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Dolan me recogió a las diez en su Chevrolet del 79, Stacey iba en el asiento trasero. Tras aparcar en la acera con un derroche de profesionalidad, bajó del vehículo. Llevaba una camisa azul oscuro y unos tejanos raídos. Por fuera, el Chevy estaba hecho un asco. La pintura, antaño marrón, se había gastado y ahora tenía la textura y el color de una chocolatina caducada. El parachoques trasero estaba torcido, el guardabarros posterior izquierdo se veía abollado y la gran concavidad que adornaba la portezuela del copiloto hacía casi imposible utilizarla. Conseguí abrirla a base de tirones acompañados de chirriantes protestas metálicas. Cuando por fin pude sentarme hube de dar más tirones, esta vez para cerrarla. Dolan rodeó el coche, cerró la puerta de un empujón y la selló con un caderazo.

—Gracias —dije. Por entonces ya estaba preocupada por su capacidad para manejar el volante.

Se apoyó en la ventanilla abierta y alargó la mano hacia Stacey.

—Dame la pistola y las guardaré en el maletero.

Stacey lanzó un gemido cuando se ladeó para sacar el arma de la funda y dársela a su compañero. Dolan fue a la parte trasera del coche y metió las pistolas en el maletero antes de sentarse al volante.

Los asientos estaban tapizados con una tela beis que dificultaba que te pudieras deslizar a un lado u otro. Permanecí inmóvil, como si me hubieran pegado con cola. Me puse de lado para poder ver a Stacey, que estaba sentado con un cojín a la espalda. Llevaba el gorro de punto calado hasta las cejas.

—Me mantiene la espalda recta —dijo a modo de explicación—. La semana pasada estuve moviendo cajas. Creo que tendría que haberlo hecho como me enseñó mi madre, haciendo fuerza con las rodillas.

Dolan tenía las botas manchadas de barro y la alfombrilla del coche parecía recubierta por barquillos de lodo. Ajustó el espejo retrovisor para ver a Stacey.

—Deberías haber permitido que lo hiciera yo. Ya te dije que yo me encargaría del trabajo.

—Deja de comportarte como una madraza. No soy un inválido. Se trata de un tirón muscular, eso es todo; la ciática, que me da guerra. Hasta la gente sana se lesiona, ya lo sabes. No es nada del otro mundo.

A la cruda luz del día advertí que, a pesar de la transfusión de sangre, su piel tenía un tono grisáceo y las manchas que le rodeaban las blancas cejas hacían que sus ojos parecieran hundidos. Iba vestido de calle, con pantalón de pana marrón, botas de excursionista, camisa roja a cuadros y chaleco de pescador.

—¿Quiere sentarse delante?

—Estoy mejor aquí. Nunca sé cuándo voy a tener necesidad de acostarme.

—Bueno, pero si quiere cambiar de sitio, dígamelo.

Tiré del cinturón de seguridad, que colgaba de no sé dónde. Me pasé un rato ridículamente largo tratando de que el mecanismo soltara cinturón suficiente para enganchado en su sitio. Dolan giró la llave del contacto. El motor tosió dos veces y volvió a dormirse, pero a la tercera despertó rugiendo y nos pusimos en camino. Dentro olía a nicotina y a perro. No me imaginaba a Dolan simpatizando con perros, pero no quise preguntar. En el suelo había recibos de gasolinera, paquetes de tabaco arrugados y bolsas vacías de patatas fritas, galletas de queso y otras chucherías buenas para el corazón.

Repostamos en una gasolinera de la autopista y proseguimos en dirección norte. En cuanto alcanzamos una velocidad constante, Dolan encendió el mechero del coche y buscó el paquete de cigarrillos que había dejado en el salpicadero.

—¡Oye! —exclamó Stacey—. Ten piedad, hombre. Llevas a un enfermo de cáncer a tus espaldas.

Dolan movió el espejo retrovisor para verle la cara.

—No parece que eso te impida fumar la pipa que tienes.

—La pipa es un simple entretenimiento. A la velocidad que fumas tú, seguro que te mueres antes que yo.

—Tonterías —replicó Dolan, pero dejó el paquete donde estaba.

Stacey me dio un golpecito en la espalda.

—¿Te das cuenta? El tipo se preocupa por mí. Quién iba a pensarlo.

La sonrisa de Dolan apenas se apreció, pero le suavizó la cara.

Una vez rebasada Colgate, el ferrocarril y la autopista corren en sentido paralelo a la costa. Al norte se alzaban los montes de Santa Inés, sombríos y grises, con su vegetación baja y densa. Apenas había árboles y el perfil de las laderas formaba una sábana verde y ondulada. Buena parte de la topografía estaba definida por grandes desprendimientos de tierra, arenisca y restos de pizarra que se extendían kilómetro tras kilómetro. Dolan y Stacey intercambiaban anécdotas de cazadores y pescadores; historias interminables sobre todos y cada uno de los animales que habían matado a tiros, pescado con anzuelo, cazado con trampa y con red; destripado, pelado y llevado a casa. Esto, entre hombres, es divertirse una barbaridad.

Pasamos a toda velocidad junto al parque natural de la costa, donde las zonas para acampar eran rectángulos de asfalto que se parecían sospechosamente a plazas de aparcamiento. Había visto tiendas de campaña y caravanas alineadas como las teclas de un piano, mientras la gente que las habitaba abría mesas y sillas plegables de aluminio y echaba carbón a las barbacoas portátiles en espacios mucho más reducidos que el patio de su casa. Los niños se atiborrarían de perritos calientes y de patatas fritas, retozarían en el mar y luego dormirían en el coche, con el pelo pringoso y la piel cubierta de sal, como lomos de bacalao. Al ver las tiendas de campaña Dolan y Stacey se acordaron de otro homicidio sin resolver, dos quinceañeras muertas a tiros en una playa desierta. Después se dedicaron a señalar numerosos lugares donde habían aparecido personas asesinadas. El condado de Santa Teresa estaba bien surtido de lugares así.

Unos kilómetros después de Gull Cove, Dolan giró en la rotonda de cambio de sentido y puso rumbo al oeste por la California 1. El paisaje empezaba a arrullarme. Las colinas eran aquí una sucesión de ondulaciones moteadas por masas de robles verde oscuro que parecían desplazarse por el terreno. El cielo tenía un tono azul pálido, con alguna que otra nubecilla. El aire olía a la hierba caliente de los pastos, requemados por el sol y salpicados de peonías, donde pacían algunas vacas.

La carretera, de dos carriles, viró hacia el noroeste. De vez en cuando atravesaba gargantas flanqueadas por paredes rocosas que se arqueaban por arriba. En uno de aquellos tramos, treinta y dos años antes, una roca gigantesca había caído por la pendiente y había ido a estrellarse contra el parabrisas del coche de mis padres, que pasaba en aquellos momentos. Yo iba en el asiento trasero, jugando con mi muñeca recortable, enfadada porque acababa de doblarle la pierna de cartón a la altura del tobillo. Sentí una cólera incontrolable, de niña de cinco años, porque con aquel pie doblado parecía coja. Estaba a mitad de un aullido cuando oí una exclamación de sorpresa. Puede que durante una fracción de segundo vieran caer la piedra, rebotando entre un chaparrón de guijarros y polvo. No hubo tiempo para reaccionar. La fuerza del impacto rompió el parabrisas y la piedra cayó sobre la cabeza y el pecho de mi padre, segándole la vida en el acto. El vehículo derrapó hacia la derecha, fuera de control, y se estrelló contra la pared rocosa de la montaña.

El impacto me lanzó hacia delante y me empotró contra el asiento del conductor. En aquella jaula de metal retorcido hice compañía a mi madre en sus últimos y largos minutos de vida. Ahora entiendo lo que debió de sentir. Tenía tantas heridas que no podía moverse sin padecer un dolor atroz. Aunque me oía gimotear, no podía saber la gravedad de mis lesiones. Se daba cuenta de que su marido había muerto y sabía que a ella no le faltaba mucho. Lloraba y gemía de tristeza. Al poco rato dejé de oírla y recuerdo que pensé que era buena señal, sin saber que había abandonado el cuerpo y se había ido flotando a otra parte.

Dolan dio un volantazo para no aplastar una ardilla que cruzó la calzada delante de nosotros. Adelanté una mano instintivamente, para llevármela al pecho, y volví a concentrarme en la carretera, fui desconectándome de las emociones con la pericia de un experto en vivisección. Es un truco mío que probablemente se remonta a aquellos años infantiles. Presté atención a la charla y noté con algún retraso que se dirigían a mí.

—¿Estás con nosotros? —preguntó Dolan.

—Claro. Perdón. Creo que no me he enterado.

—Hablaba del tipo ese, Frankie Miracle, el que mencionamos ayer por la noche. Lo pillaron en un control rutinario de tráfico, en las afueras de Lompoc. El muy gilipollas tenía roto un intermitente de atrás y, cuando los agentes comprobaron la matrícula, resultó que el vehículo era robado y que lo buscaba la oficina del sheriff del condado de Los Ángeles. Galloway le leyó sus derechos y lo metió en el calabozo. Al coche lo remolcaron hasta el depósito. Cuando Galloway se sienta a redactar el informe, lee el boletín y se entera de que el propietario que figura registrado ha sido víctima de un homicidio. Regresa al calabozo y le dice a Frankie que está detenido por asesinato y vuelve a leerle sus derechos. Dos días más tarde, Stacey y yo fuimos a cazar venados y encontramos el cadáver de la chica.

—Efectivamente, si no hubiera sido por aquel intermitente roto, Frankie habría podido estar en Oregón y no habríamos podido relacionarlo con el caso.

—¿Y qué pasó con el arma homicida? No recuerdo que se mencionara.

—No encontramos el cuchillo, pero, basándose en las heridas, el forense comentó que la hoja debía de medir al menos doce centímetros de largo. Se dijo que Frankie tenía un arma así, aunque no la llevaba encima cuando lo detuvimos.

—Lo más probable es que la tirase o la enterrara —dijo Stacey—. El terreno es muy abrupto por aquí. Vinieron los de Búsqueda y Salvamento e hicieron un rastreo exhaustivo, pero no encontraron nada. —Dio a Con un golpecito en el hombro y señaló un camino lateral que había a la derecha, a unos metros de distancia—. Es por ahí. Nada más pasar el puente.

—¿Seguro? Yo recuerdo que estaba más lejos, junto a una valla de tres tablas.

—Ah. Bueno, quizá sí. Puede que tengas razón.

Dolan había reducido la velocidad, y si antes íbamos a sesenta y cinco por hora, ahora avanzábamos a unos prudenciales veinticinco. Los dos se quedaron mirando una carretera de grava de dos carriles que se desviaba formando ángulo y desaparecía de la vista. No debieron de reconocerlo, porque Stacey dijo:

—Mmmm…, no. Veamos después de la siguiente curva. A lo mejor ya lo hemos pasado. —Volvió la cabeza y miró por la ventanilla trasera.

Al cabo de un rato, Dolan dio un giro de ciento ochenta grados y deshicimos el camino, recorriéndolo más despacio, hasta que encontraron el lugar. Tomamos un camino secundario, de asfalto agrietado y grava, que seguía el perímetro de un montecillo. El camino se bifurcó formando una i griega. Una puerta metálica impedía el acceso a la finca con un cartel de PROHIBIDO EL PASO. A la derecha de la puerta había un todoterreno aparcado.

—¿Dónde está la cantera Grayson? —pregunté, llamando al escenario del crimen por el nombre que había leído en los informes oficiales de la policía.

—Al otro lado de la curva, a la derecha, a unos cuatrocientos metros —dijo Dolan. Al acercarse al arcén y echar el freno de mano, bajó del todoterreno un hombre ya mayor, con tejanos, botas de vaquero y sombrero de cuero. Era pequeño y robusto, con una barriga de Santa Claus que tensaba los botones de la camisa del salvaje oeste que llevaba. Se acercó a nuestro coche cojeando de manera bien visible. Dolan apagó el motor y bajó del vehículo.

—Es Arne Johanson, el capataz de la hacienda —murmuró Stacey—. Lo llamé y ha venido a recibimos y a abrirnos la puerta.

Cuando Stacey consiguió salir del asiento trasero, emergí yo por la puerta del copiloto y la cerré con un golpe de cadera. Dolan, que estaba ya al aire libre, encendió un cigarrillo.

Stacey se dirigió al viejo y le estrechó la mano. Vi que se esforzaba por parecer lleno de energía.

—Señor Johanson, ha sido usted muy amable. Soy Stacey Oliphant, de la oficina del sheriff del condado. Es probable que usted no me recuerde, pero nos conocimos en agosto del 68, cuando se encontró el cadáver. Le presento al teniente Con Dolan, de la policía de Santa Teresa. Es el compañero que estaba conmigo. Ambos habíamos venido a cazar cuando encontramos a la chica.

—Ya me parecía a mí que me sonaba su cara. Me alegro de volver a verlo.

—Gracias. Le agradecemos su ayuda.

El viejo se volvió hacia mí. Parecía algo confuso ante mi presencia.

—Me gustaría ver algún carnet, si es que no tienen inconveniente. —El comentario fue para los hombres, pero no me quitaba los ojos de encima.

Stacey se abrió la cazadora para poner al descubierto la chapa que llevaba prendida del cinturón. La chapa especificaba que estaba retirado, pero Johanson no se dio cuenta y Stacey no se sintió obligado a aclararle el detalle. Dolan se llevó el cigarrillo a la comisura de los labios, sacó el estuche de la chapa y estiró la mano para enseñársela. Mientras Johanson se inclinaba para mirarla, Dolan sacó una tarjeta y se la dio igualmente. Johanson se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y me miró con malicia.

—Viene con nosotros —dijo Dolan.

Yo estaba más que preparada para enseñarle la fotocopia de mi licencia, pero me gustó que Dolan me protegiera y pensé que sería mejor guardar silencio. En esta ocasión, cuando los ojos del viejo volvieron a buscar los míos, aparté la mirada. Deduje que era un anticuado, un pérfido carcamal que pensaba que el lugar de las mujeres era la cocina y no el mundo «real» para trabajar al mismo nivel que los hombres. Debía de andar por los ochenta años. Sus ojos eran pequeños, de un azul acuoso. Tenía la cara curtida por el sol, con arrugas profundas y unas hirsutas patillas que parecían blancas al lado de su renegrida tez. Se fijó en el cigarrillo de Dolan.

—Yo en su lugar me andaría con ojo. Es zona de incendios.

—Tendré cuidado.

Johanson sacó un juego de llaves y los cuatro nos dirigimos a la puerta metálica; se deslizaba sobre una guía y estaba asegurada con un candado antiguo. El oscilante movimiento de sus pasos sugería que había sufrido una lesión hacía mucho tiempo. Puede que de joven hubiera trabajado en los rodeos. Escogió una llave, la giró en el ojo del candado y el garfio de acero se soltó con un chasquido. Empujó la abombada puerta a un lado, forzándola hasta que quedó encajada en la hierba. Pasamos los cuatro, Dolan y Stacey delante, yo detrás y Johanson cubriendo la retaguardia.

—La encontraron dos policías que vinieron a cazar —dijo.

O no había oído lo que Stacey le había dicho al presentarse o lo había olvidado ya.

Dolan gruñó una respuesta que no pareció frenar la locuacidad del viejo.

—Hay jabalíes en la finca. El ama deja que entren cazadores de vez en cuando, para que maten los que sobran. El jabalí es agresivo. Una vez se revolvieron contra mí y me hicieron un boquete en la pierna. Unos hijoputas, eso es lo que son. Por lo que he oído, tienen el pijo como una navaja de afeitar. Cuando se aparean, la hembra da un chillido que pone los pelos de punta.

—Fuimos el teniente Dolan y yo quienes encontramos el cadáver. Habíamos venido a cazar.

—Ustedes dos. ¿Es verdad eso? Bueno, lo será. Habría jurado que los conocía de algo.

—Todos somos un poco más viejos.

—Y que lo diga. Yo tengo ya ochenta y siete años; nací el uno de enero de mil novecientos. Me rompí una cadera aquí mismo, hace mucho, una vez que se me cayó encima el caballo. La cosa no curó bien. Hoy en día te quitan el hueso viejo y te ponen otro. Si esta cojera no se arregla, podría cambiarme el hueso. Y díganme, ¿a qué viene esto ahora? No acabo de entenderlo.

—La oficina del sheriff ha reabierto algunos expedientes viejos para echarles otro vistazo —dijo Stacey—. Estamos repasando este caso con la esperanza de resolverlo.

—¿Y por qué vienen aquí?

—Queríamos ver el escenario del crimen para que los informes nos quedaran más claros. En las fotos que tenemos no se aprecia la estructura del terreno, ni las distancias, ni cosas por el estilo. —Fue Stacey el que volvió a hablar. Hasta el momento yo no había dicho ni palabra.

Los ojos de Johanson se posaron en mi cara con la misma velada curiosidad.

—Eso lo entiendo. Traje a mi hijo aquí mientras sacaban el cadáver del barranco. El chico tenía entonces catorce años y pensaba que era muy moderno y muy chulo eso de ir y venir haciendo autoestop. Quería que viera cómo podía terminar.

—¿Tiene un hijo tan joven? —pregunté, procurando que no se me notara el asombro.

El viejo hizo una mueca dejando al descubierto unos dientes negros y torcidos.

—Dos —respondió—. Me he casado cinco veces, pero hasta el último asalto no tuve hijos. El pequeño cumplió treinta y dos años ayer mismo. Lo tengo trabajando en la hacienda. El otro es un vago. Supongo que es mejor pensar que ha sido sólo medio fracaso que creer que ha sido sólo un éxito a medias.

Dolan tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó concienzudamente con el tacón.

—¿Cree que es eso lo que le pasó a la chica? ¿Que alguien se ofreció a llevarla en coche y terminó cosiéndola a puñaladas?

—Yo diría que sí. Ya sabe que no llegó a descubrirse quién fue. Una lástima, si quiere saber mi opinión. Todos estos años, y sus padres sin saber qué le pasó. Es probable que todavía crean que algún día aparecerá por casa; y mientras tanto está enterrada con el pescuezo rebanado.

—Identificar a la chica es parte de nuestra misión —explicó Stacey.

Dolan ya estaba encendiendo otro cigarrillo.

—Le agradecemos que nos haya concedido parte de su tiempo, señor Johanson. Estoy seguro de que tendrá cosas que hacer y no queremos entretenerle más. Gracias por recibimos.

—Pues yo, encantado de servirles. No tienen que preocuparse por mí. Me quedaré hasta que hayan terminado, para cerrar la puerta.

—No tardaremos mucho. Nosotros mismos la cerraremos cuando nos vayamos.

—No me importa esperar.

Stacey y Dolan cambiaron una mirada, pero ninguno de los dos dijo una palabra más mientras recorrían el trecho que quedaba hasta el borde del barranco.

Johanson renqueaba detrás de nosotros.

—Por aquel entonces no había ninguna puerta. Supongo que el tipo fue de aquí para allá buscando un lugar para tirarla y se quedó con este. No debía de saber lo de la cantera. Por este camino pasaba mucha gente a todas horas; gente que iba y venía del tajo. Cuando hace mal tiempo es diferente. El trabajo se para si la cosa se pone fea.

—Me sorprende que no la encontrara ninguno de los empleados de Grayson —dijo Stacey.

—¿Por el olor?

—Exacto.

—Por lo que yo sé, es posible que la vieran. Muchos son mexicanos. Entonces los llamaban «espaldas mojadas». Se guardaban mucho de llamar la atención, sobre todo en lo relativo a la ley. También es probable que pensaran que era un perro, si alguna vez olieron algo. Estoy seguro de que pensarían cualquier cosa menos que se trataba de una chica muerta.

Dolan respondió con una evasiva, quizá con la esperanza de poner fin a la conversación. Sin prestar atención a Johanson, dio unos pasos por la pendiente. El terreno parecía blando, aunque la superficie estaba cubierta de polvo. Clavó el pie derecho en la pendiente y se puso a inspeccionar las matas con las manos en los bolsillos del pantalón.

—Estaba aproximadamente aquí. Entonces había arbustos.

—Los arrancamos debido al cuerpo de bomberos —explicó Johanson—. Suelen venir dos veces al año. El ama jamás desbrozaría esto si no la amenazaran. No saldría a cuenta.

—Si el peligro de incendio llega hasta aquí, no se puede pasar por alto el matorral —dijo Stacey, siempre tan educado.

—No, señor. Es lo que yo digo. Verán que hay más árboles. Cuando arrojaron a la chica ahí, ese y aquel no estaban. Son acacias negras. Crecen como la cizaña. Yo mismo las cortaría, pero el ama no quiere ni oír hablar del asunto. Naturalmente, los robles ni los toco. No hay dinero para convencerme de que los tale, a no ser que estén comidos por la raíz.

Dolan y yo no le hacíamos el menor caso. Observé a Dolan cuando subió la pendiente y se quedaba mirando el tramo de autopista que se veía desde donde estábamos.

—Apuesto a que retrocedió y abrió el maletero del coche. Es posible que utilizara la lona para arrastrar el cadáver hasta aquí. La lona estaba muy sucia por un lado y podía verse un rastro aplastado entre las matas.

—Los chavales venían antes por aquí a echar un polvo —explicó Johanson—. Los lunes por la mañana todo estaba lleno de condones, más flojos que la camisa de una serpiente. Por eso pusimos la puerta, para que no entraran los coches.

Miré a Stacey.

—¿Estaba envuelta en la lona?

—En parte. Creemos que la mató en otro sitio. Había manchas de sangre en la hierba, pero ni mucho menos la cantidad que se habría visto si se hubiera desangrado aquí. Probablemente utilizó la lona para que no se manchara el maletero.

—Si entonces hubiéramos tenido la tecnología de ahora, apuesto a que lo habríamos descubierto todo —dijo Dolan—. Pelo, fibra, hasta huellas quizá. No fue un asesinato limpio. Lo que pasa es que el tipo tuvo suerte. No hubo testigos del asesinato y nadie vio al asesino cuando la tiró cuesta abajo.

Johanson se reanimó.

—Hay un vecino más abajo, un tal C. K. Vogel, no sé si lo recordarán, pero C. K. vio una furgoneta Volkswagen de color claro que se dirigía por ese camino de ahí, el 28 de julio por la mañana. Estaba pintada de arriba abajo con símbolos de la paz y dibujos psicodélicos de los hippies. Dijo que a las once de la noche todavía estaba allí. Tenía cortinas en las ventanillas y una luz suave dentro. A la mañana siguiente había desaparecido, pero él dijo que le había parecido raro. Creo que llamó al sheriff cuando encontraron a la chica.

El escepticismo de Dolan era innegable, pero procuró mostrarse educado, tarea nada fácil para él.

—Lo más probable es que no tuviera ninguna relación, pero lo comprobaremos.

—Dijo que también vio un descapotable. El asesino podía haber sido el conductor. Rojo, por lo que recuerdo, con matrícula de otro estado. Si yo fuera usted, hablaría con él, sin duda.

—Gracias por la información —intervine—. Tomaré nota.

Johanson volvió a fijarse en mí. De repente se hizo la luz en su cerebro. Yo era una secretaria que acompañaba a los buenos detectives para ahorrarles el aburrido trabajo administrativo.

Se levantó una brisa ligera y recibí el humo de Dolan en la cara. Me puse a barlovento.

—Hay algo que se me olvidó contarte sobre Miracle —dijo Stacey—. Cuando volvimos al depósito municipal y registramos el coche de Frankie, encontramos en las alfombrillas restos de tierra que coincidían con la del terraplén. Por desgracia, los peritos afirmaron que era imposible diferenciar aquellas muestras de las de otras canteras del estado. La costa oeste tiene los mayores yacimientos marinos del mundo.

—Vi el informe. Una lástima —comenté—. ¿Qué dijo Frankie cuando lo interrogaron?

—Nos contó una larga y embrollada historia sobre dónde había estado. Aseguraba que había hecho autoestop por la zona, pero no se pudo confirmar nada.

—El día que lo pescaron estaba más colgado que un murciélago durmiendo —dijo Dolan—. Hierba o coca. En el parte de la detención no se especifica. Está enganchado con las pastillas, según he oído.

—Todo el mundo con menos de treinta años andaba por entonces más colgado que un murciélago durmiendo —argüí.

El señor Johanson carraspeó para aclararse la garganta. Lo habían excluido de la conversación demasiado tiempo.

—Ya que están aquí, podrían ver el resto de la finca. Es la última hacienda que queda de esta extensión. No tardarán en derribar la vieja casa. Lo más probable es que lo parcelen todo y construyan complejos residenciales hasta el horizonte.

Mi primer impulso fue declinar la invitación, pero a Dolan pareció gustarle la idea.

—Yo no tengo prisa. Por mí, vale —dijo. Miró a Stacey. Stacey se encogió de hombros y esperó mi respuesta.

—Bueno —repliqué—. Es igual. ¿Hemos terminado aquí?

—Por ahora sí. Siempre podemos volver.

Johanson señaló el todoterreno.

—Será mejor ir en el Jeep. Los caminos están fatal por culpa del aguacero que ha caído estos días. Sería una lástima que ensuciaran de polvo y grava ese coche tan cojonudo que han traído ustedes.

Me pareció que lo decía con retintín. Esperé a ver la reacción de Dolan, pero por lo visto estaba de acuerdo con la afirmación del viejo.

Subimos al todo terreno, Stacey junto al conductor y Dolan y yo detrás. Los asientos eran de piel, aunque agrietada, y no había cristales en las ventanillas. Johanson puso el motor en marcha y quitó el freno de mano. Al vehículo le faltaban también los amortiguadores. Me erguí para sujetarme a la barra, y me colgué de ella cuando empezamos a dar bandazos por el camino de grava cubierto de surcos. Al igual que yo, Stacey se agarraba a un saliente en busca de estabilidad, y gemía de dolor cada vez que le temblaba la espalda.

A ambos lados sólo había matorrales. Por la izquierda vi abrirse una ladera, la cima trazó una horizontal y apareció una pequeña meseta llena de herramientas y maquinaria pesada. Gran parte del terreno estaba pelado y formaba bancales, vastos depósitos de escombros sin una sola planta.

—¡Ahí está la cantera! —gritó Johanson para que lo oyéramos entre el traqueteo y los gemidos del vehículo en movimiento.

Me eché hacia detrás de su asiento y hablé con su cogote.

—¿De verdad? Parece un pozo de grava. Yo me había imaginado que habría una montaña muy alta de piedra caliza.

—Es otra clase de cantera. Esta es una mina de pozo abierto. La cantera Grayson busca TD, que quiere decir tierra diatomácea. Mire, aquí tenemos una muestra. Eche un vistazo a esto.

Sin apartar los ojos del camino, se dobló por la cintura, recogió una piedra de la alfombrilla del coche y me la dio. Era de un blanco calcáreo, del tamaño de un panecillo, con agujeros irregulares en la corteza. Se la pasé al teniente Dolan, que la sopesó cuando se la di y la encontró sorprendentemente ligera.

—¿Qué ha dicho que era? —pregunté.

—Tierra diatomácea, pero le decimos TD.

Por la columna vertebral me bajó una descarga de inquietud cuando empezó la explicación.

—La TD es un sedimento formado sobre todo por caparazones de diatomeas, que son de sílice. Antiguamente, toda esta zona estaba cubierta de agua. Por lo que me han explicado, los animales marinos se alimentan de diatomeas, que son colonias de algas. Ahora se pulverizan y se utilizan como abrasivo y a veces como absorbente.

Stacey alzó la voz por encima del crujido de los neumáticos en la grava.

—Yo la empleaba para filtrar la cerveza cuando la hacía en casa.

El camino se convirtió en una cuesta y el todoterreno subió más despacio, hasta que doblamos una curva. La vieja casa apareció ante nuestros ojos, maciza, destartalada, un castillo sitiado. Saltaba a la vista que había tenido una estructura regia, pero el matorral la había invadido por todas partes, devorando el jardín y ocultando intermitentemente la cerca de madera. El abandono, mantenido durante años, había minado los edificios laterales y lo único que quedaba eran cuatro paredes maestras y algún que otro montón de maderas desplomadas y podridas.

La casa en cuanto tal era una estructura blanca de madera, de dos pisos y con dos alas de una sola planta a cada lado de la fachada. Había cuatro porches a la vista, que daban sombra y refugio y permitían dejar las puertas y las ventanas abiertas a los elementos. Un porche recorría toda la parte frontal de la casa y encima había otro idéntico. Una galería rodeaba el tejado. Había multitud de ventanas gemelas, estrechas y oscuras, y en muchos cristales se veían los típicos agujeros astillados que quedan cuando quienes tiran piedras consiguen dar en el blanco.

Johanson señaló todo aquello sin reducir apenas la velocidad.

—Lleva años vacía —gritó—. Yo vivo en la caseta del jardinero, al otro lado del granero.

Volví la cabeza cuando dejamos atrás la casa y nos dirigimos a un grupo de construcciones que había en una zona llena de sombras. Granero, cobertizo de herramientas, invernadero. Había emparrados con sarmientos secos como cuerdas. Bajo las espalderas se veían mesas de madera desgastadas por el clima. Me pareció sentir una brisa fría en el cogote.

Johanson detuvo el vehículo delante de una especie de cabaña destartalada. Más allá se distinguían un granero de madera sin pulir, que escoraba hacia un lado, y, detrás, una valla interminable de tres tablas.

Volví a echarme hacia el asiento del conductor y puse una mano en el hombro de Johanson.

—Disculpe, ¿quién dice que es la dueña de esto?

Apagó el motor antes de volverse.

—La señora LeGrand. Debería decir señora Kinsey, para ser más exactos. Es una viuda que debe de andar por los noventa. Se casó con Burton Kinsey, el tipo que heredó la cantera del papá de su mujer. Se forró con ella, aunque al final todo fue a parar a manos de la mujer cuando murió el viejo…

Había dejado de escuchar y el silencio que me llenaba la cabeza parecía tan profundo como una sordera temporal. Johanson estaba hablando de mi abuela materna, Cornelia Kinsey, de soltera Cornelia Straith LeGrand.