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Los agentes llegaron a la casa de Hermann Baier en la calle Gibraltar. Las secretarias judiciales portaban en su mano la orden del juez que les autorizaba a registrar el domicilio del refugiado nazi. El inspector Montoro se puso en contacto con el director regional del CIN para solicitar permiso expreso y poder entrar en la morada de Tod, como era conocido Hermann en Alemania. Nada más lejos de los objetivos del inspector que provocar un conflicto de competencias con el servicio secreto. Advirtió en su llamada que se limitarían única y exclusivamente a buscar pruebas que pudieran relacionar al alemán con el asesinato de Sandra López. Nada más, le dijo a Segundo Lasheras.

La casa de Hermann Baier era lo más parecido a un museo. Al entrar, observaron una mecedora de madera vieja donde el alemán se balanceaba lentamente mientras miraba a través de la ventana las torretas de la plaza de Roquesas de Mar. Las estanterías estaban llenas de recuerdos: libros, juguetes de cuerda, figuras de porcelana, canastos de mimbre y albarelos de farmacia. Una radio antigua de madera con cuatro botones negros enormes modelo Askar. Un tocadiscos de la marca Crown con su tapa de plástico original. Una huevera blanca con decoración en oro. Justo antes de llamar y entrar en la casa, los agentes se habían percatado de que la puerta estaba abierta: el alemán no tenía miedo de los ladrones. Hacía tiempo que había dejado de asustarse por nada. Decían que la muerte le había visitado varias veces y que al llegar a su casa y observar la puerta abierta se marchaba despavorida al percatarse de que Hermann no le temía. Habladurías de los pueblos.

—Señor Hermann Baier —dijo Montoro mostrando el impreso donde figuraba estampado el sello del juzgado—, somos agentes de la policía judicial y venimos a registrar su domicilio.

Viendo que el alemán no contestaba, añadió:

—¿Tiene usted alguna cosa que pueda comprometerle?

Hermann se volvió de forma cachazuda, mirando con cautela a aquellos intrusos y, con una voz extrañamente clara para su edad, profirió:

—Hace tiempo que nada me compromete.

—¿Entonces no tiene ningún reparo en que registremos su domicilio? —preguntó Santos ante la atenta mirada de las secretarias del juzgado.

—Disculpe —interrumpió una de las enviadas del juez—, es necesario que entienda lo que vamos a hacer —recalcó mientras el anciano seguía meciéndose lentamente en el balancín.

Hubo un silencio y finalmente el alemán dijo:

—La entiendo perfectamente, joven.

Su vista vagó entre los agentes y las secretarias.

—Son ustedes muy guapas —afirmó, provocando la sonrisa de los policías de Madrid.

Los cuatro se dispusieron a abrir los cajones del comedor. Tuvieron sumo cuidado de no toquetear las antigüedades que inundaban la estancia. Las chicas subieron a la habitación de arriba, acompañadas por el oficial, mientras el inspector se quedó en la planta baja, revisando los armarios de la cocina. No había demasiado mobiliario, por lo que el registro duró unos minutos escasos. El alemán no dijo nada en ningún momento.

Santos bajó de la habitación de arriba con una caja de madera. Se la mostró a Hermann y le preguntó:

—¿Qué es esto?

Él siguió balanceándose en su mecedora ajeno al revuelo circundante.

—Si lo abre lo sabrá —retó al joven agente.

El oficial se dispuso a destapar la caja, cuando cayó en la cuenta de que Hermann había servido en la Gestapo. Se detuvo un instante y se dijo: «Este tío está zumbado», al darse cuenta de que era posible que la extraña arqueta contuviera una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Miró al inspector buscando en sus ojos la aprobación para abrir la caja, pero Eugenio no era tan susceptible como él y solamente sospechó que aquello podía ser un joyero. Así que finalmente Santos optó por destapar la caja y los dos observaron embobados una Luger alemana en perfecto estado. La pistola estaba prácticamente nueva, incluso relucían sus cachas de nácar.

—Un modelo exclusivo, ¿eh? —comentó Eugenio ante el asombro de su ayudante.

—¿Entiende usted de armas, inspector? —preguntó Hermann mirando la caja que sostenía el oficial, ante la callada mirada de las secretarias del juzgado.

—Está prohibido tener armas en casa —afirmó una de ellas—. ¿No conoce usted las leyes? —interrogó mientras Hermann se levantaba de la mecedora y se dirigía hacia el oficial Santos, que aún sostenía la caja como si se tratara de una delicada copa de cristal que fuera a romperse nada más tocar el suelo.

—No es un arma —aseveró el alemán, sacando la Luger de su caja y exhibiéndola ante la desconfianza de todos y consiguiendo que Eugenio tocara con el codo su Glock 9 mm Parabellum. Este gesto le hizo sentirse más seguro—. Es una reliquia —explicó el alemán acariciando con el pulgar de la mano derecha las cachas de la pistola.

Los policías comprobaron que la antigualla estaba en perfecto estado y podía funcionar. Junto a la Luger había una caja de cincuenta cartuchos, una escobilla para su limpieza y un pin de la SS que los agentes observaron incrédulos. Santos, más experto en el manejo de las armas, confirmó que el arma mecanizaba perfectamente y que de tener el cargador con las balas en su interior hubiera funcionado sin problemas. A pesar de todo, todos convinieron que un arma de ese tipo no representaba ningún peligro.

—Si la ha tenido desde el año cuarenta y cinco sin usarla, ¿qué nos hace sospechar que la utilizará ahora? —planteó Eugenio en voz alta.

—Es verdad —corroboró Santos—. Que yo sepa, no hay ninguna denuncia donde esté implicada una Luger.

—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó una de las secretarias al inspector.

Este miró a Hermann con cara de lástima y dijo:

—Pues nada, que guarde el arma en su sitio y aquí hemos terminado.

Enseguida se marcharon de la casa de Hermann Baier, el alemán refugiado de la Segunda Guerra Mundial que había dado con sus huesos en la hospitalaria Roquesas de Mar.

Hasta el momento los registros domiciliarios habían sido, aparentemente, del todo inútiles. No habían encontrado ningún indicio en contra de nadie, y mucho menos de Álvaro Alsina. Los policías de Madrid recapitularon todo lo que tenían hasta entonces. Hicieron un minucioso balance de las pruebas encontradas, las declaraciones recabadas y los registros domiciliarios efectuados en casa de los presuntos culpables. Era martes y no les quedaba mucho tiempo para conseguir un sospechoso, y el juez de lo penal estaba impaciente por iniciar el proceso más importante de toda la provincia.