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Pasé la primera parte de la tarde en la oficina nueva, aporreando la Smith-Corona portátil. Redacté dos informes atrasados, archivé las copias, preparé facturas y limpié el escritorio. Empecé con los pagos a las tres y a las cuatro menos veinticinco estaba rellenando el último cheque, que arranqué del talonario. Lo metí en un sobre y lamí la franja engomada tan concienzudamente que casi me corté la lengua. Hecho esto, fui al antedespacho y volví a meter en el ropero todas las cajas sin abrir. Nada como una pequeña motivación para mover el culo.

La cena de aquella noche consistió en un sándwich de mantequilla de cacahuete con variantes, regado con una Pepsi light con hielo. Comí en la minúscula sala de estar, encogida en el sofá que había pegado al saledizo de la ventana. En vez de plato utilicé un trozo de papel de cocina que doblé para limpiarme delicadamente los labios cuando terminé. Con la primavera en ciernes, aún no había oscurecido del todo. El aire todavía era frío, sobre todo cuando se ponía el sol. Por la ventana entreabierta se colaban el lejano rumor de una cortacésped y ocasionales retazos de conversación de la gente que pasaba. Vivo a una manzana de la playa, en una travesía que sirve de aparcamiento cuando Cabana Boulevard está de bote en bote.

Dejé resbalar la columna por el respaldo del sofá, apoyé los pies con los calcetines puestos en la mesita de servicio y me dispuse a trabajar. Leí el comienzo del expediente con rapidez, a la velocidad justa para saber qué terreno pisaba. El investigador jefe del caso había sido un agente llamado Brad Crouse. Los otros investigadores, aparte de Stacey Oliphant, eran el agente Keith Baldwin, el sargento Oscar Wallen, el sargento Melvin Galloway y el ayudante Joe Mandel. Mucho personal. Crouse había redactado la mayoría de los informes, utilizando para ello varias hojas de papel carbón; Stacey Oliphant, al parecer, los había fotocopiado luego tras sacarlos de los archivos. A juzgar por el número de tachaduras, deduje que el agente Crouse no había sido el primero de la clase de mecanografía. Seguro que si pegaba la oreja al papel oiría los ecos de sus antiguas maldiciones entre las líneas mecanografiadas.

Resulta extraño leer un expediente antiguo; es como leer una novela policíaca empezando por la última página y estropeando la sorpresa del desenlace. El último documento, una carta de un perito en suelos de San Pedro, estaba fechada el 28 de septiembre de 1971 y decía que la muestra enviada por la oficina del sheriff del condado de Santa Teresa era imposible de distinguir de otras muestras parecidas recogidas por todo el estado de California. Atentamente, etcétera. Una lástima. Fin del trayecto, colega. Volví al principio y empecé a leer de nuevo, esta vez tomando notas.

Según el primer agente que llegó al escenario del crimen, el cadáver de la chica había sido arrojado por el borde de un terraplén, a unos diecisiete metros de la carretera y desde una altura de unos cinco metros. Stacey Oliphant y Con Dolan la habían visto aproximadamente a las cinco de la tarde de aquel domingo, a las 17:00 horas, como decía el informe. Yacía sobre el costado izquierdo encima de una lona impermeable y tenía las manos atadas delante con un cable eléctrico forrado con plástico blanco. Llevaba una blusa de tergal azul oscuro y pantalón blanco de algodón estampado con margaritas de color azul oscuro que tenían un punto rojo en el centro. En el pie derecho conservaba una sandalia de cuero; la otra sandalia apareció a poca distancia cuando registraron la zona. Las marcas dejadas en el barro sugerían que la habían arrastrado hasta el borde del terraplén.

Dolan y Oliphant pudieron distinguir, incluso antes de bajar la pendiente, la multitud de heridas de arma blanca que tenía en el pecho. También se notaba que le habían dado un corte en el cuello.

Oliphant avisó inmediatamente a la policía de Lompoc. Como entraba en la jurisdicción de las autoridades del condado, enviaron al lugar a dos ayudantes del sheriff que estaban de servicio. El ayudante Joe Mandel y el sargento Melvin Galloway llegaron veinte minutos después de efectuarse la llamada. Hicieron fotografías de la difunta y de los alrededores. Luego trasladaron el cadáver al tanatorio de Lompoc, donde aún tenía que verlo el funcionario del juzgado. Mientras, los ayudantes del sheriff rastrearon las cercanías, tomaron muestras del suelo y metieron en bolsas la lona, un arbusto roto que estaba cerca y dos tallos que parecían manchados de sangre.

El martes 5 de agosto de 1969, Mandel y Galloway volvieron al escenario del crimen para hacer mediciones: la distancia de la carretera al lugar donde se había encontrado el cadáver, la anchura del firme de la carretera y el punto donde habían encontrado la sandalia perdida. El sargento Galloway tomó fotos de diversos ángulos: del terraplén, de arbustos pisoteados y de las huellas que quedaban tras haber arrastrado el cadáver. No vi un solo dibujo del escenario del crimen; si existió alguno al principio, es posible que con los años transcurridos lo hubieran sacado del expediente.

Me tomé un minuto para observar las fotografías, que eran escasas y aportaban poquísima información: ocho reproducciones en blanco y negro, una de la carretera, otra de un agente señalando un arbusto roto, otra del terraplén a cuyo pie se había encontrado el cadáver y cuatro del cadáver a unos cinco metros de distancia. No había fotografías del rostro de Juana Nadie, ni de sus heridas, ni del cable con el que le habían atado las manos. Se veía la lona debajo de ella, pero era difícil apreciar hasta dónde había tapado el cuerpo, si es que lo había tapado. Los tiempos han cambiado. Las prácticas actuales habrían aconsejado hacer cincuenta fotografías más un vídeo y un detallado dibujo del escenario del crimen. En el mismo sobre encontré otras cinco fotografías, todas ellas descoloridas, de las sandalias, las bragas, la camisa, el sujetador y los pantis de la joven muerta, todo desplegado encima de una especie de papel blanco.

La autopsia se había llevado a cabo el 4 de agosto de 1969 a las diez y media de la mañana. Arrugué la frente, hice deducciones y conjeturas y recorrí como pude el informe, descifrando la cháchara técnica al mínimo imprescindible para suponer lo que se estaba diciendo. Dada la avanzada descomposición del cadáver, las medidas eran aproximadas. La estatura de la joven muerta se calculó entre el metro cincuenta y ocho y el metro sesenta, y el peso entre cincuenta y cinco y cincuenta y siete kilos. Tenía los ojos azules y el pelo teñido de rubio rojizo, aunque ya se apreciaban las oscuras raíces del cabello. En el lóbulo izquierdo podía verse un pequeño pendiente de oro con forma de herradura. En el lóbulo derecho llevaba un pendiente parecido, también de oro, con el extremo inferior enroscado y formando un broche. Los rasgos faciales eran indistinguibles debido a la pérdida de la piel, a los gases y a la descomposición. El examen del cuerpo reveló ocho heridas profundas de arma blanca en el centro de la espalda, por debajo del omóplato izquierdo; dos heridas de arma blanca en la base del cuello, a ambos lados; cinco heridas de arma blanca entre los pechos; y una herida más grande, también de arma blanca, que había alcanzado el corazón. Ya había gusanos por todas partes. Debido a la descomposición, el patólogo no pudo determinar la presencia de cicatrices ni de señales identificadoras. No se apreciaron fracturas de huesos ni deformidades, tampoco lesiones ni heridas en la parte externa del aparato genital. Las trompas de Falopio y los ovarios eran normales y la cavidad uterina estaba vacía. La causa de la muerte se atribuyó a las múltiples heridas de arma blanca en el cuello, el pecho, el corazón y los pulmones.

Al concluir el examen, el patólogo retiró los dedos de Juana Nadie, cuyas uñas estaban pintadas con esmalte plateado; un agente los etiquetó y los envió por correo a la División de Identificación del FBI, en Washington D. C. Las radiografías de los maxilares superior e inferior pusieron de manifiesto la existencia de empastes de mercurio. También tenía lo que popularmente se llama dientes saltones y un colmillo torcido en el lado izquierdo. Un dentista al que se le consultó más tarde sugirió que la endodoncia general se había hecho durante los dos años anteriores al fallecimiento, es decir, en 1967 o 1968. Situó su edad entre el final de la adolescencia y los veintitantos años. Un odontólogo forense, al examinar los maxilares en fecha posterior, redujo la edad de la chica a quince años, treinta y seis meses arriba o abajo y añadió que había muerto antes de cumplir los dieciocho.

El miércoles 6 de agosto, el sargento Galloway presentó las siguientes prendas y pistas al ayudante del sheriff encargado del almacén donde se guardaban los efectos personales:

  1. Una blusa de color azul oscuro de cendal o tergal, de manga larga y abombada, marca desconocida, manchada de sangre.
  2. Unos pantalones blancos de mujer, confección doméstica, con flores azules de centro rojo, talla desconocida.
  3. Unas bragas rosa, talla mediana, con etiqueta de Penney.
  4. Un sujetador negro, talla 38 A, con etiqueta de Lady Suzanne.
  5. Unas sandalias de mujer, de cuero marrón, de las de hebilla, con cuatro ganchos metálicos en las correas. Número 37. Con un Made in Italy en letras doradas en la parte interior de la suela.
  6. Una lona sucia, con sangre y manchas de todo tipo.

Los pendientes de la chica muerta, una horquilla del pelo y el cable que le habían quitado de las muñecas también figuraban como pistas.

La oficina del sheriff debió de enviar la información esencial sobre la muerta a otros organismos de seguridad, porque a continuación aparecía una serie de informes, recibidos en el curso de varias semanas, con datos sobre multitud de personas desaparecidas que se pensaba que podían coincidir con la descripción de «Juana Nadie». En la zona se recuperaron tres coches sustraídos, uno con un surtido de prendas femeninas en el asiento trasero. Según notas manuscritas y archivadas en fecha posterior, ese coche no tenía nada que ver con el caso. El segundo vehículo, un Mustang descapotable rojo del 66, con matrícula de Arizona, robado de un taller de tapizado de coches en Quorum, California, fue devuelto a su legítimo propietario. El tercer vehículo, un Chevrolet rojo del 67, estaba relacionado con un homicidio cometido en Venice, California. El conductor fue detenido y condenado más tarde por ese delito.

Detuvieron también a un vagabundo para interrogarlo, pero lo dejaron en libertad. Además había una denuncia contra un empleado de veinticinco años que había huido con los 46,35 dólares en billetes y monedas que le había robado al propietario de una gasolinera a las afueras de Seagate. Se localizó al vigilante de un parque natural junto a la costa cercana y se le interrogó acerca de las personas que pudo haber visto por los alrededores. No aportó información relevante. En tres ocasiones independientes entre sí se llevaron a un autoestopista para interrogarlo, pero no se detuvo a ninguno de los tres. Corría el verano de 1969 y una continua marea de hippies emigraba al norte por aquella carretera. A los hippies solía mirárseles con recelo, ya que se daba por hecho que estaban siempre drogados, y probablemente tenían razón.

A las diez y media del 6 de agosto de 1969, el detective Crouse interrogó a una dependienta, llamada Roxanne Faught, que trabajaba en un autoservicio de la autopista 101 y que se había puesto en contacto con la oficina del sheriff para informar de que el viernes 1 de agosto había visto a una joven que encajaba con la descripción de Juana Nadie. La señorita Faught declaró que la muchacha se había servido un café y un bollo, pero no había podido pagarlos. Faught abonó el importe de su bolsillo, motivo por el que el incidente se le había grabado en la memoria. Ya la había visto antes, haciendo autoestop hacia el norte; pero cuando salió del trabajo, a las tres de la tarde, ya no estaba en la carretera. La chica del autoservicio no llevaba equipaje, ni bolso ni monedero. Hubo más personas que llamaron para dar información pero de ahí no salió nada.

A medida que transcurrían los días y las semanas se fueron recibiendo llamadas que informaban sobre la presencia de vehículos de las marcas, los modelos y las descripciones más dispares en los alrededores de la cantera, tanto antes como después del descubrimiento del cadáver. Como suele suceder en toda investigación, profundizar en un solo caso destapó multitud de delitos periféricos: vagabundeo, invasión de la propiedad ajena, embriaguez pública, hurtos menores, todo de poca importancia. Era innegable que muchos ciudadanos procuraban recordar todos los incidentes extraños o anormales que habían presenciado en las semanas anteriores al crimen. Dado el estado de la cuestión, cualquier declaración podía contener una pista vital sobre la joven asesinada o sobre la persona que la había matado.

Se investigaron a conciencia todos los avisos telefónicos, todas las pesquisas extraoficiales, y hasta todos los rumores. Al final de cada informe había una lista con el nombre, la dirección y el teléfono de todos los interrogados. Los agentes se pusieron al habla con la dirección de los almacenes JCPenney de Lompoc y Santa Teresa para preguntar por la prenda de la difunta que llevaba la etiqueta de Penney, pero era un artículo que podía adquirirse en cualquier establecimiento de la cadena. Al final, la joven quedó sin identificar y, conforme el otoño se convertía en invierno, disminuyeron las posibilidades. La lona no llevaba ninguna etiqueta identificadora. Se dejó el cable en el laboratorio para que lo analizaran. El laboratorio estableció que un cable de aquellas características «era, con toda seguridad, de los que se emplean para conexiones de bajo voltaje y escaso amperaje, con poca o nula tensión sobre el tendido y con altas necesidades de protección contra la abrasión y la humedad, tal vez para las luces de un coche o un equipo de iluminación de bajo voltaje». En diciembre de 1970, los intervalos entre los informes eran ya muy largos y cada vez llegaba menos información.

Stacey volvió sobre el caso en distintos momentos durante los años siguientes. Afinó la lista de testigos y parecía que los hubiera puesto en orden según la importancia, al menos desde su punto de vista. Se habían eliminado muchos, porque la información que habían dado era demasiado vaga o sus indicaciones demasiado rebuscadas. En algunos casos, los informes posteriores aclaraban que las preocupaciones e interrogantes que planteaba la gente no habían sido relevantes. Todas las llamadas en las que se había denunciado la desaparición de una joven las había investigado puntualmente. En cierta ocasión, las radiografías dentales no coincidían con las de Juana Nadie. En otra, la comisaría de policía informó a la oficina del sheriff de que la joven en cuestión era una fugitiva habitual y había vuelto a casa al cabo de unos días. En otra, la madre de la desaparecida llamó a los encargados de la investigación para decides que su hija estaba vivita y coleando. Stacey había llamado incluso a los teléfonos anotados en los partes de oficio con la esperanza de localizar a personas, cuya información parecía pertinente, pero muchos números se habían dado de baja o se habían asignado a otros abonados.

Cuando por fin cerré el expediente y miré el reloj, vi que eran sólo las siete y cuarto; disponía de tiempo más que de sobra para encontrarme con Dolan en el CC. Me calcé las botas, busqué la chaqueta y el bolso y me dirigí al coche.

El Café Caliente, más conocido como CC, es un restaurante del barrio con una extensa carta de platos norteamericanos rebautizados en español. La comida era probablemente el granito de arena que ponía la dirección con objeto de que los clientes estuvieran lo bastante sobrios para volver a casa sin incurrir en ninguna infracción de tráfico. Los alrededores habían sufrido una gran transformación desde mi última visita, hacía ya dos años. El restaurante era una estación de servicio abandonada y reconvertida. Durante la reconversión habían quitado los surtidores y los depósitos subterráneos, pero se habían limitado a echar alquitrán encima del suelo contaminado, y el octavo de hectárea de terreno asfaltado se utilizaba ahora como aparcamiento de los clientes. Con el paso del tiempo, los vecinos acabaron quejándose de las filtraciones tóxicas que salían del suelo: una guarrería química lo bastante potente como para ennegrecer las suelas de los zapatos. En plena canícula, el asfalto se volvía pegajoso y olía a té dragón negro, que es lo mismo que decir a neumático quemado. En invierno, la superficie se hinchaba, se abarquillaba y se resquebrajaba, y dejaba al descubierto una sustancia pastosa, tan corrosiva que producía hemorragias nasales. Los gatos callejeros sufrían accesos de tos convulsiva cuando se acercaban. Los perros vagabundos comenzaban a dar vueltas de repente, como si estuvieran neurasténicos. Como es lógico, el propietario del terreno no tenía el menor interés en pagar los cientos de miles de dólares que hacían falta para limpiar aquel suelo asqueroso e infecto, pero la administración había acabado por intervenir y el aparcamiento se había levantado, como primer paso para eliminar toda la tierra contaminada. Durante la excavación se habían encontrado varios utensilios de los indios chumash y de la noche a la mañana el lugar se había convertido en el centro de una discusión a cuatro bandas: la tribu india, el propietario del terreno, el ayuntamiento y los arqueólogos. El litigio era tan complicado que resultaba imposible saber quién estaba del lado de quién.

Como prueba de su lealtad, los clientes siguieron acudiendo durante meses, atravesando aquella tierra hedionda, soportando retrasos e inconvenientes, aguantando a los piquetes, las advertencias oficiales, las pancartas, los tubos de escape, el lodo en los zapatos y alguna que otra costalada, sólo para tomarse su ración diaria de bebida. El aparcamiento estaba vallado y el camino hasta la puerta principal era ahora un estrecho sendero de tablas de 5 x 10 cm, unidas por los extremos. Al llegar a la puerta me sentí como una gimnasta manoteando en la barra de equilibrio antes de una caída inoportuna.

El rótulo rojo de neón que colgaba a la entrada todavía susurraba y gruñía como una lámpara de jardín y el aire que salía a vaharadas olía a tabaco y a tortitas de maíz fritas en manteca de cerdo de la semana anterior. Un dúo de batidoras gemía acompañado por el castañeteante tintineo de cubitos de hielo que chocaban entre sí mientras se mezclaban con la tequila y los demás ingredientes del cóctel margarita. El Café Caliente abre todas las mañanas a las seis y no cierra hasta las dos de la madrugada. Su mayor virtud es hallarse fuera de los límites municipales, lo que proporciona un refugio constante para los agentes de policía fuera de servicio que necesitan airearse al final de una dura jornada, o después de almorzar o de desayunar.

Al cruzar la puerta confieso que pensé en la posibilidad de coincidir con un poli de Estupefacientes de Santa Teresa llamado Cheney Phillips. Nuestra larga amistad nunca había llegado a la categoría de romance (entre otras cosas, el mancebo tenía novia), pero la esperanza es lo último que se pierde. Se rumoreaba que había roto con ella, así que supuse que hacer acto de presencia no dañaría a nadie.

Mi interés particular se acentuaba por el hecho de que no tenía ninguna noticia de Robert Dietz desde hacía meses. Es un investigador privado en situación de semirretiro que fue guardaespaldas mío en 1983, cuando contrataron a un sicario barato para borrarme del mapa. Desde entonces nuestra relación había sido intensa y esporádica, con largos e inexplicables intervalos entre un encuentro y otro. Dos semanas antes lo había llamado a Carson City, Nevada, y le había dejado un mensaje en el contestador. Hasta el momento no se había molestado en devolverme la llamada, lo que significaba que se encontraba fuera del país o se había liado con otra. Aunque estaba loca por Dietz, nunca lo había considerado mi compañero, mi pareja estable y con quien siempre podía contar, ni mi media naranja (sea esto lo que fuere). Eso sí, Dietz y yo llevábamos tonteando unos cuatro años, aunque entre nosotros no había compromisos ni promesas por ninguna de las dos partes. Por supuesto, a mí me picaba su indiferencia, aunque era tan culpable como él.

Vi a Dolan en la barra. Llevaba una desgastada cazadora marrón de aviador. Me detuve un momento para echar un vistazo a la clientela y vi que su mirada se volvía hacia mí. Dolan había sido poli demasiados años para no estar siempre ojo avizor, y constantemente se fijaba en las caras con la esperanza de que coincidieran con alguna de las fotos de las fichas que pasaban por su mesa. Fuera de servicio o no, ningún poli puede resistirse a la idea de identificar a un delincuente por casualidad y detenerlo.

Levantó la mano para captar mi atención y me abrí paso hacia él entre la gente que esperaba mesa. Los dos taburetes que lo flanqueaban estaban ocupados, pero miró fijamente a los ocupantes y uno se levantó para cederme el sitio. Dejé el bolso a mis pies y me senté en el taburete. El cenicero que Dolan tenía delante estaba lleno de colillas y no necesité ninguna de mis muy desarrolladas facultades para percatarme de la cantidad de cigarrillos que ya llevaba fumados, incluyendo el que encendía en ese momento con la colilla del anterior. Se había pedido un Old Forrester y todo él olía como un pastel de frutas de Navidad, aunque sin las guindas. Para acompañarse picoteaba de un plato de tapas, jalapeños fritos rellenos con queso fundido. Preferí no decirle que sus costumbres eran una constante equivocación. No hay nada más odioso que nos señalen los errores más evidentes que cometemos.

—Pensé que Cheney Phillips estaría por aquí —dije—. ¿Lo ha visto?

—Creo que está en Las Vegas, de luna de miel.

—¿De luna de miel? Pensaba que habían roto.

—Está con otra, una chavala que conoció aquí hace cinco o seis semanas.

—Bromea.

—Me temo que no. De todas formas, olvídate de Cheney Phillips. No es tu tipo.

—Yo no tengo ningún tipo. Claro que tampoco tengo novio, pero eso es otra cuestión.

—Cómete una guindilla.

—Gracias —dije.

Di un bocado al pimiento y saboreé el queso fundido antes de que el picor me quemara la lengua. La máquina de discos se puso en marcha y me volví para mirar por encima del hombro cuando empezaron a revolotear por la sala las notas de una canción country. La Wurlitzer era vieja, un artilugio macizo, con muchas curvas, con un arco iris giratorio y burbujas que subían por los lados.

Volví a mirar a Dolan y traté de imaginar cuánto habría bebido. No se le atascaban las palabras, pero sospeché que estaba tan acostumbrado a beber alcohol que no daría indicios de embriaguez ni aunque se cayera del taburete. No sabía si había seguido bebiendo después del almuerzo o si se había ido a su casa a echar una siesta entre vaso y vaso. Un vistazo al reloj me indicó que sólo eran las ocho menos veinticinco, aunque debía de llevar sentado allí desde las cuatro de la tarde. No me convencía mucho la idea de trabajar con alguien que iba a estar como una cuba todos los días. El hecho de que fumara constantemente tampoco me hacía ninguna gracia, pero no podía hacer nada al respecto, de modo que cuanto menos se hablara, mejor.

—¿Qué tal se encuentra Stacey? ¿Ha hablado ya con él?

—Lo he llamado a las seis y le he dicho que pasaríamos a verlo. Está harto de que hurguen en su cuerpo y de que lo pinchen, y sólo quiere largarse de allí. Supongo que lo soltarán mañana, cuando tengan los resultados de los análisis.

—¿Le ha explicado su idea?

—Brevemente. Le dije que lo pondríamos al corriente cuando llegáramos. ¿Qué opinas del caso?

—La verdad es que el asunto me gusta. No suelo tener oportunidad de ver partes e informes de la policía así de cerca.

—El procedimiento no ha cambiado tanto en los últimos veinte años. Ahora somos mejores, más concienzudos y sistemáticos, y disponemos de más tecnología.

El camarero se nos acercó.

—¿Qué le pongo?

—Nada, gracias —dije.

Dolan levantó su vaso para que se lo volvieran a llenar.

—¿No íbamos a ver a Stacey? —pregunté.

—¿Quieres que vayamos ahora mismo?

—Bueno, no tiene sentido dedicar tiempo a esta historia si él no está de acuerdo.

Vi que se debatía entre el deseo de seguir bebiendo y la preocupación por su amigo. Apartó el vaso, buscó la cartera, sacó un puñado de billetes y los echó sobre la barra.

—¡Hasta luego!

Recogí el bolso del suelo y lo seguí hacia la puerta.

—Vamos en mi coche —dijo.

—¿Y si quiere quedarse más tiempo que yo? Me dejará colgada. Lo mejor será que cada cual vaya en su coche, usted delante y yo detrás. Así podré irme cuando me apetezca.

Discutimos un poco, pero al final cedió. Yo había aparcado media manzana más abajo, pero él me esperó con paciencia y se puso a la cabeza de la expedición en cuanto llegué a su lado. Su manera de conducir era sorprendentemente tranquila mientras recorríamos la 101. Sabía que, si lo detenían y le hacían la prueba de alcoholemia, estaría por encima del límite permitido. No dejé de vigilar por si aparecía la policía, medio olvidando que Dolan también lo era.

Ya en los alrededores del St. Terry encontramos aparcamiento en la misma manzana de Castle, con dos coches de distancia entre ambos. Estaba oscureciendo y el hospital aparecía iluminado como un fastuoso balneario. Entramos por la puerta trasera y subimos en el ascensor hasta Central 6, la planta de oncología. La luz era allí más débil y la moqueta del ancho pasillo ahogaba nuestros pasos. Contra la pared había tres soportes que aguantaban bolsas de suero y dos monitores de presión arterial apelotonados junto a un carrito con ropa y otro con estantes llenos de bandejas, seguramente de la cena que acababan de servir. Pude ver a algunas personas de visita, aunque las charlas entre enfermos y familiares no eran precisamente animadas. Ponerse bien cuesta trabajo y nadie quiere gastar energía en conversaciones superficiales. Al pasar ante el puesto de las enfermeras, Con saludó moviendo la cabeza a la empleada que había detrás del escritorio.

Stacey estaba en una habitación individual, con vistas a una oscura calle residencial. Parecía dormido y tenía la cama elevada en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Por debajo del gorro rojo de punto asomaban unos mechones de pelo anaranjado. En el alféizar de la ventana había dos tarjetas de pie, deseándole que se recuperase, pero no vi nada más de naturaleza personal. La pantalla del televisor estaba apagada. En la mesita de ruedas había un montón de revistas y un vaso de papel que contenía hielo medio derretido.

Dolan se detuvo en la puerta. Stacey abrió los ojos. Levantó una mano para saludarnos y se irguió en la cama.

—Veo que lo has conseguido —dijo; y dirigiéndose a mí—: Tú debes de ser Kinsey. Encantado de conocerte.

Me acerqué y le estreché la mano. Me apretó la mano con fuerza y noté calor, casi como si el metabolismo le fuera a doble velocidad de lo normal.

Mientras Dolan acercaba las sillas que había en un rincón, le dije:

—Creo que usted conocía a los muchachos que me entrenaron; Morley Shine y Ben Byrd.

—Los conocía muy bien. Buenos hombres los dos. Sentí mucho la muerte de Morley. Un golpe del carajo. Siéntate.

—Gracias.

Dolan me ofreció una silla y se sentó en la otra. Mientras los dos charlaban, observé a Stacey con disimulo. Tenía los ojos pequeños y de color azul claro, la frente pálida y las mejillas surcadas de profundas y largas arrugas. No se le veía mal color de cara, aunque daba la impresión de que no se afeitaba desde hacía varios días. Estaba de buen humor y hablaba con la energía de un hombre activo.

Tras una conversación preliminar, Dolan sacó lo de la investigación de Juana Nadie.

—Le di el expediente a Kinsey para que lo leyera. Pensamos que tendríamos que hablar sobre cuál podría ser el próximo paso. ¿Sigue diciendo el médico que te dará el alta mañana?

—Parece que sí.

Hablaron de la investigación mientras yo guardaba silencio. No sé por qué, esperaba que Stacey pusiera pegas a la propuesta de Dolan, pero no se opuso en absoluto a la reapertura del caso.

—Por cierto —dijo a Dolan—, Frankie Miracle ha reaparecido. El funcionario encargado de su libertad condicional, Dench Smallwood, me llamó y me dijo que Frankie se había instalado en la ciudad. A estas alturas es probable que tenga un empleo legal.

—Se podría empezar por ahí.

—¿Qué pinta Frankie Miracle en esta historia? —pregunté—. Recuerdo haber visto su nombre en el expediente.

—Lo detuvieron en Lompoc el uno de agosto —contestó Dolan—, dos días antes de que encontráramos el cadáver de Juana Nadie. Siempre pensamos que era el mejor candidato, pero él lo negó.

Stacey intervino.

—Mató a su novia en Venice el 29 de julio, en pleno colocón de anfetaminas. Le dio tropecientas cuchilladas, se quedó con el coche de la chica y con todas sus tarjetas de crédito y se fue al norte. A ella la encontraron un par de días después, cuando los vecinos se quejaron del olor.

—El muy imbécil firmaba con el nombre de ella cada vez que pagaba la gasolina con tarjeta —dijo Dolan—. Como si nadie fuera a fijarse en una «Cathy Lee Pearse» sin tetas, con bigote y con barba de dos días. —Se removió en el asiento y luego se puso de pie—. Seguid los dos y conoceos un poco. Yo me voy afuera a fumarme un cigarrillo.

—¿Tiene usted alguna teoría sobre por qué no se pudo identificar a Juana Nadie? —pregunté cuando salió Dolan.

—No. Esperábamos identificarla pronto, que alguien la reconociera por la descripción de los periódicos. Lo único que sé es que nadie denunció la desaparición. Puede que la denuncia se traspapelara en la mesa de algún policía. Alguna explicación tiene que haber, pero ¿quién lo sabe? A estas alturas es poco probable que descubramos al asesino, aunque aún es posible que la identifiquemos y se la devolvamos a la familia.

—¿Qué posibilidades hay?

—Más de las que crees. Cuando ha pasado un tiempo prudencial, la gente está más dispuesta a hablar. Puede que tengamos que apretarle las clavijas a alguien, a lo mejor así conseguimos alguna pista. —Vaciló y se entretuvo un momento alisando los bordes de la sábana—. Seguramente sabes que Grace, la mujer de Con, murió hace algún tiempo.

—Lo mencionó.

—Fue un golpe muy duro para él, pero parece que va superándolo. Aunque, desde que le dieron la baja por lo del corazón, está acojonado. Cuando Grace vivía era como si lo tuviera metido en vereda, pero ahora fuma y bebe sin medida. He tratado de buscar la manera de encarrilado, de modo que, en cuanto apareció esto, lo pillé al vuelo.

—¿Se refiere a lo de Juana Nadie?

—Sí. Me alegro de que quieras colaborar. Le levantará el ánimo. Necesita trabajar.

Sonreí discretamente, buscando algún asomo de ironía en su voz. Por lo visto no sabía que Dolan había dicho lo mismo, más o menos, de él.

Cuando volvió Con, se nos quedó mirando con cara de expectación.

—Bueno, ¿cuál es el plan? ¿Ya lo habéis organizado?

—De eso estábamos hablando. Kinsey quiere ver el escenario del crimen antes de emprender cualquier acción.

—Sí —confirmé.

—Estupendo —dijo Dolan—. Mañana lo tendré todo listo.