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Juan Hidalgo Santamaría no soportaba la mera idea de que traspasaran la empresa en la que tanto esfuerzo y dedicación había invertido. Las pruebas contra Álvaro Alsina eran del todo concluyentes, o eso le parecía a él. La acusación no oficial por parte del jefe de policía no dejaba lugar dudas. Las posibilidades de ser declarado inocente en el juicio eran prácticamente nulas. Y aun en el supuesto de que no consiguieran demostrar el crimen, el tema del forzamiento de la menor estaba muy claro, el propio César Salamanca le había dicho a Juan que vio a Álvaro la noche del crimen y que sabía que este se entendía con la chica asesinada. Así que la empresa y todos los beneficios de la misma, el patrimonio, los terrenos, la filial Expert Consulting e incluso las nuevas oficinas de Madrid, pasarían irremediablemente a manos del gitano José Soriano Salazar si las acusaciones de César Salamanca llegaban a demostrarse finalmente.

«¡Ojalá se muriera ahora mismo!», pensó Juan lleno de rabia.

En ese caso no habría contrato. No puede heredar quien no existe, y le constaba que José Soriano no tenía descendencia, aunque sí mucha familia. Pero el acuerdo firmado aquella noche infame en la maldita timba que jugó Álvaro, ponía bien claro quién sería heredero universal: don José Soriano Salazar.

«¿A quién se lo podía preguntar?», meditó Juan madurando una terrible idea que se le acababa de ocurrir, pero que pondría fin a esa semana calamitosa. A su mente asomaron pensamientos que nunca se hubieran correspondido con un hombre cabal, pero el infortunio amenazaba su futuro y ante situaciones extremas hay que actuar con fuerza y seguridad.

«Solo yo, Álvaro y Nacho, el abogado, sabemos lo del fatídico documento —reflexionó—. Y el gitano, claro».

Desde luego, José Soriano no tardaría en reclamar lo que era suyo y exigiría el cumplimiento del pacto. Juan sabía que todo era una trampa para quedarse con la empresa. Que el gitano tenía mucho que ver y que Álvaro era inocente de la violación y el asesinato de la chica, pero el maldito traficante se había encargado de dejar suficientes pruebas para inculparlo y así «heredar» la empresa de los Alsina.

«La cosa está clara», consideró encendiendo un cigarro. La cabeza le dolía y le costaba hilar las ideas con coherencia. De repente y sin saber cómo, en su mente afloró un pensamiento: «Tengo que matar a José Soriano Salazar». Y lo dijo en voz alta.

Al principio se sorprendió. Más bien le pareció la idea de un loco, de alguien que necesita maldecir a viva voz para así sentirse liberado. Pero poco a poco fue tomando cuerpo, y pasados los primeros momentos de duda ya no le parecía tan malo eso de matar a alguien si era para un buen fin.

—Muerto el perro se acabó la rabia —dijo en voz alta, mirando a través de la ventana del comedor de su pequeño apartamento de soltero.

La muerte visita a José Soriano…