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Ya eran las once de la noche de ese lunes y la luna creciente apenas podía verse; unas proverbiales nubes se encargaban de taparla. El cielo, plomizo y grisáceo, vaticinaba malos augurios para los habitantes de Roquesas de Mar.

El gitano José Soriano Salazar estaba en su casa. En la zona más antigua y pobre de la ciudad, la zona de las casas baratas. En esa casa había nacido y se había criado de niño. Y allí moriría esa noche.

Juan Hidalgo Santamaría, Juanito, como le conocían todos, el yuppie guapo, gigoló de las mujeres de sus amigos, director de una de las empresas más punteras de toda la provincia, el que fumaba cigarrillos turcos para ser original y hacer cosas que nadie hacía, el vanguardista que quiso hacerse rico vendiendo componentes informáticos a países árabes de dudosa reputación terrorista, ese era el que esa noche maldita había tomado la decisión de asesinar a José Soriano Salazar, el despreciable gitano capo del tráfico de drogas de Santa Susana y, por lo tanto, de todos los pueblos de alrededor; incluido Roquesas de Mar. El gitano no era amigo de nadie y nadie era su amigo. Vivía apartado del resto de los vecinos, recluido en el barrio que lo vio nacer. Era, por así decirlo, un quiste en la biempensante sociedad roquetense. Ningún vecino quería que se lo relacionara con él. Hasta los drogadictos de jeringuilla habían desaparecido engullidos por drogas más modernas y asequibles. Ya nadie contrataba sus servicios para propinar palizas a cambio de dinero. Pero tampoco se aglutinaban sus conciudadanos ante su casa queriendo echarlo del pueblo. Él estaba allí y nadie podía hacer nada por sacarlo. Si alguna vez tuvo algo pendiente con la justicia, hacía años que lo había pagado. Y si alguien tenía asuntos pendientes con él, eran tan antiguos que ya se habían olvidado. Ni siquiera lo nombraban en los corrillos. Era un fantasma.

Juan no quería, ni por asomo, que por culpa de la inminente detención de su socio, toda una vida de trabajo y esfuerzo se viera truncada por un trato firmado hacía mucho tiempo, antes de que él llegara a la empresa. Su única posibilidad de salvación, no solo de él sino de todos los amigos que le rodeaban, pasaba por terminar con la repugnante vida de quien tenía la llave de su futuro. Esa noche no quería pensar, pues el raciocinio hubiera acabado con sus instintos y estos necesitaban de la locura transitoria para hacer lo que esa noche quería hacer. Su mente se había fijado una meta, un objetivo, y darle más vueltas era del todo innecesario y fútil, no serviría de nada.

Ya eran las once y tres minutos de la noche cuando el desesperado Juan Hidalgo sorteó la valla que rodeaba la casa de José Soriano Salazar. No tenía perros, pues los vecinos siempre se los envenenaban y el gitano había optado por prescindir de ellos. Tampoco había alarmas ni volumétricos, sabía que la policía nunca iría en su auxilio, y menos César Salamanca. El gitano vivía solo y a través de las cortinas de la habitación donde dormía, Juanito observó la figura alta y delgada del enérgico calé al que esa noche le rondaba la muerte. Con casi cincuenta años su rostro reflejaba las penurias de una vida marcada por el hambre y el odio. Tenía tantas arrugas como cargos de conciencia. Cuando era un chaval de trece años, una familia rival de Santa Susana había matado a sus padres, cosidos a cuchilladas. Después acabaron con sus cuatro hermanos y una hermana pequeña, de apenas diez meses, que dormía ajena a todo en una cuna que les había regalado una vecina. Para la niña, los gitanos rivales contrataron a dos marselleses que solamente vinieron al pueblo para cumplir ese encargo. El gitano creció con el rencor como compañero y con la venganza como porvenir. La muerte señaló su destino. Años más tarde ajustó las cuentas con los dos marselleses que le marcaron su vida. Los mató a tiros en su propio territorio. Quería que todos supieran quién era José Soriano Salazar y que no tenía miedo a nada… ni a nadie. A José Soriano le temían los gitanos y los payos. Dicen que hasta las almas en pena iban a su casa a rogarle compasión por sus familias.

Amasó una pequeña fortuna con el negocio de las drogas. Dejó dinero a infinidad de personas pudientes, cuando estos lo necesitaban, y no quiso que nadie supiese, jamás, que su corazón se había reblandecido con los años y que lloraba las noches de luna llena cuando el recuerdo de su familia inundaba sus pensamientos. Una vez le había dado una oportunidad a un hombre bueno, a Álvaro Alsina, que lo perdió todo en el juego. José Soriano no quería aprovecharse de las miserias de los demás, así que le ofreció una posibilidad, una sola. Pero no quería regalar nada. A él nadie le regaló su vida. Aquella noche sellaron un trato. «Si algún día eres como yo, entonces no tendrás nada», le dijo en aquella mesa carcomida por la podredumbre de las miserias humanas. Ese fue el pacto. Nacho Heredia, el abogado que también participaba de aquellos juegos de salón, que acabaron convirtiéndose en el juego de la vida, lo plasmó en un documento oficial, que al día siguiente registraría para darle valor legal. Nacho no tuvo remordimientos a la hora de sellar el acuerdo, el hígado que hacía falta para parar aquello no era suyo, se lo había «prestado» un anónimo de Brasil. José Soriano le dio una segunda oportunidad a Álvaro Alsina. Pero ahora esa oportunidad se desvanecía. Ahora ya era tarde. El flamante presidente de Safertine, que en el pasado llegó a tener el mundo a sus pies, en una semana no tendría nada. Ni honor, ni dinero, ni familia…

Nadie sabía que José Soriano Salazar no quería recibir la empresa para «quemarla». Había esperado mucho tiempo ese momento. La madurez de años de presidio, la sensatez de añadas en las calles de Santa Susana, la desdicha, todo eso le abrió los ojos. El gitano más odiado por las familias del innumerable número de drogadictos de la ciudad, quería redimirse. Pretendía cambiar su vida, ser un hombre honrado, de provecho, apreciado, un miembro distinguido de la sociedad que durante mucho tiempo quiso crucificarlo en las maderas de su casa y clavar las jeringuillas de todos los que murieron por sus drogas en los nervudos brazos de aquel gitano hijo de la desesperación.

Juanito esperó paciente a que el gitano se durmiera. La exasperación de Juan se transformó en cautela y su desespero en recato. Lo podía ver desde el jardín de la enorme casa. Siguió con la mirada cada movimiento que hacía. Lo vio salir del comedor y transitar por un largo pasillo hasta el cuarto de baño. Un momento después, en que ni siquiera se cepilló sus carcomidos dientes, salió en dirección a la cocina. Juan pudo distinguir la sombra de su figura, alargada como el ciprés de un cementerio, como la muerte que le esperaba en la habitación, vestida con la ropa de un hombre bueno, una persona que solo buscaba defender un futuro que tanto esfuerzo le había costado labrar. El yuppie que todo lo tenía, el guapo de ojos negros con la esclerótica muy blanca, blanca como la hoja del machete que empuñaba, blanca como la luna que iluminaba su rostro deformado por el miedo, blanca como el collar del cancerbero que guardaba el infierno, se encaminó hacia la habitación de matrimonio. Entró por el balcón que daba al jardín. La ventana se encontraba abierta. José Soriano Salazar encendió la luz de su mesita de noche, la última luz que vería. Extrajo un paquete de tabaco negro del primer cajón. La respiración de Juan era rápida, como su corazón, como la sangre que galopaba por sus inflamadas venas. Agarró el cuchillo con fuerza, con la misma fuerza que jugaba al squash los jueves por la tarde. Una vaporosa cortina de seda le separaba de su objetivo, del cuello de José Soriano, del gitano que había hipotecado su futuro el día que ganó aquella mano a Álvaro Alsina.

De repente un ruido, más bien un zumbido, como cuando se sopla a través de una cerbatana y surge de su extremo un dardo, sobresaltó a Juan Hidalgo. Se detuvo un instante en el trayecto que estaba a punto de recorrer, el último trecho de la vida del gitano drogadicto y traficante que cayó sobre la cama, como si estuviera muy cansado y no pudiera sostener su cuerpo durante el descenso hacia las sábanas blancas. Su robusta mano derecha se posó sobre el cuello, en un instante se tiñó de rojo, rojo sangre, rojo granate, rojo muerte. Juan miró perplejo, como si estuviera inmerso en un terrible sueño después de haber visto una película de zombis. El sonido de unos pasos corriendo le despertaron de su parálisis. Miró por la ventana de la habitación de José el gitano. Una sombra partía hacia el jardín por donde momentos antes había entrado él. Aunque no había cumplido el servicio militar, sabía que lo que acababa de matar al traficante de drogas era un disparo con un silenciador, como en las películas de cine negro. Juan tuvo entonces la intención de seguir al asesino, de correr tras él por la rosaleda de la casa.

«Lo alcanzaré enseguida», pensó sin que sus piernas respondieran a las constantes órdenes mandadas desde su compungido cerebro.

La mancha de sangre que brotaba del cuello de José Soriano se había convertido en un charco. Inundaba prácticamente toda la sábana, como un azucarillo mojado en el café que se empapa rápidamente. Juan salió presuroso de la casa, como si lo siguiera el diablo. Tiró el machete que aún sostenía en la mano sudorosa. Lo lanzó en el suelo del jardín. Recapacitó y lo recogió arrojándolo de nuevo, pero esta vez en el cubo de la basura que había fuera de la casa. Tenía que pensar rápido, el tiempo pasaba más veloz que sus pensamientos. No convencido de que ese fuese el mejor lugar para esconderlo, lo cogió nuevamente y lo echó en una rejilla del alcantarillado que se encontraba justo al cruzar la calle. La luna no alumbraba lo suficiente para ver, pero sí para ser visto.

Era la una de la madrugada del jueves, cuando Juan Hidalgo traspasó la puerta de su pequeño apartamento. Se quitó la ropa. La envolvió en bolsas de plástico y la tiró a la basura. Se metió en la ducha. No quería dejar ningún vestigio, ningún rastro que le pudiera incriminar en el asesinato de José Soriano Salazar. Lo vio morir pero no lo mató él, aunque se sentía tan culpable como si lo hubiera hecho.

—¿Y si no está muerto? —dijo en voz alta mientras se enjabonaba de forma enfermiza, frotando su cuerpo como si quisiera quitarse unas enganchadas sanguijuelas.

«¿Quién se me habrá adelantado?», exclamó para sus adentros y sin dejar de frotar su torso, cada vez más colorado por la acción de la esponja.