Álvaro Alsina
Un halo de luz entró por la rejilla de la persiana, perturbando el profundo sueño de Álvaro. Tenía los ojos pegados a causa de la conjuntivitis y la boca pastosa como si la tuviese llena de esparto, además de un intenso dolor de cabeza.
«Demasiados cubatas», pensó.
El reloj marcaba las siete y media.
«Buena hora», supuso mientras se levantaba para afeitarse y darse una buena ducha matinal.
Se vio a sí mismo delante del espejo del cuarto de baño de la habitación del hotel. Observó las arrugas de su rostro, las canas de su pelo castaño y ondulado, el brillo de sus ojos cansados, esa sombra de barba que tanto le disgustaba. Tenía la máquina de afeitar en la mano. La enchufó a la corriente eléctrica acordándose de las películas de cine negro americano donde el débil coprotagonista acababa con su vida sumergiéndose en la bañera y arrojando la tostadora, o algún otro electrodoméstico, en su interior, finalizando así, de una vez por todas, con una vida llena de desilusiones, desesperanzas y malos tragos. Miró la máquina de afeitar y se acordó del día en que se la regaló Rosa, cuando todavía eran una pareja feliz, cuando el amor inundaba cada uno de los poros de sus jóvenes pieles, cuando cualquier error era insignificante y los defectos se minimizaban hasta desaparecer. Mientras la máquina rasuraba su epidermis y aderezaba los pelos de su rostro, se planteó las buenas y malas acciones que había hecho durante su vida. Pensó en las infidelidades que tanto dolían a las mujeres que las padecían. En la despreocupación de sus hijos. En el exceso de tabaco. La ludopatía que había hecho llorar a su padre. El amor que pudo haber sido y nunca fue de Elvira Torres. Su reprimida bisexualidad que pugnaba por salir de dentro de su batallador ser. Y también rememoró, en esos momentos de balance de su vida, al gitano que quiso robarle su futuro.
«¿Maté a Sandra López?», se preguntó en voz baja, casi susurrando y mirándose fijamente al espejo.
No pudo evitar recordar aquellas angustiosas series de los años cincuenta donde un ventrílocuo cometía los crímenes y le echaba la culpa al muñeco que siempre le acompañaba.
«Lo llaman desdoblamiento de personalidad», meditó mientras se embadurnaba la cara con loción para después del afeitado.
Miró fijamente a la persona que había detrás del espejo. Clavó sus ojos en ella.
«¿Soy yo?», se preguntó intentando reconocer a aquel chico que jugaba en el garaje de la antigua fábrica de su padre y que soñaba con ser un poderoso hombre de negocios.
Dudas, dudas y más dudas, eso es lo que le trajo la muerte de Sandra López. Sus recuerdos le apresaban en el interior del cuarto de baño, donde la soledad contagiaba cada una de las evocaciones de su pasado más lejano y los fusionaba con las añoranzas de lo que siempre había querido ser y nunca fue. Sus manos palmoteaban cada una de las curvas de su tez y le despojaban de la vejez de su deslucido rostro ofreciendo el aspecto del pulcro y aseado ejecutivo. La imagen que todos sus convecinos siempre veían en él, pero que ahí, en el cuarto de baño, no podía ocultarse a sí mismo. Se encontraba solo. Abandonado. La inocencia era tan solo una palabra sin sentido. Se vio cercado por la policía y sabía, o eso creía él, que de no aparecer el asesino de Sandra, César Salamanca le lanzaría sin compasión las pocas flechas que aún tenía en su contra. Pero eso no era nada comparado con la angustia de saberse hundido, despojado de todo. En caso de que no le inculparan, por falta de pruebas, tendría que vérselas con la gente del pueblo, esos vecinos impacientes de ver postrado a uno de los suyos ante el infortunio. Álvaro sabía que su acusación la enarbolaba la envidia y que su culpabilidad pasaba por los celos de quienes, en algún momento, lo vieron como alguien a imitar. Y es que uno de los peores pecados capitales es querer que los demás sean como nosotros, más que ser nosotros como ellos.
La detención de Álvaro Alsina, de producirse, alegraría a más de un habitante del pueblo, lo que no ayudaba a demostrar la inocencia del poderoso presidente de Safertine. En los chismorreos, tan habituales, se hablaría sobre que eso era algo predecible. Alguno se atrevería a aventurar que lo había visto rodeado de jovencitas en las tardes soleadas de Roquesas de Mar. Alguna vieja aseguraría haber tenido que llamarle la atención cuando merodeaba a alguna de sus nietas. No tardaría en surgir algún ofendido de Safertine por un despido improcedente que encañonaría toda su ira contra el contrariado Álvaro, asegurando, seguro de ello, que el señor Alsina era un ser horrible, de carácter imposible y de trato inhumano hacia sus empleados. Sus enemigos se multiplicarían por doquier. Sus amigos le abandonarían a su suerte. Su familia esquivaría sus miradas. Sus hijos, su afecto…
Rosa Pérez
La mujer de Álvaro Alsina estaba arreglándose en el baño de la planta de arriba de la casa de la calle Reverendo Lewis Sinise, número 15. Estaba sola, como casi siempre. Se rasuraba sus largas y preciosas piernas con una máquina de depilar a la cera. Pensaba en todo lo que su esposo les había infringido a ella y sus hijos. En lo mal padre que fue y en lo pésimo marido. Un deplorable compañero. Lo de la infidelidad continuada con la criada lo había tolerado bastante bien; aunque a las mujeres les costaba soportar las infidelidades, consideradas como felonías de imposible redención. La estabilidad familiar primaba por encima del adulterio. Pero el que esté libre de culpa que lance la primera piedra. Y Rosa no pudo dejar de recordar aquellas cenas con los compañeros del hospital y que la hicieron acabar en casa del doctor Pedro Montero Fuentes, seis años mayor que ella; él tenía ahora cuarenta y cinco, pero con una vitalidad y energía fuera de lo común. Lo cierto es que estaba profundamente enamorada de Álvaro, el primer hombre de su vida que le aportó comprensión, estabilidad, ternura y dos maravillosos hijos, y no entendía por qué se había relacionado con Sandra López. Por qué cayó en los brazos de una muchacha de la misma edad que su propia hija; aunque era posible que dijera la verdad y que nunca hubiera tenido nada que ver con ella. De hecho, y lo recordaba perfectamente, nadie los vio nunca juntos, excepto el jefe de la policía local, pero la opinión de César Salamanca poco importaba ahora. A Rosa nunca le había gustado ese hombre, ni como policía ni como amigo.
Pensó que los cuarenta años de Álvaro no desecharían un yogur como Sandra, pero… «Del dicho al hecho hay mucho trecho», se dijo mientras se terminaba de vestir para ir a trabajar al hospital. No creía que su marido hubiese matado a la chica. Eso era, a fin de cuentas, lo importante. Su instinto le indicaba que Álvaro era inocente, que su marido sería incapaz de cometer una atrocidad así. Esa noche lo llamaría para intentar hablar con él, para arreglar las cosas, para decirle que era a quien más quería en este mundo, que creía ciegamente en su inocencia, dijeran lo que dijeran los agentes de Madrid, declararan lo que declararan los testigos en el juicio, pensaran lo que pensaran los vecinos del pueblo. Su esposo no era ningún asesino, de eso estaba completamente segura. Los celos y el despecho le habían hecho mentir y acusarlo de cosas horrendas. Lo quiso ver hundido, desprovisto de su invulnerabilidad. Ella sabía que la camisa que había entregado María Becerra al jefe de policía no era prueba suficiente para incriminar a Álvaro. Sabía, también, que aunque se hubiera acostado con Sandra, jamás le hubiera hecho daño. Y lo más importante: sabía, estaba segura, que de haber sido él el asesino, se lo habría dicho a ella.
Irene Alsina
La hija del matrimonio Alsina estaba en su habitación, en la planta superior de la casa. Se encontraba delante del tocador que le había regalado su padre al cumplir los quince años. Se miró en el espejo y se dijo:
—¡Ojalá fuera tan guapa como Sandra!
Meditó, mientras se peinaba su larga y lacia cabellera castaña, sobre la envidia que siempre había tenido de su amiga. Sandra López era increíblemente bella y se sentía a gusto cerca de ella. Siempre había querido acariciarla y besarla. Experimentaba una poderosa atracción hacia la joven. Le embelesaba su alegría, su optimismo, su desparpajo ante la vida. Nada le preocupaba a la bella Sandra. Su instinto era tal que cogía lo que le satisfacía sin ningún tipo de remordimiento.
Fue un golpe muy fuerte, para su cariño por ella, aquella noche que llegó a casa y oyó gemidos en el salón y luego vio a su padre dirigirse a la cocina, y pensó que era Sandra la que estaba con él. No lo pudo soportar. El dolor que sintió en ese momento se mezcló con los celos y la ira. Era una combinación explosiva ver juntas a las dos personas que más quería. Amándose y besándose. Queriéndose. Escuchó a Sandra gemir bajo el sudoroso cuerpo de su padre. Pero ahora sospechaba, ya más calmada con el paso del tiempo, que posiblemente no fuera Sandra López la que estaba aquella noche en su casa. Que su padre no mintió cuando le dijo que aquella mujer que estaba esa noche entre sus brazos era Sonia, la criada argentina. De todas formas, era mejor imaginar eso que aguantar la angustia de pensar que la chica que más había querido pudiera retozar en su casa con su propio padre. Sentimientos encontrados que por sí solos no le producían desazón, pero que sumados la sumían en una extraña desesperación difícil de explicar. De saber la relación de su padre con una extraña no le hubiera importado. Lo mismo de Sandra con un desconocido. Pero los dos juntos… eso era algo que nunca digeriría. Pero lo importante en ese momento era que Irene tenía una cosa clara: su padre no había matado a Sandra López. No sabía por qué, hay cosas inexplicables de los sentimientos humanos, pero estaba convencida de que él sería incapaz de matar a la chica.
Recapacitó en la soledad del cuarto de baño, el mejor lugar de la casa para pensar con calma, y se dio cuenta de que con su actitud enturbiaba la investigación y desviaba la atención sobre el verdadero culpable. Todos se habían centrado en Álvaro Alsina como actor principal de esa trama demencial y ya nadie se preguntaba si a Sandra podría haberla matado otra chica o una madre o un forastero o, incluso, algún chico de otra ciudad que esa noche se cruzara con ella en el bosque. Lo mejor sería sincerarse y contar todo lo que sabía y decir a todos con quién se había citado Sandra en el bosque aquella noche fatídica, pese al suplicio que eso le pudiera suponer y el perjuicio que causara a su otra gran amiga: Natalia Robles Carvajal.
Recompuso los hechos en su cabeza y los ordenó cronológicamente. Las dos amigas, Sandra y Natalia, habían quedado detrás de su casa, en el bosque de pinos, como habían hecho tantas otras veces. Aprovechando que regresaban de la fiesta mayor de Roquesas y que habían bebido unos cuantos cubatas de ron y que estaban excitadas y lujuriosas, se abrazaron besándose en la boca. Se acariciaron mientras se quitaban la ropa. Una vez desnudas, Sandra masturbó a Natalia y después esta la correspondió. Varias veces seguidas, ya que le habían dicho que podían alcanzar múltiples orgasmos a la vez. Irene, que no era partidaria de aquello, pese a que le gustaba, prefería decir que su amiga tenía un novio en el pueblo, aunque Sandra siempre le dijo que era pasajero. Leyó en un libro sobre sexualidad femenina que había muchas mujeres que tenían relaciones homosexuales de jóvenes y que de mayores podían ser perfectamente heterosexuales, aprendizaje que comentó en una ocasión a la propia Irene en un intento, fallido, de atraerla y mantener relaciones con ella sin el prejuicio que la hija de los Alsina siempre enarboló. La de veces que se había imaginado a sí misma con sus dos amigas a la vez. Pero cuando el jefe de la policía local la interrogó, fue fiel y le dijo que ella, Sandra López, había quedado aquella noche con un chico. Irene no traicionó la amistad de Sandra y Natalia. Lo hizo por Natalia, quien se lo había suplicado, y por Sandra, que yacía muerta.
Vistas las cosas así, pensó Irene, sería mejor reunirse con sus padres y con el jefe de policía y decirles que Sandra se había citado aquella noche con Natalia Robles y que habían hecho el amor en el bosque de pinos. Que no era la primera vez que lo hacían, ya que siempre se citaban allí para hacer el amor. Cuando terminaron, Natalia se marchó y Sandra, extenuada, se quedó sola descansando. Y tuvo que ser en ese momento cuando su asesino la encontró, la violó y la asesinó destrozándole la cara.
«¿Y tú no volviste al bosque después de dejarlas a ellas solas?», le preguntaría César Salamanca, seguramente. A lo que ella respondería: «No, no quise inmiscuirme en la relación entre ellas dos». Respuesta esta que debía ensayar, pues sabía que era mentira… pues ella también quería a Sandra.
Javier Alsina
El hijo de los Alsina y hermano de Irene se encontraba en su cuarto, ajeno a los problemas de su hogar, al descalabro de la empresa de su familia, a la accidental separación de sus padres, a la muerte de Sandra, a la inminente detención, de encontrarse pruebas suficientes, de su padre. El muchacho sufría, pero por cosas bien distintas: sufría de amor. Sufría ya que no podía dejar de pensar en Sofía Escudero, la Cíngara. Desde que esta le contó que estaba embarazada de Ramón Berenguer, su amigo de quince años con el que salía los fines de semana y que al principio había rechazado la paternidad del niño y que ahora, por causas que no llegaba a entender, quería aceptar la relación con la Cíngara, desde entonces Javier estaba desconcertado. El hijo de los Alsina recordó su relación con Ramón. Rememoró que este provenía de una familia pudiente de Madrid y que venía, desde hacía tiempo, a pasar los fines de semana y estíos en Roquesas de Mar. Era muy atractivo para las mujeres, de hecho tenía un cierto aire a Brad Pitt. Un día coincidieron los dos con Sofía Escudero, la chica encargada de acompañar a Javier al colegio desde que este tenía siete años, y por la que Javier sentía una profunda atracción. Los dos jóvenes se gustaron nada más verse. Ramón y la Cíngara quedaban, desde entonces, en el bosque de pinos que había detrás de la calle Reverendo Lewis Sinise. Lo hacían en secreto porque el padre de Ramón, el señor Alberto Berenguer, no quería que su primogénito se relacionara con una chica como Sofía. Su apodo, la Cíngara, lo decía todo respecto a su forma de vestir, nada que ver con las buenas maneras de los ricos de la capital. Se citaban en el interior del boscaje, en una zona conocida como el polvorín, nomenclatura proveniente de polvo, y que era donde los jóvenes de Roquesas se encontraban para amarse. En esa zona había una ingente cantidad de preservativos esparcidos que nadie se encargaba de recoger. Sofía le contó a Javier que Ramón le había dicho que no quería que ella tuviera el niño, que si continuaba con el embarazo la repudiaría. Pero lo más importante para ella era llevar a término el embarazo y criar a su hijo, por eso le propuso a Javier hacerse cargo de la paternidad, y este, enamorado como estaba de la chica, aceptó sin pensárselo dos veces. Sin embargo, debido a los altibajos de los sentimientos humanos, su amigo Ramón cambió de repente de parecer y llamó a Sofía y le dijo que quería criar a su hijo. Le dijo que quería unir su vida a la de ella y que llevara el embarazo adelante, que lo harían los dos juntos y que la quería más que a nada en este mundo. Cuando se enteró, el corazón de Javier se rompió en mil pedazos. Pero las entrañas de un joven de quince años son más fuertes de lo que parece y el tiempo todo lo cura… a veces.
Juan Hidalgo
El director de Expert Consulting y socio de Álvaro, estaba en el cuarto de baño de su piso en pleno centro de Santa Susana. Mientras se afeitaba con cuchilla y sosteniendo un cigarrillo en sus labios, reflexionaba sobre el contrato que iban a sellar con el gobierno y que seguro hubiese supuesto el relanzamiento definitivo de Expert Consulting y Safertine. Era el empujón que necesitaban las dos empresas para hacerse un hueco en el mercado internacional. La alianza con el gobierno los hubiera hecho invulnerables y cualquier empresa de la competencia que se atreviera a enfrentarse a ellos saldría, seguro, malparada. No entendía, o no acababa de comprender muy bien, los motivos que esgrimía Álvaro para rechazar el acuerdo con la Administración. Ciertamente, el hecho de que la tarjeta de red no cumpliera las especificaciones establecidas era una pequeña traba para el acuerdo, pero no el impedimento definitivo del compromiso adquirido con sus futuros socios. El jefe de fabricación de Safertine aseguraba que el presidente Álvaro Alsina, siempre utilizando sus propias palabras, no quería bajo ningún concepto asociarse con ninguna corporación, lo que en cierta manera frenaba el acuerdo más importante de ambas empresas. Esos problemas pudieron venir, en parte, por la carencia de diálogo y por hablar a través de intermediarios que lo único que hacían era tergiversarlo todo. El arraigo en el pasado no tenía que ser un obstáculo para el progreso y el mejor negocio de su vida no se podía ir al traste por culpa de unos principios anticuados y obsoletos, una moralidad enfermiza y obstructora. Juan supuso que Álvaro no quería asociarse con la Administración por puros principios éticos heredados de la forma de pensar de su padre, don Enrique Alsina. Pero también creía, o estaba convencido, de que si viviera don Enrique, el trato no se hubiera firmado jamás. En cualquier caso, los negociadores del gobierno se echaron atrás horas antes de sellar el acuerdo, quizá, pensó Juan mientras terminaba de afeitarse, advertidos de que la empresa iba a pasar a manos del gitano José Soriano Salazar.
«Sería gracioso que el gobierno de la nación firmara un acuerdo con un gitano traficante de drogas», meditó Juanito dándose palmadas de loción para después del afeitado en la cara.
En cualquier caso el problema del gitano había quedado resuelto la misma noche del lunes, cuando alguien lo asesinó en su propia casa y casi delante de sus narices. Así que los negociadores, seguramente, habían optado por echarse atrás en la firma del contrato hasta que no se aclararan ciertos aspectos oscuros del entramado Safertine. El único que podía tener interés en acabar con la vida de José Soriano, desde luego, era Álvaro. Si era cierto que había matado a la chica, qué más le daría matar al gitano, se dijo Juan mientras terminaba de vestirse. Lo difícil en esos casos es la primera muerte, las otras son más sencillas. Él mismo, reflexionó, había ido la noche del lunes a casa de José Soriano con la firme convicción de acabar con su vida. Lo que nunca sabría es si hubiese sido capaz de hacerlo. Pero esa muerte había marcado un antes y un después en sus proyectos de futuro, ya que ahora no había ningún peligro de que la empresa pasara a manos del gitano.
Con todos esos pensamientos pululando por su cabeza, Juan se sintió mezquino, ya que le parecía increíble que en los albores del siglo XXI todavía se pudieran solucionar los problemas a base de sangre y muerte. Si alguien se lo hubiera propuesto, seguramente se podría haber buscado una solución legal que despojara de la herencia al gitano y que les hubiera permitido firmar el mejor contrato de su vida. Pero todo eso pasaba, irremediablemente, por la muerte de Sandra López. Un hecho que sería puntual y aislado en otra ciudad, en Roquesas de Mar conformaba un desbarajuste, más o menos orquestado, en las vidas de sus habitantes. La muerte de la muchacha beneficiaba a unos y perjudicaba a otros. Y él, sin quererlo, también se había sentido salpicado por ese suceso…
Diego Sánchez, el Dos Veces
El jefe de producción de Safertine, el apodado Dos Veces, estaba en su pequeño apartamento de Santa Susana. Solo, como siempre. Se acababa de duchar y afeitar y se había sentado en el váter, donde tapaba su prominente calva con un mechón de pelo sacado de la parte de atrás de la cabeza. Lo fijó con laca y se volvió a mirar en el espejo para ver, con deleite, cómo su cabeza ya no relucía por la ausencia de cabello. Era un engaño, porque el verse así le ofrecía a él mismo un aspecto que no se correspondía con la realidad.
Pensó que don Enrique Alsina Martínez, el padre de Álvaro y fundador de la empresa a la que había dedicado todos los años laborales de su vida, no aprobaría la asociación de Safertine con otra compañía; aunque esta fuese estatal, aunque fuese el mejor contrato del mundo, aunque les hiciera ricos. Don Enrique jamás de los jamases se asociaría con alguien. Y es que el viejo, aunque era un lince para los negocios, también era un hombre de principios blindados y chapados a la antigua. Para él la prosperidad no pasaba por asociarse con alguien, sino por seguir fiel a los orígenes de su empresa. Y como todo en esta vida tenía una finalidad, Diego había creído que su paso por Safertine y su amistad con don Enrique le conferían la capacidad de inmiscuirse en los asuntos de la empresa y guardar fidelidad a su patrón y amigo, aunque este ya no estuviera. En esos momentos dudaba y no sabía si había hecho bien en manipular la frecuencia de transmisión de datos para bloquear la firma con la Administración. Conocía los detalles del convenio y sabía, de sobras, que ese fallo haría que los negociadores aplazaran la firma hasta que no se solucionara. El asunto se le había escapado de las manos y ahora no solo no se iba a llevar a cabo el contrato, sino que Álvaro Alsina pensaba que era una treta de Juan Hidalgo para apoderarse de la empresa. Por su acción los había enfrentado. Pero ese enfrentamiento, creía Diego, era un mal menor si al final no se sellaba el acuerdo, como él esperaba que ocurriera y como de hecho acababa de ocurrir.
Llevaba treinta años trabajando para la familia Alsina y sus principios morales y éticos le obligaban a comunicar lo sucedido al presidente Álvaro, pero de hacerlo posiblemente supondría su inmediato despido de la compañía, con el consiguiente desprestigio que ello supondría. No podía permitir de ninguna manera que tantos años dedicados a la empresa se fueran por el alcantarillado de la ética, esa misma moral que ahora le injería un extraño dolor interno. Él solamente ansiaba respetar los principios de la fundación de Safertine, por lealtad al padre de Álvaro Alsina. Sabía que había ido demasiado lejos y puesto en peligro la integridad de una buena persona. Pero ahora, desde luego, no podía echarse atrás. Desconocía por qué la Administración se había retirado, en el último momento, del acuerdo con la empresa, pero sospechaba que podía haberse debido a las desavenencias entre el director de Expert Consulting y el presidente de Safertine.
«Los representantes del gobierno se habrán enterado de eso —pensó—, y buscarán una empresa más seria para que fabrique las tarjetas de red».
Entonces se volvió y vio la imagen de un hombre maduro, avejentado y calvo reflejada en el espejo del cuarto de baño.
La agente Silvia Corral
Silvia estaba en la Dirección General de Seguridad, la oficina del servicio secreto regional de Santa Susana. El CIN (Centro de Inteligencia Nacional) la había infiltrado como secretaria de dirección de Álvaro Alsina Clavero, para espiar la supuesta fabricación y venta de dispositivos informáticos a organizaciones de terrorismo integrista islámico. Las sospechas del gobierno se basaban en la denuncia del alcalde de Roquesas, don Bruno Marín Escarmeta, que a través de un exhaustivo informe del jefe de la policía municipal, César Salamanca, habían sido alertados de los oscuros negocios a los que se dedicaba la empresa de Álvaro Alsina, buscando nuevas vías de financiación de su maltrecha economía, según un documento del banco de Santa Susana firmado por el propio director Cándido Fernández Romero, el cual ponía de manifiesto las penurias económicas por las que pasaba el presidente de Safertine.
Silvia estaba con el adjunto del director, Segundo Lasheras, entregando un elaborado informe sobre la paralización del contrato con la Administración a causa de unos errores en la fabricación de la tarjeta de red. En dicho dosier quedaba claramente reflejada la intención de Álvaro Alsina de vender unos componentes informáticos a la Administración central del estado, como eran las tarjetas de red, los cuales, y sin que lo supiera el gobierno, cederían datos importantes para la seguridad nacional, de la ubicación exacta de objetivos terroristas como: bancos, empresas de seguridad, comisarías, juzgados, trenes, autobuses, etc. Toda esa información, y los mecanismos de protección que el gobierno hubiera tomado, viajarían a través de la Red hasta los ordenadores de los terroristas, utilizando para ello las tarjetas de Safertine, gracias a la manipulación a que habían sido sometidas.
La agente Silvia Corral avisaba en su informe que no se atrevía a asegurar que el presidente de la compañía, Álvaro Alsina, estuviera al corriente de ese acto de traición a su país y que era posible que alguna persona de su empresa hubiera ordenado las alteraciones de la tarjeta. En el comunicado a sus superiores reflejaba el nombre de Diego Sánchez, jefe de producción de Safertine y encargado de la fabricación y supervisión de las tarjetas, y el de Juan Hidalgo Santamaría.
Cuando Silvia quiso decirle al director del CIN que Álvaro era inocente de la violación y asesinato de Sandra, este la hizo callar y le dijo:
—Eso no nos concierne a nosotros.
El abogado Nacho Heredia
Era un abogado de renombre nacional que había aparecido, en diferentes ocasiones, como contertulio en numerosos programas de radio; famoso por ser uno de los letrados más conocedores de la jurisprudencia y entresijos del Código Penal. Ahora estaba sentado en el aeropuerto leyendo unos artículos sobre recursos administrativos de empresas. No descansaba ni en los viajes. A las siete y cuarenta y cinco salía el avión que le llevaría a Córdoba, donde tenía que defender a un personaje importante de la televisión. Aceptó el caso porque le supondría un ingreso sustancial de dinero. Mientras esperaba leía las notas tomadas el día que había hablado con esa persona. Peinaba con la mano su desarreglada barba y por unos instantes pasaron por su mente los recuerdos de la noche en que Álvaro Alsina había firmado aquel contrato con el gitano José Soriano Salazar. Se acordó del caso y de que ya no era necesario defenderlo del asesinato de una jovencita del pueblo, al menos de momento. Cogió las primeras hojas de su libreta donde tenía los apuntes referentes a la defensa de Álvaro Alsina. Las miró y las arrojó troceadas a una papelera.
El cirujano Pedro Montero
El eminente cirujano del hospital San Ignacio de Santa Susana se encontraba en esos momentos conduciendo su Chrysler Voyager. Viajaba a Madrid para asistir a un simposio sobre medicina cardiovascular. Mientras escuchaba un compact disc de Alan Parsons pensó en Rosa Pérez y las muchas cosas que tenían en común. Era, desde luego, una mujer estupenda y esperaba ansioso el momento definitivo en que se divorciara de su marido y así poder juntarse con ella, para siempre. Rosa le había dicho, en varias ocasiones, que tuviera paciencia.
«Falta poco para que estemos juntos», le había dicho en la última conversación telefónica.
Cuando todo eso terminase hablaría seriamente con ella y juntos solucionarían el tema de Sandra López. Ahora lo único que importaba era el amor que se profesaban y salir de ese atolladero de la mejor manera posible. Veía a Álvaro Alsina, como no podía ser de otra forma, como un enemigo a batir, como un estorbo en la consecución de sus fines. Pero unos valores perfectamente consolidados le hacían, también, sentir pena por Álvaro y saber que en cualquier momento estaría dispuesto a ayudarlo en lo que estuviera en su mano. Mientras las líneas de la carretera se metían debajo del coche, Pedro recordaba la tarde en que la hija de los López había ido a verlo a su consulta.
«Las mujeres no nos entienden», reflexionó sobre el enfoque que le daban los hombres a las relaciones sexuales y el mito generado en su entorno. Y ciertamente el hombre siempre está dispuesto a tener relaciones sexuales, según dicen los manuales feministas.
Pedro Montero no sabía si aquel día en su consulta había hecho bien, si se había comportado debidamente al aceptar, de forma impulsiva, la relación sexual con la menor Sandra López. El caso es que no pudo evitarlo; lo que más miedo le daba era despertarse un día, dentro de muchos años, y exclamar: «¡Qué tonto fui de no haberme tirado a aquella chica!».
Era de lo que tenían miedo los hombres: pasar media vida planeando lo que harían la segunda mitad de su existencia y pasar la segunda mitad arrepintiéndose de lo que no hicieron la primera.
Se había sentido afortunado de que Sandra le escogiera a él como hombre para mantener una relación sexual. La chica necesitaba averiguar si su lesbianismo era circunstancial o si realmente le gustaban las mujeres. No se lo explicó ella, pero él pudo entender que esa atracción que Sandra sentía hacia Natalia podía deberse a una seducción puntual y que Sandra quería comprobar si también le gustaban los hombres. En cualquier caso, aquel día, él se había considerado el hombre más afortunado del mundo. Pero aquello, posiblemente, había sido el motivo que llevó a Rosa a acabar con la vida de Sandra. El motivo más antiguo del mundo y que había provocado la mayoría de los asesinatos de la historia de la humanidad: los celos…
Luis Aguilar
El arquitecto del ayuntamiento de Santa Susana y amigo de Cándido estaba sentado en la cama de su apartamento. No dejaba de pensar en Álvaro Alsina y en sus intensos ojos negros, en su revitalizadora energía interior, su callada melancolía y sus fervientes principios morales. Se había enamorado de él, de su sinceridad, sencillez y humildad a pesar de ser un hombre poderoso, presidente de una de las compañías más boyantes de Santa Susana. Las personas sensibles no necesitan demasiado tiempo para conocerse entre sí. Le habían bastado unas horas con Álvaro para darse cuenta de que era el amor de su vida.
«Es evidente que su mujer no le entiende», pensó Luis y se tumbó en la cama.
Álvaro era una persona tan complicada que ni su familia, ni sus amigos, ni su socio, ni nadie de Roquesas de Mar había sabido entender la magnitud de su espléndida personalidad.
Cuando Cándido, el director del banco de Santa Susana, le dijo en una conversación telefónica que Álvaro era sospechoso del asesinato de Sandra López, la respuesta de Luis fue tajante: «Álvaro nunca pudo haber matado a esa chica».
La doctora Elvira
Elvira Torres Bello, doctora del hospital San Ignacio de Santa Susana y amante de Álvaro Alsina, estaba en el cuarto de baño del piso que compartía con su madre en Roquesas de Mar. Era, a pesar de todo, íntima amiga de Rosa desde la adolescencia. Estudiaron juntas, empezaron a salir con chicos al mismo tiempo y ahora trabajaban en el hospital San Ignacio, pero en diferente planta. De treinta y nueve años y muy delgada, apenas cincuenta y tres kilos, medía un metro setenta. No era una mujer hermosa, pero su excelente figura y sobrada simpatía hacían que las personas que la conocían la encontraran atractiva. Tenía el pelo largo y rizado, los ojos negros y la nariz perfecta; un pelín puntiaguda, pero radiante. Había conocido a Álvaro el día que este empezó a salir con Rosa; los tres casi se conocieron al mismo tiempo. Ellas dos estaban en el Cafetín, un bar emblemático de Roquesas de Mar, y que aún funcionaba pero con otros dueños. Elvi, como la llamaban sus amigos, se enamoró perdidamente de Álvaro Alsina, pero fue Rosa quien llenó su corazón. Desde entonces no dejaba de suspirar por él y le recorría la espalda un cosquilleo intenso cuando se encontraban. Le hubiera gustado hacer más el amor y hablar menos, pero la relación entre los dos era imposible, así que solo se acostaron juntos unas pocas veces y la mayoría de las ocasiones se dedicaron a hablar, hablar y hablar. Había muchas cosas que decir y abundantes consejos que repartir, sobre todo de ella hacia Álvaro, una persona muy sensible, pero incomprendida por todos los que le rodeaban. Ahora se veía a sí misma como una traidora por no haberle prestado el apoyo necesario al amor de su vida, pero ¿qué podía hacer? Álvaro no le pertenecía a ella, estaba casado y eso, para una mujer como Elvira, era sagrado. Además, su mujer y ella eran amigas y compañeras de trabajo, lo que por sí solo ya era motivo suficiente para no seguir adelante con esa relación.
La joven doctora esperaba que todo se arreglara convenientemente y disipar, de una vez por todas, sus dudas acerca de la culpabilidad de Álvaro en el asesinato de Sandra López. Algo difícil, porque, aunque no quisiera reconocerlo públicamente, ella sí que creía que la persona que más había querido nunca podía haber sido capaz de matar a la chica. Y eso marcaría un antes y un después en su relación con Álvaro, ya que la culpabilidad o la inocencia, en ese caso, era más una percepción que una causa judicial, y Elvira sabía que en el supuesto de que no condenaran a Álvaro y no encontraran a un culpable, ella siempre pensaría que él había sido el asesino.
El director del banco
Cándido Fernández Romero estaba sentado cómodamente en la cocina de su casa. Desayunaba un par de huevos pasados por agua, seis minutos, como debía ser. Una tostada con mantequilla y mermelada de melocotón, un vaso de zumo de naranja y un café. Se consideraba un buen amigo de Álvaro Alsina y también lo había sido de su padre, don Enrique Alsina Martínez. En tiempos había hecho préstamos para su empresa, en las épocas más bajas, cuando los negocios del chip no eran tan florecientes como ahora.
La única preocupación de Cándido en ese momento era acabar de desayunar para poder encender un cigarrillo rubio. Pensaba en todos los jovencitos que había costeado a cambio de unas apasionantes relaciones con ellos y no se sentía culpable. La felicidad pasaba precisamente por eso: por la ausencia de remordimientos. Le gustaría ser un bello adolescente, como ellos, para poder relacionarse sin utilizar su poder y su dinero. Que esos chicos lo desearan tanto, o más, como él los anhelaba a ellos. Por eso odiaba a Álvaro Alsina, por su belleza, por la facilidad con que encandilaba a las mujeres y a los hombres. Hasta su amigo Luis Aguilar, el arquitecto del ayuntamiento, se había enamorado del presidente de Safertine nada más verlo.
«Así es Álvaro», meditó mientras sorbía una taza caliente de café y sacaba un cigarrillo.
Le sabía mal haber facilitado el informe de las cuentas de la empresa de Álvaro al servicio secreto nacional. Pero ellos lo solicitaron por el conducto reglamentario, mediante una orden judicial, y él no se pudo negar; aunque, posiblemente, lo hubiera entregado de todas formas. Tampoco, a pesar de haberlo pensado, trató de adornarlo quitándole hierro a ciertos aspectos de los préstamos para reflotar la empresa; al contrario, había anotado cualquier cosa que supusiera un descalabro para Álvaro. ¿Y por qué lo hizo? Pues porque en el fondo lo odiaba, y lo odiaba porque lo envidiaba. Y la envidia, como siempre, es la que saca lo peor de cada uno de nosotros.
Dio una calada al cigarrillo y se dispuso a vestirse para ir a la oficina. No sentía remordimientos, creía que había hecho lo correcto, pero aun así le sabía mal el varapalo propinado a Álvaro gracias a él. Aunque, se dijo, si tuviera que hacerlo otra vez… pues lo haría.
El cubano
Pablo Marín, camarero del restaurante Chef Adolfo y conocido de Cándido Fernández Romero, estaba en la cama durmiendo. Vivía en un apartamento, de alquiler, en Santa Susana. Tenía veintiocho años y era cubano de origen. Pelo negro, corto y rizado, moreno, ojos negros, nariz chata y complexión atlética. Cuando llegó de Camagüey, hacía seis años, contaba entonces veintidós, no tenía trabajo y por lo tanto no había forma de legalizar su situación y conseguir el permiso de residencia. Empezó a currar en un chiringuito de Roquesas de Mar muy frecuentado por Cándido Fernández, director del banco de Santa Susana, y allí se conocieron. Los días de pocos clientes aprovechaban para conversar, los dos eran buenos parlanchines. Se explicaron su vida. Se hicieron amigos. Conectaron y terminaron siendo amantes. Él buscaba estabilidad, trabajo y dinero. Cándido, por el contrario, quería satisfacer sus más bajos instintos sexuales, era una persona promiscua al que su profesión, estatus y entorno familiar le obligaban a guardar las apariencias. El director del banco de Santa Susana se pirraba por los jovencitos musculosos y con fuertes nalgas, a los que poder besar y acariciar y que estos a su vez lo poseyeran a él de forma enérgica y autoritaria. La edad y el aspecto físico de Cándido hacían que únicamente pudiera mantener este tipo de relaciones con personas necesitadas a los que la compensación económica fuera suficiente para acceder a sus deseos más abyectos. En ese sentido, Cándido compraba su felicidad…
Sandra López Ramírez
Había sido la preciosa jovencita de dieciséis años que con su desaparición había sumido al pueblo de Roquesas de Mar en un hervidero de emociones contrastadas. La chica de larga cabellera y sonrisa cautivadora se encontraba encerrada en un pequeño zulo construido en el sótano de la casa de enfrente de los Alsina, en la rotonda inacabada de la calle Reverendo Lewis Sinise. La niña apenas comía. Delgada, desnutrida y anémica, no podía pedir ayuda, puesto que una cinta de celofán le tapaba la boca y unas cuerdas de nailon la tenían inmovilizada por completo. Las muñecas le sangraban. Su captor solamente le destapaba los labios para darle de comer… y en ocasiones para besarla. No podía vomitar de asco porque se ahogaría en su propio vómito. Su secuestrador era una persona repelente, asquerosa y repulsiva y en alguna de las ocasiones que lo tuvo cerca, con su aliento sobre su cara, pensó en morderle la lengua y arrancársela de cuajo. Sabía de sobra que no saldría viva de ese lugar, el hecho de conocerlo complicaba las cosas, pero aun así no quería morir y su instinto de supervivencia era superior a todas las penurias. El tiempo, en ese caso, jugaba a su favor. Debía mantenerse con vida. Esperaba impaciente el milagro que la sacara de esa pesadilla. Su secuestrador venía a darle de comer por las noches, pasadas las doce, cuando no había nadie en la calle Reverendo Lewis Sinise. No entendía por qué la había escogido a ella, nunca pensó que rechazar las insinuaciones de una persona tan repugnante le haría llegar a esos extremos. De saberlo, lo habría denunciado en su momento…
El parecido físico con Sonia García, la sirvienta argentina de los Alsina, hizo que confundieran su cadáver con el de Sandra y pensaran que el cuerpo aparecido en el bosque y enterrado el jueves, era el de ella. Pero Sandra estaba en el sótano de la casa de enfrente y no podía pensar con claridad. El hastío de ese encierro mermaba sus facultades cognitivas hasta el punto de sumirla en una espiral de locura. Recordaba aquellos secuestrados por el terrorismo. Pensaba en que de un momento a otro estallaría el doble techo y entrarían una docena de agentes vestidos de negro, con cascos iluminados con linternas y esgrimiendo fusiles de asalto. Ansiaba el instante que acabara su encierro y pudiera volver con su amiga Natalia Robles. Cuando llegara esa ocasión no sería tan mentecata y amaría a su amiga sin importarle lo que pensaran los vecinos de Roquesas de Mar y sus mentes retrógradas y ancladas en el pasado.
Todos esos pensamientos la mantenían cuerda. En alguna ocasión afloró el instinto de venganza y se imaginó a sí misma clavando innumerables puñaladas en el torso de su secuestrador, pero desechaba esos proyectos en el mismo momento que se veía a ella misma convertida en él. Prefería atisbar, aunque fuera levemente, la posibilidad de retomar su vida en el punto donde la dejó, allí, al lado de Natalia. Repetía su nombre mentalmente en las oscuras noches del sótano. Natalia, Natalia, Natalia… decía hasta que el sueño la vencía.
Sofía Escudero
La ex canguro de los Alsina estaba sentada en casa de su madre, comiéndose las uñas, como siempre hacía. El embarazo no le dejaba conciliar el sueño y, como ya era acostumbrado en ella, pasaba las noches en vela. El padre del hijo que llevaba en su seno se había desentendido de su descendiente, todo por culpa del progenitor de este. Alberto Berenguer no aprobaba, de ninguna de las maneras, que su hijo se relacionara con una chica que apenas tenía futuro. Pero ella no quería perder al bebé. Y es que por primera vez, en muchos años, le ocurría algo maravilloso.
«Javier es un buen chico», se dijo pensando en él.
Así fue como se decidió a llamar a su padre, Álvaro Alsina, y contarle que estaba embarazada de su hijo, en un intento de apremiar una boda entre los dos.
«Es una familia bien acomodada y no harán preguntas», meditó Sofía, sabedora de que así forzaría un casamiento que la familia Alsina propondría para salvaguardar el honor de la familia.
El futuro de su hijo pasaba por posicionarlo convenientemente en un buen lugar de la sociedad de Roquesas de Mar, y la opción de casarse con Javier y dotar a ese niño y a ella misma de la seguridad que daba el dinero, fue lo que la decidió a contárselo al señor Alsina. Pero cuando ya había concebido todos sus planes, le sorprendió que Ramón Berenguer cambiara de parecer, en el último momento, y decidiera aceptar la paternidad. Pero no hizo preguntas. Aunque la duda la corroyó por dentro y su corazón se debatía entre los dos, tampoco le pareció mala idea organizar su vida con Ramón, pero en el fondo sabía que Javier la quería de verdad y que Ramón… bueno, de él no se podía fiar.
María Becerra
La fiel y leal sirvienta de los Alsina estaba en el bar Catia, sola. En esos momentos pensaba en la envidia que albergaba hacia Rosa Pérez, la mujer de Álvaro Alsina. Era una mujer perfecta, el ideal que siempre le hubiera gustado ser a ella misma. No soportaba, sobre todo, los arrumacos que le hacía a su marido, ni su sonrisa de felicidad, ni el dinero que tenía y la poca preocupación por los gastos. La envidia la corroía por dentro y en un arrebato de odio le había contado cosas terribles a Álvaro sobre ella. Lo había hecho para romper el matrimonio, para terminar con una relación que ella despreciaba. Pero ahora, en la soledad del bar Catia, se daba cuenta de que era una persona mala, una desdichada que solo buscaba hacer daño. No era feliz con eso. Pensaba en que no debía haber entregado la camisa rota, del señor Alsina, al jefe de la policía local y decirle que había llegado así a casa el día que desapareció Sandra López. Pero ahora ya estaba hecho el daño. Veía difícil enmendar el perjuicio al que había sometido a Álvaro. Solo le quedaba una solución: despedirse de la casa de los Alsina y dejar una nota manuscrita explicándolo todo. Le diría a Rosa que su marido era lo mejor que le había pasado nunca, que él la quería. Y le diría a su marido lo afortunado que era de tener una mujer como Rosa. Luego se marcharía y nunca más regresaría a Roquesas de Mar. Nunca. Había caído en una de las bajezas más graves a las que una persona puede llegar: la mentira. Incluso había intentado ligar con Álvaro queriendo perjudicar a Rosa. El resquemor la había hecho cometer infamias, y eso es algo que se lleva dentro y de lo que nunca nos podemos desprender…
Marcos López
El padre de Sandra estaba sentado en el váter de su casa de Roquesas de Mar. Ojeaba una revista del corazón de las que su mujer dejaba en el bidé. Lamentaba no haber prestado la suficiente atención a su hija. Quizá no le había hecho caso cuando se acercó a él con los problemas típicos de una muchacha de su edad. Quizá no la había escuchado cuando ella quería contarle algo. Quizá las cosas serían distintas ahora, pero eso nunca lo sabría. Pensaba en la ironía del destino, cuando perdieron el hijo que esperaban en aquel infortunado accidente y Sandra llenó el hueco.
Y ahora, ese mismo destino es el que les arrebataba a su hija. Marcos no era una persona vengativa ni rencorosa y creía que descubrir al asesino de su hija no le iba a devolver la vida a ella, pero sí evitaría más crímenes de ese tipo. Con Sandra enterrada y su mujer recomponiéndose lentamente, lo más importarte era mirar hacia delante.
Lucía Ramírez
La madre de Sandra estaba sentada en el tocador de la habitación de matrimonio. Se peinaba de forma impulsiva, pues eso la tranquilizaba. Como buena madre, pensaba que tenía toda la culpa de la muerte de su hija.
«No tenía que haber sido tan estricta con su educación y dejar que fluyera su verdadera personalidad», recapacitaba mientras se miraba en el espejo y veía, en su rostro, el parecido con Sandra. «¡Qué tontería!, si ni siquiera era hija mía».
Lucía no sabía que los niños acaban pareciéndose a sus padres, aunque no sean biológicamente descendientes de ellos. Era como si la naturaleza se esforzara en dotar a los vástagos de cualidades afines con sus progenitores. La herencia genética se autotroquela de forma automática para reforzar los lazos familiares. Desde que Lucía se enteró de la relación que mantenía su hija con Natalia Robles, no había hecho más que recriminar la actitud de Sandra.
«Qué dirán los vecinos si se enteran», le decía constantemente.
La niña, que no quería desagradar a su madre, habría optado por marcharse de casa, por lo menos eso es lo que pensaba Lucía. La culpabilidad hacía mella de tal forma que le removía las entrañas, causándole un sentimiento de angustia que solamente podía subsanar cepillando, de manera impulsiva, su pelo corto y lacónico.
—Mamá, ¿por qué no te dejas crecer el cabello? —le había preguntado en una ocasión Sandra cuando tenía once años, mientras acariciaba los tobillos de su madre sentada en el suelo y ella veía la televisión.
—Porque las mujeres mayores debemos llevar el pelo corto, es más acorde a nuestra edad —respondió Lucía toqueteando los mechones de Sandra.
—Tú no eres mayor, mamá —replicó su hija, que seguía frotando sus largos y finos dedos por los tobillos de su madre.
Lucía acabó echándose a llorar con esos recuerdos…
Natalia Robles
La amante de Sandra se encontraba en la vivienda que tenían alquilada sus padres en Roquesas de Mar. Era una casa antigua, de pueblo, pero bien arreglada y perfectamente habitable. Se encontraba en el cuarto de baño, frente al espejo, observándose y pensando en todo lo ocurrido esos últimos días, en lo curiosa que era la gente de las poblaciones pequeñas. En cuán desconfiados, incrédulos y llenos de prejuicios eran, anclados en el pasado. La mentalidad abierta de Natalia no encajaba con la mentalidad arbitraria de Roquesas. Aún recordaba, por lo reciente de su pérdida, a Sandra López. Había estado profundamente enamorada de ella.
—Cuando tenga dieciocho años me iré a vivir contigo a Madrid —le había dicho Sandra en una ocasión mientras se abrazaban después de una tarde de sexo.
Natalia sonrió y hasta llegó a sonrojarse levemente.
—Allí la gente es más abierta y no se preocupa de lo que hacen los demás —afirmó Sandra sin dejar de besuquearle el cuello.
Natalia se acordaba, en la soledad de su agonía frente al espejo, de esos programas de televisión donde los famosos sacaban los trapos sucios y vendían «exclusivas», como las llamaban ellos, al mejor postor.
«La gente de Madrid será más abierta, pero bien que se preocupan de la vida de los demás en la televisión», reflexionó mientras el espejo reflejaba su mirada triste.
Porque en Madrid, que era una ciudad gigantesca y vanguardia de la mentalidad abierta, también debían de hacerse eco de los chascarrillos y por eso los exportaban a través de la televisión. Natalia supo entonces que su tendencia sexual nunca encajaría en ningún lugar y que siempre sería atormentada por su amor hacia las mujeres, y se arrepintió de haber mentido para protegerse, cuando tenía que haber sido más valiente y contarle al jefe de la policía local qué había sucedido aquella noche y que ella había sido la última amante de Sandra antes de morir. Pero ahora que ella estaba muerta no convenía remover su recuerdo. En unas semanas, a lo sumo un par de meses, todos se habrían olvidado de ese suceso y de que la muerte había visitado Roquesas de Mar para llevarse a una de sus vecinas, quizá la más emblemática, la más guapa, la jovencita que a nadie dejaba impasible.
De repente, y sumida en los recuerdos, Natalia tuvo la imperiosa necesidad de llorar. Y así lo hizo…
Sonia García
La sirvienta argentina de los Alsina, antecesora de María Becerra Valbuena en las tareas del hogar, yacía muerta y enterrada. El cadáver fue encontrado en el bosque de pinos detrás de la calle Reverendo Lewis Sinise. La similitud física entre ella y Sandra López hizo que confundieran sus cuerpos. La desfiguración de la cara impidió reconocer que no se trataba de la hija de los López, sino de la joven que servía en casa del matrimonio Alsina y que había desaparecido de un día para el otro; aunque en ningún momento fue buscada por ello, ya que lo hizo por voluntad propia. La semejanza entre ella y Sandra fue la causante de que Irene Alsina, la hija de Álvaro y Rosa, la confundiera aquella noche que retozaba en el salón de su casa y pensara que su padre estaba haciendo el amor con la amiga desaparecida.
Sonia García se fue a Madrid cuando se despidió del servicio de los Alsina, la relación con Álvaro había llegado a un punto insostenible. Nada más llegar a la capital se empleó en un bar de copas, donde estuvo trabajando felizmente hasta que alguien se interpuso en su vida. Un día coincidió con César Salamanca, que había ido a la capital a gestionar unos documentos para construir una casa en Roquesas de Mar, en la calle Reverendo Lewis Sinise, número 16. Aquella mañana, César se dedicó a pedir que le devolvieran favores. Un amigo suyo trabajaba en el ayuntamiento, así que consiguió manipular los documentos para acceder al permiso de obra y edificar justo delante de los Alsina. César era un hombre envidioso, terriblemente resentido, y quería vivir donde lo hacía Álvaro, amigo de la infancia y persona que odiaba con increíble animadversión. Con las gestiones bien atadas y con el permiso de obra en el bolsillo, César lo celebró en un bar, que la casualidad quiso que fuera donde trabajaba Sonia. Al verla en aquel garito se le iluminó el cielo y pensó en poseer a la mujer que Álvaro amaba. Aún no le había terminado de llenar su copa cuando la calenturienta mente de César atisbó el triunfo de enamorar a la enamorada de Álvaro. Para él eso era todo un trofeo. Ella lo reconoció enseguida, puesto que había coincidido con él en varias ocasiones en casa de Álvaro. La primera pregunta de Sonia fue una daga clavada en el alma de César:
—¿Cómo está Álvaro? —le preguntó.
César arrugó la frente, pero enseguida se recompuso, evitando reflejar todo el odio que su corazón expelía a borbotones. La engañó, le dijo que era el propio Álvaro quien le había enviado a Madrid a buscarla. Que Álvaro la echaba de menos y que no podía vivir sin ella. Que su vida se había transformado en un calvario desde su ausencia. Sonia lloró y las lágrimas humedecieron su rostro sin que perdiera, en ningún momento, la belleza de sus ojos. En apenas una hora Sonia estaba convencida de que Álvaro anhelaba reencontrarse con ella y César, diabólico, planeó una cita con Álvaro en el bosque de pinos de Roquesas de Mar. Le aseguró que Álvaro estaría allí, que quería hablar con ella, que se había separado de su mujer y quería empezar una nueva vida a su lado. También le dijo que era importante esconderse para que nadie la viera llegar, que el pueblo era un hervidero de cotillas y que la mejor manera de formalizar su relación pasaba por ocultarse los primeros días, para lo que César ofreció su casa. La argentina accedió ilusionada, creyó las palabras de César puesto que sabía que Álvaro y él eran muy amigos, y pensó que su enamorado había enviado al jefe de la policía local para hablar con ella, para pedirle perdón a través de él y para decirle que todo se arreglaría.
—¿Y por qué en el bosque de pinos de Roquesas y no aquí, en Madrid? —preguntó Sonia en un momento de duda.
César le dijo que era una cuestión sentimental, que Álvaro sentía un especial apego hacia ese bosque y que le era imposible ausentarse de Roquesas el tiempo suficiente como para hablar con ella, ya que estaba inmerso en un contrato muy importante de su empresa. Sonia lo creyó, pues sabía lo del contrato de Safertine, y le pareció muy romántica la idea de citarse con Álvaro en el bosque.
Pero cuando llegó al bosque de Roquesas de Mar, no fue su galán quien la esperaba. Esa mañana estuvo en casa de César. Deambulaba de un lado para otro, nerviosa, y no veía llegar el momento de encontrarse con Álvaro en el bosque. César la miraba impasible, con fijación enfermiza. Sonia se dio cuenta de ello y en algún momento tuvo miedo y hasta se sintió recelosa. Así que al principio no le extrañó ver a César en el bosque.
—¿Y Álvaro? —le preguntó.
El iracundo barrigón no pudo soportar el rechazo de la bella Sonia. Esta se dio cuenta de que Álvaro no vendría allí, que todo había sido un engaño del jefe de policía. Una mirada a sus ojos fue suficiente para entenderlo todo. Quiso gritar, quiso huir mientras gritaba. Se acordó del punzón de plástico duro que llevaba en su bolso y que le había regalado un amigo, experto en artes marciales, para defenderse en caso de que intentaran asaltarla. Lo extrajo pero no pudo llegar a utilizarlo, se le resbaló de las manos antes de poder clavarlo en el asqueroso cuerpo de César, aunque le rozó la espalda produciéndole un pequeño corte que apenas sirvió para detenerlo, al contrario, lo encolerizó más. César le asestó un sinfín de pedradas en su encantador rostro, deformándola de tal manera que sería imposible reconocerla. Los huesos de Sonia crujían y lanzaron regueros de sangre a la tierra del bosque.
Después, cuando ya era un cadáver, la violó. La bella Sonia, la esplendorosa mujer que había hecho caer de su barcaza a Ezequiel una mañana de verano mientras mostraba su impresionante cuerpo tostado por el sol, terminaba su existencia en el mugriento bosque de pinos de la urbanización con más glamour de Roquesas de Mar.
José Soriano
El gitano que un día soñó con convertirse en un hombre honrado, heredar la empresa de la familia Alsina y sacarla adelante con el único esfuerzo de su capacidad de trabajo, yacía enterrado en el cementerio de Roquesas de Mar, junto a sus padres, asesinados por un indeseable que maldijo el destino de José y lo transformó en el monstruo en que llegó a convertirse. Pocos fueron al entierro. Ni siquiera se investigó su muerte. ¿A quién le importaba que muriera un traficante de drogas? Lo último que vio José Soriano antes de morir fue el rostro del jefe de la policía local apuntándolo con un rifle y el reflejo de la mirilla en medio de unos ojos sedientos de venganza. Solamente él era conocedor de la culpabilidad de César Salamanca en la muerte del arquitecto Rodolfo Lázaro. Se llevó su secreto a la tumba, a pesar de que el gitano había jurado que no se lo diría a nadie y que el jefe de policía le había amenazado con matarlo si lo hacía, pero César no se fio de la palabra de un traficante de drogas y decidió acabar con su agridulce vida antes de que este lo delatara.
César Salamanca
El jefe de la policía municipal estaba en el comedor de su casa en la calle Tibieza. Miraba obcecado los planos de la vivienda que estaba construyendo delante del hogar de los Alsina, en el número 16 de la calle Reverendo Lewis Sinise. Mientras ojeaba la distribución de los muebles recordó a su esposa, Almudena Santiago Pemán.
«Qué buena mujer», pensó rememorando una noche invernal de tres años atrás.
Las cosas no iban bien en la casa. Hacía ya unos meses que Almudena se había enterado de que César había sido el autor material del asesinato del ilustre arquitecto don Rodolfo Lázaro Fábregas. Lo supo en el hogar de los Salmerón, unos vecinos del pueblo que tenían el mismo apellido la mujer y el marido. Margarita Salmerón era aficionada al Tarot, echaba las cartas a todos los residentes del municipio sin pedir nada a cambio y con tan buena fortuna que acertaba cualquier consulta que le hicieran.
—¿Qué ves en las cartas, Margarita? —le preguntó Almudena.
—Nada, mujer, tampoco hay que creer en todo lo que dicen los arcanos.
Al final le reveló todo lo que las cartas decían y ella decidió contárselo a César. Así que el día que le dijo a su marido que las cartas habían revelado que él había matado al arquitecto, César lo negó todo y le dijo que ella y su amiga estaban locas.
—Pero ¡es que te vas a creer todo lo que te diga esa lunática!
Pero el Tarot no solo dijo que César había matado al arquitecto Rodolfo, sino que además detalló punto por punto cómo había llevado a cabo el asesinato. A medida que se lo explicaba Almudena, los ojos de César enrojecían.
Finalmente Almudena lo creyó y pensó que su marido era inocente. Pero aquello corrompía por dentro a César y se hizo una pregunta que no supo contestar:
«¿Y si se lo cuentan a alguien?». Margarita Salmerón, la amiga tarotista de Almudena, y su marido murieron un domingo cuando venían de la casa de la sierra. El coche chocó contra un camión que pinchó y había aparcado en la cuneta para cambiar la rueda. Fue un suceso que conmocionó a los habitantes de Roquesas, puesto que los Salmerón eran muy queridos por todos.
A las dos semanas de la tragedia, César cayó en la cuenta de que ahora solo su mujer sabía que él había matado a Rodolfo. Así pues, una gélida noche de un miércoles de noviembre llegó a casa. Su mujer, Almudena, estaba durmiendo.
«Parece un ángel», se dijo mientras la oía roncar.
Apagó la estufa. El gas silbó, sigilosamente, mientras surgía de la vieja catalítica. Treinta y seis años tenía Almudena cuando Aquilino, el médico del pueblo, certificó su muerte.
«Muerte dulce», dijo tras observar que la llama de la calefacción se había extinguido al mismo tiempo que la vida de la mujer de César Salamanca.
Lo de Sonia García fue más sencillo. Matar es como ganar dinero, lo difícil es empezar. Al igual que conseguir el primer millón es lo más dificultoso, el primer muerto es el más laborioso, después de eso todo viene rodado. Ya había acabado con la vida del arquitecto de Roquesas de Mar y la de su propia mujer, Almudena. Y no le fue demasiado complicado golpear el rostro de la sirvienta argentina de los Alsina. Al parecer, algún hado maligno le protegía, puesto que César nunca sospechó que confundirían el cuerpo de Sonia con el de Sandra. Le vino todo rodado. La chica seguía atrapada en el sótano de la casa que se estaba construyendo en la calle Reverendo Lewis Sinise y podía ir a verla, casi a diario, sin que nadie del pueblo sospechara, ni por asomo, que ella estaba allí.
Llenó de ropa una vieja maleta heredada de su padre, Ernesto Salamanca Cabrero, un buen hombre que no había hecho daño a nadie, excepto a sí mismo. César había planeado marcharse a Brasil, tenía dinero suficiente como para vivir allí toda la vida a cuerpo de rey.
Había dejado la puerta de la calle abierta, la misma calle donde había vivido el arquitecto más famoso que tuvo nunca Roquesas de Mar, Rodolfo Lázaro. El mismo que murió ahogado en un pozo medieval y que el propio César Salamanca se encargó de evitar que emergiera, pisando con su bota la cabeza para que no pudiera salir del foso de lodo y oyendo cómo se le llenaban los pulmones de barro hasta morir.
«Solamente queda una cosa por hacer», planeó mientras ataba la maleta con unos viejos cinturones.
Cogió un cuchillo de veinte centímetros de hoja que guardaba en el primer cajón de la mesita de noche y lo introdujo dentro de una bolsa de plástico, junto al punzón con el que Sonia García había intentado defenderse la noche que la mató y que aún estaba manchado de sangre reseca de la espalda de César. Tuvo mucha suerte de que se lo entregara el capataz de las obras de su casa. La pistola la dejó en casa, ya que sabía que le pondrían problemas para viajar con ella a un país extranjero.
«Sandra no merece morir, es demasiado bella para eso —meditó el maniaco demente que había representado la ley en Roquesas durante años—. Por eso no la he matado, quería conservarla en exclusiva para mí».
Mientras preparaba la bolsa, César empezó a pensar en voz alta.
—Sonia era una puta que solamente buscaba follar —dijo mientras terminaba de cerrar la maleta—. José Soriano Salazar era un gitano que no merecía vivir, no cuando su vida miserable quería cambiarla por la de un empresario honorable.
Fue cerrando los cajones de la cómoda y recogiendo las prendas de vestir que no se iba a llevar y guardándolas en el armario y la mesita de noche.
—Y Almudena… —continuó razonando mientras se le saltaba una lágrima que limpió, rápidamente, con el dedo índice de su mano derecha—. Almudena no merecía vivir en este mundo lleno de envidia, por eso murió durmiendo, sin sufrir.
Luego sollozó unos instantes y salió de la casa presuroso.
—Solamente me queda una cosa por enmendar —dijo mientras se dirigía a la calle Gibraltar con su coche.
Allí, en su casa, estaba sentado en una vieja mecedora de madera restallada el nazi refugiado de la Segunda Guerra Mundial, el hombre que hubiera cambiado su vida por todos aquellos inocentes que perecieron en aquella barbarie que nunca debió ocurrir, en aquel horror que fue su juventud como comandante de la Gestapo.
César Salamanca quería hacerle pagar todas las veces que había sacado a su padre del bar Oasis. Todas aquellas noches que los clientes del tugurio se rieron a costa del Gordito, un hombre que no tuvo la suerte de la familia Alsina, unos ricachones que no conocían la mediocridad, la pobreza, la tristeza, el desamparo. Ni la suerte de la familia Pérez, con una hija guapísima que se casó con Álvaro Alsina, un hombre pudiente que no conocía, de memoria, el dinero que contenían sus innumerables cuentas corrientes. Ni la fortuna de Pedro Montero, un eminente cirujano rodeado de bellas mujeres a las que seducía con solo mirarlas. Ni el éxito de Juan Hidalgo Santamaría, Juanito para los amigos: joven, guapo, rico. Ni la dicha de la familia López, felices y con una hija encantadora…
El resentido César Salamanca entró en la casa de Hermann Baier. El alemán estaba de espaldas a la puerta. La mecedora no se movía.
«¡El muy cabrón está durmiendo!», pensó mientras se acercaba, sigiloso, y sacaba el enorme cuchillo de la bolsa de plástico, dispuesto a rebanarle el cuello antes de irse a Brasil. El mismo cuchillo con que había amenazado a la joven Sandra mientras la violaba, el mismo con el que cortaba las cuerdas y la mordaza de su boca…
… pero en ese momento el nazi se levantó de su balancín y con un movimiento impensable para alguien de su edad extrajo la Luger del bolsillo de su bata, para vaciar sus ocho balas en el cuerpo del desconcertado César Salamanca. El asombro se dibujó en sus ojos.
El jefe de policía se quedó inmóvil. El alemán apuntó directamente al estómago, sabía que aún tardaría unos segundos en morir. Su camisa se tiñó de granate y en apenas un momento toda su ropa tenía el mismo color. El cuchillo se le cayó al suelo y él echó la mano atrás buscando el arma. No la llevaba, la había dejado en su casa. Herman Baier se acercó a él. Sus ojos se le clavaron como si fuese a llevarse su alma. Aún sostenía la Luger, pero había vaciado todas las balas en el cuerpo del jefe de policía.
—Maldito nazi —susurró César.
Lo último que pasó por su mente fue la imagen de Álvaro Alsina Clavero, la persona que más había odiado y a la que había querido encerrar en la cárcel por el asesinato de Sandra López. Se acordó de la frase que le había dicho un magistrado de la Audiencia Provincial de Santa Susana, una frase que hizo suya en el intento de hundir en la miseria al altivo presidente de Safertine:
«No hay nada peor para un ser humano que ser condenado por un delito que no ha cometido».
El sonido de su cabeza golpeando el suelo lo sumió en el más oscuro de los silencios. Oyó los pasos de Hermann alejándose y su mente se desvaneció… para siempre.
De su cuerpo surgía a borbotones un manantial de sangre que lo empapó por completo. Hermann se sentó en su mecedora y ni siquiera se inmutó cuando el cañón ardiendo del arma le quemó los dedos.