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A las tres de la tarde habían quedado Álvaro Alsina y Natalia Robles en la rotonda inacabada de la calle Reverendo Lewis Sinise. Tenían muchas cosas de que hablar el empresario y la muchacha. Mucho de que hablar y muy poco tiempo para hacerlo. El presidente de Safertine sabía que Natalia, amiga de Irene y Sandra, no le engañaría. Era una chica franca y sincera. Ella le diría qué había pasado exactamente aquella noche del viernes 4 de junio, cuando fue vista por última vez la muchacha desaparecida. Ella le diría qué fue lo último que hizo Sandra, sus últimas palabras, sus últimos momentos…

Puntual, como era de esperar, Natalia llegó a la única plaza inacabada de la urbanización. Debajo del olivo donde se había visto la noche del lunes con César Salamanca, en la confluencia de la calle Reverendo Lewis Sinise y el bosque de pinos que unía la urbanización más residencial del pueblo con el resto arcaico de la villa antigua.

Allí estaba Álvaro fumando y mirando los tejados de la villa. Paseaba la vista hasta donde alcanzaba. Sumido en pensamientos imposibles acerca de los avatares de la vida.

«El campanario está a punto de venirse abajo por culpa de ese enorme nido de cigüeña», pensó mientras daba la última calada al cigarrillo.

La parte más alta de la iglesia esgrimía, amenazante hacia el cielo, parte de su estructura. Álvaro había estado innumerables veces allí. Le gustaba meditar las noches de verano cuando regresaba de la empresa y siempre le quedaban cosas en que pensar. Abstraerse, aunque fuera por unos minutos, del quehacer diario, del bullicio de la jornada en Santa Susana. Miraba con ternura el final de la calle y el principio del bosque. Olvidaba esa estruendosa ciudad, lejos del mar pero próxima a Roquesas, donde el ruido y ajetreo diarios no permitían que una persona pudiera ser ella misma, sino que más bien la obligaba a formar parte del paisaje urbano, del montón de hormigas que correteaban por sus calles, de sus paradas de autobús, de las plazas con fuentes de agua que nadie bebía, de esa ingente cantidad de individuos que transitaban sin orden por las aceras, cruzándose sin conocerse, desviando la mirada cuando se encontraban con algún conocido y haciendo ver que no se habían percatado de su presencia. Allí en Roquesas de Mar era diferente. El pueblo de sus antepasados era como debía ser una localidad pequeña. La gente se conocía. A veces demasiado, otras no tanto. Encendió otro cigarrillo y pensó en que el anonimato era una palabra del todo desconocida en esa villa entre el mar y la montaña. El mismo mar donde, no hacía demasiados años, desembarcaban piratas y asaltaban a los lugareños quitándoles sus pocas pertenencias. Hechos que habían obligado a fusionar las dos Roquesas, la de mar y la de montaña, en una sola. Ahora los saqueadores eran otros, vestían corbata, comían en restaurantes caros e iban a los entierros, reflexionó Álvaro acordándose de las películas acerca de la mafia, donde los mismos que matan a un hombre, son los que van a llorar al sepelio y se hacen cargo del bienestar de su familia, para que los vecinos de esos pueblos sicilianos que solo conocía por las películas de Coppola, se sintieran orgullosos de la Cosa Nostra.

Ya había perdido la noción del tiempo, cuando vio surgir del interior del bosque la silueta de Natalia, la chica con la que se había citado esa calurosa tarde de verano. La chica no había venido con la intención de preguntar, ni siquiera de sonsacar cosas que quizá no le gustaría oír, sino porque la llamaba el padre de su mejor amiga y porque la verdad siempre es buena; aunque nos duela, aunque no queramos conocerla. El presidente de Safertine sabía de sobra que los jóvenes de hoy solamente dicen aquello que quieren decir, que no sirve de nada intentar averiguar algo si ellos no están dispuestos a decirlo. De los problemas que anotó en su agenda azul, esa que le trajo tanta suerte, o eso pensaba él, ya había solucionado uno. No era el más importante, pero sí el que le dotaría del suficiente prestigio y autoestima como para intentar solucionar los otros. Continuaba en su cargo de presidente de la empresa heredada de su padre, el ilustre don Enrique Alsina, muerto de cáncer de pulmón cuando contaba setenta años. Los inspectores de Madrid tenían en su mano que las cosas siguieran como hasta entonces, que Álvaro Alsina presidiera la compañía que daba sustento a su familia y a una parte importante del pueblo, ese mismo en que sus habitantes esperaban la señal de asalto para irrumpir en su casa y echarla abajo como hacían los lugareños hacía cientos de años en Transilvania, cuando entraban en la casa del sanguinario conde y lo mataban por odio, por envidia, por venganza… por esos pecados capitales que corrompen el alma de los hombres y los hacen ser más parecidos a las bestias, esas que odiamos y tememos, pero de las que tanto deberíamos aprender. Álvaro se sentía acosado por los motivos que han llevado a los hombres, siglo tras siglo, a destruirse entre ellos, a buscar la desdicha de sus congéneres por el mero hecho de admirarlos, de no poder ser como ellos.

La dulce y bella Natalia asomó su delicada figura entre las ramas del bosque de pinos, esos a los que cada año intentó eliminar la procesionaria, arrastrándose por sus envejecidos troncos en un intento constante de desgaste. Vestía un pantalón corto blanco, tan corto que asomaba la línea divisoria entre sus piernas y el culo, una estría arqueada en un dibujo perfecto que ni hecho por el mejor delineante del mundo. Portaba manoletinas de color azul marino, de las que salían unos calcetines blancos de hilo que tapaban sus diminutos tobillos, frágiles como el cristal de las copas de vino que servían en los banquetes. Una camiseta de tirantes lila era todo lo que cubría su estilizada figura, esa camiseta que tanto le gustaba ver al presidente de Safertine, con el dibujo de una mariposa en su pecho, una mariposa con las alas extendidas intentando echarse a volar, pero que no podía al haberse quedado atrapada en los pechos de Natalia, la muchacha a la que esa tarde intentaría Álvaro sonsacar lo ocurrido aquella noche del 4 de junio, cuando otra hermosa muchacha había sido violada y asesinada en la parte trasera de su casa.

—Buenas tardes, Álvaro —dijo Natalia acercando las mejillas a las del padre de Irene—. Espero no haberte hecho esperar —manifestó alargando la mano y mostrando los dedos índice y corazón en un gesto característico de fumador.

—He llegado hace unos minutos —respondió Álvaro, que sacó un cigarrillo del paquete y se lo puso en medio de los dos dedos—. No pasa nada, ya te dije que no tenía nada que hacer esta tarde y podías retrasarte si querías.

Ella le sonrió.

—¿Cómo estás?

—Bien —respondió acercando su linda cara a la lumbre del mechero que acababa de encender Álvaro—. Un poco conmocionada por la muerte de Sandra, no me lo acabo de creer todavía. Esperaba que no apareciera su cuerpo, de esa forma siempre albergaría la esperanza de que estuviera viva.

—Erais buenas amigas, ¿verdad? —preguntó Álvaro.

—Muy buenas.

—Siempre os he visto juntas a las tres, dando envidia a los chicos del pueblo y a las otras chicas. Tan guapas.

—Es verdad —afirmó Natalia, fumando como si fuera una vampiresa de Hollywood—. Aunque Sandra nos empañaba a las dos, su belleza no tenía parangón —puntualizó con una expresión más propia de un hombre hacia una mujer que de una inocente jovencita hacia su amiga.

Álvaro le guiñó un ojo.

El presidente de Safertine era conocedor de los rumores sobre las inclinaciones sexuales de Natalia, de Sandra e incluso de su propia hija; aunque no quería hacer mucho caso de eso y le restaba importancia a la cuestión, sobre todo debido a la edad de las tres. Dieciséis años, desde luego, no era tiempo suficiente para definir la orientación sexual de nadie, pensó mientras observaba las impresionantes facciones de Natalia, una chica extremadamente guapa e inteligente, atributos que eran muy valorados en una misma persona. Se acordó de aquella teoría machista y anticuada en la que se hacía referencia a las mujeres y decía que estas no podían ser guapas y listas a la vez.

—¿La querías? —preguntó Álvaro, intentando buscar alguna vulnerabilidad en Natalia y de esa forma enlazar más su complicidad con ella y hacer que confiara en él hasta el punto de confesarle lo ocurrido la noche del 4 de junio en el bosque de pinos.

—Sí, la quería —contestó sonriendo nerviosamente—, tanto que daría lo que fuera por ver muerto a su asesino.

Álvaro apartó la vista de sus ojos y miró hacia el bosque.

—No te voy a contar qué pasó aquella noche, porque ya nada importa —anunció Natalia, a punto de llorar—, pero solo te puedo decir que lamento profundamente todo lo que ha ocurrido y que me iré a la tumba, cuando me toque, con el dolor de haber dejado sola a Sandra aquel cuatro de junio en este lugar —dijo señalando hacia la espesura con su dedo índice.

Sabedor Álvaro de que la chica no le iba a revelar nada sobre lo sucedido aquella noche, optó por centrarse en el distanciamiento de sus propios hijos.

—¿Sabes si mi hija me odia? —preguntó, sentándose en un montículo de tierra que había a los pies de uno de los olivos de la rotonda.

Natalia respiró hondo.

—Tu hija te quiere —respondió frotando la cabellera del presidente de Safertine.

Este se sorprendió y hasta se sintió incómodo.

—El salto generacional —añadió—, eso es lo que nos separa a los jóvenes de vosotros. Cuando sea más mayor se dará cuenta del buen padre que tiene —reflexionó en una frase poco apropiada para una chica de su edad.

Álvaro se sintió halagado.

—¿La quieres? —preguntó extrayendo otro cigarrillo y mirando a Natalia a los ojos mientras ella se sentaba a su lado.

—Las personas que están llenas de amor lo suelen transpirar por todos los poros de su piel —respondió la chica, para asombro de Álvaro, que tuvo la sensación de estar hablando con un oráculo—. Yo estoy llena de pasión y ternura. Quiero a tu hija —añadió escondiendo las manos entre las piernas—, como te quiero a ti y como quería a Sandra; aunque con ella era diferente.

Álvaro iba a decir algo, pero se quedó sin palabras.

—Sabes —continuó Natalia—, tengo la sensación de que no ha muerto, de que está entre nosotros. He intentado conectar mentalmente con ella y creo que aún no está en el plano astral, que aún vive en Roquesas de Mar y que no se marchará hasta que haya solucionado lo que tanto la apena.

Álvaro la miró con los mismos ojos con que el discípulo observa a su maestro.

«Cuánta inteligencia para una persona tan joven», pensó, viendo a una chica que bien podría ser su propia hija y con la que se entendía perfectamente. «Ojalá Irene me comprendiera como ella», rogó al darse cuenta de que él tampoco se había esforzado lo suficiente para entender a su propia hija, ni a Javier con sus problemas, ni siquiera a su mujer, la bella Rosa con la que tan buenos momentos había pasado a su lado.

—Te entiendo perfectamente —le dijo—, a mí me ha ocurrido lo mismo muchas veces.

Natalia hizo una mueca de satisfacción.

—Pero es de vital importancia para mí saber qué ocurrió aquella noche —le dijo entonces Álvaro.

La chica lo miró perpleja.

—¿Es para encontrar al que la mató?

—¿Sabes quién fue?

—Si lo supiera ya estaría muerto —dijo bravuconamente.

—Entonces no viste a nadie más aparte de Sandra e Irene.

—No, aquella noche no vimos a nadie, aparte de la gente en la fiesta del pueblo. El camino del bosque de pinos estaba solitario. Ya sabes —sonrió— que en caso de sospechar de alguna persona, el jefe de policía hubiera sido el primero en enterarse. Pero, lamentablemente, Sandra y yo estuvimos solas todo el rato y lo único…

—¿Qué? —se anticipó Álvaro.

—Nada, que quería mucho a Sandra y lamento no haberla acompañado a casa. Si las dos hubiéramos estado juntas no…

—Eso no puedes saberlo —la interrumpió Álvaro viendo que se iba a echar a llorar.

Encendió dos cigarrillos a la vez y puso uno en la boca de ella. La chica se lo agradeció con la mirada.

—Mira —le dijo él mirándola a los ojos—, parece ser que nadie está libre de sospecha, pero la policía local me ha escogido como el principal sospechoso…

Natalia le tapó los labios con su mano.

—No me vengas con monsergas, Álvaro —le dijo—, ya he oído por el pueblo esos comentarios descabellados acerca de tu culpabilidad, pero yo estoy segura de que tú no has sido.

Álvaro dudó unos instantes y luego dijo:

—¿Por qué?

—Porque quien mató a Sandra es alguien de fuera del pueblo, un forastero.

—¿Y en qué te basas para esa afirmación?

—Sandra era muy querida y bastante accesible para todo el mundo…

—¿Accesible?

—Sí, era una chica abierta y muy cercana a cualquiera que quisiera conocerla. Quien la mató tuvo que violarla primero y para hacerlo debía de estar seguro de que ella no quería, por eso la forzó, ¿no? En eso consiste la violación.

Álvaro se quedó pensativo tratando de averiguar adónde quería ir a parar Natalia. Evitó su mirada para no descubrir que no sabía de qué le estaba hablando. Finalmente y dándose por vencido, le dijo:

—No te entiendo… ¿Qué quieres decir con eso de que quien la mató tuvo que violarla? Se supone que fue así.

Atisbó la posibilidad remota, pero nada desechable, de que Natalia supiera alguna cosa más que él, en lo referente a las circunstancias de la muerte de Sandra.

—Vaya, Álvaro, ¿es que te tengo que hacer un plano de esto? Lo que quiero decir es que el que violó a Sandra la tuvo que forzar porque ella se negó, y tú —concluyó— no hubieras tenido necesidad de eso…

Aspiró hondo y dijo:

—Contigo Sandra hubiera hecho el amor gustosamente sin necesidad de obligarla.

Álvaro se sintió halagado y reflexionó sobre esas últimas palabras buscando algún defecto en la argumentación, para así poder rebatirla.

—¿Y si fueron dos?

—¿Dos qué?

—Dos personas quienes actuaron —dijo Álvaro—. Uno la violó —aseveró fijando su mirada sobre Natalia— y el otro la asesinó.

Un matrimonio de ancianos pasó cerca de ellos, que se encontraban enfrascados en la conversación acerca de cómo fue la muerte de Sandra, y Álvaro se sintió profundamente incómodo. Se creyó espiado y ya no le pareció tan buena idea haber quedado con Natalia tan cerca de su casa, tan cerca del lugar donde había aparecido el cuerpo de Sandra, tan cerca de las miradas mezquinas de los vecinos que le creían culpable. Se imaginó el comentario de los ancianos que pasaban, silenciosos, a su lado: «Mira, ya está don Álvaro con otra jovencita».

—Oye, Natalia.

La chica lo miró.

—Será mejor que nos veamos en otra ocasión y en otro lugar, ¿te parece?

Natalia asintió con la cabeza y se marchó de la calle Reverendo Lewis sin decir palabra.