostumbrarse a dormir con la ropa de deporte y los calcetines. Sólo me faltarían las zapatillas de correr y ya estaría lista. Entré en el cuarto de baño, me senté en la taza, luego me cepillé los dientes, me eché agua en la cara y, sin secarme las manos, me las pasé por los montes y valles que el sueño me había dejado en el pelo. Bajé al trote las escaleras de caracol, comprobé el pestillo de la puerta de la calle, lo eché y salí por la puerta lateral.

El barrio estaba tranquilo y el aire, húmedo. Anduve manzana y media y crucé Cabana Boulevard hasta el carril bici que discurría paralelo a la playa. Empecé a correr y me sentí pesada, notaba en el esqueleto todos los pasos y saltos que daba. Correr no es en mi caso un tema de debate. Me levanto y lo hago; a menos que llueva, claro, porque entonces me vuelvo a acurrucar en la cama. Si no llueve, cinco mañanas por semana me despejo la modorra y me pongo en marcha antes de perder la calma, porque sé que, sienta lo que sienta al principio de la carrera, habrá desaparecido cuando la termine. Del gimnasio podía prescindir, aunque había levantado muchas pesas durante los últimos meses.

El amanecer ya se había presentado con un derroche de luz que había dejado el cielo de un azul inmaculado. El agua tenía un aspecto prohibitivo, fría, sucia, celebrada sólo por los leones marinos que esperaban en la orilla, rugiendo de alegría. Corrí dos kilómetros y medio en dirección al Cabana Recreation Center, di media vuelta y rehíce los dos kilómetros y medio en dirección contraria, reduciendo la velocidad cuando me encaminé a casa.

Había estado conteniendo las ganas de pensar en los sucesos del día anterior, pero me notaba distraída. Dolan y Stacey habían captado el apellido «Kinsey» en cuanto Johanson lo mencionó, pero mi cara debió de decirles que se guardaran los comentarios para sí. Apenas hablé mientras el capataz de la hacienda nos enseñaba el granero, los viejos huertos y el invernadero, que llevaba mucho tiempo abandonado. Casi todos los cristales estaban intactos. El aire era húmedo y olía a mantillo, a musgo, a abono y a marga. En aquel entorno protegido habían crecido enredaderas intrusas y arbustos oportunistas, creando una jungla reptante que oprimía los cristales y amenazaba con romperlos. Nada más entrar supe que había estado allí antes. Unos primos que descubrí en el curso de una investigación anterior me aseguraron que yo había estado en casa de la abuela cuando tenía cuatro años. Conservaba apenas un vago recuerdo de la ocasión, pero sabía que mis padres también habían estado allí. A los tres, a mis padres y a mi tía materna Virginia, los expulsaron de la familia cuando mis padres se fugaron. Mi padre era cartero y tenía treinta y cinco años. Mi madre, Rita Cinthya Kinsey, era una joven de dieciocho cuya progenitora estaba convencida de que se merecía a alguien mejor que Randy Millhone. Pero mi madre se fugó con él, y le sacó la lengua a todo el clan Kinsey. Virginia se puso del lado de los recién casados. Desde entonces, los tres vinieron a ser en la familia Kinsey algo así como «Rumbo a lo desconocido».

A pesar del destierro, parece que mis padres hicieron visitas secretas a la hacienda cuando mis abuelos no estaban. Se rumoreaba que se produjeron numerosos contactos con las tres hermanas restantes, pero yo sólo me enteré de dos ocasiones. En la primera, por algún motivo, me caí de un porche y me hice daño en la rodilla. Recuerdo haber visto la desolladura, rayas de sangre que olían a hierro alternando con otras de suciedad. También recordaba el escozor que sentí cuando mi madre me curó la herida con una bola de algodón que parecía freírme la piel. Nos turnamos para soplar en la herida, para secar el desinfectante y hacer que doliera menos. Durante el otro viaje a Lompoc que recuerdo, mis padres murieron antes de llegar. Mi abuela sabía de mi existencia desde el día en que nací. Todavía me dolía que nunca se hubiera molestado en conocerme.

Mientras recorría la propiedad con Arne Johanson me dio miedo entrar en la casa y acaricié la esperanza de eludir el trance cuando de repente me di cuenta de que la respiración de Stacey se había vuelto mucho más trabajosa y de que estaba completamente pálido. Le puse una mano en el brazo y dije:

—¿Con?

Dolan se volvió. Stacey negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano para indicarnos que no debíamos preocuparnos por él. Johanson había seguido avanzando y todavía hablaba de la hacienda cuando Dolan le alcanzó.

—¿Señor Johanson? Siento interrumpido así, pero tengo una reunión dentro de un rato y debemos volver.

—No tardaremos mucho. No querrán perderse la casa.

—Quizás otro día. Lo dejaremos para otro momento.

—Bueno. Pues supongo que ya está. Ustedes mandan.

Minutos después nos dejaba en el coche de Dolan y volvíamos a la autopista. El viaje de regreso fue más bien discreto, Stacey iba tumbado en el asiento de atrás, con el gorro de lana calado hasta los ojos para que no le diera la luz.

—¿Te encuentras bien, Stace?

—Andar me agota. Es otra vez la maldita espalda. Enseguida me pongo bien. —La falta de animación parecía añadir años a sus facciones.

Dolan ajustó el espejo retrovisor para observar a Stacey con un ojo y la carretera con el otro.

—Te aconsejé que no vinieras.

—Mentira. Dijiste que el aire fresco me sentaría bien y que tenía que aprovecharlo mientras pudiera.

—¿Va bien abrigado? —pregunté.

—Deja de preocuparte.

Miré al teniente Dolan.

—¿Qué hacemos a continuación?

—Nos reuniremos en mi casa mañana por la mañana. ¿A las diez va bien? —contestó Stacey, sin darle tiempo a Dolan de abrir la boca.

—A mí, sí —dije.

—De acuerdo —dijo Dolan.

Primero dejamos a Stacey. Vivía cerca del centro de Santa Teresa, a cinco manzanas de mi despacho, en un pequeño edificio de alquiler pintado de rosa apoyado en un muro de piedra artificial también rosa. Dolan me hizo esperar en el coche mientras sacaba la pistola de Stacey del maletero y subía con él los seis peldaños que llevaban al sendero que rodeaba la casa. Me fijé en la fuerza con que Stacey tenía que asirse a la barandilla para ayudarse a subir. Los dos desaparecieron por la parte trasera. Dolan tardó unos diez minutos, y cuando volvió al vehículo tenía aire pensativo. Ni él ni yo despegamos los labios mientras íbamos a mi casa. Pasé lo que quedaba de la tarde del jueves haciendo recados personales.

Dejé de correr y recorrí andando la manzana que hay entre la playa y mi domicilio. Cuando llegué a la puerta, recogí el periódico matutino y entré. Tiré el Dispatch en el mostrador de la cocina y me preparé una cafetera. En cuanto empezó a gotear el café por el filtro, subí la escalera de caracol para ducharme y vestirme.

Me había comido medio tazón de Cheerios sentada al mostrador cuando sonó el teléfono. No me gustan las interrupciones durante el desayuno y estuve en un tris de dejar que se pusiera en marcha el contestador automático. Pero al final estiré la mano y descolgué el auricular de la pared.

—¿Diga?

—Hola, Kinsey. Soy Tasha y estoy en Lompoc. ¿Qué tal estás?

Cerré los ojos. Era una prima, Tasha Howard, el único miembro de la familia con el que tenía algún trato. Es abogada de la propiedad, con oficinas en Lompoc y San Francisco. Había conocido a su hermana Liza un par de años antes y, durante nuestra primera y única conversación, descubrí abismos de desinterés que hasta entonces desconocía en mi actitud por lo demás complaciente. Mi reacción fue sin duda un efecto secundario del hecho de que Liza estuviera contándome cosas que yo no quería oír. Por ejemplo, me contó, de la manera más tontorrona que se pueda imaginar, que tanto mis primos como mis primas tenían a mi madre por un ídolo. Aunque lo había dicho para agasajarme, me pareció que el elogio deshumanizaba a la mujer a la que yo no había llegado a conocer realmente. Me ofendían los presuntos derechos de mis primos, del mismo modo que me ofendió enterarme de que el nombre cariñoso con que yo llamaba a tía Virginia, tía Gin, lo conociera ya toda la familia desde hacía mucho. Y también la afición por los bocatas de mantequilla de cacahuete con pepinillos y variantes, que yo había supuesto que eran un eslabón secreto entre mi madre y yo. Lo admito, mi reacción fue irracional, pero me sentí empequeñecida por las anécdotas intrascendentes que contaba Liza. Tasha me caía bien. Una vez me había sacado de apuros y otra me había contratado para hacer un trabajo. La cosa acabó mal, pero la culpa no fue suya.

—Muy bien —contesté no de inmediato—. ¿Y tú? ¿Qué tal estás?

Nuestras conversaciones parecen adolecer siempre de una falta de sincronía transoceánica.

—Bien, gracias. Oye, mira, resulta que mi madre y yo vamos a ir de compras por tu barrio y nos preguntábamos si tenías algo que hacer. Si quieres, podemos almorzar juntas o vernos para tomar algo a última hora de la tarde.

—¿Hoy? Bueno…, gracias por llamar, pero acabo de empezar a trabajar en un caso y estoy totalmente liadísima. Quizás en otra ocasión. —Esperaba no parecer tan falsa como me sentía.

—Debe de haber mucho ajetreo en esta época del año.

—Te mueres de hambre o te atracas a comer —dije—. Así es este trabajo. —Me estaba esforzando todo lo que era capaz por no ponerme borde con ella. Incluso en las conversaciones más breve acabábamos chocando por las cuestiones familiares. Ella tendía al acercamiento y yo todo lo contrario.

—Sospecho que no te apetece te diga lo que te diga.

—De ningún modo. —Y guardé silencio.

Escuchamos cada una el aliento de la otra hasta que añadió:

—Bueno. Mamá volverá el martes. Sé que tiene muchas ganas de hablar contigo. ¿Sigues en la oficina de Capillo?

—Ya no. He alquilado un bungalow en Caballería. Me mudé hace un par de meses.

—Se lo diré.

—Estupendo. Muy bien. Ningún problema.

—No te ofendas, pero espero que seas educada con ella.

—Jolín, Tasha, procuraré comportarme como una persona. Claro que me costará un gran esfuerzo.

Noté la sonrisa en su voz.

—Tendrías que darme puntos por la perseverancia.

—Bueno. Tomo nota y te tomo la palabra.

—No hace falta que seas sarcástica.

—Es mi peculiar sentido del humor.

—¿Por qué siempre tienes que estar tocando los ovarios? ¿No podrías facilitarme las cosas al cincuenta por ciento?

—No entiendo por qué te empeñas en acosarme.

—Por la misma razón por la que tú te empeñas en rechazarme. La cabezonería es un rasgo de familia.

—En eso tienes razón. Todavía me cabrea que la abuela tratara a mis padres como si fueran basura y luego pensara que podía reaparecer al cabo de los años haciendo como que no había pasado nada.

—Y eso, ¿qué tiene que ver con nosotras? Ni Pam ni Liza ni yo nos metimos con tus padres ni con tía Gin. ¿Por qué nos echas la culpa de lo que hizo la abuela? Sí, se portó mal. Sí, es una arpía, ¿y qué? Quizá tu madre y la tía Gin le devolvieron la jugada. Cuando tus padres murieron, sólo éramos unos niños. No sabíamos qué estaba pasando, igual que no lo sabías tú. Me parece ridículo que nos guardes rencor. ¿Con qué fin? Somos tu familia. Estás ligada a nosotros tanto si quieres como si no.

—Hasta ahora me las he arreglado muy bien sin «familia», de modo que olvídate del tema y vive tu vida.

—Olvídalo tú. —Se detuvo, tratando de recuperar el control—. Lo siento. Vamos a intentarlo otra vez. No entiendo por qué, pero cada vez que te llamo acabamos discutiendo.

—No siempre acabamos así.

—Sí, siempre.

—¡No, no es verdad!

—Recuérdame una conversación que no haya terminado en trifulca.

—Puedo mencionarte tres. Me contrataste para hacer un trabajo. Almorzamos juntas aquel día y todo fue bien. Desde entonces hemos charlado por teléfono en dos o tres ocasiones sin pelearnos.

—Es verdad —concedió a regañadientes—, pero siempre veo la ira palpitando bajo la superficie.

—¿Y qué? Mira, Tasha, es posible que con el tiempo encontremos una forma de acabar con nuestras diferencias. Pero hasta entonces no vamos a estar discutiendo sobre si discutimos o no. Yo no digo que sea una persona sensata. Estoy como una cabra. ¿Por qué no lo dejas ahí?

—Muy bien. Ya está todo dicho. Sólo queríamos que supieras que el asunto aún nos interesa. Esperábamos que la visita que hiciste ayer a la hacienda fuese una base para entendernos.

—Ah, eso. ¿Cómo lo has averiguado?

—Arne Johanson llamó a Pam. Dijo que había visto a una mujer que se parecía tanto a tu madre que se le había puesto la carne de gallina. Me sorprendió que pusieras el pie en la finca de la familia.

—Si lo hubiera sabido, no habría ido allí.

—De eso estoy segura.

—A pesar de todo, reconozco el esfuerzo que haces por mantener el contacto. No quería ser tan arisca.

—No hace falta que te disculpes.

—¿De qué hablas, Tasha? No es una disculpa.

—Olvídalo. Entendido. Ha sido un error mío —dijo—. Pero soy abogada. Batallar es el pan nuestro de cada día.

—Creía que te dedicabas a gestionar propiedades inmuebles. ¿Cómo se puede batallar con algo tan aburrido?

—Eso demuestra tu cultura. En cuanto hablas de dinero, le das una razón a la gente para ponerse desagradable. Nadie quiere hablar de morirse y nadie quiere ceder el control de los fondos familiares. Pero cuando se trata de beneficiarios, todos creen tener derecho a todo. —Titubeó—. Ya que hablamos del tema, probablemente has oído que se habla de la demolición del Manso.

—¿El «Manso»? ¿Es así como se llama? Yo creía que un manso era una finca que pertenecía a una iglesia.

—Algo de eso hay. Nuestro tatarabuelo Straith fue ministro presbiteriano. En aquella época, la Iglesia presbiteriana no tenía dinero para construir la casa parroquial, así que él mismo se la costeó. Creo que su intención era cederla a la comunidad cuando muriese, pero prevaleció la opinión más sensata. En cualquier caso, la casa es una pocilga. A estas alturas, lo más barato sería demolerla.

—Doy por sentado que la abuela no quiere gastarse un céntimo en restaurarla.

—Exacto. Está tratando de ganarse el apoyo de un par de grupos de defensores del patrimonio histórico, pero a ninguno le atrae la idea. El lugar está alejado y además la casa es un híbrido. Parece que ni siquiera es un buen ejemplar de su especie.

—¿Y por qué no la deja como está? El terreno es suyo, ¿no?

—Por ahora sí, pero ya ha cumplido noventa años y sabe que ninguno de sus herederos tiene el dinero o la pasión que hacen falta para poner manos a la obra. Además, aún conserva otra casa en el pueblo. Y no necesita dos.

—Es verdad. Ahora lo recuerdo. Liza me contó que toda la familia vive a unas manzanas de ella.

—Sí, somos una familia muy unida —replicó con sequedad—. El caso es que ahora no cesan de acosarla promotores de todos los pelajes. Casi todos son viticultores locales interesados por la zona de las laderas. Resulta que el suelo es excelente. Además, recibe mucha niebla costera y eso significa que la uva tarda más en madurar.

—¿Cuánta tierra tiene?

—Doce mil hectáreas.

Se produjo un silencio que aproveché para traducir lo que acababa de decirme.

—Bromeas.

—Hablo en serio.

—No lo sabía.

—De momento no importa, porque ya sabes que nunca venderá. El bisabuelo la obligó a prometer que la dejaría como estaba. El asunto no será un problema mientras ella viva.

—¿No está metida la abuela en ningún consorcio?

—No. Casi todos los consorcios tradicionales se fundaron en los años treinta; gente del este que había manejado dinero durante generaciones. Pero aquí sólo teníamos rancheros, gente práctica, más inclinada a formar sociedades limitadas de tipo familiar. En cualquier caso, no pasará nada mientras viva —dijo—. En el ínterin, si cambias de idea sobre lo de tomar algo, sólo tienes que descolgar el auricular. ¿Aún conservas mi número?

—Dámelo otra vez.

Cuando colgué, hube de sentarme y darme palmaditas en el pecho. La verdad es que terminé por sentir simpatía por ella. Si no me vigilaba, aquella mujer acabaría cayéndome bien y, entonces, ¿qué sería de mí?

Al dirigirme a la casa de Stacey pasé antes por el nuevo despacho para comprobar que todo estuviera en orden. Abrí una ventana para que entrara el aire y miré el contestador automático. Solucioné un par de asuntos rutinarios y me fui. Dejé el coche donde estaba y recorrí andando las cinco manzanas que había hasta la casa de Stacey. Llegué antes que Con Dolan. Stacey había dejado la puerta principal abierta y la de la tela metálica sin cerrar. Golpeé en la madera.

—¿Hola? ¿Stacey? Soy yo. ¿Puedo pasar?

Respondió con voz ahogada.

—Como si estuvieras en tu casa.

Entré y cerré la puerta de tela metálica. Los suelos estaban sin enmoquetar y las ventanas no tenían cortinas ni visillos, así que mi sola presencia levantaba ecos. Olía a cafetera humeante, pero por lo demás el lugar parecía deshabitado. La casa estaba prácticamente desnuda, como si el inquilino estuviera mudándose y tuviese el traslado hecho a medias. La vivienda no medía más de setenta u ochenta metros cuadrados de superficie y desde donde estaba lo veía casi todo. El espacio estaba dividido en salón, cocina, dormitorio y un cuarto de baño cuya puerta estaba cerrada. El suelo era de linóleo y formaba un dibujo general de cuadros y rectángulos interconectados, azul sobre gris con una raya malva a intervalos. La ebanistería era de color oscuro y un papel amarillento cubría las paredes. En algunas partes, el papel aparecía rasgado y dejaba ver la decoración de tres épocas anteriores: un estampado de florecillas debajo de otro de rayas finas que, a su vez, quedaba debajo de unos vulgares ramos de rosas descoloridas.

Al pie de las ventanas de mi derecha había una cama sin somier, perfectamente hecha. Cerca se encontraba un televisor apoyado directamente en el suelo. A mi izquierda quedaba un escritorio de roble y una silla giratoria. No había mucho más. Habían amontonado seis cajas de cartón idénticas contra la pared del fondo. Todas estaban precintadas con cinta y tenían una etiqueta escrita a mano que detallaba el contenido. La puerta del ropero estaba abierta y vi que habían vaciado todo el contenido menos dos perchas.

Fui de puntillas a la puerta de la cocina, me asomé y vi una mesita de madera y cuatro sillas desiguales. En el fogón de la cocina había una cafetera Pyrex con una débil llama azul debajo. El cristal transparente dejaba ver un café tan oscuro como el chocolate amargo. Las puertas de los armarios estaban abiertas y casi todos los estantes vacíos. Era evidente que Stacey estaba envolviendo y empaquetando los vasos y los platos en cajas de cartón. Sobre el mármol había una resma de papel sin estrenar; las hojas debían de medir 1 metro por 1,20. No cabía duda de que estaba desmantelando la casa, preparando sus enseres para enviados a un lugar desconocido.

—Si ves algo que te guste, es tuyo. No sé qué hacer con todo esto —dijo Stacey y apareció de repente detrás de mí.

Me di la vuelta.

—¿Qué tal su espalda?

—Así, así —dijo haciendo una mueca—. He tomado Tylenol y me ha sentado bien.

—Ha estado ocupado. ¿Se muda?

—No exactamente. Digamos que es posible que me vaya y quería dejarlo todo preparado.

Aquel día el gorro de punto era de color azul marino. Con la frente blanca y el largo y curtido rostro, parecía un agricultor en medio de una sementera. Llevaba unos tejanos de tejido blando, lavados a la piedra, camisa azul claro y botas de piel marrón.

—¿Es suya la casa?

—De alquiler. Llevo aquí varios años.

—Es usted ordenado.

—Estoy en ello. No quiero dejarlo todo hecho un desastre para que otra persona lo limpie. Se lo quedará Con. —La frase «cuando yo haya muerto» quedó suspendida en el aire.

—Con me dijo que estaban tratándolo con medicamentos nuevos.

Se encogió de hombros.

—Experimentos clínicos. Un cóctel de prueba pensado para gente que no tiene nada que perder. Las estadísticas no son alentadoras, pero qué coño, supongo que a lo mejor sirve para otros. Algunos sobreviven. A eso se reducen las gráficas. Pero creo que es una tontería pensar que yo estoy entre los privilegiados.

Con Dolan llamó a la puerta principal y entró, apareció en la puerta de la cocina al cabo de medio segundo. Llevaba una bolsa marrón de supermercado en una mano y una bolsa blanca más pequeña en la otra.

—¿Qué hacéis?

Stacey se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros con indiferencia.

—Pensamos fugarnos juntos. Ella quiere ir a San Francisco, para cruzar el puente Golden Gate. Yo prefiero Las Vegas y las bailarinas en topless. Estábamos a punto de lanzar una moneda al aire cuando has llegado. —Stacey se acercó al fogón y se dirigió a mí por encima del hombro—. ¿Quieres café? No tengo leche.

—Me gusta solo.

—¿Con?

Dolan le alargó una bolsa blanca con manchas de grasa.

—Bollos.

—Cojonudo —dijo Stacey—. Nos retiraremos al salón de música y averiguaremos dónde estamos.

El teniente se encaminó con las dos bolsas a la sala de estar mientras Stacey sacaba una torrecilla de vasos de plástico y ponía café en tres. Volvió al mármol y recogió la resma y un rotulador.

—Trae ese rollo de papel, por favor. Me he quedado sin servilletas y sólo he visto paquetes de oferta. Cuatrocientas al precio de trescientas. Es absurdo. Y de paso trae la cinta adhesiva.

Recogí el rollo de cinta y mi vaso de café, mientras Dolan volvía para llevarse dos sillas. Luego se fue por las dos tazas de café que quedaban y las dejó en la mesa de la sala de estar. Metió la mano en la bolsa más grande que había traído y sacó tres anchas carpetas negras de tres agujeros.

—He ido a la copistería y he hecho una copia para cada uno. Es el expediente del caso —dijo, y nos las pasó.

Recordé mis primeros años en la escuela. La única parte que me gustaba era comprar artículos escolares: carpetas, papel rayado, los juegos de lápiz y bolígrafo.

Stacey pegó con cinta adhesiva dos hojas de papel en la pared, luego desdobló un mapa de California y también lo pegó a la pared. En sus movimientos había algo de experto. Dolan y yo nos servimos un bollo y nos sentamos en las sillas.

—Tomaré el mando si nadie se opone —dijo Stacey.

—Déjate de remilgos y empieza ya.

—Muy bien, vale. Vamos a repasar lo que sabemos. Así nos daremos cuenta de dónde están las lagunas. Por el momento es probable que penséis que tenemos muchas más lagunas que hechos concretos, pero vamos a ver qué hemos conseguido. —Quitó el capuchón del rotulador negro y escribió «Víctima» en la parte superior de una hoja y «Asesino» en la otra—. Empezaremos por Juana Nadie.

Saqué del bolso un paquete de tarjetas de fichero, le quité la banda de plástico transparente y me puse a tomar notas.