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La puerta se cerró en sus narices. Los brazos le dolían del peso del pico y al principio no entendía qué pasaba. Oyó cómo echaba la llave desde fuera. Le extrañó que la dejara dentro del sótano con las manos desatadas, la mordaza quitada y con un pico y una pala a su alcance.

«Ese hijo de puta no da puntada sin hilo», pensó.

Y quiso creer que aquello era premeditado y que formaba parte de algún plan. Lo primero que le pasó por la cabeza fue aporrear la puerta hasta romperla. Era una puerta metálica, pero aquel pico podría hacerla trizas con unos cuantos golpes. Luego, más cauta, pensó que quizás él estaba fuera esperándola con su pistola y en cuanto la viera aparecer le pegaría un tiro. Simularía que era en defensa propia, pensó. «Pero… ¡qué tontería!». Cómo iba a hacer eso ese hijo de puta, recapacitó al darse cuenta de que su mente flaqueaba. Él debería haberse marchado a toda prisa por algún motivo. Echó una ojeada al agujero del suelo y lo vio prácticamente terminado. Apenas unos palmos más de profundidad y quizás un poco de anchura para que allí cupiese su cuerpo, muy menguado por los días de encierro y hambre.

—La linterna —dijo en voz alta.

También se había dejado la linterna. La apagó para ahorrar pilas por si la necesitaba más adelante. La penumbra se hizo de nuevo en el sótano.